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Radio Ambulante - El reloj y la linterna

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15
30

Bajo los escombros, sólo se tenían entre ellos.

La mañana del 18 de julio de 1994, los empleados Martín, Cacho y Buby estaban en el subsuelo de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) cuando sintieron la explosión. Lo que vino después fueron 36 horas de lucha por sobrevivir, entre los escombros y la oscuridad, y el inicio de un caso que ha marcado la historia social y política de Argentina hasta hoy.



En nuestro sitio web puedes encontrar una transcripción del episodio. Or you can also check this English translation.



Súmate a Deambulantes.

Esto
es
Radio
Ambulante
desde
NPR.
Soy
Daniel
Alarcón.
Buenos
Aires.
Lunes
18
de
julio
de
1994.
Horacio
Paz
escuchaba
la
radio
en
la
fábrica
de
plásticos
donde
trabajaba.
En
su
muñeca
izquierda
llevaba
un
reloj
Citizen
Quartz
del
74,
que
antes
había
sido
de
su
padre.
De
niño
siempre
había
soñado
que
fuera
suyo.
Una
vez
le
dije
a
mi
papá:
ese
reloj
cuando
te
mueras
me
lo
voy
a
agarrar.
Y
mi
papá
se
lo
sacó
y
me
dijo:
“Tomá,
qué
vas
a
esperar
que
yo
muera.
Te
lo
regalo
el
reloj».
Y
yo
usé
desde
que
tenía,
sí,
17,
18
años,
usé
ese
reloj.
Era
una
mañana
fría
de
invierno,
y
él
apenas
lograba
oír
algo
sobre
el
ruido
de
las
máquinas.
Pero
la
fábrica
no
era
su
único
trabajo.
Tenía
29
años,
y
además
era
bombero.
Y
no
cualquier
bombero…
Era
miembro
del
Grupo
Especial
de
Rescate,
debía
estar
atento
a
cualquier
emergencia
que
ocurriera
en
la
ciudad.
Su
reloj
marcaba
las
9.53
cuando
todo
comenzó.
Estaba
poniendo
a
punto
una
máquina
para
sacar
una
producción
y
entonces
escucho
la
voz,
que
preocupado
el
tipo
empieza
a
contar
lo
que
pasó.
Primero
dicen
que
hubo
un
derrumbe.
En
ese
mismo
momento,
no
muy
lejos
de
la
fábrica,
otro
miembro
del
Grupo
Especial
de
Rescate,
Fernando
Souto,
iba
en
un
minibus
con
un
grupo
de
bomberos
jóvenes.
Tenía
21
años.
Siempre
había
admirado
la
valentía
de
los
hombres
que
enfrentaban
el
fuego
y
ahora
él
era
uno
de
ellos.
Y
estaba
viniendo
de
una
instrucción,
me
acuerdo
que
por
la
autopista,
en
un
móvil
con
varios,
varios
bomberos.
Escuchamos,
se
sintió
la
explosión…
muy
lejana.
Pero
lo
escuché.
El
doctor
Carlos
Russo,
en
cambio,
no
escuchó
nada.
A
las
9.53,
estaba
de
turno
en
el
Hospital
Pirovano,
en
el
barrio
de
Coghlan,
al
norte
de
la
ciudad.
La
mañana
de
ese
lunes
no
debería
haber
estado
trabajando.
Mi
guardia
era
los
martes.
Pero
ese
día
estaba
haciendo
un
reemplazo
en
el
hospital.
Lo
que
escuchó
fue
cómo
la
línea
de
emergencias
médicas
empezó
a
estallar.
Tenía
41
años
y
vivía
atento
a
esas
alertas.
30
llamados,
40
llamados
al
107
avisando
que
pasó
esto,
que
pasó
esto,
que
pasó
esto.
No
estaba
muy
claro
qué
había
pasado.
Se
hablaba
de
un
derrumbe
en
la
calle
Pasteur
633,
casi
9
kilómetros
al
sur
del
hospital,
donde
estaba
la
Asociación
Mutual
Israelita
Argentina:
la
AMIA.
Unos
minutos
antes
de
las
9.53,
el
empleado
de
mantenimiento
Martín
Cano
recorría
los
seis
pisos
de
la
AMIA
con
un
carrito
de
café.
Repartía
el
desayuno
a
más
de
80
personas
que
trabajaban
en
el
lugar.
Dentro
de
su
recorrido,
tenía
que
pasar
por
la
administración,
el
instituto
científico
judío,
la
biblioteca,
el
museo
y
otras
oficinas
encargadas
de
manejar
casi
todas
las
relaciones
y
actividades
de
la
comunidad
judía
en
el
país.
Trabajaba
ahí
hacía
un
año,
pero
era
la
primera
vez
que
le
tocaba
hacer
de
camarero,
cubriendo
a
un
compañero
que
estaba
de
vacaciones.
Tenía
20
años
y
todos
los
días
se
levantaba
a
las
5
de
la
mañana
para
llegar
a
tiempo
a
su
trabajo.
Eran
casi
dos
horas
de
viaje
desde
su
casa
en
Merlo,
en
el
conurbano
bonaerense:
un
bus,
un
tren
y
una
caminata
de
10
cuadras.
Entraba
a
las
8
de
la
mañana
pero
prefería
salir
con
mucho
tiempo
de
anticipación.
Llegué
más
temprano
que
nunca.
Ese
día
llegué
7
y
10
pasadas.
Apenas
llegó
fue
a
cambiarse
al
subsuelo,
en
donde
estaban
los
vestuarios.
La
cocina
también
había
sido
trasladada
allí,
porque
llevaban
un
tiempo
refaccionando
el
primer
piso
y
todo
el
sistema
de
calefacción
del
lugar.
Martín
se
hizo
un
café,
preparó
el
carrito
de
desayuno
y
salió
junto
con
su
compañero
Buby
a
recorrer
el
edificio.
Para
las
nueve
y
media,
ya
estaban
de
vuelta
en
el
subsuelo
y
se
quedaron
hablando
con
Cacho,
otro
empleado
de
mantenimiento,
sobre
los
partidos
de
fútbol
del
día
anterior.
Martín
acomodaba
la
vajilla
sucia,
que
lavaría
para
servir
el
almuerzo.
Guardo
la…
el
carrito
en
un
costado.
Saco
la
vajilla
y
empiezo
a
poner
todo
en
la
pileta.
A
todo
esto
van
pasando
esos
minutos.
Apoyo
los
vasos
y
cuando
apoyo
los
vasos
siento
que
se
apaga
todo.
Eran
exactamente
las
9.53
minutos.
Una
explosión
tremenda
que
me
tira
para
atrás.
Cuando
abrió
los
ojos,
ya
no
podía
ver
nada.
Todo
era
oscuridad.
Una
breve
pausa
y
volvemos.
Este
mensaje
viene
del
patrocinador
de
NPR,
Miller
Lite.
Siempre
hay
tiempo
para
ponerse
al
día
con
los
amigos.
Y
sin
importar
el
momento
del
año,
Miller
Lite
es
la
bebida
perfecta
para
encontrarse.
Con
solo
noventa
y
seis
calorías,
Miller
Lite
es
elaborada
pensando
en
los
amantes
de
la
cerveza.
Reúnete
en
cualquier
momento
con
tus
amigos
para
disfrutar
un
‘Miller
Time’.
Ve
a
millerlite.com/radio
para
encontrar
las
opciones
de
envío
más
cercanas.
Celebra
con
responsabilidad.
Miller
Brewing
Company,
Milwaukee,
Wisconsin.
Con
96
calorías
y
3,4
carbohidratos
por
cada
12
onzas.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Nuestra
productora
Aneris
Casassus
nos
sigue
contando.
Volvamos
con
Horacio
Paz,
el
bombero
que
esa
mañana
estaba
trabajando
en
la
fábrica
de
plásticos.
Cuando
escuchó
que
en
la
radio
hablaban
del
derrumbe
de
un
edificio
en
el
barrio
de
Once,
lo
primero
que
hizo
fue
mirar
la
hora
en
el
reloj
de
su
padre.
Luego
corrió
hasta
el
teléfono
para
llamar
al
cuartel
y
avisar
que
iba
saliendo
para
allá.
Estaba
a
unas
15
cuadras.
Llegó
rápido.
Casi
no
se
usaban
celulares
en
esa
época,
pero
logró
localizar
rápidamente
a
los
diez
suboficiales
que
tenía
a
su
cargo.
Teníamos
una
cadena
de
llamados
bastante
efectiva
y
rápida.
Entonces
yo
enseguida,
algunos
ni
los
tuve
que
llamar
porque
muchos
llamaban
y
entonces
ya
les
decíamos,
venite,
venite
y
bueno…
Todos
sabían
que
algo
muy
grave
había
pasado
en
el
edificio
de
la
AMIA.
Decenas
de
vecinos
estaban
reportando
un
estruendo
enorme.
Otros
hablaban
de
un
derrumbe.
Enseguida,
los
hospitales
públicos
se
empezaron
a
organizar
para
mandar
sus
ambulancias
y
médicos
hasta
el
lugar.
Cerca
del
mediodía,
los
bomberos
del
grupo
de
Horacio
ya
estaban
en
el
cuartel,
listos
para
salir.
El
camión
ya
había
partido
hacia
la
AMIA
con
otra
dotación
de
bomberos,
así
que
Horacio
y
los
demás
tuvieron
que
subirse
a
un
minibús
para
intentar
llegar
al
lugar.
Pero
el
tránsito
estaba
cortado.
Solo
se
podía
llegar
hasta
la
avenida
Corrientes,
a
unas
dos
cuadras
y
media
del
edificio
de
la
AMIA,
y
de
ahí
avanzar
caminando.
Cuando
se
bajó
del
minibus,
por
primera
vez
Horacio
dimensionó
el
desastre.
Incluso
a
esa
distancia,
las
calles
estaban
llenas
de
escombros,
vidrios
y
gente
que
gritaba
y
corría
de
un
lado
a
otro.
Horacio
caminó
las
dos
cuadras
y
media,
apenas
creyendo
lo
que
veía,
y
cuando
llegó
a
la
AMIA
ya
no
había
edificio.
Solo
una
montaña
inmensa
de
escombros.
La
prensa
ya
estaba
reportando
desde
el
lugar.
Estamos
en
Tucumán
y
Pasteur,
detrás
de
una
ambulancia
que
está
llegando
para
socorrer
a
más
heridos,
la
gente
impactada
en
el
Once.
Destrozado
totalmente
AMIA.
Horacio
se
acercó
lo
más
que
pudo,
y
vio
a
decenas
de
personas
caminando
sobre
la
montaña
de
escombros,
desesperadas.
Yo
trabajaba
y
estaba…
está
mi
hija
abajo,
bajó
a
buscar
un
café.
¿Qué
cantidad
de
gente
trabajaba
en
este
lugar
señora?
Un
montón,
en
este
momento
no
sé,
un
montón.
No
sé…
¡Yo
quiero
a
mi
hija!
Al
instante,
Horacio
entendió
que
sería
muy
complicado
trabajar
en
el
área.
[Un
lugar
contaminado
por
un
montón
de
gente
que
tenía
la
intención
y
la
voluntad
de
ayudar.
Por
ahí
en
vez
de
ayudar
no
ayudaba.
Familiares
de
trabajadores
de
la
AMIA
y
vecinos
del
barrio
sacaban
con
sus
manos
los
escombros
y
los
cargaban
en
baldecitos.
Baldes
de
unos
10
litros
para
2
mil
metros
cuadrados
de
edificio
convertidos
en
trozos.
Estaban
tan
desesperados
por
rescatar
a
las
víctimas,
que
se
negaban
a
retirarse.
Y
eso,
claro,
era
peligroso:
en
cualquier
momento
lo
que
quedaba
del
edificio
se
podría
derrumbar.
Mientras
algunos
bomberos
trataban
de
sacar
a
los
vecinos
y
familiares,
otros
asistían
a
la
gente
que
había
quedado
herida
mientras
pasaba
por
afuera
del
edificio.
Horacio
y
su
grupo
analizaban
detenidamente
la
escena:
en
medio
del
caos,
necesitaban
encontrar
un
hueco
para
entrar
en
la
montaña
de
escombros.
Una
hendidura,
el
espacio
para
construir
un
túnel.
Si
había
sobrevivientes
allí
abajo,
era
su
tarea
llegar
hasta
ellos.
Era
una
misión
peligrosa,
pero
tenían
que
intentarlo.
Total,
para
eso
era
el
Grupo
Especial
de
Rescate.
Estaban
atentos
a
los
movimientos
de
los
perros
que
habían
ido
con
ellos.
Si
algún
perro
de
rescate
marca
algún
lugar.
Y
entonces
ahí
es
donde
dice
a
ver
puede
haber
gente,
esa
gente
está
bajo,
tres,
cuatro
metros
de
escombro.
¿Cómo
hago
para
sacarla?
Además
de
los
perros,
se
ayudaban
con
cámaras
que
metían
a
través
de
unos
tubos
metálicos.
Eran
sus
ojos
allí
abajo,
donde
no
podían
llegar.
Bueno,
eso
llevó
un
tiempito,
una
hora,
una
hora
y
pico
hasta
que
algún
compañero
mío
pudieron…
este…
limpiar
y
encontrar
el
hueco
del
ascensor.
Dentro
del
desastre,
era
una
buena
noticia:
podían
abrirse
paso
por
ahí
para
entrar
en
la
montaña
de
escombros,
y
llegar
hasta
el
subsuelo.
La
única
manera
de
saber
qué
había
allí
abajo
era
atreverse
a
bajar
por
él.
A
unos
metros
de
Horacio
y
los
bomberos,
el
doctor
Carlos
Russo
ya
estaba
trabajando
en
el
lugar.
Apenas
oyó
las
alertas
de
la
línea
de
emergencias,
salió
del
hospital
en
una
ambulancia
directo
a
la
AMIA.
Siete
cuadras
antes
de
llegar,
empezó
a
ver
escombros
desparramados
por
las
calles.
La
confusión
total,
la
sensación
esa
de
muerte,
de
gente
gritando,
llanto,
corridas.
El
olor
que
hay
en
el
lugar.
Es
tan
grande
esa
situación
que
lo
que
provoca
no
es
una
reacción
muy
grande,
sino
una
parálisis.
Te
quedás
un
ratito
como
paralizado,
como
decís
¿qué
hago
acá?,
¿por
dónde
empiezo?
¿cómo
manejar
esto?
Entre
la
montaña
de
escombros
estaba
la
cabina
del
ascensor,
y
una
persona
luchaba
por
salir
de
ella.
Alrededor,
todo
era
polvo
y
caos.
Carlos
miraba
cómo
la
gente
buscaba
a
sus
familiares,
mientras
en
frente,
algunas
personas
ya
se
aprovechaban
del
pánico
para
saquear.
Había
negocios,
no
me
acuerdo
si
eran
zapatería,
joyería,
vendían
ropa,
con
gente
robando
todo
lo
que
había
adentro.
Carlos
se
quedó
mirándolos,
en
shock.
Pero
fue
solo
un
momento.
No
tenía
tiempo
que
perder:
cientos
de
heridos
esperaban
su
atención.
Mientras
tanto,
Horacio
y
sus
compañeros
del
Grupo
Especial
de
Rescate
ideaban
un
plan
para
descender
por
el
hueco
del
ascensor.
Sabían
que
el
ascensor
corría
por
la
parte
central
del
edificio.
Podían
descender
con
una
escalera
extensible,
pero
no
era
tan
fácil:
para
lograrlo,
primero
tenían
que
ir
descubriendo
el
agujero
que
había
quedado
tapado
por
la
explosión.
Bajaron
unos
8
metros,
moviendo
escombro
tras
escombro,
hasta
que
llegaron
al
subsuelo
y
encontraron
un
pasillo.
O
lo
que
había
sido,
hasta
hace
muy
poco,
un
pasillo.
Porque
imaginate,
se
había
caído
el
edificio,
no
era
que
entramos
caminando.
Había
que
entrar
arrastrándose
y
limpiando
cosas.
Pedazos
de
mampostería,
ladrillos,
hierros
y
chapas
tirados
por
todos
lados.
