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Radio Ambulante - El sabor de las palabras

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Aemilia está lista para conocer los secretos de su cerebro.

Durante toda su vida, Aemilia ha percibido el mundo de una manera distinta: cada vez que escucha una palabra, siente un sabor. No es que lo imagine: en su cerebro se produce una reacción que hace que lo perciba así. Lo que tiene se llama sinestesia, una condición inusual que hace que los sentidos se combinen. Pero ni sus amigos ni su familia entienden lo que le pasa y nunca un doctor había analizado su cerebro. Hasta ahora.



En nuestro sitio web puedes encontrar una transcripción del episodio. Or you can also check this English translation.



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merecen
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Hola,
soy
Carolina
Guerrero,
CEO
de
Radio
Ambulante
Estudios.
Hoy
es
Giving
Tuesday,
una
fecha
global
para
donar
a
organizaciones
sin
ánimo
de
lucro
como
la
nuestra.
Y
por
esto
quiero
pedirte
un
favor.
Si
cuando
escuchas
este
podcast
aprendes
algo
y
sientes
que
te
conectas
con
todo
un
continente,
por
favor
considera
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radiombulante.org/donar.
Mil
gracias.
Ok,
entonces
te
voy
a
grabar.
Esto
es
Radio
Ambulante
desde
NPR.
Soy
Daniel
Alarcón.
Voy
a
empezar
con
la
primera.
Esto
que
escuchan
es
el
inicio
de
un
experimento.
Es
un
sabor
dulce.
Con
un
poquito.
Eh…
Algunos
tonos
ácidos.
Es
una
fruta
amarilla.
Es
el
sabor
de
la
piña.
Pero
es
cuando
está
muy
fresca
y
cortada
en
cuadritos.
Es
muy
importante
eso.
Ella
es
Aemilia
Sámano.
Tiene
34
años
y
vive
en
Ciudad
de
México.
¡Uy,
este…
me
encanta!
Es,
eh,
una
pizza
que
comía
cuando
mi
mamá
no
estaba
y
mi
papá
nos
llevaba
a
las
Pizzas
Paolas,
tenía
unos
trozos
de
jamón
muy
grandes,
como
cubos
de
jamón…
No
está
comiendo
nada
de
lo
que
describe.
No
lo
está
mirando
ni
oliendo.
Esos
alimentos
ni
siquiera
están
en
la
habitación
donde
se
encuentra.
Este
es
pasta
fusilli
con
ehm…
con
tal
vez
un
poco
de
mantequilla,
o
sea
como
casi
sin…
sin
salsa.
Este
es
de
mis
sabores
favoritos.
Aemilia
está
leyendo
papelitos.
Y
en
ellos
no
hay
nada
extraordinario,
solo
palabras
escritas.
El
primero,
el
que
le
hizo
sentir
el
sabor
de
la
piña,
tenía
escrita
la
palabra
“quince”.
El
de
la
pizza
de
jamón
decía
“taxi”.
El
último,
uno
de
sus
sabores
favoritos,
decía
simplemente
“tres”.
Pero
no
es
que
ella
vea
esas
palabras
y
se
imagine
cosas.
Su
cerebro
siente
esos
sabores
cuando
las
lee
y
cuando
las
escucha.
Aemilia
tiene
sinestesia…
una
condición
inusual
en
la
que
los
sentidos
se
combinan.
Por
ejemplo,
hay
personas
que
ven
sonidos.
Cada
vez
que
escuchan
una
nota
musical,
ven
un
color.
Y
con
otra
nota,
otro
color.
Se
estima
que
un
4%
de
las
personas
tienen
algún
grado
de
sinestesia.
La
de
Aemilia
—sentir
sabores
cada
vez
que
escucha,
lee
o
piensa
en
una
palabra—
es
menos
común:
la
tiene
cerca
del
0,2%
de
la
gente.
A
veces,
incluso
siente
los
olores.
Pues
la
primera
sensación
es
completamente
en
la
cabeza,
pero
también
en
la
nariz.
No
me
acuerdo
cuál
fue
la
otra
palabra
que…
que
hace
rato
dijimos
que
sabía
a
frijol.
