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Radio Ambulante - Creando un monstruo

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15
30

Nadie dijo que la paternidad sería fácil. Para Santiago Rocagliolo, quizá lo más complicado ha sido darse cuenta lo similares que son él y su hijo, y saber que, debido a esto, el futuro traerá consigo varios retos inevitables. ¿Preparas a tu hijo para esos momentos difíciles, le adviertes, o simplemente dejas que él mismo encuentre su camino?

Hola,
hola,
Ambulantes,
con
esta
historia
terminamos
nuestra
séptima
temporada.
Muchas
gracias
a
todos
ustedes
por
apoyarnos,
promovernos,
compartir
nuestras
historias.
No
saben
cuánto
significa
para
nosotros.
Gracias
también
por
participar
en
nuestras
redes,
por
formar
parte
de
nuestra
comunidad.
En
diferentes
viajes
este
año
he
podido
conocer
oyentes
de
Radio
Ambulante
por
todo
Estados
Unidos,
en
Puerto
Rico,
en
Honduras,
México,
Nicaragua,
Chile,
Perú
y
Colombia.
Y
siempre
es
tan
bonito.
Gracias,
de
corazón.
También
queremos
agradecer
a
nuestros
amigos
de
NPR:
Rolando
Arrieta,
Isabel
Lara,
Maria
Paz
Gutierrez,
y
N’Jeri
Eaton.
Y
a
Camilo
Garzón,
que
nos
ayudó
al
inicio
de
esta
temporada.
Ahora
vamos
a
descansar.
Un
ratito.
Poco
en
realidad.
Porque
tenemos
mucho
trabajo
por
delante,
preparando
la
nueva
temporada,
que
ojalá
sea
aún
mejor
y
más
ambiciosa.
Regresamos
en
septiembre.
Y
bueno,
una
cosita
más
antes
de
comenzar.
Quiero
pedirles
un
gran
favor.
Esta
es
la
segunda
temporada
que
formamos
parte
de
la
familia
de
NPR
y
queremos
saber
más
sobre
ustedes,
nuestros
oyentes.
No
importa
si
nos
escuchas
desde
hace
años
o
si
es
la
primera
vez
que
te
topas
con
este
podcast.
Necesitamos
conocerte
para
seguir
mejorando.
Por
favor,
ve
a
nuestra
página
radioambulante.org
/encuesta,
y
responde
unas
preguntitas.
Si
te
has
preguntado
algunas
vez
cómo
puedo
apoyar
a
este
podcast,
pues
esta
es
la
mejor
manera.
Necesitamos
por
lo
menos
2.000
respuestas.
De
verdad,
Ambulantes,
por
favor:
tómense
5
minutos
y
ayúdenos.
Eso.
Gracias.
Bienvenidos
a
Radio
Ambulante,
desde
NPR.
Soy
Daniel
Alarcón.
Esta
semana
estamos
celebrando
el
día
del
padre,
un
día
que
era
muy
importante
cuando
era
niño
—aunque
no
tan
importante
como
el
día
de
la
madre,
obviamente—;
luego
casi
irrelevante
en
mis
20s
—sorry,
dad—;
y
que
ahora
que
me
he
convertido
en
padre,
pues,
me
gusta
otra
vez.
Me
dan
regalitos.
Me
traen
el
café
a
la
cama.
Pequeñas
muestras
de
cariño.
Cuando
mi
hijo
más
pequeño
tenía
meses
y
me
levantaba
a
las
2
o
3
de
la
mañana
para
darle
el
tetero,
recuerdo
que
tenía
un
gesto.
Es
difícil
de
explicar,
pero
lo
intentaré.
En
un
momento
dado,
dejaba
el
tetero,
y
agarraba
mi
cara
con
ambas
manos
y
me
jalaba
hacia
él.
Luego
pegaba
su
ojo
directamente
al
mío.
Era
intenso:
lo
sentía
respirando
y
no
pestañaba.
En
la
oscuridad
de
un
cuarto
pequeño,
este
niño
me
miraba
literalmente
ojo
a
ojo,
y
yo
no
me
atrevía
a
moverme.
Y
no
me
soltaba.
10
segundos.
20.
Un
minuto.
Así:
ojo
a
ojo.
Y
bueno,
la
primera
vez
sentí
sorpresa
absoluta.
La
segunda
vez
sentía
como
que
“ok,
qué
niño
tan
interesante
que
me
ha
tocado”.
Y
para
la
tercera
ya
sentí
algo
diferente:
una
nostalgia
anticipada.
Es
decir,
cada
vez
que
lo
hacía
pensaba:
“Hmm.
¿Será
esta
la
ultima
vez
que
lo
va
a
hacer?”.
Y
sentía
que
lo
iba
extrañar,
extrañar
este
gesto,
la
intensidad
de
estar
mirándolo
tan
de
cerca,
compartiendo
este
momento
tan
íntimo.
Es
que
como
padre
te
das
cuenta
rápidamente
que
los
hijos
cambian.
Constantemente.
Que
lo
que
crees
que
es
la
esencia
de
tu
hijo
puede
ser
simplemente
una
fase:
un
momento
efímero,
y
nada
más.
O
sea
que
hay
que
disfrutarlo
todo.
Para
celebrar
este
día,
pues,
les
tenemos
algo
un
poco
diferente.
Santiago
Roncagliolo
es
un
novelista,
cronista,
ensayista
peruano,
y
nos
compartió
este
ensayo
sobre
su
propia
paternidad.
Aquí
Santiago.
A
mi
hijo
le
gustan
las
princesitas.
Y
las
muñecas.
Si
lo
llevo
a
una
juguetería,
se
pasa
más
tiempo
en
la
sección
de
niñas
que
en
ninguna
otra.
Sugiere
juguetes
para
su
hermana
que
termina
usando
él.
Y
si
le
pregunto
su
color
favorito,
la
respuesta
es
un
contundente
“rosado”.
Siempre
he
defendido
que
los
niños
no
se
aferren
a
los
clichés
de
género.
Que
no
pasa
nada
si
les
gusta
la
Barbie
o
si
saltan
la
cuerda.
Ya
me
todo
el
rollo
de
la
igualdad.
Pero
de
todos
modos,
esto
me
pone
muy
nervioso.
Y
no
porque
me
avergüence.
Al
contrario:
porque
yo
también
era
así.
De
niño,
no
hacía
deportes.
No
montaba
en
bicicleta.