Iban
abriendo
un
túnel
de
no
más
de
70
centímetros
de
alto,
apuntalando
con
tacos
y
maderas
para
evitar
que
todo
se
viniera
abajo.
Es
un
trabajo
de…
de
arqueología
para
que
aparezca
lo
que
estaba
antes
estructuralmente
ordenado.
Quitaban
los
escombros
y,
cada
tanto,
descansaban
sentados
en
ese
túnel.
Avanzar
un
metro
les
podía
llevar
una
o
dos
horas.
Pero
si
iban
más
rápido
podían
quedar
sepultados.
Mientras
trabajaban,
no
paraban
de
gritar.
Querían
saber
si
había
algún
sobreviviente…
Pero
no
oían
nada.
Unas
horas
antes,
cuando
Martín
Cano,
el
empleado
que
repartía
el
café
esa
mañana
en
la
AMIA,
abrió
los
ojos,
todo
era
oscuridad.
La
explosión
lo
había
arrojado
contra
una
pared.
No
podía
moverse:
su
cuerpo
estaba
atrapado
por
los
escombros,
del
tórax
hacia
abajo.
Tenía
las
manos
libres,
pero
la
izquierda
no
respondía.
Intentó
sacarse
las
piedras
de
encima
con
la
derecha,
pero
era
imposible.
Entonces
empezó
a
gritar.
Enseguida,
escuchó
los
gritos
de
sus
compañeros,
Cacho
y
Buby,
con
quienes
había
estado
hablando
de
fútbol
mientras
acomodaba
la
vajilla,
justo
antes
de
que
todo
se
fuera
a
negro.
No
alcanzaba
a
verlos,
pero
podían
hablar.
También
estaban
atrapados
en
el
subsuelo
de
la
AMIA.
La
cabeza
de
Martín
había
quedado
justo
debajo
de
la
mesada
donde
minutos
antes
estaba
apoyando
los
platos.
Eso
había
impedido
que
su
cráneo
también
quedara
bajo
los
escombros.
Mi
amigo
Cacho
me
decía
“No
toques
nada,
no
toques
nada”.
Por
las
dudas
que
se
me
caiga
algo
en
la
cabeza.
Estaban
muy
confundidos,
ninguno
entendía
qué
era
lo
que
acababa
de
pasar.
Gritaban
pidiendo
auxilio,
pero
nadie
respondía.
El
silencio
y
la
oscuridad
eran
tan
densos
que
Martín
sentía
que
estaba
en
una
cueva.
Por
un
instante,
en
medio
de
la
confusión,
Martín
pensó
que
él
era
el
responsable
de
la
explosión
que
había
volado
todo
el
edificio.
Y
yo
la
verdad,
pensé
que
toqué
una
llave
de
gas.
No
sé.
Viste
que
yo
era
pibe…
Uno
pensó
si
toqué
algo…
“No,
no
tocaste
nada”,
me
decía
mi
compañero.
Su
compañero
Cacho
no
paraba
de
hablarle
y
darle
ánimos.
“Martín
no
te
duermas,
Martín
no
te
duermas”
me
decía.
“Ya
vamos
a
salir,
quedate
tranquilo,
ya
van
a
bajar
los
bomberos,
tienen
que
venir
a
rescatarnos”.
Le
decía
que
tenía
que
resistir,
sobre
todo,
por
Daniel,
su
bebé
de
tres
meses.
Martín
pensaba
en
el
beso
que
esa
mañana
le
había
dado
a
su
hijo
y
a
Lorena,
su
mujer,
antes
de
salir
para
el
trabajo.
Ambos
dormían.
Habían
pasado
apenas
unas
horas,
pero
ya
todo
parecía
tan
lejano.
También
pensaba
en
Antonia,
su
mamá,
que
había
muerto
10
años
antes.
Pensé
mucho
y
le
pedí
a
ella
que
yo
me
quería
salvar.
Yo
quería
salir
de
ahí
abajo
para…
para
ver
crecer
a…
a
mi
hijo.
Era
difícil
calcular
el
tiempo
allí
abajo.
Los
minutos
parecían
horas.
Las
horas
parecían
días.
El
frío
era
cada
vez
más
intenso.
Solo
los
tranquilizaba
seguir
hablando
entre
ellos,
pero
pronto
dejaron
de
escuchar
a
Buby.
Le
dijimos
“Buby,
Buby”
y
ya
no…
no
respondía
a
las
dos
o
tres
horas,
pienso
yo
¿no?
Porque
era
todo
oscuro,
no
se
veía
nada.
Martín
pensó
lo
peor.
Pero
Cacho
intentó
calmarlo.
“Se
habrá
dormido”,
decía
él.
¿Qué
va
a
decir?
¿Qué
va
a
decir
si
él
tampoco
lo
veía?
Martín
se
convenció
de
que
lo
que
le
decía
Cacho
era
cierto:
de
que
Buby
se
había
dormido
y
en
cualquier
momento
respondería.
Él
mismo
se
sentía
cada
vez
más
agotado.
Cada
hora
que
pasaba
los
dolores
eran
más,
más
fuertes,
lloraba
y
lloraba,
por
momentos
gritábamos…
Y
por
momentos
yo
que
me
dormía
a
veces,
porque
ya
uno
como
que
le
falta
el
aire
en
el
sentido
de
tanto
gritar.
Cada
vez
que
despertaba,
Martín
sentía
que
hacía
más
frío.
Le
dolía
todo
el
cuerpo
y
se
había
orinado
encima.
Tenía
una
piedra
clavada
en
su
espalda
y
no
podía
hacer
nada
para
sacarla.
Por
momentos,
creía
que
nunca
podría
salir
de
allí
abajo.
Y
ahí
era
cuando
volvía
a
escuchar
la
voz
de
Cacho,
animándolo,
hablándole
de
su
bebé
o
intentando
retomar
la
charla
sobre
los
partidos
del
día
anterior.
Habían
perdido
por
completo
la
noción
del
tiempo
pero
Martín
calculaba
que
podrían
haber
pasado
ya
ocho
horas
bajo
los
escombros.
Buby
no
había
vuelto
a
hablar.
Atrapados
e
inmóviles,
solo
se
tenían
el
uno
al
otro.
Hasta
que,
de
repente,
empezaron
a
escuchar
algo…
Un
golpe,
primero,
o
algo
que
parecía
un
golpe.
Y
luego
otro
golpe…
Y
unos
instantes
después,
a
lo
lejos,
unas
voces…
Cuando
dijo
“¿hay
alguien
ahí?
¿Hay
algún
sobreviviente?”.
Y
empezamos
a
gritar
como
locos,
como
locos
los
dos.
Yo
más
que
él
creo.
A
mi
me
salieron
fuerzas,
no
de
adónde.
No
paraban
de
gritar,
entre
la
desesperación
y
la
euforia.
Y
las
voces
les
gritaban
de
vuelta.
Querían
saber
sus
nombres.
“Sí,
quién…
¿sus
nombres?”.
“Martín
y
Cacho”.
Y
cuando
dijo
“bueno,
ya
en
un
ratito
estamos
con
ustedes,
ya
ya
vamos
a
ir
a
sacarlos”.
Me
volvió
el
alma
al
cuerpo,
me
volvió
el
alma
al
cuerpo.
Ahí,
sí,
ya
me
apareció
la
imagen
del
bebé
otra
vez.
Digo
acá
lo
voy
a
volver
a
ver.
Del
otro
lado
de
la
oscuridad,
el
bombero
Horacio
Paz
y
sus
compañeros
también
estaban
eufóricos:
habían
encontrado
sobrevivientes.
Pero
no
podían
verlos:
el
túnel
avanzaba
muy
lentamente,
y
delante
suyo
sólo
había
más
escombros.
Debían
seguir
rompiendo
para
llegar
hasta
ellos
lo
antes
posible,
pero
no
podían
tomar
ninguna
decisión
a
la
ligera.
Cualquier
movimiento
errado
podía
provocar
un
nuevo
derrumbe,
poniendo
en
riesgo
no
solo
a
los
sobrevivientes,
sino
también
a
ellos
mismos.
Analizaron
si
realmente
era
viable
el
rescate.
A
algunos
les
parecía
imposible,
pero
el
oficial
al
mando
decidió
que
sí,
que
debían
intentarlo.
Así
que
le
pidieron
por
radio
a
sus
compañeros
en
la
superficie
que
les
trajeran
más
herramientas.
Al
primero
que
lograron
ver
fue
a
Buby.
Estaba
atrapado
entre
los
restos
de
una
cocina
industrial
y
cientos
de
escombros
de
mampostería.
Horacio
recuerda
perfectamente
ese
momento.
Se
ve
que
el
golpe
lo
había
lastimado
mal
y
entonces
no
habló,
pero
recuerdo,
recuerdo
su
cara,
su
cabello,
sus
bigotes,
la
mirada
lastimada
de
ese
pobre
hombre.
Y
recuerdo
su
vestimenta,
su
camisa,
el
moño.
La
camisa
blanca,
el
moño
negro
al
cuello.
El
uniforme
de
camarero.
Horacio
y
los
demás
bomberos
tardaron
casi
dos
horas
en
liberar
a
Buby
de
los
escombros.
Estaba
vivo
pero
muy
herido.
Por
el
hueco
del
ascensor
bajaron
una
camilla.
Otros
bomberos,
que
estaban
arriba,
arrojaron
cuerdas
para
atarla.
Y
empezaron
a
tirar.
Así,
casi
inconsciente,
Buby
se
fue
elevando
por
el
hueco
del
ascensor
para
salir
por
última
vez
de
la
AMIA.
Una
vez
que
lograron
sacar
a
Buby,
Horacio
y
los
otros
bomberos
volvieron
de
inmediato
al
túnel.
Ahora
tenían
que
llegar
hasta
Martín
y
Cacho.
No
los
podían
ver,
pero,
por
sus
gritos,
se
dieron
cuenta
de
que
el
que
estaba
más
cerca
era
Martín.
Debían
seguir
abriéndose
paso
con
cuidado
para
llegar
hasta
él.
Pero
sus
gritos
eran
cada
vez
más
desesperados…
Agua.
Martín
gritaba
que
lo
estaba
tapando
el
agua.
No
lo
podía
creer.
Decía
yo
tantas
horas
aguanté
y
están
a
medio
metro
de…
de..
de
ya
los
bomberos
y
que
me
filtre
el
agua
de
una
manera
tremenda,
me…
me
empieza
a
tapar
porque
me
tapó…
nada…
en
segundos.
En
segundos
me
tapó
el
agua.
Incapaz
de
moverse,
sentía
cómo
el
agua
iba
subiendo
rápidamente
por
su
cuerpo…
Los
caños
que
abastecían
a
la
cisterna
del
edificio
se
habían
roto
por
el
derrumbe
o
por
los
trabajos
de
los
bomberos,
y
el
agua
se
estaba
filtrando
por
entre
los
escombros.
Martín
gritaba
desesperado.
Ya
casi
le
llegaba
hasta
el
cuello.
Ahí
pensé
que
me
moría.
Ahí
que
me
pensé
que
me
moría.
Pero
no
podía
hacer
más
que
seguir
gritando.
Mientras
todo
eso
pasaba
bajo
tierra,
Fernando
Souto
—el
bombero
que
iba
en
un
minibus
por
la
carretera
cuando
sintió
la
explosión—,
llevaba
horas
intentando
ayudar
con
las
tareas
de
rescate
desde
la
superficie.
Y
cuando
llegamos
la
situación
era
peor
de
lo
que
se
veía.
Era
mucho
peor.
Peor
de
lo
que
se
veía
por
televisión.
Junto
a
los
bomberos
principiantes
que
venían
en
el
minibus,
retiraban
los
escombros
que
podían
y
buscaban
víctimas.
Pero
en
un
momento
perdió
a
su
superior
y
a
sus
compañeros
de
vista.
Entonces
empezó
a
recorrer
la
zona
para
tratar
de
encontrarlos.
Subí
por
la
montaña
de
escombros.
Uno
llegaba
a
la
parte
media
y
de
repente
esa
montaña
empezaba
a
bajar.
Empiezo
a
bajar
y
de
repente
me
encuentro
con
que
estoy
ya
adentro
de…
de
la
AMIA,
en
lo
que
vendría
a
ser
el
teatro.
Lo
que
quedaba
del
teatro
que
funcionaba
en
la
planta
baja
del
edificio.
Había
encontrado
una
entrada
distinta
al
hueco
del
ascensor
por
el
que,
horas
antes,
Horacio
y
los
demás
bomberos
habían
descendido.
Una
vez
adentro,
lo
que
vio
lo
dejó
sin
palabras.
Todas
las
butacas
apiladas
como
si
fuera
un
hongo
contra
la
pared
y
contra
el
teatro,
se
veía
la
onda
expansiva
perfecta.
La
onda
de
una
explosión
que
tenía
que
haber
sido
muy
potente.
Se
quedó
un
segundo
observando,
y
empezó
a
buscar
sobrevivientes.
Hasta
que
notó
que
había
bomberos
trabajando
detrás
del
teatro,
en
las
bambalinas.
Entonces
voy
para
allá.
Subo
a
la
tarima
del
teatro
y
por
ahí
atrás
había
una…
una
escalera
que
bajaba.
Y
era
como
un
sótano
pero
largo,
el
cual
tenía
un
metro
de
agua
por
lo
menos.
Uno
de
sus
compañeros
del
Grupo
Especial
de
Rescate,
que
se
llamaba
Javier
Revilla,
estaba
tratando
de
conectar
una
máquina
con
un
motor
y
una
manguera.
Muy
nervioso,
muy
agitado.
El
trabajo
que
estaba
haciendo…
no
era
concordante
con
la
cara
que
tenía,
con
él…
la
premura
que
tenía.
No
se
llegaba
a
ver
a
Martín
ni
a
Cacho,
sepultados
bajo
los
escombros,
ni
a
los
bomberos
del
grupo
de
Horacio,
que
estaban
en
el
túnel.
Estaban
todos
separados
por
escombros.
Pero
desde
ahí,
con
la
manguera,
Javier
pensaba
chupar
el
agua
que
Martín
ya
tenía
casi
al
nivel
del
cuello.
Fernando
siguió
caminando
por
un
pasillo
destruido.
Y
en
un
momento
llego
a
una
pared
y
en
esa
pared
estaba
la
pared
rota,
la
pared…
Entre
la
pared
y
el
techo
había
un
agujero.
Miro,
me
subo
a
unos
muebles,
unos
mobiliarios
que
había
ahí
y
del
otro
lado
había
varios
bomberos
hablándole
a
una
pared…
El
grupo
de
Horacio…
Le
hablaban
a
una
pared
de
escombros
y
a
un
tanque
cisterna.
Desesperados,
pero
desen…
desencajados.
Y
ahí
escuché
que
del
otro
lado
de
la
pared
se…
había
víctimas
y
se
estaban
ahogando.
Claro,
el
agua
que
tenía
yo
de
este
lado
también
la
tenían
ellos.
Desde
el
túnel,
Horacio
le
suplicaba
a
Javier,
el
bombero
que
estaba
instalando
la
máquina,
que
la
enchufara
de
una
vez.
Pero
el
lugar
donde
estaba
Javier
tenía
por
lo
menos
un
metro
de
agua.
Horacio
insistía
a
los
gritos…
Nosotros
no
veíamos
eso.
Nosotros
escuchábamos
solo
a
Martín,
que
rogaba
que
el
agua
no
le
llegue
al
cuello
y
nosotros
no
lo
veíamos
a
Javier
y
le
gritábamos
desde
nuestro
túnel
“enchufá”.
Y
él
decía
“ya
va”.
Y
Martín
gritaba
y
nosotros
le
decíamos
“enchufá”.
Y
él
decía
“ya
va”.
Y
cada
uno
en
un
compartimento
aislado,
sin
saber
lo
que
el
otro
hacía.
Martín
pensando
seguramente
“estos
bomberos,
¿por
qué
no
me
sacan
el
agua?”.
Nosotros
pensando
“¿por
qué
Javier
no
saca
el
agua?
Y
Javier
pensando
“estos
tipos
no
saben
que
yo
estoy
con
el
agua
hasta
la
cintura
y
tengo
que
enchufar
un
alargue”.