Pero,
a
la
nariz
me
llegó.
Y
es
como
si
hubiera
estado
ahí.
O
sea,
lo…
lo
olí,
tal
cual.
Desde
que
tiene
memoria,
las
palabras
le
han
generado
eso.
En
el
colegio,
las
clases
de
matemáticas
eran
especialmente
sabrosas.
Cada
número
pues
tiene
un
sabor
que
coincidentemente
me
gusta,
porque
no
todos
los
sabores,
de
todas
las
palabras
se
me
hacen
ricos.
El
número
uno,
por
ejemplo,
le
sabe
a
una
fruta
que
se
come
mucho
en
México,
la
tuna,
que
viene
del
cactus
nopal.
El
dos
a
cubos
de
papa
cruda.
El
tres,
ya
dijimos,
a
fusilli
con
mantequilla…
Son
muy
específicos.
En
secundaria
lo
que
recuerdo
mucho
son
sabores
de
queso,
el
cuarto,
que
es
un
queso
blanco
fresco,
y
el
4
que
es
ese
queso
pero
derretido.
Y,
claro,
de
tanto
sentir
sabor
a
queso,
a
Aemilia
le
daba
hambre.
Cuando
estaba
en
clase
y
por
alguna
razón
el
problema
que
estaban
viendo
tenía
mucho
que
ver
con
el
número
4,
esas
ganas
aumentaban.
Por
suerte,
en
su
colegio
vendían
quesadillas,
así
que
solo
era
cuestión
de
esperar
la
campana
que
anunciaba
el
final
de
la
clase.
Entonces,
salía
con
antojo
de
4
al
recreo
y
me
compraba
mi
quesadilla
de
4.
Y
a
veces
sólo
me
comía
el
queso
para
sentir
el
4
muy
bien.
Aemilia
tardó
en
darse
cuenta
que
las
demás
personas
no
experimentaban
el
mundo
de
esa
manera.
O
sea,
como
que
nunca
se
me
ocurrió
que
no
se
pensara
así,
que
las
palabras
no
tuvieran
sabor.
Es
algo
que
les
suele
pasar
a
los
sinestésicos:
no
es
tan
fácil
darte
cuenta
de
que
no
todos
ven,
escuchan
o
sienten
exactamente
lo
mismo
que
tú.
De
hecho,
de
niña
creía
que
los
demás
no
hablaban
de
los
sabores
de
las
palabras,
porque
era
algo
que
no
se
debía
hablar
en
público.
Y
ese
silencio,
de
cierta
forma,
duró
casi
toda
su
vida.
Lo
hablaba
con
algunas
personas,
pero
casi
nunca
en
profundidad.
Le
daba
miedo
que
la
juzgaran.
Pero
eso
terminó
una
noche
de
febrero
de
2021,
en
el
encierro
de
la
pandemia.
Aemilia
estaba
conversando
con
la
productora
Victoria
Estrada,
a
quien
conoce
desde
hace
siete
años,
y
le
contó
que,
en
realidad,
siempre
había
querido
saber
por
qué
le
pasaba
eso.
Por
qué
era
distinta
a
los
demás.
Y
Victoria,
que
sabía
algo
sobre
su
sinestesia
pero
nunca
se
había
atrevido
a
hacerle
muchas
preguntas,
le
hizo
una
propuesta:
que
llegaran
juntas
hasta
el
fondo
del
asunto.
Podían
hablar
con
neurólogos,
con
investigadores,
con
quien
fuera
necesario
para
entender
el
misterio
de
su
cerebro.
Aemilia
aceptó.
Y
así
empezó
este
viaje
científico.
Una
breve
pausa
y
volvemos.
Este
mensaje
viene
del
patrocinador
de
NPR,
Russell’s
Reserve.
Cuando
el
maestro
destilador
Eddie
Russell
creó
Russell’s
Reserve,
quiso
hacer
un
bourbon
delicioso
para
todo
el
mundo.
Siéntete
a
gusto
con
este
bourbon
de
10
años,
añejado
a
la
perfección,
para
beber
solo,
con
hielo
o
en
el
clásico
cóctel
boulevardier.