Leía
mucho.
Jugaba
con
niñas
porque
ellas
hablaban
más
y
corrían
menos.
Era
un
niño
repelente.
De
hecho,
lo
sigo
siendo.
Cuando
le
dieron
el
Balón
de
Oro
a
Messi,
yo
solo
podía
pensar:
—Qué
espanto
de
esmoquin.
¿Quién
le
escoge
la
ropa
a
este
hombre?—
Justo
por
eso
me
preocupo.
Porque
conozco
el
precio
de
ser
diferente.
No
hay
nada
más
cruel
que
un
niño.
Y
no
hay
nada
peor
que
ser
un
niño
extraño.
Cuando
yo
era
chico
vivía
en
México,
y
al
volver
al
Perú,
hablaba
raro.
Eso
me
hizo
acreedor
a
todo
tipo
de
bromas,
sarcasmos
y
alguna
paliza
(aparte
de
las
correspondientes
a
no
jugar
al
fútbol).
La
mayor
parte
del
tiempo,
los
otros
chicos
hablaban
de
sexo
en
jerga
de
la
calle,
y
yo
ni
siquiera
comprendía
qué
decían.
Aprendí
por
instinto
cuándo
tenía
que
reírme.
Y
cuándo
tenía
que
enfadarme.
Con
tal
de
ser
igual
que
los
demás,
hasta
contaba
chistes
que
yo
mismo
no
entendía.
Pero
al
menos
reduje
las
agresiones
hasta
límites
llevaderos.
No
quiero
que
mi
hijo
sufra
humillaciones
si
los
demás
lo
encuentran
distinto.
Así
que
desarrollo
todo
un
plan
para
que
mi
hijo
juegue
fútbol.
Lo
llevo
a
plazas
donde
«casualmente»
juegan
otros
niños.
Concentro
mi
vida
social
en
amigos
con
hijos
futboleros.
Pongo
partidos
en
la
tele,
incluso
de
equipos
que
no
conozco,
y
trato
de
mostrar
entusiasmo
por
ellos.
Nada
da
resultado.
El
chico
insiste
en
jugar
con
gatitos
de
peluche
y
pulseritas
moradas.
Por
suerte,
en
el
proceso
descubro
con
alivio
algo
que
no
esperaba.
Yo
soy
el
mismo
inútil
que
era
cuando
niño,
pero
la
sociedad
es
mejor
unas
décadas
después.
En
el
colegio
de
mi
hijo,
y
en
los
colegios
de
sus
amiguitos
en
Barcelona,
y
entre
mis
amigos
de
todas
partes,
hay
gente
diferente.
Sudamericanos,
africanos,
chinos,
rusos.
También
hay
homosexuales.
Algunos
de
ellos
son
padres.
Al
menos
en
el
pequeño
mundo
de
mis
hijos,
la
diferencia
ya
no
es
necesariamente
un
problema.
Si
todos
son
diferentes,
nadie
lo
es.
De
todos
modos,
para
estar
tranquilo,
decido
hablar
del
tema
con
mi
hijo
directamente.
Es
lo
que
se
supone
que
se
hace
en
el
siglo
21.
Conversar.
Lo
encuentro
coloreando
un
dibujo
de
Campanilla
y
le
propongo:
—Oye,
¿no
quieres
que
dibujemos
también
unos
monstruos
alienígenas
sangrientos?
—No
—me
dice—.
Esto
está
bien.
Se
lo
voy
a
regalar
a
mi
amiga
Aitana.
—Claro.
Tienes
más
amigas
que
amigos,
¿no?
¿Por
qué?
—Porque
las
niñas
son
más
listas
—dice,
desde
la
sabiduría
de
sus
4
años.
—¿Pero
no
te
preocupa
que
los
chicos
te
fastidien
por
andar
siempre
con
chicas?
—Me
da
igual
—dice,
sin
levantar
la
vista
del
dibujo.
—¿Y
si
te
fastidian?
—Los
fastidiaré
yo
también
—explica
con
despreocupación.
Ojalá
hubiera
pensado
yo
así
cuando
tenía
su
edad.
Desde
esa
conversación
tengo
claro
que
nunca
conseguiré
educar
perfectamente
a
mi
hijo.
Pero,
con
suerte,
él
logrará
educarme
a
mí.
No
montar
en
bicicleta.
Ya
está.
Ya
lo
dije.
Cuando
tenía
5
años,
mis
padres
me
compraron
una.
Pero
a
la
primera
caída
decidí
que
eso
no
era
para
mí.
Mis
padres
eran
intelectuales.
No
se
les
ocurrió
mejor
idea
que
respetar
la
decisión
del
niño
en
vez
de
obligarlo
a
aprender
a
cachetadas.
Maldita
sea.
A
los
20
años,
la
chica
con
que
salía
insistió
en
enseñarme
a
montar,
creo
que
por
vergüenza
ajena.
Como
estaba
enamorado,
acepté.
Mientras
yo
me
caía
y
hacía
el
ridículo,
su
hermanita
de
6
años
pasó
a
nuestro
lado
en
su
bici
sin
rueditas
y
me
dijo,
con
una
sonrisa
de
sorna:
—¿Tan
grandazo
y
no
sabes
montar
en
bicicleta?
Rompí
con
esa
chica.
Ante
la
incomprensión
del
mundo,
suelo
defenderme
con
un
argumento
de
física
elemental:
es
absolutamente
imposible
que
las
bicicletas
se
mantengan
erguidas.
Las
cosas,
si
no
tienen
apoyos,
se
caen
al
suelo.
Todo
el
mundo
lo
sabe.
Un
día,
de
repente,
todos
los
ciclistas
del
mundo
se
darán
cuenta
y
se
partirán
la
cabeza.
Creo
que,
de
tanto
repetirlo,
me
lo
he
llegado
a
creer.
Pero
ahora
tengo
un
hijo.
Y
ese
canalla
insolidario
y
mezquino
de
5
años
ha
aprendido
a
montar
en
bicicleta.
Lleva
meses
diciéndome:
—Papi,
¿no
te
gustaría
ir
juntos
en
bicicleta?
O:
—Papi,
qué
pena
que
no
sepas
montar.
O
la
más
humillante:
—Papi,
si
quieres,
te
enseño
a
montar
bicicleta.
Los
niños
te
vuelven
adulto.
Te
hacen
notar
y
corregir
todas
las
carencias
de
ti
mismo
que
siempre
te
negaste
a
afrontar.