Horacio
seguía
gritando
que
enchufara
la
máquina…
En
ese
momento
fue
“dale
gordo,
dale
gordo,
enchufá,
enchufá,
enchufá”
y
el
gordo
dijo
“má
sí,
enchufo
la
puta
madre
que
los
parió!”
Y
cuando
dijo
eso,
la
enchufó.
Y
el
“¡que
los
pariooooó!”
Fue
así.
Javier
recibió
una
fuerte
descarga
eléctrica
que
casi
lo
mata.
Sus
compañeros
lo
auxiliaron
enseguida
y
lo
llevaron
hasta
una
ambulancia
que
lo
dejó
en
el
hospital.
Pero
la
máquina
funcionó
y
el
agua
empezó
a
bajar.
Casi
al
mismo
tiempo,
Aguas
Argentinas
cortó
todo
el
suministro
en
el
área,
y
los
caños
rotos
de
la
AMIA
dejaron
de
filtrar.
Para
Fernando,
que
esas
dos
cosas
pasaran
a
la
vez,
fue
un
milagro.
Yo
creo
que
cinco
minutos
más
y…
y
hubieran
muerto
.
Con
el
agua
ya
casi
tocándole
la
nariz,
Martín
notó
cómo,
de
golpe,
empezaba
a
bajar.
Y,
otra
vez,
el
alma
le
volvió
al
cuerpo.
Y
la
verdad,
la
verdad,
dije
“no
es
mi
día
este,
no
me
voy
a
ir”,
dije.
Superada
la
amenaza
del
agua,
Fernando
se
sumó
a
las
tareas
del
grupo
de
Horacio
para
abrir
el
túnel
y
llegar
hasta
donde
estaban
Martín
y
Cacho.
Calculaban
que
estaban
a
unos
tres
o
cuatros
metros
entre
sí.
Debían
analizar
muy
bien
cada
decisión
que
tomaran.
Si
intentaban
liberarlos
a
la
vez,
podían
desbalancear
un
enorme
tanque
de
agua
que
sostenía
todo.
Y
no
era
el
único
peligro:
para
llegar
a
Martín
tenían
que
romper
una
pared,
sin
tocar
ninguna
viga
de
lo
que
quedaba
de
la
estructura
del
subsuelo.
Estudiaron
la
situación
durante
cinco
o
diez
minutos.
Si
rompíamos
la
pared
no
sabíamos
si
se
nos
venían
todos
los
escombros
para
nuestro
lado.
Entonces
decidimos
entrar
por
abajo.
Empezar
a…
a
tratar
de
llegar
a
Martín
por
abajo.
Excavaron
un
túnel
diminuto
por
debajo
de
la
pared.
Fernando,
que
era
el
más
delgado,
metió
su
brazo
por
allí
y
logró
sacarlo
del
otro
lado.
Meto
la
mano
y
lo
toco.
Lo
toco
a…
a
Martín.
Me
acuerdo
que
me
agarró
la
mano
y
no
me
la
quería
soltar
por
nada.
Cerca
de
las
8
de
la
noche,
después
de
10
horas
bajo
los
escombros,
Martín
volvía
a
sentir
el
contacto
físico
de
una
persona.
La
persona
que
quizás
lo
sacaría
de
ahí.
Estaba
empapado,
muerto
de
frío…
no
aguantaba
más.
Pero
Fernando
no
le
dejaba
de
hablar.
Le
preguntaba
por
su
familia,
le
hablaba
de
fútbol,
quería
mantenerlo
activo
para
que
no
se
durmiera.
Martín
usaba
la
poca
fuerza
que
le
quedaba
para
responder.
No
paraba
de…
de
hablarme
del
bebé,
de
todo,
de
todo
lo
que
se
venía.
Que
vas
a
jugar
a
la
pelota
con…
con
Dani,
por
mi
hijo,
y
todo
eso
es
como
que,
por
momentos,
me
hizo
olvidar
hasta
del…
del
dolor.
Tenían
casi
la
misma
edad,
pero
en
aquel
momento,
enterrado
bajo
los
escombros,
Martín
vio
en
Fernando
la
figura
de
un
padre.
Sentía
que
me
quería
como
un
hijo.
No
sé.
Y
a
cada
rato
me
daba
la
mano.
Quedate
tranquilo.
Ya
estamos,
ya
te
estamos
sacando.
Poco
a
poco,
los
otros
bomberos
habían
ido
ensanchando
el
túnel
para
que
Martín
pudiera
pasar.
Pero
no
sería
tan
sencillo:
Martín
tenía
atrapadas
sus
piernas
entre
los
fierros
que
sostenían
la
mesada.
Primero
tenían
que
removerlos
cuidadosamente
para
luego
poder
liberarlo.
Estaban
en
eso,
cuando
se
dieron
cuenta
de
que
el
aire
del
túnel
empezaba
a
cambiar.
Estaban
respirando
polvo.
Cada
vez
más
polvo.
Arriba
la
gente
corría
despavorida.
¡Atención!
¡Cuidado,
cuidado!
¡Cuidado,
cuidado,
cuidado!
Terrible,
por
Dios.
Terrible.
Lo
que
ha
sucedido,
terrible.
Se
ha
producido
un
nuevo
derrumbe…
no
alcanzaron
a…
Por
Dios.
Por
Dios…
¡Atrás,
atrás,
che,
atrás!
Mantengan
la
calma…
Mantengan
la
calma…
Piden
las
autoridades
que
mantengan
la
calma…
¡Silencio!
[Piden
silencio
para
poder
detectar
a
las
víctimas…
Abajo,
Horacio,
Fernando
y
los
demás
seguían
inmóviles.
Y
de
repente
aparece
un…
un
jefe,
un
subcomisario
en…
ahí
abajo
y
grita
“todo
el
mundo
afuera,
hay
un
derrumbe,
todo
el
mundo
afuera,
salgan
todos,
salgan
todos,
salgan
todos”.
Se
había
derrumbado
parte
de
lo
que
quedaba
del
edificio.
Y
no
tenían
más
opción
que
acatar
la
orden
de
su
jefe:
tenían
que
salir
o
podían
morir
todos.
Pero
Martín
y
Cacho
seguían
atrapados.
Apagamos
todos
los
equipos.
Los
martillos,
las…
las…
las
herramientas
hidráulicas,
los
grupos
electrógenos.
Y
quedamos
con
las
linternas.
Digamos,
no
había
más
luz
en
el…
en
el
subsuelo.
Y
ahí
Martín
empezó
a
los
gritos
“¡Mátenme!
¡No
me
dejen!”.
A
través
del
agujero
por
donde
le
sostenía
la
mano,
Fernando
le
pasó
a
Martín
una
linterna.
En
medio
de
la
oscuridad,
mientras
salían
del
túnel,
los
bomberos
podían
ver
la
luz
tenue
de
aquella
linterna.
Y
en
esa,
en
esa
huída
nuestra,
la
verdad
que
nos
sentíamos
unos
cobardes.
Fue
en
ese
momento
cuando
Horacio
decidió
volver
a
donde
estaba
Martín.
Se
sacó
el
reloj
Citizen
Quartz
del
74
que
había
heredado
de
su
padre,
el
que
de
niño
siempre
había
soñado
tener,
y
se
lo
pasó
a
través
del
agujero.
Y
le
dije
“este
reloj
me
lo
regaló
mi
papá”.
Dije
“voy
a
volver
por
el
reloj,
gil,
no
por
vos”.
“Gil”,
le
dije,
me
acuerdo.
Martín
agarró
el
reloj,
que
se
había
convertido
en
una
promesa.
Los
bomberos
dieron
media
vuelta
y
se
fueron.
Una
pausa
y
volvemos.
Hola,
Ambulantes.
Después
de
meses
de
trabajo
intenso,
estamos
de
vuelta
con
esta
nueva
temporada:
la
número
11,
una
que
no
habría
sido
posible
sacar
adelante
sin
el
apoyo
de
Deambulantes,
nuestro
programa
de
membresías.
Tu
apoyo
es
crucial
para
seguir
contando
historias
de
la
región.
Durante
los
próximos
tres
meses
haremos
una
campaña
en
la
que
necesitamos
que
2000
personas
más
se
sumen
a
Deambulantes.
Nos
encantaría
que
fueras
una
de
ellas.
Si
logramos
alcanzar
nuestra
meta,
podremos
producir
más
episodios,
con
la
calidad
que
nos
caracteriza.
Únete
hoy
a
radioambulante.org/deambulantes.
En
nombre
de
todo
el
equipo,
¡muchas
gracias!
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Soy
Daniel
Alarcón.
Antes
de
la
pausa,
escuchamos
cómo
Horacio
y
Fernando,
bomberos
del
Grupo
Especial
de
Rescate
de
Buenos
Aires,
tuvieron
que
abandonar
a
Martín
y
a
Cacho
bajo
los
escombros
del
edificio
de
la
AMIA.
Pero
les
prometieron
que
volverían
y,
como
símbolo
de
esa
promesa,
le
dejaron
a
Martín
un
reloj
que
había
sido
del
padre
de
Horacio.
Atrapados,
sin
poder
moverse
y
muertos
del
frío,
a
Martín
y
a
Cacho
no
les
quedaba
más
remedio
que
confiar
en
que
cumplirían
su
palabra.
Aneris
Casassus
nos
sigue
contando.Mientras
Fernando,
Horacio
y
el
grupo
de
bomberos
salían
lo
más
rápido
posible
del
túnel,
el
doctor
Carlos
Russo
seguía
asistiendo
a
los
heridos
en
la
superficie.
En
total,
eran
más
de
300,
y
la
cifra
de
muertos
no
dejaba
de
aumentar.
Mientras
lo
hacía,
parte
de
él
todavía
seguía
en
shock.
Todo
lo
que
veía
a
su
alrededor
le
recordaba
a
lo
que
había
pasado
solo
dos
años
antes
en
la
Embajada
de
Israel
en
Buenos
Aires.
Estas
escenas,
tanto
en
la
Embajada
como
la
AMIA
superaban
la,
la,
lo
que
vos
podías
ver.
Y
te
encontrás
con
todo
un
edificio
derrumbado,
con
gente
gritando,
todo
un
caos.
Es
muy
difícil,
¿viste?,
de…
de
asimilarlo
fácilmente.
Dos
años
atrás,
el
17
de
marzo
de
1992,
la
embajada
había
estallado.
Vemos
móviles
de
los
bomberos,
ramas,
árboles
caídos.
Evidentemente
es
una
explosión
de
grandes
dimensiones.
Y
ya
lo
pueden
ver,
como
si
hubiera
caído
una
bomba
de
un
avión.
La
bomba,
se
supo
después,
no
había
caído
de
ningún
avión.
Una
camioneta
Ford
F-100
conducida
por
un
suicida
y
cargada
de
explosivos
se
había
lanzado
contra
el
edificio
de
la
embajada,
en
el
barrio
de
Retiro.
La
explosión
también
alcanzó
a
un
asilo
de
ancianos,
una
iglesia
católica
y
una
escuela.
Dejó
al
menos
22
muertos
y
242
heridos.
El
doctor
Carlos
Russo
tenía
muy
frescas
esas
imágenes,
porque
esa
vez
también
había
ido
a
socorrer
a
las
víctimas.
Los
medios
ya
habían
empezado
a
tejer
vinculaciones
entre
un
hecho
y
otro.
Era
inevitable.
Dos
explosiones,
solo
dos
años
de
diferencia,
y
en
ambos
casos
el
blanco
era
la
comunidad
judía.
Los
sobrevivientes
también
lo
relacionaron
enseguida,
y
se
lo
decían
a
las
móviles
de
televisión
que
estaban
ese
día
en
la
AMIA.
Increíble
yo
no
puedo
entender
qué
es
lo
que
tienen
contra
nosotros…
Yo
ya
había
pasado
una
explosión
en
la
Embajada
de
Israel
pero
no
imaginé
que
me
iba
a
salvar
por
segunda
vez.
Pero
esto
es
injusto.
La
gente
tiene
que
entender
que
somos
iguales
a
todos,
con
nuestros
preceptos
y
nuestras
condiciones.
Ese
mismo
día,
el
fiscal
a
cargo
de
la
investigación
empezó
a
hablar
de
“atentado
terrorista”.
El
fiscal
Germán
Moldes
estimó
hoy
que
el
atentado
terrorista
pudo
haber
sido
provocado
por
la
explosión
de
un
auto
bomba…
Por
eso,
Fernando
había
visto
las
sillas
del
teatro
de
la
AMIA
contra
la
pared,
como
si
una
fuerza
invisible
las
hubiera
arrojado.
Pero
ahora
ni
él
ni
Horacio
tenían
tiempo
para
estar
pendientes
de
las
noticias.
Acababan
de
salir
del
túnel
y
ya
querían
volver
a
buscar
a
Martín
y
a
Cacho.
Tras
el
segundo
derrumbe,
su
superior
no
quería
que
regresaran;
temía
que
no
pudieran
salir
de
allí
abajo.
Pero
ellos
insistían.
Mientras
Horacio
trataba
de
convencerlo,
dos
o
tres
bomberos
se
escabulleron
por
el
hueco
del
ascensor
para
ir
ganando
tiempo.
Finalmente,
Horacio
consiguió
la
aprobación
para
que
todos
continuaran
con
el
operativo
en
el
túnel.
Asegurarían
bien
el
camino
para
poder
salir
rápido
en
caso
de
un
nuevo
derrumbe.
Tardaron
unos
20
minutos
en
volver,
que
para
Martín
fueron
una
eternidad.
Durante
ese
rato,
repetía
una
y
otra
vez,
como
un
mantra,
las
últimas
palabras
que
le
habían
dicho
Fernando
y
Horacio
al
dejar
el
túnel.
Nosotros
vamos
a
volver.
No,
no
te
vamos
a
dejar
acá.
Te
vamos
a
rescatar
Pensaba
en
su
bebé,
tenía
que
seguir
resistiendo
por
él.
Aferrado
a
un
reloj
y
a
una
linterna,
sepultado
bajo
toneladas
de
escombros,
creía
que
aquellos
bomberos
cumplirían
su
promesa.
Era
todo
lo
que
le
quedaba:
confiar
en
dos
hombres
a
quienes
nunca
les
había
visto
el
rostro.
Que
solo
eran
voces
en
la
oscuridad.
Horacio
recuerda
muy
bien
el
momento
en
que
regresaron.
Se
acercó
al
agujero
en
la
pared
por
el
que
le
había
pasado
el
reloj.
Le
dije
“viste
gil
que
iba
a
volver,
acá
estamos.
Quedate
tranquilo
que
de
acá
salís
caminando”,
le
decía.
Enseguida
siguieron
cavando
para
llegar
hasta
él.
Estaban
cada
vez
más
cerca.
Ya
le
podían
ver
la
rodilla
y
la
entrepierna
por
el
agujero.
Martín
parecía
más
tranquilo.
El
que
empezaba
a
decaer
ahora
era
su
compañero
Cacho,
el
mismo
que
lo
había
alentado
por
horas.
Se
notaba
ahora
una
debilidad
en
su
voz.
Era
diabético
y
es
probable
que
para
ese
momento
sus
niveles
de
glucosa
no
estuvieran
nada
bien.
Los
bomberos
trabajaban
por
sectores.
Unos
apuntalaban
el
túnel
principal,
otros
se
abrían
paso
para
llegar
hasta
Martín
por
debajo
de
la
pared,
y
un
tercer
grupo
cavaba
otro
túnel
para
intentar
llegar
hasta
donde
estaba
Cacho.
Tenían
que
trabajar
con
una
precisión
milimétrica:
el
espacio
para
manipular
las
herramientas
era
mínimo
y
debían
cortar
los
fierros
de
la
mesada
que
mantenían
aprisionadas
las
piernas
de
Martín.
Martín
no
sentía
sus
pies
hacía
mucho
rato.
No
quería
mirar
nada.
Me
daba
miedo
mirar.
Les
dije
a
ellos…
¿tengo
los
pies?
Porque
yo
no
me
quería
mirar
los
pies.
Y
eran
dos
pelotas
de
fútbol
y
todo
hinchado.
No
sabés
lo
que
era
eso.
En
la
desesperación
de
esas
horas,
Martín
llegó
a
pedirle
a
Horacio
que
por
favor
se
los
cortara.
Entonces
Horacio
agarró
el
cuchillo
que
siempre
llevaba
en
su
uniforme.