Haz
hoy
tu
pedido
de
Russell’s
Reserve
a
través
de
Drizly
y
disfrútalo
con
tus
seres
queridos.
Russell’s
Reserve:
cuarenta
y
cinco
por
ciento
de
alcohol
por
volumen;
90
Prueba;
2020
Campari
America,
Nueva
York.
Por
favor
beber
responsablemente.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Victoria
Estrada
nos
sigue
contando.
Aemilia
y
yo
nos
hicimos
amigas
mientras
estudiábamos
un
posgrado
en
Traducción.
Pocas
semanas
después
de
habernos
conocido,
me
contó
que
las
palabras
le
sabían
a
cosas.
Estábamos
en
un
bar
con
otros
compañeros
y
de
pronto
nos
dijo
que,
para
ella,
todos
nuestros
nombres
tenían
un
sabor.
Ana
Inés
le
sabía
a
plátano
con
mayonesa;
Patricia
a
pimientos
verdes;
Hugo
a
jugo
de
uva;
y
el
mío
le
huele
a
pomada
de
mentol…
Recuerdo
que
nos
dio
risa.
Para
mí,
fue
como
cuando
alguien
me
dice
que
me
va
a
leer
la
mano
o
las
cartas:
algo
curioso
y
divertido,
pero
nada
más.
Igual
no
le
creí
mucho.
Por
un
tiempo,
no
hablamos
más
de
eso.
Pero
el
año
pasado,
con
la
pandemia,
empezamos
a
hablar
más.
Y
por
meses
el
tema
siguió
siendo
recurrente.
La
noche
en
que
decidimos
investigarlo
juntas,
una
de
las
primeras
cosas
que
le
pregunté
fue
si
era
algo
que
le
afectaba
en
su
día
a
día.
Y
me
dijo
que
sí,
bastante.
Con
cosas
totalmente
cotidianas.
Como
cuando
se
junta
con
alguien
a
comer.
Está
comiendo
una
pizza
y
la
otra
persona
dice
palabras
que
le
generan
sabores
muy
diferentes…
como
chocolate
o
limón,
u
otras
cosas
más
desagradables
que,
créanme,
no
quieren
escuchar.
Y
los
sabores
se
le
mezclan,
arruinando
la
comida.
Entonces
así
me
interfiere
y
la
pizza
no
me
sabe
a
lo
que
me
tiene
que
saber.
Me
hizo
pensar
en
todas
las
veces
que
habíamos
quedado
para
comer
y
echar
chisme.
Aemilia
jamás
me
dijo
que
preferiría
dejar
de
hablar
por
un
rato.
Nunca
imaginé
lo
que
podía
estar
sintiendo
en
su
boca.
Eso
solo
aumentó
mi
curiosidad.
Empecé
a
hacerle
preguntas
detalladas:
si
siempre
lo
había
tenido,
si
le
pasaba
con
todas
las
palabras,
si
era
posible
controlarlo.
Pero
me
di
cuenta
de
que,
más
allá
de
describirme
cuándo
y
cómo
lo
sentía,
no
tenía
respuestas
de
cómo
funcionaba.
Si
era
algo
que
tenía
que
ver
con
sus
neuronas
o
con
sus
papilas
gustativas.
O
si
le
iba
a
durar
toda
la
vida.
Y
me
dijo
algo
más,
que
me
sorprendió:
que
nunca
había
ido
a
un
especialista.
Para
fue
obvio
que
por
ahí
debíamos
empezar.
Le
propuse
sacar
una
cita
con
la
mejor
neuróloga
que
pudiéramos
encontrar
en
Ciudad
de
México.
Tal
vez
ahí
daríamos
con
las
primeras
pistas.
Salí
de
Xalapa,
donde
vivo,
para
encontrarme
con
Aemilia
en
Ciudad
de
México.
Fue
a
principios
de
abril
del
2021.
En
500
metros
tu
lugar
de
destino
estará
a
la
derecha.
Habíamos
agendado
una
cita
para
ese
mismo
día.
Así
que
pasé
por
ella
para
ir
juntas.
Estábamos
emocionadas.
En
el
camino
hablamos
de
si
existiría
algún
tipo
de
examen
para
saber
qué
le
pasaba
al
cerebro
de
Aemilia
y
cómo
sería.