Desde
el
nacimiento
del
mío,
he
sacado
el
carné
de
conducir,
he
hecho
terapia,
aprendido
catalán,
practicado
ejercicio,
luchado
contra
mi
neurosis,
mejorado
mi
relación
con
la
tecnología
y
organizado
mi
contabilidad.
Pero
comprendo
que
ha
llegado
la
hora
de
dar
el
último
paso
hacia
una
adultez
plena.
Durante
una
semana
busco
en
internet
instrucciones
para
montar
en
bicicleta.
Cómo
poner
la
cadera.
Qué
precauciones
tomar.
No
hay
nada.
Es
una
ciencia
sin
teoría.
¿Cómo
rayos
ha
aprendido
todo
el
mundo.
Al
final
recluto
como
profesor
particular
a
mi
amigo
más
deportista.
El
pobre
cree
que
va
a
ser
fácil.
—10
minutos
—me
dice—.
O
10
segundos.
Montar
en
bici
es
lo
más
sencillo
del
mundo.
—Hermano
—le
respondo
tristemente—,
no
tienes
idea
con
quién
estás
tratando.
Escogemos
una
calle
peatonal
y
vamos
de
noche,
a
la
hora
en
que
no
circulan
niñas
tocapelotas
como
la
hermanita
de
mi
ex.
Y
me
subo
en
la
bicicleta.
—¡Ahora
pedalea!
Al
primer
esfuerzo
me
caigo.
Y
al
segundo.
Y
al
decimocuarto.
Mi
amigo
me
empuja
en
la
bicicleta
como
a
un
niño.
Y
tampoco
funciona.
Él
teme
que
yo
tenga
una
enfermedad
neuronal.
Puedo
leerlo
en
su
rostro.
Los
transeúntes
creen
que
voy
borracho
o
drogado,
cosas
más
normales
que
no
saber
montar
en
bicicleta.
Yo
me
sigo
cayendo.
Estoy
bañado
en
sudor
y
ni
siquiera
he
avanzado
un
metro.
Estoy
a
punto
de
dejarlo
e
irme
a
mi
casa
a
llorar.
Hasta
que,
al
fin,
entiendo
la
única
lección
que
hay
que
aprender,
la
que
no
está
en
internet:
sigue
pedaleando.
Cuando
te
vas
a
ir
de
cara
contra
el
suelo,
no
te
detengas:
acelera.
Es
difícil
que
tu
cuerpo
acepte
esa
regla
porque
atenta
contra
todo
instinto
de
autoconservación,
igual
que
la
bicicleta
atenta
contra
la
regla
física
de
que
debería
caerse.
¿Por
qué
me
cuesta
más
aprender
a
que
a
un
niño
de
5
años?
Porque
tengo
más
miedos:
si
tuviese
5
años,
mi
único
miedo
sería
que
me
manden
a
dormir
sin
postre.
Hacerse
adulto
es
irse
cargando
de
temores:
plazos
de
entrega,
números
de
cuenta
en
rojo,
enfermedades…
cosas
que
pueden
salir
mal.
Cuando
comprendo
eso
—y
que
la
bici
tiene
freno
de
mano—
comienzo
a
pedalear
de
verdad.
De
repente,
el
viento
corre
a
mi
alrededor.
La
bicicleta
avanza.
¡Estoy
derrotando
las
leyes
de
la
física,
toda
mi
historia
personal,
a
todas
las
hermanitas
repelentes
del
mundo!
Y
entonces
me
estrello
de
cara
contra
un
poste.
Una
pausa
y
volvemos.
Este
podcast
de
NPR
y
el
siguiente
mensaje
son
patrocinados
por
Sleep
Number.
Sleep
Number
te
ofrece
camas
que
se
adaptan,
en
ambos
lados,
a
tu
posición
ideal.
Sus
nuevas
camas
son
tan
inteligentes
que
automáticamente
se
ajustan
para
mantenerte
a
ti
y
a
tu
pareja
cómodos
durante
toda
la
noche.
Averigua
por
qué
9
de
cada
10
de
los
que
usan
Sleep
Number
lo
recomiendan.
Visita
sleepnumber.com
para
encontrar
una
tienda
cerca
de
ti.
A
man
waits
70
years
for
an
apology
from
Japan.
He’s
about
to
give
up
hope,
until…
This
is
the
moment
that
I
really,
really
want
to
make
a
difference.
Only
one
person’s
housewife.
A
story
about
an
apology
so
delicate
it
gets
its
own
broker.
This
week
on
Rough
Translation.
Hey,
is
Guy
Raz,
your
host
of
How
I
Built
This,
and
on
our
latest
episode—how
Chip
Wilson
turn
workout
clothes
into
a
fashion
statement.
And
along
the
way
built
a
breakout
brand
Lululemon,
now
worth
billions.
You
can
listen
to
How
I
Built
This
on
Apple
Podcast
or
however
you
get
your
podcast.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Soy
Daniel
Alarcón.
Seguimos
con
Santiago.
Súbitamente,
cuando
todo
parecía
perdido,
a
mi
hijo
le
han
inoculado
la
hormona
del
fútbol.
Y
parece
irreversible.
Durante
sus
primeros
5
años
de
vida,
jamás
le
interesó
el
tema.
Hasta
ahora,
había
sido
un
hijo
de
artista
de
la
variedad
estándar.
Lo
suyo
era
dibujar,
escuchar
cuentos
y
jugar
con
el
iPad.
Si
querías
bajar
al
parque
a
jugar
pelota,
te
miraba
con
terror.
Si
le
ponías
un
partido
por
la
tele,
se
aburría.
En
cierta
ocasión,
le
prometí
llevarlo
al
estadio
si
era
capaz
de
seguir
un
partido
entero
en
televisión.
Lo
intentó
una
vez
y
se
durmió
en
el
minuto
15.
Pero
la
llegada
del
Mundial
ha
operado
en
él
una
extraña
metamorfosis.
Todo
empezó
hace
un
mes,
cuando
llegó
a
casa
exigiendo:
—¡Quiero
jugar
fútbol!
A
partir
de
ese
momento,
sin
más,
ha
pensado
cada
minuto
en
el
deporte
rey.
Me
ha
obligado
a
jugar
contra
él
cada
día.
Y
me
ha
forzado
a
comprarle
una
pelota.
He
investigado
en
su
colegio
y
no
es
el
único.