Y
yo
le
tantié
el
tobillo
y
le
apoyé
la
punta
de
mi
puñal
y
se
lo
hinqué
un
poco.
Para
ver
si
era
verdad
que
no
sentía.
Y
entonces
él
me
dijo,
“pará
animal
¿qué
hacés?”
que
esto
que
el
otro,
le
digo
“ahh
la
sentís
la
pierna
entonces…
no…
no
rompás
que
la
sentís”.
Martín
se
rió
con
la
respuesta,
y
eso
lo
tranquilizó
un
poco.
Todavía
tenía
reflejos
en
sus
piernas
aprisionadas.
Los
bomberos
siguieron
ampliando
el
agujero
con
martillos
neumáticos
y
expansores
hidráulicos
con
cizallas,
unas
tijeras
enormes
para
cortar
hierros
y
chapas.
Como
el
espacio
era
tan
chiquito,
trabajábamos
acostados
y
entonces
en
una
de
esas
roturas
de
la
pared,
con
la
punta,
le
pegamos
en
un
tobillo.
Se
lo
quebraron
accidentalmente,
pero
eso
les
permitiría
maniobrarlo
mejor.
Una
vez
que
el
hueco
fue
lo
suficientemente
grande,
uno
de
los
bomberos
se
metió
por
ahí
y
logró
destrabar
las
piernas
de
Martín.
Luego
lo
arrastraron
hasta
el
túnel
principal
y
lo
ataron
a
una
camilla.
No
saldría
caminando
como
le
había
prometido
Horacio,
pero
ya
era
seguro
que
saldría.
Solo
le
faltaba
algo
muy
difícil:
despedirse
de
Cacho,
su
amigo,
la
voz
de
contención
que
lo
había
ayudado
durante
todo
ese
tiempo…
Y
lo
último
que
le
dije
“chau
Cachito”.
Me
acuerdo
que
lo
saludé
nomás.
Aunque
estaba
débil,
Cacho
no
perdía
el
optimismo.
“Viste
Martincito,
que
te
van
a
sacar
a
vos
y
después
ya
me
van
a
sacar
a
mí”.
Fernando
se
emociona
al
recordar
esa
escena.
Una
sensación
de…
de
separación
increíble
cuando…
cuando
Martín
se
despedía
de…
de
Cacho.
Le
daba
ánimo,
le
decía
“nos
vemos,
nos
vemos
en
el
hospital,
viejo.
Vas
a
estar
bien.
Vas
a
salir.
Te
van
a
sacar…”
Atado
a
la
camilla,
los
bomberos
izaron
a
Martín
por
el
hueco
del
ascensor.
Ni
bien
salió
sintió
el
aire
fresco
y
la
niebla
espesa
de
la
noche.
Lo
que
veo,
la
primera
imagen,
es
ver
una
montaña
de
escombros
con
la
puerta
del
ascensor.
Una
montaña
que
lo
había
mantenido
sepultado
durante
más
de
12
horas.
Y
ya
al
rato
ahí
ya
es
como
que
ya
me
iba
durmiendo.
No
sé,
ya
se
ve
que
yo
ya
me…
con
el
oxígeno
ya
me
estaba
durmiendo
por
los
dolores
que
tenía.
Mientras
los
médicos
le
ponían
oxígeno
y
le
daban
los
primeros
auxilios,
Martín
escuchó
los
aplausos
de
todos
los
rescatistas
que
trabajaban
en
el
lugar.
Alcanzó
a
decir
su
nombre
y
a
pedir
que
le
avisaran
de
inmediato
a
su
familia
que
estaba
vivo.
Nadie
recuerda
muy
bien
cómo
fue
que
pasó,
pero
cuando
Martín
salió
rumbo
al
Hospital
de
Clínicas,
Horacio
ya
tenía
de
vuelta
el
reloj
Citizen
Quartz
de
su
papá
en
la
muñeca
izquierda.
A
esa
hora,
pasadas
las
10
de
la
noche,
los
medios
ya
hablaban
de
una
pista
firme
en
la
que
trabajaba
el
servicio
de
inteligencia
israelí.
Al
día
siguiente,
el
presidente
Carlos
Menem
anunciaría
que
el
principal
sospechoso
era
Hezbollah,
una
organización
terrorista
musulmana
chií
libanesa,
entrenada
por
Irán
en
El
Líbano
como
respuesta
a
la
invasión
de
Israel
a
ese
país
en
1982.
Me…
me
comunican
desde
la
Mossad,
desde
Israel,
de
que
se
atribuyó
el
atentado
un
grupo
terrorista
que
tiene
su
asiento
en
el
sur
del
Líbano,
en
Sidón…
Se
trataba
del
mayor
ataque
contra
la
comunidad
judía
desde
la
Segunda
Guerra
Mundial.
No
estaba
claro
qué
podía
tener
que
ver
Hezbollah
con
Argentina,
un
país
en
donde
vive
la
mayor
comunidad
judía
en
Latinoamérica,
pero
que
está
a
13
mil
kilómetros
de
El
Líbano.
Las
sospechas,
con
el
tiempo,
apuntarían
a
que
el
gobierno
de
Carlos
Menem
había
suspendido
un
acuerdo
de
tecnología
nuclear
con
Irán.
En
cuestión
de
horas
la
noticia
del
atentado
ya
daba
la
vuelta
al
mundo.
Todos
los
servicios
de
inteligencia
estaban
alerta.
Debajo
de
la
montaña
de
escombros
todo
seguía
igual.
Ya
era
la
madrugada
del
martes,
y
el
grupo
de
Horacio
y
Fernando
cavaba
incansablemente
para
llegar
hasta
Cacho.
Arriba,
los
canales
seguían
transmitiendo
todo
lo
que
pasaba.
Casi
las
2
de
la
mañana.
Decenas
de
personas
trabajando
en
una
tarea
en
la
cual
cada
segundo
puede
costarle
la
vida
a
una
persona
que
se
encuentra,
todavía,
debajo
de
la
losa.
La
explosión
había
dejado
a
Cacho
atrapado
justo
detrás
de
una
enorme
cisterna
de
cemento,
un
tanque
de
agua
que
sostenía
lo
que
quedaba
del
subsuelo.
Y
los
bomberos,
otra
vez,
tenían
que
tomar
una
decisión
difícil:
una
opción
era
arrastrarse
por
el
hueco
de
30
centímetros,
del
tamaño
de
una
regla
estándar
de
colegio,
que
había
entre
las
patas
de
la
cisterna
y
el
piso.
Pero
si
no
salía
bien,
el
resultado
sería
trágico.
Tenías
que
entrar
arrastrándote
y
si
eso
se
caía,
se
caía
arriba
del
operador.
Otra
opción
era
atravesar
la
cisterna
por
dentro.
Discutimos
y
dijimos
mejor
vamos
a
romper
esta
pared,
que
era
una
pared
lateral
de
la
cisterna.
Entramos
a
la
cisterna
y
rompemos
la
otra
pared
que
da
donde
estaba
Cacho.
Horacio
era
el
más
indicado
para
ese
trabajo.
Había
que
tener
una
condición
específica
para
trabajar
ahí.
Había
que
ser
chiquito.
Y
entonces
cuando
hicieron
la
rifa
yo
y
algún
otro
más
nos
compramos
todos
los
números
porque
mido
1
metro
65.
Por
eso,
sus
compañeros
del
cuartel
le
decían
“el
enano”.
Romper
las
paredes
de
la
cisterna,
trabajando
con
muy
poco
espacio,
era
un
esfuerzo
extenuante:
tenía
que
hacerlo
en
lapsos
de
15
minutos
máximo.
Yo
me
tiraba
en
ese
túnel,
en
el
túnel
principal
y
dormía.
Y
dormía
veinte
minutos,
veinticinco.
O
sea,
dormía
profundamente,
dormía
hasta
que
me
despertaban
y
me
decían
“andá”,
entonces
volvía
a
trabajar
otra
vez.
Llevaban
casi
20
horas
ahí
abajo,
y
apenas
tenían
fuerzas
para
mantenerse
en
pie.
Fernando
recuerda
que
Cacho
estaba
cada
vez
peor.
Se
notaba
que
estaba
muy
cansado,
muy…
muy
deteriorado.
Le
hacíamos
jodas
para…
para
tratar
de…
de
mantenerlo
despierto.
Le
decían
que
cuando
salieran
de
ahí
irían
todos
a
tomar
una
cerveza.
Le
hablaban
de
Atlanta,
su
equipo
de
fútbol,
y
de
su
familia.
Después
de
varias
horas
de
trabajo
adentro
de
la
cisterna,
Horacio
estaba
cerca
de
romper
la
segunda
pared.
Debía
calcular
muy
bien
los
últimos
movimientos.
Ya
le
había
roto
el
tobillo
a
Martín
y
no
quería
lastimar
a
Cacho,
que
tenía
la
espalda
apoyada
sobre
la
pared
que
quería
abrir.
Mi
cálculo
fue
bastante
bueno
y
lo
primero
que
yo
veo
cuando
termino
de…
ese
túnel
y
de
romper
ahí
la
cisterna,
lo
primero
que
veo
cuando
miro
por
ese
agujerito
para
abajo
es
la
pelada
de
Cacho
a
unos
20
centímetros.
O
sea,
salí
joya,
arriba
de
él.
Horacio
metió
la
mano
por
el
agujero
y
le
tocó
la
cabeza
calva.
Y
entonces
yo
le
toqué
la
pelada,
en
broma,
así
le
digo
“qué
hacés
pelado,
Cacho”,
que
esto,
que
lo
otro.
Y
él
como
ya
había
escuchado
tantas
horas
que
todos
a
me
decían
enano,
enano
de
acá,
enano
de
allá.
Entonces
él
“Hola
enano”,
que
esto…
y
me
pasó
la
mano
un
poquito
así,
yo
le
toqué
la
mano.
Después
de
tantas
horas
conversando
a
través
de
una
pared,
era
como
si
le
estuviera
dando
la
mano
a
un
amigo.
Ya
estaban
más
cerca
de
sacarlo,
pero
para
este
punto
Cacho
estaba
muy
débil.
Después
de
pasar
la
mañana
del
martes
atendiendo
heridos
en
la
superficie,
el
doctor
Carlos
Russo
escuchó
que
en
el
subsuelo
necesitaban
a
un
médico.
Y
bajé
yo
con
otro
compañero
mío
médico
como
voluntarios
a
asistirlo.
Guiado
por
los
bomberos,
Carlos
bajó
con
su
colega
por
el
hueco
del
ascensor,
avanzó
por
el
túnel
y
atravesó
la
cisterna
hasta
donde
estaba
Cacho.
Le
colocaron
un
suero
y
midieron
sus
niveles
de
azúcar
en
la
sangre.
Temían
que,
después
de
tantas
horas
mojado
bajo
los
escombros,
estuviera
entrando
en
hipotermia.
Sostener
lo
mejor
posible
su
estado
general
mientras
tanto
los
bomberos
seguían
trabajando
en
desatraparlo
de
donde
estaba.
Era
un
trabajo
codo
a
codo
con
Horacio
y
los
demás
bomberos.
Él
le
controlaba
todo,
le
controlaba
la
presión
y
la
temperatura
y…
O
sea…
Y
cuando
Cacho
estaba
mal
él
también
lo
asistía.
Lo
que
más
le
preocupaba
a
Carlos
eran
las
piernas
de
Cacho.
Tenía
los
dos
muslos
atrapados
y
malheridos
por
los
escombros.
Si
no
le
ligaban
bien
las
piernas
antes
de
liberarlo,
la
infección
podía
avanzar
hacia
el
resto
del
cuerpo,
poniendo
su
vida
en
peligro.
Había
otra
alternativa,
pero
les
parecía
inviable.
Imaginate
lo
que
es
hacer
una
amputación
en
ese
lugar.
Es
una…
un
desastre
dentro
del
desastre.
Dificilísimo.
Pasaron
varias
horas
más
en
que
los
bomberos
siguieron
abriendo
el
hueco
para
sacar
a
Cacho,
mientras
los
médicos
controlaban
su
estado
de
salud.
Entre
medio,
Carlos
tuvo
que
socorrer
de
emergencia
a
Horacio,
luego
de
que
le
explotara
una
manguera
hidráulica
y
le
entrara
líquido
en
los
oídos.
Estaban
exhaustos,
pero
no
querían
irse.
Cada
tanto,
hablaban
por
walkie
talkie
con
los
jefes
del
operativo
que
estaban
en
la
superficie.
Muchas
veces
nos
decían
bueno,
mandamos
un
equipo
de…
de
reemplazo.
¿Quieren
reemplazarse?
Tanto
los
bomberos
como
nosotros
los
médicos.
Ninguno
quiso,
eran
muchas
horas,
era
mucha
tensión,
pero
estábamos
bien
y
el
equipo
estaba
trabajando
bien.
Cambiar
todo,
eh…
no
hubiera
sido
lo
ideal.
Nadie
quería
irse
de
ese
lugar
sin
terminar
la
tarea.
De
algo
estaban
seguros:
saldrían
de
ahí
todos
juntos.
Cerca
de
las
10
de
la
noche
del
martes,
36
horas
después
de
la
explosión,
los
bomberos
lograron
por
fin
liberar
a
Cacho.
Enseguida,
Carlos
le
aseguró
la
ligadura
en
las
piernas
para
evitar
que
avanzara
la
infección.
Horacio
recuerda
muy
bien
lo
que
le
dijo
mientras
lo
preparaban
en
la
camilla.
Las
últimas
palabras
que
le
diría.
Yo
lo
cargué
y
le
dije
“¿viste
gil
que
te…
que
te
íbamos
a
sacar?
dame
la
dirección
de
tu
casa
porque
vamos
a
ir
a
tomar
cerveza”.
Y…
y
bueno,
mientras
terminábamos
todas
esas
tareas
de
alistamiento,
inmovilizándolo
en
la
camilla
para
transportarlo
por
el
túnel
e
izarlo
por
el
ascensor,
yo
le
dije
“y
ahora
te
vamos
a
sacar
nosotros”,
le
digo
“porque
salimos
con
vos”.
Ya
no
tenían
nada
más
que
hacer
ahí
abajo.
Cacho
fue
el
último
de
los
que
nosotros
teníamos
ahí.
Y
que,
sin
saber,
también
fue
el
último
de
la
AMIA.
Lo
subieron
por
el
túnel
y
el
resto
del
grupo
que
quedaba
abajo
salió
tras
él.
La
televisión
registró
la
salida
del
último
sobreviviente,
que
había
permanecido
durante
un
día
y
medio
bajo
los
escombros.
Yo
me
acuerdo
que
le
dije
“saludá
que…
que
hoy
es
tu
cumpleaños”,
le
digo,
“sos
famoso”.
Y
él
me
dice
“no,
qué
cumpleaños”,
dice,
“si
yo
cumplo
años”,
no
sé,
ponele
que
cumplía
años
en
octubre.
Me
dice
“yo
cumplo
años
en
octubre”
y
entonces
yo
le
dije
“saludá
gil
que
hoy
naciste
de
nuevo,
saludá”.
Cacho
estaba
atado
a
la
camilla
pero
alcanzó
a
mover
un
poco
uno
de
sus
antebrazos
para
saludar
con
la
mano.
Y
otra
vez
se
oyeron
los
aplausos
de
todos
los
rescatistas
que
estaban
en
el
lugar.
Los
bomberos
lo
llevaron
hasta
la
ambulancia
que
lo
trasladaría
al
Hospital
de
Clínicas.
Fernando,
el
bombero
más
joven,
no
podía
creer
lo
que
habían
logrado.
El
primer
rescate
fue
una
esperanza.
El
segundo
era
algo
increíble.
Y
el
tercero
era
un
milagro.
Carlos,
el
médico,
recuerda
que
una
mujer
se
acercó
a
él.
Una
señora
se
acercó
a
decirme
“muchas
gracias,
muchas
gracias
por
todo
lo
que
están
haciendo”.
Nunca
supe
quién
era.
Ese
agradecimiento
sonó…
Te
suena
tan
bien,
tan,
tan
reconfortante,
que…
que,
bueno,
hicimos
lo
que
teníamos
que
hacer.
Una
vez
que
Cacho
partió
rumbo
al
hospital,
los
bomberos
y
el
médico
se
abrazaron.