Si
quiere
que
le
cerremos
o
le
dejamos
así…
El
consultorio
de
la
doctora
Rosalía
Zerón
queda
en
la
zona
de
Polanco,
uno
de
los
barrios
más
ricos
de
la
ciudad.
Llegué
con
mi
micrófono
y
mi
grabadora,
y
la
doctora
no
hizo
demasiadas
preguntas
de
por
qué
queríamos
grabar
la
consulta.
Era
una
mujer
seria
pero
amable,
y
parecía
genuinamente
interesada
en
ayudar
a
Aemilia.
Nos
hizo
pasar
a
su
consultorio,
un
cuarto
pequeño
con
paredes
blancas.
Tenía
lo
básico:
un
escritorio,
tres
sillas,
una
báscula
y
una
camilla.
El
único
adorno
era
un
cuadro
de
tulipanes
rojos
con
una
franja
blanca,
el
símbolo
de
la
lucha
contra
el
párkinson,
su
especialidad.
Yo
había
imaginado
que
cualquier
revisión
de
Aemilia
iba
a
necesitar
maquinaria
—sensores,
cables,
pantallas—,
para
ver
dentro
de
su
cráneo.
Pero
en
la
habitación
no
había
nada
de
eso.
Lo
que
la
doctora
Zerón
necesitaba
era
información.
Dígame
usted,
¿qué
podemos
ayudarla?
Platíqueme,
¿qué
ha
estado
ocurriendo?
Aemilia
trató
de
ser
lo
más
clara
que
pudo.
A
lo
largo
de
toda
mi
vida
he
experimentado,
pues,
una
situación
que
cada
vez
que
escucho,
bueno,
cuando
me
concentro
en
una
palabra,
me
doy
cuenta
de
que
me
hace
percibir
algún
sabor
o
algún
olor,
incluso
en
algunos
casos,
alguna
sensación
de
dolor
o
de
asco…
Yo
miraba
a
la
doctora
Zerón.
Se
notaba
que
sabía
de
qué
estaba
hablando
Aemilia.
No
hizo
la
cara
de
sorpresa
o
incredulidad
que
he
visto
en
otras
personas
—y
que
yo
misma
puse—
cuando
trata
de
explicar
su
condición.
La
doctora
solo
empezó
con
su
cuestionario.
Sacó
una
hoja
y
empezó
a
apuntar.
¿Fecha
de
nacimiento?
7
de
mayo
de
1987.
¿Originaria
de
dónde?
Nací
en
Alemania…
Aemilia
nació
en
la
República
Democrática
Alemana,
en
Berlín
del
Este.
Su
mamá
es
alemana
y
su
papá
mexicano.
Vivió
hasta
los
tres
años
allá
y
luego
de
la
caída
del
muro,
su
familia
se
vino
a
México.
Eso
le
llamó
la
atención
a
la
doctora…
¿Su
lenguaje
materno
es
el
español?
El
alemán.
¿O
aprendió
el
alemán?
Bueno,
primero
hablé
alemán.
Ah,
eso
es
muy
importante.
Muy
importante,
súper
importante.
No
dijo
más
sobre
por
qué
era
tan
importante.
Quise
preguntarle,
pero
apenas
terminó
de
anotarlo
siguió
con
el
cuestionario.
¿Sus
papás
son
sanos?
Según
yo,
sí,
aunque
siempre
mi
mamá
dice
que
mi
papá
es
diabético….Preguntó
por
el
historial
médico
de
sus
padres
y
del
resto
de
su
familia
cercana.
Y
por
el
de
Aemilia,
claro.
Las
preguntas
de
rutina.
No
había
nada
extraordinario
en
su
historia
clínica.
Aemilia
contestaba
con
entusiasmo…
parecía
esperanzada
de
entender
las
causas
de
lo
que
siempre
le
ha
pasado.
¿Traumatismos,
golpes,
caídas,
esguinces?
Eh…
bueno,
me
caí
muchas
veces
de
niña
y
me
pegué
en
la
cabeza.
¿Alguna
con
pérdida
en
la
conciencia?