El
virus
mundialista
se
ha
extendido
como
una
epidemia.
Los
niños
están
enloquecidos,
y
muchas
de
las
niñas,
también.
Una
de
ellas
ha
obligado
a
su
padre
a
comprarle
la
pelota
y
una
camiseta
de
Neymar,
e
insiste
en
permanecer
despierta
a
las
10
de
la
noche
para
ver
los
partidos.
Otros
pequeños
ni
saben
que
hay
un
Mundial,
pero
sienten
el
fútbol
en
el
aire.
Y
se
dejan
contagiar.
Sin
duda,
el
virus
tiene
sus
ventajas.
Por
ejemplo,
mi
chico
ha
dejado
de
ser
una
planta
de
interior.
Ahora
quiere
salir.
Todo
el
día.
Quiere
salir
antes
de
ir
al
colegio,
y
después
de
lavarse
los
dientes.
Quiere
salir
mientras
comemos
y
después
de
ir
al
baño.
Y
de
paso,
quiere
llevarme
a
mí.
También
se
ha
vuelto
más
sociable.
Antes
era
demasiado
tímido
para
acercarse
a
otros
niños.
Pero
ahora
se
planta
en
el
parque
con
toda
la
autoridad
de
su
pelota
nueva,
e
invita
a
todos
los
presentes
a
jugar
con
él.
Se
ha
vuelto
el
alma
de
la
fiesta.
Sin
embargo,
conforme
avanza,
el
virus
también
revela
su
lado
más
oscuro.
Para
empezar,
mi
pequeño
se
ha
convertido
en
un
olímpico
tramposo.
El
fútbol
saca
lo
peor
de
su
mezquindad.
Si
le
haces
un
gol,
te
lo
anula:
—Es
que
la
portería
no
llegaba
hasta
ahí.
La
portería
termina
más
acá.
Si
falla
un
gol,
se
lo
apunta
de
todos
modos:
—Es
que
tu
portería
es
más
grande
porque
eres
más
grande.
Así
tiene
que
ser.
Si
recibes
una
llamada
de
trabajo
mientras
juegas,
él
sigue
corriendo
y
te
hace
gol:
—¡Es
que
el
partido
sigue!
Nadie
dijo
que
se
detenía.
—¡Yo
lo
dije!
—protesto.
—Tenías
que
decirlo
más
fuerte.
A
su
mejor
amiga,
Aitana,
pretende
obligarla
a
jugar
fútbol.
Cada
vez
que
se
juntan,
la
escucho
gritar:
—¡Si
te
vas
a
jugar
fútbol,
ya
no
te
voy
a
querer
nunca
más!
—No
me
importa
—responde
él
con
autosuficiencia.
—¡Y
no
te
invitaré
a
mi
casa
nunca
más!
—¿En
tu
casa
dan
los
partidos
de
la
Liga?
—es
lo
único
que
le
preocupa
a
él.
Trato
de
pensar
que
esta
es
una
etapa
pasajera.
Como
el
pañal
o
el
biberón.
Pero
cuando
yo
mismo
veo
fútbol
con
mis
amigos,
me
preocupo.
Para
empezar,
repetimos
de
memoria
todo
tipo
de
estadísticas
inútiles:
cuántas
veces
ganó
nuestro
equipo
un
duelo,
cuántos
penaltis
pateados
por
la
izquierda
ha
atajado
un
portero,
cuántos
tiros
de
esquina
hubo
en
las
últimas
3
finales
mundialistas.
Si
dedicáramos
al
trabajo
la
misma
memoria
y
agilidad
mental,
seríamos
todos
millonarios.
También
machacamos
siempre
las
quejas
sobre
la
incomprensión
ante
el
vicio:
«mi
esposa
solo
me
deja
ver
un
partido
por
semana».
«Mi
padre
quiere
hacer
un
viaje
familiar
en
pleno
Mundial».
«Mi
jefe
pretende
cerrar
un
proyecto
el
mismo
día
de
la
final».
Al
vernos
a
todos
lobotomizados
por
este
deporte,
comprendo
que
mi
hijo
no
atraviesa
una
fase.
Se
va
a
quedar
así.
Y
tengo
miedo.
—Papi,
llévame
al
estadio.
—Es
muy
caro.
—Entonces
cómprame
una
camiseta
del
Barça.
—Ya
tienes
3.
—Entonces
vamos
a
jugar
con
la
pelota
al
parque.
—¡Son
las
10
de
la
noche!
¡Duérmete!
He
creado
un
monstruo.
El
niño
ha
forrado
su
cuarto
con
afiches
del
Barcelona
Fútbol
Club.
Ha
alcanzado
máximo
nivel
de
videojuego
FIFA.
Cuando
despierto
por
las
mañanas,
ya
está
sentado
en
el
salón
viendo
antiguos
partidos
en
Barça
TV
(¿Cómo
es
que
hay
un
Barça
TV?
¿Dónde
quedaron
los
malditos
canales
educativos?).
—Papi,
¿Quién
era
mejor?
¿Rivaldo
o
Ronaldinho?
¿Cruyff
o
Maradona?
¿Figo
o
Stoichkov?
—¿Puedes
desayunar?
Para
que
su
cerebro
se
emplee
en
otras
actividades,
le
impongo
una
tarea
diaria
de
lectura.
Él
descubre
la
prensa
deportiva.
Ahora
cada
día
se
lee
entero
el
Sport.
Lo
obligo
a
dedicar
20
minutos
diarios
a
las
matemáticas.
Ahora
calcula
el
precio
de
los
fichajes
del
Barcelona
y
los
compara
con
los
del
Real
Madrid.
Tratando
de
recuperar
algo
de
su
imaginación,
intento
leerle
cada
noche
unas
páginas
de
El
Principito.
Desisto
cuando
me
espeta:
—Ya
entiendo.
El
Principito
es
como
Messi
y
su
zorro
es
como
Neymar,
¿verdad?
Supongo
que
ahora
mi
niño
es
«normal»:
llega
a
un
parque
y
hace
amigos
de
inmediato.
Pero
qué
puedo
hacer:
yo
echo
de
menos
a
mi
desadaptado.
El
niño
se
ha
apuntado
a
la
actividad
extraescolar
de
fútbol.
Y
no
he
tenido
corazón
para
negárselo.
Allá
él.
Evidentemente,
los
primeros
partidos
confirmaron
mis
temores:
fiel
a
sus
orígenes,
el
pobre
era
un
jugador
penoso.