Según
Horacio,
por
un
momento
parecieron
los
jugadores
de
un
equipo
de
rugby.
Uno
que
había
regresado
de
abajo
de
la
tierra.
Lloramos
mucho,
ahí
mismo,
al
pie
de
la
AMIA.
Ahí
dejamos
de
lado
nuestras
miserias,
nuestras
peleas
cotidianas,
nuestras
diferencias
de
opiniones.
Yo
recuerdo
ahí,
mientras
estábamos
todos
abrazados,
yo
recuerdo
haberle
dicho:
“Listo,
vamos
a
casa”.
Y
nos
volvimos
al
cuartel,
a
nuestra
casa.
Cuando
Martín
despertó,
estaba
bajo
los
fluorescentes
blancos
de
una
sala
de
terapia
intensiva,
y
no
tenía
idea
de
cuánto
tiempo
había
pasado
desde
que
lo
rescataron
de
entre
los
escombros.
Su
familia
lo
había
buscado
desesperadamente
por
distintos
hospitales
de
Buenos
Aires,
atentos
a
las
listas
de
heridos
y
muertos
que
daban
los
canales
de
televisión.
Fueron
doce
horas
de
agonía
para
su
padre
y
para
Lorena,
su
mujer,
hasta
que
vieron
su
nombre
en
la
pantalla
del
televisor.
Era
uno
de
los
sobrevivientes
que
había
sido
trasladado
al
Hospital
de
Clínicas,
a
dos
cuadras
de
la
AMIA.
El
primero
que
llegó
a
verlo
fue
su
padre.
Y
apenas
entró,
Martín
le
preguntó
cómo
estaban
sus
dos
compañeros,
Cacho
y
Buby.
Habían
sobrevivido
juntos
allí
abajo
pero
nadie
le
decía
nada
de
ellos.
Lo
primero
que
pregunté
fue
por
Cacho.
Porque
yo
estaba
todo
el
día
con
Cacho
y
estuve
todo
el
día
ese
día
con
Cacho
también.
Pero
no
me
querían
decir
nada.
No
le
querían
decir
una
de
las
noticias
más
tristes
de
su
vida:
que
ni
Cacho
ni
Buby
habían
podido
sobreponerse
a
las
heridas
que
sufrieron
en
el
derrumbe.
Ambos
habían
llegado
con
vida
al
hospital,
pero
murieron
después
de
unas
horas.
Tenían
56
y
62
años.
Hasta
que
después,
bueno,
me
tuvieron
que
decir
¿no?,
que
pasó
lo
peor…
El
nombre
de
Cacho
era
Jacobo
Chemauel;
el
de
Buby,
Naón
Bernardo
Mirochnik.
Cacho
amaba
el
fútbol;
Buby
cantar
tangos.
En
esta
grabación,
la
voz
cantando
que
van
a
escuchar
es
justamente
él.
Eran
muy
queridos
entre
los
empleados
de
la
AMIA,
y
fueron
dos
de
las
85
víctimas
fatales
que
dejó
el
atentado
terrorista
más
feroz
de
la
historia
argentina.
Martín
quedó
devastado.
Habían
sobrevivido
juntos
durante
horas,
lo
habían
ayudado
a
resistir,
y
ahora
solo
quedaba
él.
Lo
único
que
pudo
consolarlo
fue
volver
a
ver
a
Lorena
y
a
su
hijo
de
tres
meses.
Con
las
piernas
fracturadas,
apenas
pudo
sostenerlo
en
brazos.
Pero
lo
hizo,
tal
como
le
había
dicho
Cacho
que
haría,
cuando
todo
era
oscuridad.
Trece
días
después
Martín
volvería
a
casa
en
silla
de
ruedas,
sin
poder
caminar
y
con
una
larga
terapia
de
rehabilitación
por
delante.
Le
costaba
convivir
con
los
ruidos:
se
asustaba
si
a
su
mujer
se
le
caía
al
suelo
la
tapa
de
una
olla
mientras
estaba
cocinando.
Y
por
las
noches
no
podía
dormir,
lo
atormentaba
la
oscuridad
y
un
zumbido
constante
en
sus
oídos.
Quedó
ese
zumbido
por
un
par
de
meses…
Y
eso
era
la
bomba.
Lo
recuerdo…
después
de
27
años,
está…
está
igual
ese
sonido.
Después
de
un
año
y
medio
de
rehabilitación,
Martín
volvió
a
trabajar
en
la
AMIA,
en
un
edificio
provisorio,
mientras
reconstruían
la
sede
de
la
calle
Pasteur
633.
Le
tomó
años
acostumbrarse
a
las
ausencias.
Yo
charlaba
con
esa
gente
cuando
iba
por
los
pisos
a
repartir
café
y
ya
los
conocía,
que
tenían
muchos
proyectos
y
nunca
pudieron
llegar
a
lograrlos,
¿no?,
por
todo
lo
que
pasó
esto,
mucha
gente
que
quedó
malherida.
Mucha
gente
que
se
fue
también,
por
el
miedo.
Martín
siguió
trabajando
ahí
25
años
más,
yendo
todos
los
días
al
mismo
lugar
donde
el
18
de
julio
de
1994,
a
las
9.53,
una
bomba
lo
dejó
al
borde
de
la
muerte.
Tuvo
otros
cuatro
hijos
y
en
el
2017
debió
afrontar
otro
de
los
momentos
más
difíciles
de
su
vida:
la
muerte
de
su
mujer
Lorena.
Dos
años
después
se
retiró,
para
pasar
más
tiempo
con
su
familia.
Sigue
viviendo
en
Merlo,
donde
trabaja
como
remisero
y
tiene
una
pequeña
librería.
Después
de
su
experiencia
en
el
atentado
de
la
AMIA,
el
doctor
Carlos
Russo
decidió
especializarse
en
la
atención
médica
de
emergencias
y
catástrofes.
Fue
una
situación
tan
extrema
que
me
llevó
a
decir
“esto
lo
tengo
que
seguir
haciendo
y
tengo
que
seguir
perfeccionándome
en
todo
esto”,
que
es
lo
que
hice
de
ahí
en
adelante,
en
el
resto
de
mi
vida.
Ha
participado
en
los
operativos
de
las
mayores
tragedias
del
país
y
en
misiones
internacionales
en
la
Franja
de
Gaza
y
Haití,
entre
otras.
Fernando,
el
bombero
más
joven,
actualmente
es
Jefe
de
la
Comandancia
de
Protección
Urbana
y
tiene
a
su
cargo
todos
los
cuarteles
de
bomberos
de
la
ciudad
de
Buenos
Aires.
También
ha
intervenido
en
los
principales
operativos
de
rescate
en
todo
el
país.
Una
sola
vez,
24
años
después
del
atentado,
se
volvió
a
encontrar
con
Martín
en
la
puerta
de
la
AMIA,
para
un
reportaje
de
televisión.
Y
cuando
me
escucha
me
dice
“tu
voz
la
conozco”.
Disculpá
que
me
quiebro
un
poco…
Se
abrazaron
y
Martín
le
dijo
que,
durante
todos
esos
años,
jamás
había
podido
olvidar
esa
voz.
Horacio
también
siguió
trabajando
muchos
años
más
como
bombero.
Se
jubiló
en
2016
y
ahora
vive
en
El
Alcázar,
un
pueblo
en
la
provincia
de
Misiones.
Le
pregunté
si
aún
conservaba
el
reloj
Citizen
Quartz
del
74
que
le
dejó
a
Martín
esa
noche
bajo
los
escombros.
Y
me
dijo
que
no.
Lo
perdí
de
forma
tonta,
estúpida.
Fue
un
momento…
un
momento
medio
oscuro,
esa
es
la
palabra,
de
mi
vida,
¿no?,
con
poca,
con
poca
luz.
Me
contó
que
unos
diez
años
después
del
atentado,
no
recuerda
si
en
2004
o
2005,
estaba
con
problemas
de
dinero
y
dejó
el
reloj
como
parte
de
pago
de
una
deuda.
Le
dijo
al
prestamista
que
al
día
siguiente
volvería
con
la
plata
para
recuperar
el
reloj
que
había
sido
de
su
padre.
Pero
cuando
al
día
siguiente
volvió
al
lugar,
ya
no
encontró
a
nadie
allí.
Entonces
yo
en
ese
momento
mi
primer
pensamiento
fue:
perdí
mi
reloj.
Pensé
en
forma
egoísta,
dije
“perdí
mi
reloj”.
Y
después
agarré
y
dije,
al
tiempito
nomás,
así,
en
esos
días,
cuando
calmé
un
poco
mi…
mi
locura,
dije,
“no,
este
reloj
no
era
mío”.
De
cierta
forma,
ya
no
era
de
nadie.
Este
reloj
tuvo
una
misión
fundamental
en
la
vida
que
fue
llevar
luz,
llevar
esperanza.
Y
la
cumplió.
Con
el
transcurso
de
los
años,
la
justicia
argentina
ha
determinado
que
ambos
actos
terroristas,
el
de
la
embajada
y
el
de
la
AMIA,
fueron
ejecutados
por
Hezbollah,
utilizando
coches
bomba.
Ambos
actos
aún
están
impunes.
La
investigación
por
el
ataque
a
la
AMIA
se
ha
transformado
en
uno
de
los
casos
judiciales
más
complejos
de
la
historia
Argentina.
En
2004,
22
imputados
por
colaborar
materialmente
en
el
atentado
fueron
absueltos
por
falta
de
pruebas
e
irregularidades.
Actualmente,
hay
órdenes
de
captura
internacional
contra
varios
exfuncionarios
del
gobierno
y
de
la
fuerza
militar
iraní,
así
como
contra
un
miembro
de
Hezbollah.
En
agosto
del
2021,
Irán
nombró
ministro
del
Interior
y
vicepresidente
de
Asuntos
Económicos
a
dos
de
esos
acusados.
El
gobierno
argentino
lo
calificó
como
una
“afrenta”
en
contra
de
las
víctimas
y
de
la
justicia.
Cada
18
de
julio,
a
las
9.53,
suena
una
sirena
en
Pasteur
633.
Una
sirena
que
sigue
pidiendo
justicia
por
las
85
víctimas
de
la
AMIA.
Aneris
Casassus
produjo
esta
historia.
Es
productora
de
Radio
Ambulante
y
vive
en
Buenos
Aires,
Argentina.
Este
episodio
fue
editado
por
Nicolás
Alonso
y
por
mí.
Desirée
Yépez
hizo
el
fact-checking.
La
música
y
el
diseño
de
sonido
son
de
Andrés
Azpiri.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
Paola
Alean,
Lisette
Arévalo,
Xochitl
Fabián,
Fernanda
Guzmán,
Camilo
Jiménez
Santofimio,
Rémy
Lozano,
Jorge
Ramis,
Laura
Rojas
Aponte,
Barbara
Sawhill,
Elsa
Liliana
Ulloa,
David
Trujillo,
Camila
Segura
y
Luis
Fernando
Vargas.
Emilia
Erbetta
es
nuestra
pasante
editorial.
Carolina
Guerrero
es
la
CEO.
Radio
Ambulante
es
un
podcast
de
Radio
Ambulante
Estudios,
se
produce
y
se
mezcla
en
el
programa
Hindenburg
PRO.
Radio
Ambulante
cuenta
las
historias
de
América
Latina.
Soy
Daniel
Alarcón.
Gracias
por
escuchar.
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► Esto es Radio Ambulante desde NPR. Soy Daniel Alarcón. Buenos Aires. Lunes 18 de julio de 1994. Horacio Paz escuchaba la radio en la fábrica de plásticos donde trabajaba. En su muñeca izquierda llevaba un reloj Citizen Quartz del 74, que antes había sido de su padre. De niño siempre había soñado que fuera suyo. Una vez le dije a mi papá: ese reloj cuando te mueras me lo voy a agarrar. Y mi papá se lo sacó y me dijo: “Tomá, qué vas a esperar que yo muera. Te lo regalo el reloj». Y yo usé desde que tenía, sí, 17, 18 años, usé ese reloj. Era una mañana fría de invierno, y él apenas lograba oír algo sobre el ruido de las máquinas. Pero la fábrica no era su único trabajo. Tenía 29 años, y además era bombero. Y no cualquier bombero… Era miembro del Grupo Especial de Rescate, debía estar atento a cualquier emergencia que ocurriera en la ciudad. Su reloj marcaba las 9.53 cuando todo comenzó. Estaba poniendo a punto una máquina para sacar una producción y entonces escucho la voz, que preocupado el tipo empieza a contar lo que pasó. Primero dicen que hubo un derrumbe. En ese mismo momento, no muy lejos de la fábrica, otro miembro del Grupo Especial de Rescate, Fernando Souto, iba en un minibus con un grupo de bomberos jóvenes. Tenía 21 años. Siempre había admirado la valentía de los hombres que enfrentaban el fuego y ahora él era uno de ellos. Y estaba viniendo de una instrucción, me acuerdo que por la autopista, en un móvil con varios, varios bomberos. Escuchamos, se sintió la explosión… muy lejana. Pero lo escuché. El doctor Carlos Russo, en cambio, no escuchó nada. A las 9.53, estaba de turno en el Hospital Pirovano, en el barrio de Coghlan, al norte de la ciudad. La mañana de ese lunes no debería haber estado trabajando. Mi guardia era los martes. Pero ese día estaba haciendo un reemplazo en el hospital. Lo que sí escuchó fue cómo la línea de emergencias médicas empezó a estallar. Tenía 41 años y vivía atento a esas alertas. 30 llamados, 40 llamados al 107 avisando que pasó esto, que pasó esto, que pasó esto. No estaba muy claro qué había pasado. Se hablaba de un derrumbe en la calle Pasteur 633, casi 9 kilómetros al sur del hospital, donde estaba la Asociación Mutual Israelita Argentina: la AMIA. Unos minutos antes de las 9.53, el empleado de mantenimiento Martín Cano recorría los seis pisos de la AMIA con un carrito de café. Repartía el desayuno a más de 80 personas que trabajaban en el lugar. Dentro de su recorrido, tenía que pasar por la administración, el instituto científico judío, la biblioteca, el museo y otras oficinas encargadas de manejar casi todas las relaciones y actividades de la comunidad judía en el país. Trabajaba ahí hacía un año, pero era la primera vez que le tocaba hacer de camarero, cubriendo a un compañero que estaba de vacaciones. Tenía 20 años y todos los días se levantaba a las 5 de la mañana para llegar a tiempo a su trabajo. Eran casi dos horas de viaje desde su casa en Merlo, en el conurbano bonaerense: un bus, un tren y una caminata de 10 cuadras. Entraba a las 8 de la mañana pero prefería salir con mucho tiempo de anticipación. Llegué más temprano que nunca. Ese día llegué 7 y 10 pasadas. Apenas llegó fue a cambiarse al subsuelo, en donde estaban los vestuarios. La cocina también había sido trasladada allí, porque llevaban un tiempo refaccionando el primer piso y todo el sistema de calefacción del lugar. Martín se hizo un café, preparó el carrito de desayuno y salió junto con su compañero Buby a recorrer el edificio. Para las nueve y media, ya estaban de vuelta en el subsuelo y se quedaron hablando con Cacho, otro empleado de mantenimiento, sobre los partidos de fútbol del día anterior. Martín acomodaba la vajilla sucia, que lavaría para servir el almuerzo. Guardo la… el carrito en un costado. Saco la vajilla y empiezo a poner todo en la pileta. A todo esto van pasando esos minutos. Apoyo los vasos y cuando apoyo los vasos siento que se apaga todo. Eran exactamente las 9.53 minutos. Una explosión tremenda que me tira para atrás. Cuando abrió los ojos, ya no podía ver nada. Todo era oscuridad. Una breve pausa y volvemos. Este mensaje viene del patrocinador de NPR, Miller Lite. Siempre hay tiempo para ponerse al día con los amigos. Y sin importar el momento del año, Miller Lite es la bebida perfecta para encontrarse. Con solo noventa y seis calorías, Miller Lite es elaborada pensando en los amantes de la cerveza. Reúnete en cualquier momento con tus amigos para disfrutar un ‘Miller Time’. Ve a millerlite.com/radio para encontrar las opciones de envío más cercanas. Celebra con responsabilidad. Miller Brewing Company, Milwaukee, Wisconsin. Con 96 calorías y 3,4 carbohidratos por cada 12 onzas. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Nuestra productora Aneris Casassus nos sigue contando. Volvamos con Horacio Paz, el bombero que esa mañana estaba trabajando en la fábrica de plásticos. Cuando escuchó que en la radio hablaban del derrumbe de un edificio en el barrio de Once, lo primero que hizo fue mirar la hora en el reloj de su padre. Luego corrió hasta el teléfono para llamar al cuartel y avisar que iba saliendo para allá. Estaba a unas 15 cuadras. Llegó rápido. Casi no se usaban celulares en esa época, pero logró localizar rápidamente a los diez suboficiales que tenía a su cargo. Teníamos una cadena de llamados bastante efectiva y rápida. Entonces yo enseguida, algunos ni los tuve que llamar porque muchos llamaban y entonces ya les decíamos, venite, venite y bueno… Todos sabían que algo muy grave había pasado en el edificio de la AMIA. Decenas de vecinos estaban reportando un estruendo enorme. Otros hablaban de un derrumbe. Enseguida, los hospitales públicos se empezaron a organizar para mandar sus ambulancias y médicos hasta el lugar. Cerca del mediodía, los bomberos del grupo de Horacio ya estaban en el cuartel, listos para salir. El camión ya había partido hacia la AMIA con otra dotación de bomberos, así que Horacio y los demás tuvieron que subirse a un minibús para intentar llegar al lugar. Pero el tránsito estaba cortado. Solo se podía llegar hasta la avenida Corrientes, a unas dos cuadras y media del edificio de la AMIA, y de ahí avanzar caminando. Cuando se bajó del minibus, por primera vez Horacio dimensionó el desastre. Incluso a esa distancia, las calles estaban llenas de escombros, vidrios y gente que gritaba y corría de un lado a otro. Horacio caminó las dos cuadras y media, apenas creyendo lo que veía, y cuando llegó a la AMIA ya no había edificio. Solo una montaña inmensa de escombros. La prensa ya estaba reportando desde el lugar. Estamos en Tucumán y Pasteur, detrás de una ambulancia que está llegando para socorrer a más heridos, la gente impactada en el Once. Destrozado totalmente AMIA. Horacio se acercó lo más que pudo, y vio a decenas de personas caminando sobre la montaña de escombros, desesperadas. Yo trabajaba y estaba… está mi hija abajo, bajó a buscar un café. ¿Qué cantidad de gente trabajaba en este lugar señora? Un montón, en este momento no sé, un montón. No sé… ¡Yo quiero a mi hija! Al instante, Horacio