No…
Sólo
una
que
me
hizo
vomitar.
A
OK,
hubo
una
con
vómito…
Si,
que
me
caí
del
quiosco.
¿A
qué
edad?
Tendría
cinco
años…
Me
tiró
mi
hermana.
En
México
les
decimos
quioscos
a
los
gazebos,
esas
construcciones
redondas
que
hay
en
las
plazas.
Tienen
techo
y
a
veces
son
elevadas,
pero
no
mucho,
si
acaso
un
metro.
La
doctora
le
pasó
a
Aemilia
una
hoja
y
un
lápiz.
Bien,
vamos
a
hacer
una
prueba
más
o
menos
similar
a
esta.
Voy
a
hacer
una
serie
de
números
del
1
sigue
la
A
de
la
A
sigue
la
B,
del
B
sigue…
Empezó
a
pedirle
que
hiciera
diferentes
pruebas:
unir
letras
y
números,
dibujar
un
cubo,
decir
palabras
que
empezaran
con
“m”.
No
las
conté,
pero
fueron
tal
vez
una
docena,
para
analizar
cada
función
cognitiva:
memoria,
orientación,
percepción
del
espacio…
etcétera.
Yo
veía
a
Aemilia
realizando
cada
una
y
me
preguntaba
si
estaría
batallando
para
concentrarse,
con
tantos
sabores
en
su
cabeza.
El
dictamen
fue
claro:
Salió
muy
bien.
Tiene
un
puntaje
de
30
puntos.
Quiere
decir
que
su
cerebro
está
perfecto.
Si
su
cerebro
estaba
perfecto,
¿qué
explicaba
entonces
lo
que
le
pasaba?
Antes
de
poder
preguntarle,
la
doctora
siguió
con
un
examen
físico.
Buenos
vamos
a
revisarla,
para
acá…La
pasó
a
una
camilla.
Un
golpe
en
la
rodilla
para
evaluar
los
reflejos.
Chequeo
de
corazón,
oídos,
ojos…
y
ahí
le
hizo
esta
pregunta:
¿Ha
tenido
eventos
de
migraña?
Sí.
¿Esos
cuándo
han
sido?
Creo
que
cuando
estoy
muy
muy
estresada
y
en
una
de
esas
migrañas
me
dio
afasia,
no
podía…
o
sea
pensaba
palabras
y
no
las
podía
decir.
Eso
es
bien
importante…
Afasia,
dijo
Aemilia.
Es
cuando
se
pierde
la
capacidad
de
hablar,
escribir
o
entender
las
palabras,
de
forma
momentánea
o
permanente.
A
ella
le
pasó
a
los
29
años.
Por
la
reacción
de
la
doctora,
parecía
un
dato
clave.
¿La
detención
del
lenguaje
cuánto
duró?
Eh…
como
10,15
minutos.
Es
bastante…
Hice
cuentas
y
me
sorprendí:
en
esa
época
nos
veíamos
todas
las
semanas
y
Aemilia
nunca
me
contó
qué
le
había
pasado.
La
doctora
dijo
que,
antes
de
confirmar
que
tenía
sinestesia,
había
que
descartar
otras
condiciones.
Aemilia
y
yo
nos
miramos.
Creo
que
ninguna
de
las
dos
esperábamos
eso.
Existen
muchas
enfermedades
que
no
quiero
nombrarlas
porque
si
no
se
va
a
asustar
(risa
nerviosa),
¿no?
que
pueden
simular
esta
condición.
No
si
fue
mejor
que
dejara
a
nuestra
imaginación
cuáles
podían
ser
esas
enfermedades.
Nos
explicó
que
había
dos
opciones:
que
su
cerebro
realmente
tuviera
sinestesia,
como
creíamos,
o
que
alguna
otra
enfermedad
estuviera
generando
esos
mismos
síntomas,
es
decir,
la
mezcla
de
sentidos.
Y
lo
que
contó
Aemilia
de
sus
migrañas
era
un
dato
fundamental,
porque
estas
pueden
generar
alteraciones
neuroquímicas
en
el
cerebro.
Aemilia
parecía
preocupada.
Le
empezó
a
hacer
más
preguntas
sobre
qué
enfermedades
podían
ser.