Los
delanteros
contrarios
le
pasaban
por
encima
sin
mirarlo
siquiera.
Si
por
algún
azar,
la
pelota
caía
entre
sus
pies,
la
perdía
sin
remedio.
No
funcionaba
ni
en
el
último
refugio
de
los
malos:
la
portería.
Algunos
padres
insoportables
les
gritan
a
sus
hijos
desde
la
grada
qué
deben
hacer,
o
se
enfadan
con
el
entrenador.
Yo
guardaba
silencio,
tratando
de
que
el
mío
pasase
desapercibido,
esperando
que
el
técnico
tuviese
la
amabilidad
de
cambiarlo,
por
nuestro
bien.
Y
sin
embargo,
incluso
mientras
calentaba
banquillo,
el
niño
se
veía
más
feliz
que
en
ninguna
otra
parte.
Este
año,
su
equipo
participa
en
un
torneo
de
colegios.
El
sábado,
los
vi
jugar.
Me
temía
lo
peor.
Pero,
para
mi
sorpresa,
el
chico
ha
progresado
notablemente.
Sin
duda,
no
es
un
regateador,
ni
corre
demasiado
rápido.
Pero
es
grande
y
piensa.
Conociendo
sus
limitaciones,
se
ha
convertido
en
un
defensa
que
da
mucha
seguridad
al
equipo.
Cuando
se
le
viene
un
contragolpe
peligroso,
no
pierde
el
tiempo
con
filigranas:
echa
la
pelota
del
campo
para
que
sus
compañeros
tengan
tiempo
de
volver.
Da
buenos
pases
arriba,
creando
muchas
jugadas
de
gol.
Y
lo
único
aprovechable
de
su
terrible
herencia
genética:
es
zurdo.
Los
zurdos
juegan
más.
Ahora
bien,
mucho
más
importante
que
su
progreso
futbolero
es
el
social.
Desde
que
empezó
a
jugar,
vienen
más
amigos
a
la
casa,
y
lo
invitan
más
a
las
suyas.
La
pelota
es
un
antídoto
contra
la
timidez.
De
paso,
su
obsesión
me
ha
obligado
a
a
aprender
de
fútbol,
gracias
a
lo
cual
también
he
estrechado
relaciones
personales.
Porque
los
hombres
en
general
somos
demasiado
torpes
para
la
conversación
íntima.
Mis
amigas,
cuando
se
divorcian,
me
cuentan
cada
minuto
de
su
matrimonio.
Verbalizan
sus
emociones.
Recuerdan
los
momentos
buenos
y
malos.
Se
expresan.
En
cambio,
mis
amigos,
cuando
se
divorcian,
vienen
a
mi
casa
y
ponen
un
partido.
Hablamos
de
jugadas,
criticamos
entrenadores,
culpamos
al
árbitro.
Y
llamamos
a
eso
«amistad».
En
el
universo
masculino,
el
fútbol
es
más
que
un
deporte:
es
la
red
social
que
te
acerca
a
los
demás,
lo
que
te
conecta
y
te
da
un
lugar
en
en
el
mundo.
Y
en
mi
caso,
es
una
gran
lección
que
me
da
un
niño
de
9
años.
Porque
al
final,
lo
quieras
o
no,
tus
hijos
ganan
las
batallas
que
perdiste,
y
así
te
enseñan
a
ganarlas
a
ti.
Santiago
Roncagliolo
es
escritor
y
periodista.
Su
más
reciente
novela
se
llama
La
noche
de
los
alfileres.
Acaba
de
publicar
un
libro
infantil
llamado
Los
peores
partidos
de
mi
vida.
Vive
en
Barcelona.
El
diseño
de
sonido
es
de
Andrés
Azpiri.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
Jorge
Caraballo,
Patrick
Mosley,
Camila
Segura,
Barbara
Sawhill,
Luis
Trelles,
David
Trujillo,
Luis
Fernando
Vargas,
Silvia
Viñas
y
Elsa
Liliana
Ulloa.
Nuestras
pasantes
son
Lisette
Arévalo
y
Victoria
Estrada.
Carolina
Guerrero
es
la
CEO.
Y
aunque
nos
tomamos
una
pausa,
no
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Hola, hola, Ambulantes, con esta historia terminamos nuestra séptima temporada. Muchas gracias a todos ustedes por apoyarnos, promovernos, compartir nuestras historias. No saben cuánto significa para nosotros. Gracias también por participar en nuestras redes, por formar parte de nuestra comunidad. En diferentes viajes este año he podido conocer oyentes de Radio Ambulante por todo Estados Unidos, en Puerto Rico, en Honduras, México, Nicaragua, Chile, Perú y Colombia. Y siempre es tan bonito. Gracias, de corazón. También queremos agradecer a nuestros amigos de NPR: Rolando Arrieta, Isabel Lara, Maria Paz Gutierrez, y N’Jeri Eaton. Y a Camilo Garzón, que nos ayudó al inicio de esta temporada. Ahora vamos a descansar. Un ratito. Poco en realidad. Porque tenemos mucho trabajo por delante, preparando la nueva temporada, que ojalá sea aún mejor y más ambiciosa. Regresamos en septiembre. Y bueno, una cosita más antes de comenzar. Quiero pedirles un gran favor. Esta es la segunda temporada que formamos parte de la familia de NPR y queremos saber más sobre ustedes, nuestros oyentes. No importa si nos escuchas desde hace años o si es la primera vez que te topas con este podcast. Necesitamos conocerte para seguir mejorando. Por favor, ve a nuestra página radioambulante.org /encuesta, y responde unas preguntitas. Si te has preguntado algunas vez cómo puedo apoyar a este podcast, pues esta es la mejor manera. Necesitamos por lo menos 2.000 respuestas. De verdad, Ambulantes, por favor: tómense 5 minutos y ayúdenos. Eso. Gracias. Bienvenidos a Radio Ambulante, desde NPR. Soy Daniel Alarcón. Esta semana estamos celebrando el día del padre, un día que era muy importante cuando era niño —aunque no tan importante como el día de la madre, obviamente—; luego casi irrelevante en mis 20s —sorry, dad—; y que ahora que me he convertido en padre, pues, me gusta otra vez. Me dan regalitos. Me traen el café a la cama. Pequeñas muestras de cariño. Cuando mi hijo más pequeño tenía meses y me levantaba a las 2 o 3 de la mañana para darle el tetero, recuerdo que tenía un gesto. Es difícil de explicar, pero lo intentaré. En un momento dado, dejaba el tetero, y agarraba mi cara con ambas manos y me jalaba hacia él. Luego pegaba su ojo directamente al mío. Era intenso: lo sentía respirando y no pestañaba. En la oscuridad de un cuarto pequeño, este niño me miraba literalmente ojo a ojo, y yo no me atrevía a moverme. Y no me soltaba. 10 segundos. 20. Un minuto. Así: ojo a ojo. Y bueno, la primera vez sentí sorpresa absoluta. La segunda vez sentía como que “ok, qué niño tan interesante que me ha tocado”. Y para la tercera ya sentí algo diferente: una nostalgia anticipada. Es decir, cada vez que lo hacía pensaba: “Hmm. ¿Será esta la ultima vez que lo va a hacer?”