entendió que sería muy complicado trabajar en el área. [Un lugar contaminado por un montón de gente que tenía la intención y la voluntad de ayudar. Por ahí en vez de ayudar no ayudaba. Familiares de trabajadores de la AMIA y vecinos del barrio sacaban con sus manos los escombros y los cargaban en baldecitos. Baldes de unos 10 litros para 2 mil metros cuadrados de edificio convertidos en trozos. Estaban tan desesperados por rescatar a las víctimas, que se negaban a retirarse. Y eso, claro, era peligroso: en cualquier momento lo que quedaba del edificio se podría derrumbar. Mientras algunos bomberos trataban de sacar a los vecinos y familiares, otros asistían a la gente que había quedado herida mientras pasaba por afuera del edificio. Horacio y su grupo analizaban detenidamente la escena: en medio del caos, necesitaban encontrar un hueco para entrar en la montaña de escombros. Una hendidura, el espacio para construir un túnel. Si había sobrevivientes allí abajo, era su tarea llegar hasta ellos. Era una misión peligrosa, pero tenían que intentarlo. Total, para eso era el Grupo Especial de Rescate. Estaban atentos a los movimientos de los perros que habían ido con ellos. Si algún perro de rescate marca algún lugar. Y entonces ahí es donde dice a ver puede haber gente, esa gente está bajo, tres, cuatro metros de escombro. ¿Cómo hago para sacarla? Además de los perros, se ayudaban con cámaras que metían a través de unos tubos metálicos. Eran sus ojos allí abajo, donde no podían llegar. Bueno, eso llevó un tiempito, una hora, una hora y pico hasta que algún compañero mío pudieron… este… limpiar y encontrar el hueco del ascensor. Dentro del desastre, era una buena noticia: podían abrirse paso por ahí para entrar en la montaña de escombros, y llegar hasta el subsuelo. La única manera de saber qué había allí abajo era atreverse a bajar por él. A unos metros de Horacio y los bomberos, el doctor Carlos Russo ya estaba trabajando en el lugar. Apenas oyó las alertas de la línea de emergencias, salió del hospital en una ambulancia directo a la AMIA. Siete cuadras antes de llegar, empezó a ver escombros desparramados por las calles. La confusión total, la sensación esa de muerte, de gente gritando, llanto, corridas. El olor que hay en el lugar. Es tan grande esa situación que lo que provoca no es una reacción muy grande, sino una parálisis. Te quedás un ratito como paralizado, como decís ¿qué hago acá?, ¿por dónde empiezo? ¿cómo manejar esto? Entre la montaña de escombros estaba la cabina del ascensor, y una persona luchaba por salir de ella. Alrededor, todo era polvo y caos. Carlos miraba cómo la gente buscaba a sus familiares, mientras en frente, algunas personas ya se aprovechaban del pánico para saquear. Había negocios, no me acuerdo si eran zapatería, joyería, vendían ropa, con gente robando todo lo que había adentro. Carlos se quedó mirándolos, en shock. Pero fue solo un momento. No tenía tiempo que perder: cientos de heridos esperaban su atención. Mientras tanto, Horacio y sus compañeros del Grupo Especial de Rescate ideaban un plan para descender por el hueco del ascensor. Sabían que el ascensor corría por la parte central del edificio. Podían descender con una escalera extensible, pero no era tan fácil: para lograrlo, primero tenían que ir descubriendo el agujero que había quedado tapado por la explosión. Bajaron unos 8 metros, moviendo escombro tras escombro, hasta que llegaron al subsuelo y encontraron un pasillo. O lo que había sido, hasta hace muy poco, un pasillo. Porque imaginate, se había caído el edificio, no era que entramos caminando. Había que entrar arrastrándose y limpiando cosas. Pedazos de mampostería, ladrillos, hierros y chapas tirados por todos lados. Iban abriendo un túnel de no más de 70 centímetros de alto, apuntalando con tacos y maderas para evitar que todo se viniera abajo. Es un trabajo de… de arqueología para que aparezca lo que estaba antes estructuralmente ordenado. Quitaban los escombros y, cada tanto, descansaban sentados en ese túnel. Avanzar un metro les podía llevar una o dos horas. Pero si iban más rápido podían quedar sepultados. Mientras trabajaban, no paraban de gritar. Querían saber si había algún sobreviviente… Pero no oían nada. Unas horas antes, cuando Martín Cano, el empleado que repartía el café esa mañana en la AMIA, abrió los ojos, todo era oscuridad. La explosión lo había arrojado contra una pared. No podía moverse: su cuerpo estaba atrapado por los escombros, del tórax hacia abajo. Tenía las manos libres, pero la izquierda no respondía. Intentó sacarse las piedras de encima con la derecha, pero era imposible. Entonces empezó a gritar. Enseguida, escuchó los gritos de sus compañeros, Cacho y Buby, con quienes había estado hablando de fútbol mientras acomodaba la vajilla, justo antes de que todo se fuera a negro. No alcanzaba a verlos, pero podían hablar. También estaban atrapados en el subsuelo de la AMIA. La cabeza de Martín había quedado justo debajo de la mesada donde minutos antes estaba apoyando los platos. Eso había impedido que su cráneo también quedara bajo los escombros. Mi amigo Cacho me decía “No toques nada, no toques nada”. Por las dudas que se me caiga algo en la cabeza. Estaban muy confundidos, ninguno entendía qué era lo que acababa de pasar. Gritaban pidiendo auxilio, pero nadie respondía. El silencio y la oscuridad eran tan densos que Martín sentía que estaba en una cueva. Por un instante, en medio de la confusión, Martín pensó que él era el responsable de la explosión que había volado todo el edificio. Y yo la verdad, pensé que toqué una llave de gas. No sé. Viste que yo era pibe… Uno pensó si toqué algo… “No, no tocaste nada”, me decía mi compañero. Su compañero Cacho no paraba de hablarle y darle ánimos. “Martín no te duermas, Martín no te duermas” me decía. “Ya vamos a salir, quedate tranquilo, ya van a bajar los bomberos, tienen que venir a rescatarnos”. Le decía que tenía que resistir, sobre todo, por Daniel, su bebé de tres meses. Martín pensaba en el beso que esa mañana le había dado a su hijo y a Lorena, su mujer, antes de salir para el trabajo. Ambos dormían. Habían pasado apenas unas horas, pero ya todo parecía tan lejano. También pensaba en Antonia, su mamá, que había muerto 10 años antes. Pensé mucho y le pedí a ella que yo me quería salvar. Yo quería salir de ahí abajo para… para ver crecer a… a mi hijo. Era difícil calcular el tiempo allí abajo. Los minutos parecían horas. Las horas parecían días. El frío era cada vez más intenso. Solo los tranquilizaba seguir hablando entre ellos, pero pronto dejaron de escuchar a Buby. Le dijimos “Buby, Buby” y ya no… no respondía a las dos o tres horas, pienso yo ¿no? Porque era todo oscuro, no se veía nada. Martín pensó lo peor. Pero Cacho intentó calmarlo. “Se habrá dormido”, decía él. ¿Qué va a decir? ¿Qué va a decir si él tampoco lo veía? Martín se convenció de que lo que le decía Cacho era cierto: de que Buby se había dormido y en cualquier momento respondería. Él mismo se sentía cada vez más agotado. Cada hora que pasaba los dolores eran más, más fuertes, lloraba y lloraba, por momentos gritábamos… Y por momentos yo sé que me dormía a veces, porque ya uno como que le falta el aire en el sentido de tanto gritar. Cada vez que despertaba, Martín sentía que hacía más frío. Le dolía todo el cuerpo y se había orinado encima. Tenía una piedra clavada en su espalda y no podía hacer nada para sacarla. Por momentos, creía que nunca podría salir de allí abajo. Y ahí era cuando volvía a escuchar la voz de Cacho, animándolo, hablándole de su bebé o intentando retomar la charla sobre los partidos del día anterior. Habían perdido por completo la noción del tiempo pero Martín calculaba que podrían haber pasado ya ocho horas bajo los escombros. Buby no había vuelto a hablar. Atrapados e inmóviles, solo se tenían el uno al otro. Hasta que, de repente, empezaron a escuchar algo… Un golpe, primero, o algo que parecía un golpe. Y luego otro golpe… Y unos instantes después, a lo lejos, unas voces… Cuando dijo “¿hay alguien ahí? ¿Hay algún sobreviviente?”. Y empezamos a gritar como locos, como locos los dos. Yo más que él creo. A mi me salieron fuerzas, no sé de adónde. No paraban de gritar, entre la desesperación y la euforia. Y las voces les gritaban de vuelta. Querían saber sus nombres. “Sí, quién… ¿sus nombres?”. “Martín y Cacho”. Y cuando dijo “bueno, ya en un ratito estamos con ustedes, ya ya vamos a ir a sacarlos”. Me volvió el alma al cuerpo, me volvió el alma al cuerpo. Ahí, sí, ya me apareció la imagen del bebé otra vez. Digo acá lo voy a volver a ver. Del otro lado de la oscuridad, el bombero Horacio Paz y sus compañeros también estaban eufóricos: habían encontrado sobrevivientes. Pero no podían verlos: el túnel avanzaba muy lentamente, y delante suyo sólo había más escombros. Debían seguir rompiendo para llegar hasta ellos lo antes posible, pero no podían tomar ninguna decisión a la ligera. Cualquier movimiento errado podía provocar un nuevo derrumbe, poniendo en riesgo no solo a los sobrevivientes, sino también a ellos mismos. Analizaron si realmente era viable el rescate. A algunos les parecía imposible, pero el oficial al mando decidió que sí, que debían intentarlo. Así que le pidieron por radio a sus compañeros en la superficie que les trajeran más herramientas. Al primero que lograron ver fue a Buby. Estaba atrapado entre los restos de una cocina industrial y cientos de escombros de mampostería. Horacio recuerda perfectamente ese momento. Se ve que el golpe lo había lastimado mal y entonces no habló, pero recuerdo, recuerdo su cara, su cabello, sus bigotes, la mirada lastimada de ese pobre hombre. Y recuerdo su vestimenta, su camisa, el moño. La camisa blanca, el moño negro al cuello. El uniforme de camarero. Horacio y los demás bomberos tardaron casi dos horas en liberar a Buby de los escombros. Estaba vivo pero muy herido. Por el hueco del ascensor bajaron una camilla. Otros bomberos, que estaban arriba, arrojaron cuerdas para atarla. Y empezaron a tirar. Así, casi inconsciente, Buby se fue elevando por el hueco del ascensor para salir por última vez de la AMIA. Una vez que lograron sacar a Buby, Horacio y los otros bomberos volvieron de inmediato al túnel. Ahora tenían que llegar hasta Martín y Cacho. No los podían ver, pero, por sus gritos, se dieron cuenta de que el que estaba más cerca era Martín. Debían seguir abriéndose paso con cuidado para llegar hasta él. Pero sus gritos eran cada vez más desesperados… Agua. Martín gritaba que lo estaba tapando el agua. No lo podía creer. Decía yo tantas horas aguanté y están a medio metro de… de.. de mí ya los bomberos y que me filtre el agua de una manera tremenda, me… me empieza a tapar porque me tapó… nada… en segundos. En segundos me tapó el agua. Incapaz de moverse, sentía cómo el agua iba subiendo rápidamente por su cuerpo… Los caños que abastecían a la cisterna del edificio se habían roto por el derrumbe o por los trabajos de los bomberos, y el agua se estaba filtrando por entre los escombros. Martín gritaba desesperado. Ya casi le llegaba hasta el cuello. Ahí pensé sí que me moría. Ahí sí que me pensé que me moría. Pero no podía hacer más que seguir gritando. Mientras todo eso pasaba bajo tierra, Fernando Souto —el bombero que iba en un minibus por la carretera cuando sintió la explosión—, llevaba horas intentando ayudar con las tareas de rescate desde la superficie. Y cuando llegamos la situación era peor de lo que se veía. Era mucho peor. Peor de lo que se veía por televisión. Junto a los bomberos principiantes que venían en el minibus, retiraban los escombros que podían y buscaban víctimas. Pero en un momento perdió a su superior y a sus compañeros de vista. Entonces empezó a recorrer la zona para tratar de encontrarlos. Subí por la montaña de escombros. Uno llegaba a la parte media y de repente esa montaña empezaba a bajar. Empiezo a bajar y de repente me encuentro con que estoy ya adentro de… de la AMIA, en lo que vendría a ser el teatro. Lo que quedaba del teatro que funcionaba en la planta baja del edificio. Había encontrado una entrada distinta al hueco del ascensor por el que, horas antes, Horacio y los demás bomberos habían descendido. Una vez adentro, lo que vio lo dejó sin palabras. Todas las butacas apiladas como si fuera un hongo contra la pared y contra el teatro, se veía la onda expansiva perfecta. La onda de una explosión que tenía que haber sido muy potente. Se quedó un segundo observando, y empezó a buscar sobrevivientes. Hasta que notó que había bomberos trabajando detrás del teatro, en las bambalinas. Entonces voy para allá. Subo a la tarima del teatro y por ahí atrás había una… una escalera que bajaba. Y era como un sótano pero largo, el cual tenía un metro de agua por lo menos. Uno de sus compañeros del Grupo Especial de Rescate, que se llamaba Javier Revilla, estaba tratando de conectar una máquina con un motor y una manguera. Muy nervioso, muy agitado. El trabajo que estaba haciendo… no era concordante con la cara que tenía, con él… la premura que tenía. No se llegaba a ver a Martín ni a Cacho, sepultados bajo los escombros, ni a los bomberos del grupo de Horacio, que estaban en el túnel. Estaban todos separados por escombros. Pero desde ahí, con la manguera, Javier pensaba chupar el agua que Martín ya tenía casi al nivel del cuello. Fernando siguió caminando por un pasillo destruido. Y en un momento llego a una pared y en esa pared estaba la pared rota, la pared… Entre la pared y el techo había un agujero. Miro, me subo a unos muebles, unos mobiliarios que había ahí y del otro lado había varios bomberos hablándole a una pared… El grupo de Horacio… Le hablaban a una pared de escombros y a un tanque cisterna. Desesperados, pero desen… desencajados. Y ahí escuché que del otro lado de la pared se… había víctimas y se estaban ahogando. Claro, el agua que tenía yo de este lado también la tenían ellos. Desde el túnel, Horacio le suplicaba a Javier, el bombero que estaba instalando la máquina, que la enchufara de una vez. Pero el lugar donde estaba Javier tenía por lo menos un metro de agua. Horacio insistía a los gritos… Nosotros no veíamos eso. Nosotros escuchábamos solo a Martín, que rogaba que el agua no le llegue al cuello y nosotros no lo veíamos a Javier y le gritábamos desde nuestro túnel “enchufá”. Y él decía “ya va”. Y Martín gritaba y nosotros le decíamos “enchufá”. Y él decía “ya va”. Y cada uno en un compartimento aislado, sin saber lo que el otro hacía. Martín pensando seguramente “estos bomberos, ¿por qué no me sacan el agua?”