Y,
al
final,
la
doctora
se
las
dijo:
necesitaba
descartar
epilepsia
o
algún
problema
anatómico
en
el
cerebro.
Y
para
eso
había
que
hacer
estudios:
lo
primero
era
una
resonancia
magnética,
para
tener
una
imagen
detallada
de
su
cerebro.
Cualquier
anomalía
se
vería
ahí.
Quedamos
en
que
volveríamos
cuando
tuviéramos
los
resultados.
En
total,
la
consulta
duró
poco
más
de
una
hora.
Cuando
salimos
del
edificio,
nos
subimos
a
mi
carro
y
ahí
prendí
la
grabadora
de
nuevo.
Quiero
saber
cómo
te
sientes,
¿qué
pensaste?
Pues
salí
muy
emocionada
de
la
consulta.
No
me
encantaría
que
me
diagnosticaran
epilepsia
porque
me
da
mucho
miedo
esa
enfermedad,
pero…
pues
también
creo
que
eso
es
bueno
entender
el
misterio
de
mi
cabeza.
Me
sorprendió
que
no
estuviera
más
asustada
o
hasta
decepcionada:
habíamos
ido
en
busca
de
respuestas
y
salimos
con
más
preguntas.
Preguntas
incómodas.
¿Entonces…
se
trataba
de
una
enfermedad?
¿Algo
grave
estaba
pasando
en
su
cerebro?
¿Podía
poner
en
riesgo
su
vida?
Pero,
ahora
que
lo
pienso,
creo
que
Aemilia
se
sentía
bien
por
un
motivo
obvio:
la
doctora
en
ningún
momento
había
puesto
en
duda
lo
que
le
estaba
contando.
Era
la
primera
vez
que
alguien
reaccionaba
así
ante
su
historia.
Es
más,
creo
que
nunca
lo
había
hablado
con
alguien
durante
tanto
tiempo.
Ni
siquiera
nosotras
lo
habíamos
hablado
tanto.
Ese
silencio
de
Aemilia
tenía
un
origen,
claro.
Me
lo
contó
al
día
siguiente,
cuando
nos
sentamos
frente
a
la
grabadora
a
hablar.
Se
trataba
de
algo
que
le
había
pasado
en
la
escuela,
cuando
tenía
10
años.
Estaba
en
el
recreo
con
Jazmín,
una
de
sus
amigas,
cuando
se
le
ocurrió
preguntarle:
Oye,
a
ti
tu
nombre
te
sabe
a
mandarinas,
porque
a
Jazmín
me
sabe
a
mandarinas.
Nada
más
me
dijo
como:
“No”.
Y
fue
a
decirle
a
otras
niñas
que
yo
era
muy
rara.
Sentirse
rara
era
algo
que
le
pasaba
todo
el
tiempo
a
Aemilia,
y
no
solo
por
los
sabores
que
sentía
con
las
palabras.
Como
su
mamá
era
alemana,
le
empacaba
comida
para
la
escuela
que
no
era
la
típica
mexicana​​.
Por
ejemplo:
un
sandwich
de
pan
negro
con
queso
y
cebolla,
y
con
un
tomate
entero
al
lado,
en
vez
de
una
manzana.
Los
demás
niños
decían
que
seguro
Aemilia
y
su
hermana
comían
cebollas
enteras,
y
se
burlaban
de
ellas.
Aemilia
no
necesitaba
más
razones
para
ser
diferente.
Así
que
aprendió
rápido
a
no
mencionar
lo
de
las
palabras
y
los
sabores
a
otros
niños.
Tampoco
recuerda
haberlo
hablado
en
profundidad
con
sus
padres,
o,
al
menos,
que
estos
le
dieran
demasiada
importancia
al
tema.
Le
pregunté
por
qué
nunca
se
preocuparon
y
la
llevaron
a
un
doctor,
pero
no
supo
decirme.
recuerda
que,
de
niña,
solía
decir
cosas
como:
“Es
que
esto
me
está
sabiendo
a
8”.
Para
Aemilia
el
8
sabe
a
espagueti
con
catsup,
algo
que
comía
mucho
de
pequeña
y
por
eso
recuerda
que
lo
mencionaba.