. Y sentía que lo iba extrañar, extrañar este gesto, la intensidad de estar mirándolo tan de cerca, compartiendo este momento tan íntimo. Es que como padre te das cuenta rápidamente que los hijos cambian. Constantemente. Que lo que tú crees que es la esencia de tu hijo puede ser simplemente una fase: un momento efímero, y nada más. O sea que hay que disfrutarlo todo. Para celebrar este día, pues, les tenemos algo un poco diferente. Santiago Roncagliolo es un novelista, cronista, ensayista peruano, y nos compartió este ensayo sobre su propia paternidad. Aquí Santiago. A mi hijo le gustan las princesitas. Y las muñecas. Si lo llevo a una juguetería, se pasa más tiempo en la sección de niñas que en ninguna otra. Sugiere juguetes para su hermana que termina usando él. Y si le pregunto su color favorito, la respuesta es un contundente “rosado”. Siempre he defendido que los niños no se aferren a los clichés de género. Que no pasa nada si les gusta la Barbie o si saltan la cuerda. Ya me sé todo el rollo de la igualdad. Pero de todos modos, esto me pone muy nervioso. Y no porque me avergüence. Al contrario: porque yo también era así. De niño, no hacía deportes. No montaba en bicicleta. Leía mucho. Jugaba con niñas porque ellas hablaban más y corrían menos. Era un niño repelente. De hecho, lo sigo siendo. Cuando le dieron el Balón de Oro a Messi, yo solo podía pensar: —Qué espanto de esmoquin. ¿Quién le escoge la ropa a este hombre?— Justo por eso me preocupo. Porque conozco el precio de ser diferente. No hay nada más cruel que un niño. Y no hay nada peor que ser un niño extraño. Cuando yo era chico vivía en México, y al volver al Perú, hablaba raro. Eso me hizo acreedor a todo tipo de bromas, sarcasmos y alguna paliza (aparte de las correspondientes a no jugar al fútbol). La mayor parte del tiempo, los otros chicos hablaban de sexo en jerga de la calle, y yo ni siquiera comprendía qué decían. Aprendí por instinto cuándo tenía que reírme. Y cuándo tenía que enfadarme. Con tal de ser igual que los demás, hasta contaba chistes que yo mismo no entendía. Pero al menos reduje las agresiones hasta límites llevaderos. No quiero que mi hijo sufra humillaciones si los demás lo encuentran distinto. Así que desarrollo todo un plan para que mi hijo juegue fútbol. Lo llevo a plazas donde «casualmente» juegan otros niños. Concentro mi vida social en amigos con hijos futboleros. Pongo partidos en la tele, incluso de equipos que no conozco, y trato de mostrar entusiasmo por ellos. Nada da resultado. El chico insiste en jugar con gatitos de peluche y pulseritas moradas. Por suerte, en el proceso descubro con alivio algo que no esperaba. Yo soy el mismo inútil que era cuando niño, pero la sociedad es mejor unas décadas después. En el colegio de mi hijo, y en los colegios de sus amiguitos en Barcelona, y entre mis amigos de todas partes, hay gente diferente. Sudamericanos, africanos, chinos, rusos. También hay homosexuales. Algunos de ellos son padres. Al menos en el pequeño mundo de mis hijos, la diferencia ya no es necesariamente un problema. Si todos son diferentes, nadie lo es. De todos modos, para estar tranquilo, decido hablar del tema con mi hijo directamente. Es lo que se supone que se hace en el siglo 21. Conversar. Lo encuentro coloreando un dibujo de Campanilla y le propongo: —Oye, ¿no quieres que dibujemos también unos monstruos alienígenas sangrientos? —No —me dice—. Esto está bien. Se lo voy a regalar a mi amiga Aitana. —Claro. Tienes más amigas que amigos, ¿no? ¿Por qué? —Porque las niñas son más listas —dice, desde la sabiduría de sus 4 años. —¿Pero no te preocupa que los chicos te fastidien por andar siempre con chicas? —Me da igual —dice, sin levantar la vista del dibujo. —¿Y si te fastidian? —Los fastidiaré yo también —explica con despreocupación. Ojalá hubiera pensado yo así cuando tenía su edad. Desde esa conversación tengo claro que nunca conseguiré educar perfectamente a mi hijo. Pero, con suerte, él sí logrará educarme a mí. No sé montar en bicicleta. Ya está. Ya lo dije. Cuando tenía 5 años, mis padres me compraron una. Pero a la primera caída decidí que eso no era para mí. Mis padres eran intelectuales. No se les ocurrió mejor idea que respetar la decisión del niño en vez de obligarlo a aprender a cachetadas. Maldita sea. A los 20 años, la chica con que salía insistió en enseñarme a montar, creo que por vergüenza ajena. Como estaba enamorado, acepté. Mientras yo me caía y hacía el ridículo, su hermanita de 6 años pasó a nuestro lado en su bici sin rueditas y me dijo, con una sonrisa de sorna: —¿Tan grandazo y no sabes montar en bicicleta? Rompí con esa chica. Ante la incomprensión del mundo, suelo defenderme con un argumento de física elemental: es absolutamente imposible que las bicicletas se mantengan erguidas. Las cosas, si no tienen apoyos, se caen al suelo. Todo el mundo lo sabe. Un día, de repente, todos los ciclistas del mundo se darán cuenta y se partirán la cabeza. Creo que, de tanto repetirlo, me lo he llegado a creer. Pero ahora tengo un hijo. Y ese canalla insolidario y mezquino de 5 años ha aprendido a montar en bicicleta. Lleva meses diciéndome: —Papi, ¿no te gustaría ir juntos en bicicleta? O: —Papi, qué pena que no sepas montar. O la más humillante: —Papi, si quieres, te enseño a montar bicicleta. Los niños te vuelven adulto. Te hacen notar y corregir todas las carencias de ti mismo que siempre te negaste a afrontar. Desde el nacimiento del mío, he sacado el carné de conducir, he hecho terapia, aprendido catalán, practicado ejercicio, luchado contra mi neurosis, mejorado mi relación con la tecnología y organizado mi contabilidad. Pero comprendo que ha llegado la hora de dar el último paso hacia una adultez plena. Durante una semana busco en internet instrucciones para montar en bicicleta. Cómo poner la cadera. Qué precauciones