. Nosotros pensando “¿por qué Javier no saca el agua? Y Javier pensando “estos tipos no saben que yo estoy con el agua hasta la cintura y tengo que enchufar un alargue”. Horacio seguía gritando que enchufara la máquina… En ese momento fue “dale gordo, dale gordo, enchufá, enchufá, enchufá” y el gordo dijo “má sí, enchufo la puta madre que los parió!” Y cuando dijo eso, la enchufó. Y el “¡que los pariooooó!” Fue así. Javier recibió una fuerte descarga eléctrica que casi lo mata. Sus compañeros lo auxiliaron enseguida y lo llevaron hasta una ambulancia que lo dejó en el hospital. Pero la máquina funcionó y el agua empezó a bajar. Casi al mismo tiempo, Aguas Argentinas cortó todo el suministro en el área, y los caños rotos de la AMIA dejaron de filtrar. Para Fernando, que esas dos cosas pasaran a la vez, fue un milagro. Yo creo que cinco minutos más y… y hubieran muerto . Con el agua ya casi tocándole la nariz, Martín notó cómo, de golpe, empezaba a bajar. Y, otra vez, el alma le volvió al cuerpo. Y la verdad, la verdad, dije “no es mi día este, no me voy a ir”, dije. Superada la amenaza del agua, Fernando se sumó a las tareas del grupo de Horacio para abrir el túnel y llegar hasta donde estaban Martín y Cacho. Calculaban que estaban a unos tres o cuatros metros entre sí. Debían analizar muy bien cada decisión que tomaran. Si intentaban liberarlos a la vez, podían desbalancear un enorme tanque de agua que sostenía todo. Y no era el único peligro: para llegar a Martín tenían que romper una pared, sin tocar ninguna viga de lo que quedaba de la estructura del subsuelo. Estudiaron la situación durante cinco o diez minutos. Si rompíamos la pared no sabíamos si se nos venían todos los escombros para nuestro lado. Entonces decidimos entrar por abajo. Empezar a… a tratar de llegar a Martín por abajo. Excavaron un túnel diminuto por debajo de la pared. Fernando, que era el más delgado, metió su brazo por allí y logró sacarlo del otro lado. Meto la mano y lo toco. Lo toco a… a Martín. Me acuerdo que me agarró la mano y no me la quería soltar por nada. Cerca de las 8 de la noche, después de 10 horas bajo los escombros, Martín volvía a sentir el contacto físico de una persona. La persona que quizás lo sacaría de ahí. Estaba empapado, muerto de frío… no aguantaba más. Pero Fernando no le dejaba de hablar. Le preguntaba por su familia, le hablaba de fútbol, quería mantenerlo activo para que no se durmiera. Martín usaba la poca fuerza que le quedaba para responder. No paraba de… de hablarme del bebé, de todo, de todo lo que se venía. Que vas a jugar a la pelota con… con Dani, por mi hijo, y todo eso es como que, por momentos, me hizo olvidar hasta del… del dolor. Tenían casi la misma edad, pero en aquel momento, enterrado bajo los escombros, Martín vio en Fernando la figura de un padre. Sentía que me quería como un hijo. No sé. Y a cada rato me daba la mano. Quedate tranquilo. Ya estamos, ya te estamos sacando. Poco a poco, los otros bomberos habían ido ensanchando el túnel para que Martín pudiera pasar. Pero no sería tan sencillo: Martín tenía atrapadas sus piernas entre los fierros que sostenían la mesada. Primero tenían que removerlos cuidadosamente para luego poder liberarlo. Estaban en eso, cuando se dieron cuenta de que el aire del túnel empezaba a cambiar. Estaban respirando polvo. Cada vez más polvo. Arriba la gente corría despavorida. ¡Atención! ¡Cuidado, cuidado! ¡Cuidado, cuidado, cuidado! Terrible, por Dios. Terrible. Lo que ha sucedido, terrible. Se ha producido un nuevo derrumbe… no alcanzaron a… Por Dios. Por Dios… ¡Atrás, atrás, che, atrás! Mantengan la calma… Mantengan la calma… Piden las autoridades que mantengan la calma… ¡Silencio! [Piden silencio para poder detectar a las víctimas… Abajo, Horacio, Fernando y los demás seguían inmóviles. Y de repente aparece un… un jefe, un subcomisario en… ahí abajo y grita “todo el mundo afuera, hay un derrumbe, todo el mundo afuera, salgan todos, salgan todos, salgan todos”. Se había derrumbado parte de lo que quedaba del edificio. Y no tenían más opción que acatar la orden de su jefe: tenían que salir o podían morir todos. Pero Martín y Cacho seguían atrapados. Apagamos todos los equipos. Los martillos, las… las… las herramientas hidráulicas, los grupos electrógenos. Y quedamos con las linternas. Digamos, no había más luz en el… en el subsuelo. Y ahí Martín empezó a los gritos “¡Mátenme! ¡No me dejen!”. A través del agujero por donde le sostenía la mano, Fernando le pasó a Martín una linterna. En medio de la oscuridad, mientras salían del túnel, los bomberos podían ver la luz tenue de aquella linterna. Y en esa, en esa huída nuestra, la verdad que nos sentíamos unos cobardes. Fue en ese momento cuando Horacio decidió volver a donde estaba Martín. Se sacó el reloj Citizen Quartz del 74 que había heredado de su padre, el que de niño siempre había soñado tener, y se lo pasó a través del agujero. Y le dije “este reloj me lo regaló mi papá”. Dije “voy a volver por el reloj, gil, no por vos”. “Gil”, le dije, me acuerdo. Martín agarró el reloj, que se había convertido en una promesa. Los bomberos dieron media vuelta y se fueron. Una pausa y volvemos. Hola, Ambulantes. Después de meses de trabajo intenso, estamos de vuelta con esta nueva temporada: la número 11, una que no habría sido posible sacar adelante sin el apoyo de Deambulantes, nuestro programa de membresías. Tu apoyo es crucial para seguir contando historias de la región. Durante los próximos tres meses haremos una campaña en la que necesitamos que 2000 personas más se sumen a Deambulantes. Nos encantaría que fueras una de ellas. Si logramos alcanzar nuestra meta, podremos producir más episodios, con la calidad que nos caracteriza. Únete hoy a radioambulante.org/deambulantes. En nombre de todo el equipo, ¡muchas gracias! Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón. Antes de la pausa, escuchamos cómo Horacio y Fernando, bomberos del Grupo Especial de Rescate de Buenos Aires, tuvieron que abandonar a Martín y a Cacho bajo los escombros del edificio de la AMIA. Pero les prometieron que volverían y, como símbolo de esa promesa, le dejaron a Martín un reloj que había sido del padre de Horacio. Atrapados, sin poder moverse y muertos del frío, a Martín y a Cacho no les quedaba más remedio que confiar en que cumplirían su palabra. Aneris Casassus nos sigue contando.Mientras Fernando, Horacio y el grupo de bomberos salían lo más rápido posible del túnel, el doctor Carlos Russo seguía asistiendo a los heridos en la superficie. En total, eran más de 300, y la cifra de muertos no dejaba de aumentar. Mientras lo hacía, parte de él todavía seguía en shock. Todo lo que veía a su alrededor le recordaba a lo que había pasado solo dos años antes en la Embajada de Israel en Buenos Aires. Estas escenas, tanto en la Embajada como la AMIA superaban la, la, lo que vos podías ver. Y te encontrás con todo un edificio derrumbado, con gente gritando, todo un caos. Es muy difícil, ¿viste?, de… de asimilarlo fácilmente. Dos años atrás, el 17 de marzo de 1992, la embajada había estallado. Vemos móviles de los bomberos, ramas, árboles caídos. Evidentemente es una explosión de grandes dimensiones. Y ya lo pueden ver, como si hubiera caído una bomba de un avión. La bomba, se supo después, no había caído de ningún avión. Una camioneta Ford F-100 conducida por un suicida y cargada de explosivos se había lanzado contra el edificio de la embajada, en el barrio de Retiro. La explosión también alcanzó a un asilo de ancianos, una iglesia católica y una escuela. Dejó al menos 22 muertos y 242 heridos. El doctor Carlos Russo tenía muy frescas esas imágenes, porque esa vez también había ido a socorrer a las víctimas. Los medios ya habían empezado a tejer vinculaciones entre un hecho y otro. Era inevitable. Dos explosiones, solo dos años de diferencia, y en ambos casos el blanco era la comunidad judía. Los sobrevivientes también lo relacionaron enseguida, y se lo decían a las móviles de televisión que estaban ese día en la AMIA. Increíble yo no puedo entender qué es lo que tienen contra nosotros… Yo ya había pasado una explosión en la Embajada de Israel pero no imaginé que me iba a salvar por segunda vez. Pero esto es injusto. La gente tiene que entender que somos iguales a todos, con nuestros preceptos y nuestras condiciones. Ese mismo día, el fiscal a cargo de la investigación empezó a hablar de “atentado terrorista”. El fiscal Germán Moldes estimó hoy que el atentado terrorista pudo haber sido provocado por la explosión de un auto bomba… Por eso, Fernando había visto las sillas del teatro de la AMIA contra la pared, como si una fuerza invisible las hubiera arrojado. Pero ahora ni él ni Horacio tenían tiempo para estar pendientes de las noticias. Acababan de salir del túnel y ya querían volver a buscar a Martín y a Cacho. Tras el segundo derrumbe, su superior no quería que regresaran; temía que no pudieran salir de allí abajo. Pero ellos insistían. Mientras Horacio trataba de convencerlo, dos o tres bomberos se escabulleron por el hueco del ascensor para ir ganando tiempo. Finalmente, Horacio consiguió la aprobación para que todos continuaran con el operativo en el túnel. Asegurarían bien el camino para poder salir rápido en caso de un nuevo derrumbe. Tardaron unos 20 minutos en volver, que para Martín fueron una eternidad. Durante ese rato, repetía una y otra vez, como un mantra, las últimas palabras que le habían dicho Fernando y Horacio al dejar el túnel. Nosotros vamos a volver. No, no te vamos a dejar acá. Te vamos a rescatar Pensaba en su bebé, tenía que seguir resistiendo por él. Aferrado a un reloj y a una linterna, sepultado bajo toneladas de escombros, creía que aquellos bomberos cumplirían su promesa. Era todo lo que le quedaba: confiar en dos hombres a quienes nunca les había visto el rostro. Que solo eran voces en la oscuridad. Horacio recuerda muy bien el momento en que regresaron. Se acercó al agujero en la pared por el que le había pasado el reloj. Le dije “viste gil que iba a volver, acá estamos. Quedate tranquilo que de acá salís caminando”, le decía. Enseguida siguieron cavando para llegar hasta él. Estaban cada vez más cerca. Ya le podían ver la rodilla y la entrepierna por el agujero. Martín parecía más tranquilo. El que empezaba a decaer ahora era su compañero Cacho, el mismo que lo había alentado por horas. Se notaba ahora una debilidad en su voz. Era diabético y es probable que para ese momento sus niveles de glucosa no estuvieran nada bien. Los bomberos trabajaban por sectores. Unos apuntalaban el túnel principal, otros se abrían paso para llegar hasta Martín por debajo de la pared, y un tercer grupo cavaba otro túnel para intentar llegar hasta donde estaba Cacho. Tenían que trabajar con una precisión milimétrica: el espacio para manipular las herramientas era mínimo y debían cortar los fierros de la mesada que mantenían aprisionadas las piernas de Martín. Martín no sentía sus pies hacía mucho rato. No quería mirar nada. Me daba miedo mirar. Les dije a ellos… ¿tengo los pies? Porque yo no me quería mirar los pies. Y eran dos pelotas de fútbol y todo hinchado. No sabés lo que era eso. En la desesperación de esas horas, Martín llegó a pedirle a Horacio que por favor se los cortara. Entonces Horacio agarró el cuchillo que siempre llevaba en su uniforme. Y yo le tantié el tobillo y le apoyé la punta de mi puñal y se lo hinqué un poco. Para ver si era verdad que no sentía. Y entonces él me dijo, “pará animal ¿qué hacés?” que esto que el otro, le digo “ahh la sentís la pierna entonces… no… no rompás que la sentís”. Martín se rió con la respuesta, y eso lo tranquilizó un poco. Todavía tenía reflejos en sus piernas aprisionadas. Los bomberos siguieron ampliando el agujero con martillos neumáticos y expansores hidráulicos con cizallas, unas tijeras enormes para cortar hierros y chapas. Como el espacio era tan chiquito, trabajábamos acostados y entonces en una de esas roturas de la pared, con la punta, le pegamos en un tobillo. Se lo quebraron accidentalmente, pero eso les permitiría maniobrarlo mejor. Una vez que el hueco fue lo suficientemente grande, uno de los bomberos se metió por ahí y logró destrabar las piernas de Martín. Luego lo arrastraron hasta el túnel principal y lo ataron a una camilla. No saldría caminando como le había prometido Horacio, pero ya era seguro que saldría. Solo le faltaba algo muy difícil: despedirse de Cacho, su amigo, la voz de contención que lo había ayudado durante todo ese tiempo… Y lo último que le dije “chau Cachito”. Me acuerdo que lo saludé nomás. Aunque estaba débil, Cacho no perdía el optimismo. “Viste Martincito, que te van a sacar a vos y después ya me van a sacar a mí”. Fernando se emociona al recordar esa escena. Una sensación de… de separación increíble cuando… cuando Martín se despedía de… de Cacho. Le daba ánimo, le decía “nos vemos, nos vemos en el hospital, viejo. Vas a estar bien. Vas a salir. Te van a sacar…” Atado a la camilla, los bomberos izaron a Martín por el hueco del ascensor. Ni bien salió sintió el aire fresco y la niebla espesa de la noche. Lo que veo, la primera imagen, es ver una montaña de escombros con la puerta del ascensor. Una montaña que lo había mantenido sepultado durante más de 12 horas. Y ya al rato ahí ya es como que ya me iba durmiendo. No sé, ya se ve que yo ya me… con el oxígeno ya me estaba durmiendo por los dolores que tenía. Mientras los médicos le ponían oxígeno y le daban los primeros auxilios, Martín escuchó los aplausos de todos los rescatistas que trabajaban en el lugar. Alcanzó a decir su nombre y a pedir que le avisaran de inmediato a su familia que estaba vivo. Nadie recuerda muy bien cómo fue que pasó, pero cuando Martín salió rumbo al Hospital de Clínicas, Horacio ya tenía de vuelta el reloj Citizen Quartz de su papá en la muñeca izquierda. A esa hora, pasadas las 10 de la noche, los medios ya hablaban de una pista firme en la que trabajaba el servicio de inteligencia israelí. Al día siguiente, el presidente Carlos Menem anunciaría que el principal sospechoso era Hezbollah, una organización terrorista musulmana chií libanesa, entrenada por Irán en El Líbano como respuesta a la invasión de Israel a ese país en 1982. Me… me comunican desde la Mossad, desde Israel, de que se atribuyó el atentado un grupo terrorista que tiene su asiento en el sur del Líbano, en Sidón… Se trataba del mayor ataque contra la comunidad judía desde la Segunda Guerra Mundial. No estaba claro qué podía tener que ver Hezbollah con Argentina, un país en donde vive la mayor comunidad judía en Latinoamérica, pero que está a 13 mil kilómetros de El Líbano. Las sospechas, con el tiempo, apuntarían a que el gobierno de Carlos Menem había suspendido un acuerdo de tecnología nuclear con Irán. En cuestión de horas la noticia del atentado ya daba la vuelta al mundo. Todos los servicios de inteligencia estaban alerta. Debajo de la montaña de escombros todo seguía igual. Ya era la madrugada del martes, y el grupo de Horacio y Fernando cavaba incansablemente para llegar hasta Cacho. Arriba, los canales seguían transmitiendo todo lo que pasaba. Casi las 2 de la mañana. Decenas de personas trabajando en una tarea en la cual cada segundo puede costarle la vida a una persona que se