Pero
sus
papás
no
parecían
reaccionar.
Yo
creo
que
mi
mamá
más
bien
lo
olvidó
y
le
parecía
pues
poco
relevante
porque
también
si
lo
piensas,
no
es
grave,
¿no?
que
tu
hija
piense
en
comida
y
diga
palabras
mientras
come.
O
sea,
los
niños
son
raros
en
general.
Lo
que
le
pasó
a
Aemilia
desde
niña,
que
sus
experiencias
fueran
demasiado
raras
como
para
que
la
tomaran
en
serio,
pasó
también
con
el
estudio
científico
de
la
sinestesia.
El
primer
registro
de
un
caso
de
sinestesia
ocurrió
hace
unos
300
años
en
Inglaterra:
se
hablaba
de
un
hombre
ciego
que
veía
el
color
rojo
cuando
escuchaba
trompetas.
Con
el
tiempo,
varios
científicos
reportaron
casos
de
personas
a
las
que
se
les
mezclaban
los
sentidos
en
formas
distintas.
Que
incluso
asociaban
números
con
tipos
de
personalidades.
Fue
hasta
1895
que
se
generalizó
el
uso
de
la
palabra
sinestesia
para
describir
esta
serie
de
condiciones.
Viene
del
griego:
“syn”,
que
significa
“junto”,
y
“aísthesis”
que
quiere
decir
“sensación”.
O
sea,
la
unión
de
sensaciones.
Quise
saber
más,
así
que
contacté
a
uno
de
los
neurocientíficos
que
más
sabe
sobre
sinestesia
en
el
mundo.
This
is
Dr.
Richard
Cytowic
in
Washington,
D.C.
I’m
a
professor
of
neurology
at
George
Washington
University.
Cytowic
es
profesor
de
neurología
en
la
Universidad
George
Washington,
y
es
famoso
por
ser
pionero
de
los
estudios
modernos
de
la
sinestesia.
Me
explicó
que
en
las
primeras
décadas
del
siglo
XX
surgió
una
corriente
muy
fuerte
dentro
de
la
psicología,
el
conductismo,
que
muy
pronto
permeó
todos
los
estudios
que
tenían
que
ver
con
el
cerebro.
Esta
corriente
únicamente
le
daba
validez
científica
a
lo
que
pudiera
observarse
de
forma
objetiva
—como
las
reacciones
de
una
persona
ante
estímulos—
y
buscaba
poder
predecir
y
controlar
el
comportamiento
humano.
Por
eso,
la
consciencia,
la
memoria,
y
otros
fenómenos
más
bien
subjetivos,
quedaron
relegados.
Y,
con
ellos,
la
propia
sinestesia.
Eso
fue
así
hasta
1980.
Ese
año,
Cytowic
estaba
trabajando
en
un
hospital
en
Carolina
del
Norte,
en
Estados
Unidos.
Había
obtenido
su
grado
de
doctor
y
estaba
haciendo
una
especialización
en
neuro-oftalmología.
Sus
tiempos
libres
los
pasaba
en
la
biblioteca
del
hospital.
Y
un
día
encontró
en
un
libro
soviético
de
neuropsicología
una
descripción
de
la
sinestesia.
Nunca
había
escuchado
que
existiera
algo
así.
Lo
comentó
con
sus
colegas.
They
said,
well,
this
can’t
possibly
exist.
I
mean,
they’re
making
it
up.
They
just
want
attention.
They’re
old
drug
addicts
having
residual
hallucinations
from
too
much
LSD.
Sus
colegas
no
lo
tomaron
en
serio.
Le
dijeron
que
era
una
invención.
Que
los
que
decían
eso
solo
querían
atención
o
que
tal
vez
eran
drogadictos
que
seguían
alucinando
después
de
consumir
demasiado
LSD.
Y
es
que
todo
lo
que
se
sabía
sobre
el
cerebro,
hasta
esos
años,
sugería
que
la
sinestesia
no
podía
ser
real.
Se
pensaba
que
cada
sentido
funcionaba
desde
un
lugar
distinto
del
cerebro,
que
corrían
por
canales
completamente
separados
y
que
no
había
forma
de
que
se
combinaran.