tomar. No hay nada. Es una ciencia sin teoría. ¿Cómo rayos ha aprendido todo el mundo. Al final recluto como profesor particular a mi amigo más deportista. El pobre cree que va a ser fácil. —10 minutos —me dice—. O 10 segundos. Montar en bici es lo más sencillo del mundo. —Hermano —le respondo tristemente—, no tienes idea con quién estás tratando. Escogemos una calle peatonal y vamos de noche, a la hora en que no circulan niñas tocapelotas como la hermanita de mi ex. Y me subo en la bicicleta. —¡Ahora pedalea! Al primer esfuerzo me caigo. Y al segundo. Y al decimocuarto. Mi amigo me empuja en la bicicleta como a un niño. Y tampoco funciona. Él teme que yo tenga una enfermedad neuronal. Puedo leerlo en su rostro. Los transeúntes creen que voy borracho o drogado, cosas más normales que no saber montar en bicicleta. Yo me sigo cayendo. Estoy bañado en sudor y ni siquiera he avanzado un metro. Estoy a punto de dejarlo e irme a mi casa a llorar. Hasta que, al fin, entiendo la única lección que hay que aprender, la que no está en internet: sigue pedaleando. Cuando te vas a ir de cara contra el suelo, no te detengas: acelera. Es difícil que tu cuerpo acepte esa regla porque atenta contra todo instinto de autoconservación, igual que la bicicleta atenta contra la regla física de que debería caerse. ¿Por qué me cuesta más aprender a mí que a un niño de 5 años? Porque tengo más miedos: si tuviese 5 años, mi único miedo sería que me manden a dormir sin postre. Hacerse adulto es irse cargando de temores: plazos de entrega, números de cuenta en rojo, enfermedades… cosas que pueden salir mal. Cuando comprendo eso —y que la bici tiene freno de mano— comienzo a pedalear de verdad. De repente, el viento corre a mi alrededor. La bicicleta avanza. ¡Estoy derrotando las leyes de la física, toda mi historia personal, a todas las hermanitas repelentes del mundo! Y entonces me estrello de cara contra un poste. Una pausa y volvemos. Este podcast de NPR y el siguiente mensaje son patrocinados por Sleep Number. Sleep Number te ofrece camas que se adaptan, en ambos lados, a tu posición ideal. Sus nuevas camas son tan inteligentes que automáticamente se ajustan para mantenerte a ti y a tu pareja cómodos durante toda la noche. Averigua por qué 9 de cada 10 de los que usan Sleep Number lo recomiendan. Visita sleepnumber.com para encontrar una tienda cerca de ti. A man waits 70 years for an apology from Japan. He’s about to give up hope, until… This is the moment that I really, really want to make a difference. Only one person’s housewife. A story about an apology so delicate it gets its own broker. This week on Rough Translation. Hey, is Guy Raz, your host of How I Built This, and on our latest episode—how Chip Wilson turn workout clothes into a fashion statement. And along the way built a breakout brand Lululemon, now worth billions. You can listen to How I Built This on Apple Podcast or however you get your podcast. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón. Seguimos con Santiago. Súbitamente, cuando todo parecía perdido, a mi hijo le han inoculado la hormona del fútbol. Y parece irreversible. Durante sus primeros 5 años de vida, jamás le interesó el tema. Hasta ahora, había sido un hijo de artista de la variedad estándar. Lo suyo era dibujar, escuchar cuentos y jugar con el iPad. Si querías bajar al parque a jugar pelota, te miraba con terror. Si le ponías un partido por la tele, se aburría. En cierta ocasión, le prometí llevarlo al estadio si era capaz de seguir un partido entero en televisión. Lo intentó una vez y se durmió en el minuto 15. Pero la llegada del Mundial ha operado en él una extraña metamorfosis. Todo empezó hace un mes, cuando llegó a casa exigiendo: —¡Quiero jugar fútbol! A partir de ese momento, sin más, ha pensado cada minuto en el deporte rey. Me ha obligado a jugar contra él cada día. Y me ha forzado a comprarle una pelota. He investigado en su colegio y no es el único. El virus mundialista se ha extendido como una epidemia. Los niños están enloquecidos, y muchas de las niñas, también. Una de ellas ha obligado a su padre a comprarle la pelota y una camiseta de Neymar, e insiste en permanecer despierta a las 10 de la noche para ver los partidos. Otros pequeños ni saben que hay un Mundial, pero sienten el fútbol en el aire. Y se dejan contagiar. Sin duda, el virus tiene sus ventajas. Por ejemplo, mi chico ha dejado de ser una planta de interior. Ahora quiere salir. Todo el día. Quiere salir antes de ir al colegio, y después de lavarse los dientes. Quiere salir mientras comemos y después de ir al baño. Y de paso, quiere llevarme a mí. También se ha vuelto más sociable. Antes era demasiado tímido para acercarse a otros niños. Pero ahora se planta en el parque con toda la autoridad de su pelota nueva, e invita a todos los presentes a jugar con él. Se ha vuelto el alma de la fiesta. Sin embargo, conforme avanza, el virus también revela su lado más oscuro. Para empezar, mi pequeño se ha convertido en un olímpico tramposo. El fútbol saca lo peor de su mezquindad. Si le haces un gol, te lo anula: —Es que la portería no llegaba hasta ahí. La portería termina más acá. Si falla un gol, se lo apunta de todos modos: —Es que tu portería es más grande porque tú eres más grande. Así tiene que ser. Si recibes una llamada de trabajo mientras juegas, él sigue corriendo y te hace gol: —¡Es que el partido sigue! Nadie dijo que se detenía. —¡Yo lo dije! —protesto. —Tenías que decirlo más fuerte. A su mejor amiga, Aitana, pretende obligarla a jugar fútbol. Cada vez que se juntan, la escucho gritar: —¡Si te vas a jugar fútbol, ya no te voy a querer nunca más! —No me importa —responde él con autosuficiencia. —¡Y no te invitaré a mi casa nunca más! —¿En tu casa dan