encuentra, todavía, debajo de la losa. La explosión había dejado a Cacho atrapado justo detrás de una enorme cisterna de cemento, un tanque de agua que sostenía lo que quedaba del subsuelo. Y los bomberos, otra vez, tenían que tomar una decisión difícil: una opción era arrastrarse por el hueco de 30 centímetros, del tamaño de una regla estándar de colegio, que había entre las patas de la cisterna y el piso. Pero si no salía bien, el resultado sería trágico. Tenías que entrar arrastrándote y si eso se caía, se caía arriba del operador. Otra opción era atravesar la cisterna por dentro. Discutimos y dijimos mejor vamos a romper esta pared, que era una pared lateral de la cisterna. Entramos a la cisterna y rompemos la otra pared que da donde estaba Cacho. Horacio era el más indicado para ese trabajo. Había que tener una condición específica para trabajar ahí. Había que ser chiquito. Y entonces cuando hicieron la rifa yo y algún otro más nos compramos todos los números porque mido 1 metro 65. Por eso, sus compañeros del cuartel le decían “el enano”. Romper las paredes de la cisterna, trabajando con muy poco espacio, era un esfuerzo extenuante: tenía que hacerlo en lapsos de 15 minutos máximo. Yo me tiraba en ese túnel, en el túnel principal y dormía. Y dormía veinte minutos, veinticinco. O sea, dormía profundamente, dormía hasta que me despertaban y me decían “andá”, entonces volvía a trabajar otra vez. Llevaban casi 20 horas ahí abajo, y apenas tenían fuerzas para mantenerse en pie. Fernando recuerda que Cacho estaba cada vez peor. Se notaba que estaba muy cansado, muy… muy deteriorado. Le hacíamos jodas para… para tratar de… de mantenerlo despierto. Le decían que cuando salieran de ahí irían todos a tomar una cerveza. Le hablaban de Atlanta, su equipo de fútbol, y de su familia. Después de varias horas de trabajo adentro de la cisterna, Horacio estaba cerca de romper la segunda pared. Debía calcular muy bien los últimos movimientos. Ya le había roto el tobillo a Martín y no quería lastimar a Cacho, que tenía la espalda apoyada sobre la pared que quería abrir. Mi cálculo fue bastante bueno y lo primero que yo veo cuando termino de… ese túnel y de romper ahí la cisterna, lo primero que veo cuando miro por ese agujerito para abajo es la pelada de Cacho a unos 20 centímetros. O sea, salí joya, arriba de él. Horacio metió la mano por el agujero y le tocó la cabeza calva. Y entonces yo le toqué la pelada, en broma, así le digo “qué hacés pelado, Cacho”, que esto, que lo otro. Y él como ya había escuchado tantas horas que todos a mí me decían enano, enano de acá, enano de allá. Entonces él “Hola enano”, que esto… y me pasó la mano un poquito así, yo le toqué la mano. Después de tantas horas conversando a través de una pared, era como si le estuviera dando la mano a un amigo. Ya estaban más cerca de sacarlo, pero para este punto Cacho estaba muy débil. Después de pasar la mañana del martes atendiendo heridos en la superficie, el doctor Carlos Russo escuchó que en el subsuelo necesitaban a un médico. Y bajé yo con otro compañero mío médico como voluntarios a asistirlo. Guiado por los bomberos, Carlos bajó con su colega por el hueco del ascensor, avanzó por el túnel y atravesó la cisterna hasta donde estaba Cacho. Le colocaron un suero y midieron sus niveles de azúcar en la sangre. Temían que, después de tantas horas mojado bajo los escombros, estuviera entrando en hipotermia. Sostener lo mejor posible su estado general mientras tanto los bomberos seguían trabajando en desatraparlo de donde estaba. Era un trabajo codo a codo con Horacio y los demás bomberos. Él le controlaba todo, le controlaba la presión y la temperatura y… O sea… Y cuando Cacho estaba mal él también lo asistía. Lo que más le preocupaba a Carlos eran las piernas de Cacho. Tenía los dos muslos atrapados y malheridos por los escombros. Si no le ligaban bien las piernas antes de liberarlo, la infección podía avanzar hacia el resto del cuerpo, poniendo su vida en peligro. Había otra alternativa, pero les parecía inviable. Imaginate lo que es hacer una amputación en ese lugar. Es una… un desastre dentro del desastre. Dificilísimo. Pasaron varias horas más en que los bomberos siguieron abriendo el hueco para sacar a Cacho, mientras los médicos controlaban su estado de salud. Entre medio, Carlos tuvo que socorrer de emergencia a Horacio, luego de que le explotara una manguera hidráulica y le entrara líquido en los oídos. Estaban exhaustos, pero no querían irse. Cada tanto, hablaban por walkie talkie con los jefes del operativo que estaban en la superficie. Muchas veces nos decían bueno, mandamos un equipo de… de reemplazo. ¿Quieren reemplazarse? Tanto los bomberos como nosotros los médicos. Ninguno quiso, eran muchas horas, era mucha tensión, pero estábamos bien y el equipo estaba trabajando bien. Cambiar todo, eh… no hubiera sido lo ideal. Nadie quería irse de ese lugar sin terminar la tarea. De algo estaban seguros: saldrían de ahí todos juntos. Cerca de las 10 de la noche del martes, 36 horas después de la explosión, los bomberos lograron por fin liberar a Cacho. Enseguida, Carlos le aseguró la ligadura en las piernas para evitar que avanzara la infección. Horacio recuerda muy bien lo que le dijo mientras lo preparaban en la camilla. Las últimas palabras que le diría. Yo lo cargué y le dije “¿viste gil que te… que te íbamos a sacar? dame la dirección de tu casa porque vamos a ir a tomar cerveza”. Y… y bueno, mientras terminábamos todas esas tareas de alistamiento, inmovilizándolo en la camilla para transportarlo por el túnel e izarlo por el ascensor, yo le dije “y ahora te vamos a sacar nosotros”, le digo “porque salimos con vos”. Ya no tenían nada más que hacer ahí abajo. Cacho fue el último de los que nosotros teníamos ahí. Y que, sin saber, también fue el último de la AMIA. Lo subieron por el túnel y el resto del grupo que quedaba abajo salió tras él. La televisión registró la salida del último sobreviviente, que había permanecido durante un día y medio bajo los escombros. Yo me acuerdo que le dije “saludá que… que hoy es tu cumpleaños”, le digo, “sos famoso”. Y él me dice “no, qué cumpleaños”, dice, “si yo cumplo años”, no sé, ponele que cumplía años en octubre. Me dice “yo cumplo años en octubre” y entonces yo le dije “saludá gil que hoy naciste de nuevo, saludá”. Cacho estaba atado a la camilla pero alcanzó a mover un poco uno de sus antebrazos para saludar con la mano. Y otra vez se oyeron los aplausos de todos los rescatistas que estaban en el lugar. Los bomberos lo llevaron hasta la ambulancia que lo trasladaría al Hospital de Clínicas. Fernando, el bombero más joven, no podía creer lo que habían logrado. El primer rescate fue una esperanza. El segundo era algo increíble. Y el tercero era un milagro. Carlos, el médico, recuerda que una mujer se acercó a él. Una señora se acercó a decirme “muchas gracias, muchas gracias por todo lo que están haciendo”. Nunca supe quién era. Ese agradecimiento sonó… Te suena tan bien, tan, tan reconfortante, que… que, bueno, hicimos lo que teníamos que hacer. Una vez que Cacho partió rumbo al hospital, los bomberos y el médico se abrazaron. Según Horacio, por un momento parecieron los jugadores de un equipo de rugby. Uno que había regresado de abajo de la tierra. Lloramos mucho, ahí mismo, al pie de la AMIA. Ahí dejamos de lado nuestras miserias, nuestras peleas cotidianas, nuestras diferencias de opiniones. Yo recuerdo ahí, mientras estábamos todos abrazados, yo recuerdo haberle dicho: “Listo, vamos a casa”. Y nos volvimos al cuartel, a nuestra casa. Cuando Martín despertó, estaba bajo los fluorescentes blancos de una sala de terapia intensiva, y no tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que lo rescataron de entre los escombros. Su familia lo había buscado desesperadamente por distintos hospitales de Buenos Aires, atentos a las listas de heridos y muertos que daban los canales de televisión. Fueron doce horas de agonía para su padre y para Lorena, su mujer, hasta que vieron su nombre en la pantalla del televisor. Era uno de los sobrevivientes que había sido trasladado al Hospital de Clínicas, a dos cuadras de la AMIA. El primero que llegó a verlo fue su padre. Y apenas entró, Martín le preguntó cómo estaban sus dos compañeros, Cacho y Buby. Habían sobrevivido juntos allí abajo pero nadie le decía nada de ellos. Lo primero que pregunté fue por Cacho. Porque yo estaba todo el día con Cacho y estuve todo el día ese día con Cacho también. Pero no me querían decir nada. No le querían decir una de las noticias más tristes de su vida: que ni Cacho ni Buby habían podido sobreponerse a las heridas que sufrieron en el derrumbe. Ambos habían llegado con vida al hospital, pero murieron después de unas horas. Tenían 56 y 62 años. Hasta que después, bueno, me tuvieron que decir ¿no?, que pasó lo peor… El nombre de Cacho era Jacobo Chemauel; el de Buby, Naón Bernardo Mirochnik. Cacho amaba el fútbol; Buby cantar tangos. En esta grabación, la voz cantando que van a escuchar es justamente él. Eran muy queridos entre los empleados de la AMIA, y fueron dos de las 85 víctimas fatales que dejó el atentado terrorista más feroz de la historia argentina. Martín quedó devastado. Habían sobrevivido juntos durante horas, lo habían ayudado a resistir, y ahora solo quedaba él. Lo único que pudo consolarlo fue volver a ver a Lorena y a su hijo de tres meses. Con las piernas fracturadas, apenas pudo sostenerlo en brazos. Pero lo hizo, tal como le había dicho Cacho que haría, cuando todo era oscuridad. Trece días después Martín volvería a casa en silla de ruedas, sin poder caminar y con una larga terapia de rehabilitación por delante. Le costaba convivir con los ruidos: se asustaba si a su mujer se le caía al suelo la tapa de una olla mientras estaba cocinando. Y por las noches no podía dormir, lo atormentaba la oscuridad y un zumbido constante en sus oídos. Quedó ese zumbido por un par de meses… Y eso era la bomba. Lo recuerdo… después de 27 años, está… está igual ese sonido. Después de un año y medio de rehabilitación, Martín volvió a trabajar en la AMIA, en un edificio provisorio, mientras reconstruían la sede de la calle Pasteur 633. Le tomó años acostumbrarse a las ausencias. Yo charlaba con esa gente cuando iba por los pisos a repartir café y ya los conocía, que tenían muchos proyectos y nunca pudieron llegar a lograrlos, ¿no?, por todo lo que pasó esto, mucha gente que quedó malherida. Mucha gente que se fue también, por el miedo. Martín siguió trabajando ahí 25 años más, yendo todos los días al mismo lugar donde el 18 de julio de 1994, a las 9.53, una bomba lo dejó al borde de la muerte. Tuvo otros cuatro hijos y en el 2017 debió afrontar otro de los momentos más difíciles de su vida: la muerte de su mujer Lorena. Dos años después se retiró, para pasar más tiempo con su familia. Sigue viviendo en Merlo, donde trabaja como remisero y tiene una pequeña librería. Después de su experiencia en el atentado de la AMIA, el doctor Carlos Russo decidió especializarse en la atención médica de emergencias y catástrofes. Fue una situación tan extrema que me llevó a decir “esto lo tengo que seguir haciendo y tengo que seguir perfeccionándome en todo esto”, que es lo que hice de ahí en adelante, en el resto de mi vida. Ha participado en los operativos de las mayores tragedias del país y en misiones internacionales en la Franja de Gaza y Haití, entre otras. Fernando, el bombero más joven, actualmente es Jefe de la Comandancia de Protección Urbana y tiene a su cargo todos los cuarteles de bomberos de la ciudad de Buenos Aires. También ha intervenido en los principales operativos de rescate en todo el país. Una sola vez, 24 años después del atentado, se volvió a encontrar con Martín en la puerta de la AMIA, para un reportaje de televisión. Y cuando me escucha me dice “tu voz la conozco”. Disculpá que me quiebro un poco… Se abrazaron y Martín le dijo que, durante todos esos años, jamás había podido olvidar esa voz. Horacio también siguió trabajando muchos años más como bombero. Se jubiló en 2016 y ahora vive en El Alcázar, un pueblo en la provincia de Misiones. Le pregunté si aún conservaba el reloj Citizen Quartz del 74 que le dejó a Martín esa noche bajo los escombros. Y me dijo que no. Lo perdí de forma tonta, estúpida. Fue un momento… un momento medio oscuro, esa es la palabra, de mi vida, ¿no?, con poca, con poca luz. Me contó que unos diez años después del atentado, no recuerda si en 2004 o 2005, estaba con problemas de dinero y dejó el reloj como parte de pago de una deuda. Le dijo al prestamista que al día siguiente volvería con la plata para recuperar el reloj que había sido de su padre. Pero cuando al día siguiente volvió al lugar, ya no encontró a nadie allí. Entonces yo en ese momento mi primer pensamiento fue: perdí mi reloj. Pensé en forma egoísta, dije “perdí mi reloj”. Y después agarré y dije, al tiempito nomás, así, en esos días, cuando calmé un poco mi… mi locura, dije, “no, este reloj no era mío”. De cierta forma, ya no era de nadie. Este reloj tuvo una misión fundamental en la vida que fue llevar luz, llevar esperanza. Y la cumplió. Con el transcurso de los años, la justicia argentina ha determinado que ambos actos terroristas, el de la embajada y el de la AMIA, fueron ejecutados por Hezbollah, utilizando coches bomba. Ambos actos aún están impunes. La investigación por el ataque a la AMIA se ha transformado en uno de los casos judiciales más complejos de la historia Argentina. En 2004, 22 imputados por colaborar materialmente en el atentado fueron absueltos por falta de pruebas e irregularidades. Actualmente, hay órdenes de captura internacional contra varios exfuncionarios del gobierno y de la fuerza militar iraní, así como contra un miembro de Hezbollah. En agosto del 2021, Irán nombró ministro del Interior y vicepresidente de Asuntos Económicos a dos de esos acusados. El gobierno argentino lo calificó como una “afrenta” en contra de las víctimas y de la justicia. Cada 18 de julio, a las 9.53, suena una sirena en Pasteur 633. Una sirena que sigue pidiendo justicia por las 85 víctimas de la AMIA. Aneris Casassus produjo esta historia. Es productora de Radio Ambulante y vive en Buenos Aires, Argentina. Este episodio fue editado por Nicolás Alonso y por mí. Desirée Yépez hizo el fact-checking. La música y el diseño de sonido son de Andrés Azpiri. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Xochitl Fabián, Fernanda Guzmán, Camilo Jiménez Santofimio, Rémy Lozano, Jorge Ramis, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, Elsa Liliana Ulloa, David Trujillo, Camila Segura y Luis Fernando Vargas. Emilia Erbetta es nuestra pasante editorial. Carolina Guerrero es la CEO. Radio Ambulante es un podcast de Radio Ambulante Estudios, se produce y se mezcla en el programa Hindenburg PRO. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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