los partidos de la Liga? —es lo único que le preocupa a él. Trato de pensar que esta es una etapa pasajera. Como el pañal o el biberón. Pero cuando yo mismo veo fútbol con mis amigos, me preocupo. Para empezar, repetimos de memoria todo tipo de estadísticas inútiles: cuántas veces ganó nuestro equipo un duelo, cuántos penaltis pateados por la izquierda ha atajado un portero, cuántos tiros de esquina hubo en las últimas 3 finales mundialistas. Si dedicáramos al trabajo la misma memoria y agilidad mental, seríamos todos millonarios. También machacamos siempre las quejas sobre la incomprensión ante el vicio: «mi esposa solo me deja ver un partido por semana». «Mi padre quiere hacer un viaje familiar en pleno Mundial». «Mi jefe pretende cerrar un proyecto el mismo día de la final». Al vernos a todos lobotomizados por este deporte, comprendo que mi hijo no atraviesa una fase. Se va a quedar así. Y tengo miedo. —Papi, llévame al estadio. —Es muy caro. —Entonces cómprame una camiseta del Barça. —Ya tienes 3. —Entonces vamos a jugar con la pelota al parque. —¡Son las 10 de la noche! ¡Duérmete! He creado un monstruo. El niño ha forrado su cuarto con afiches del Barcelona Fútbol Club. Ha alcanzado máximo nivel de videojuego FIFA. Cuando despierto por las mañanas, ya está sentado en el salón viendo antiguos partidos en Barça TV (¿Cómo es que hay un Barça TV? ¿Dónde quedaron los malditos canales educativos?). —Papi, ¿Quién era mejor? ¿Rivaldo o Ronaldinho? ¿Cruyff o Maradona? ¿Figo o Stoichkov? —¿Puedes desayunar? Para que su cerebro se emplee en otras actividades, le impongo una tarea diaria de lectura. Él descubre la prensa deportiva. Ahora cada día se lee entero el Sport. Lo obligo a dedicar 20 minutos diarios a las matemáticas. Ahora calcula el precio de los fichajes del Barcelona y los compara con los del Real Madrid. Tratando de recuperar algo de su imaginación, intento leerle cada noche unas páginas de El Principito. Desisto cuando me espeta: —Ya entiendo. El Principito es como Messi y su zorro es como Neymar, ¿verdad? Supongo que ahora mi niño es «normal»: llega a un parque y hace amigos de inmediato. Pero qué puedo hacer: yo echo de menos a mi desadaptado. El niño se ha apuntado a la actividad extraescolar de fútbol. Y no he tenido corazón para negárselo. Allá él. Evidentemente, los primeros partidos confirmaron mis temores: fiel a sus orígenes, el pobre era un jugador penoso. Los delanteros contrarios le pasaban por encima sin mirarlo siquiera. Si por algún azar, la pelota caía entre sus pies, la perdía sin remedio. No funcionaba ni en el último refugio de los malos: la portería. Algunos padres insoportables les gritan a sus hijos desde la grada qué deben hacer, o se enfadan con el entrenador. Yo guardaba silencio, tratando de que el mío pasase desapercibido, esperando que el técnico tuviese la amabilidad de cambiarlo, por nuestro bien. Y sin embargo, incluso mientras calentaba banquillo, el niño se veía más feliz que en ninguna otra parte. Este año, su equipo participa en un torneo de colegios. El sábado, los vi jugar. Me temía lo peor. Pero, para mi sorpresa, el chico ha progresado notablemente. Sin duda, no es un regateador, ni corre demasiado rápido. Pero es grande y piensa. Conociendo sus limitaciones, se ha convertido en un defensa que da mucha seguridad al equipo. Cuando se le viene un contragolpe peligroso, no pierde el tiempo con filigranas: echa la pelota del campo para que sus compañeros tengan tiempo de volver. Da buenos pases arriba, creando muchas jugadas de gol. Y lo único aprovechable de su terrible herencia genética: es zurdo. Los zurdos juegan más. Ahora bien, mucho más importante que su progreso futbolero es el social. Desde que empezó a jugar, vienen más amigos a la casa, y lo invitan más a las suyas. La pelota es un antídoto contra la timidez. De paso, su obsesión me ha obligado a mí a aprender de fútbol, gracias a lo cual también he estrechado relaciones personales. Porque los hombres en general somos demasiado torpes para la conversación íntima. Mis amigas, cuando se divorcian, me cuentan cada minuto de su matrimonio. Verbalizan sus emociones. Recuerdan los momentos buenos y malos. Se expresan. En cambio, mis amigos, cuando se divorcian, vienen a mi casa y ponen un partido. Hablamos de jugadas, criticamos entrenadores, culpamos al árbitro. Y llamamos a eso «amistad». En el universo masculino, el fútbol es más que un deporte: es la red social que te acerca a los demás, lo que te conecta y te da un lugar en en el mundo. Y en mi caso, es una gran lección que me da un niño de 9 años. Porque al final, lo quieras o no, tus hijos ganan las batallas que tú perdiste, y así te enseñan a ganarlas a ti. Santiago Roncagliolo es escritor y periodista. Su más reciente novela se llama La noche de los alfileres. Acaba de publicar un libro infantil llamado Los peores partidos de mi vida. Vive en Barcelona. El diseño de sonido es de Andrés Azpiri. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Jorge Caraballo, Patrick Mosley, Camila Segura, Barbara Sawhill, Luis Trelles, David Trujillo, Luis Fernando Vargas, Silvia Viñas y Elsa Liliana Ulloa. Nuestras pasantes son Lisette Arévalo y Victoria Estrada. Carolina Guerrero es la CEO. Y aunque nos tomamos una pausa, no se desconecten. Sigan pendientes de nuestro Club de Podcasts en Facebook, y nuestro Twitter y Whatsapp. Y recuerden por favor de llenar esa encuesta. Está en radioambulante.org/encuesta. Gracias. Radio Ambulante se produce y se mezcla en el programa Hindenburg PRO. Para escuchar más episodios, y saber más sobre esta historia, visita nuestra página web, radio ambulante punto o r g. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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