Pero
Cytowic
enfrentó
el
problema
de
otra
forma:
I
took
the
opposite
view.
I
thought,
well,
gee,
if
our
existing
theory
doesn’t
explain
synesthesia,
then
maybe
the
theory
is
wrong
and
needs
to
be
changed.
Si
las
teorías
de
cómo
funcionaba
el
cerebro
no
podían
explicar
la
sinestesia,
las
teorías,
entonces,
tenían
que
cambiar.
Y
no
era
casual
que
pensara
de
esa
forma.
Desconfiar
de
esa
rigidez
para
explicar
al
ser
humano
venía
de
su
propia
experiencia
personal
como
hombre
gay.
So
as
a
10
year
old
in
New
Jersey,
my
father’s
medical
profession
said
that
I
was
sick.
The
church
said
that
I
was
damned,
and
the
State
said
that
I
was
a
criminal
and
I
hadn’t
done
anything.
I
was
ten
years
old.
A
los
diez
años,
me
dijo
Cytowic,
la
medicina
decía
que
estaba
enfermo,
la
iglesia
que
estaba
maldito
y
la
ley
que
era
un
criminal.
Durante
su
infancia
en
Estados
Unidos,
en
la
década
de
los
50,
la
homosexualidad
era
ilegal
y
seguía
considerándose
una
enfermedad
mental.
Pero
Cytowic
siempre
sospechó
que
los
psicólogos
que
lo
trataban
como
un
enfermo
no
tenían
ni
idea
de
lo
que
estaban
hablando.
Y
lo
mismo
pensó
sobre
sus
colegas
que
juzgaban
de
drogadictos
a
los
que
hablaban
de
su
sinestesia.
Poco
después,
tuvo
un
golpe
de
suerte.
Estaba
cenando
con
un
vecino,
llamado
Michael
Watson,
cuando
se
enteró
de
que
tenía
algo
que
podía
ser
sinestesia:
le
comentó
que,
cada
vez
que
probaba
comida,
tenía
la
sensación
de
estar
tocando
distintos
objetos.
Esa
misma
noche
había
cocinado
un
pollo
que
se
sentía
como
estar
sosteniendo
una
esfera
en
las
manos.
Otra
comida,
por
ejemplo,
le
podía
generar
la
sensación
de
estar
tocando
una
figura
con
ángulos,
como
una
pirámide.
Y
algunas
hasta
las
sentía
como
una
bofetada,
o
como
poner
las
manos
en
una
cama
de
clavos.
O
sea,
tenía
a
la
mano
un
caso
de
sinestesia
para
estudiar.
Pero
cuando
se
lo
mencionó
a
sus
colegas,
nada.
El
rechazo
de
siempre.
So
when
people
were
saying
that,
you
know,
Michael
Watson,
the
man
who
tasted
shapes,
that
he
couldn’t
be
real,
I
thought
“I’ve
heard
this
before”.
And
so,
again,
I
pursued
it.
Impresionado,
Cytowic
empezó
a
investigar
solo.
Pero
no
dentro
de
un
laboratorio
con
máquinas
carísimas.
No
había
forma
de
que
le
dieran
financiamiento
para
eso.
Así
que
se
valió
de
su
ingenio:
preparó
trece
bebidas,
que
iban
desde
agua
con
azúcar
hasta
ácido
cítrico
disuelto
en
agua,
y
diseñó
un
diagrama
con
distintas
figuras
geométricas.
Michael,
el
vecino,
debía
probarlas
y
relacionar
cada
sabor
con
alguna
de
esas
figuras.
Luego
formó
un
grupo
de
control
con
personas
que
no
reportaban
tener
sinestesia,
y
les
pidió
que
hicieran
lo
mismo.
Cytowic
recuerda
que
incluso
una
persona
llegó
a
salirse
del
estudio,
porque
no
podía
siquiera
imaginar
cómo
relacionar
sabores
con
formas.
Era
un
experimento
sencillo:
buscaba
probar
que
había
algo
en
Michael
que
lo
hacía
diferente
a
los
demás,
que
no
estaba
inventando
esas
relaciones,
como
podría
hacerlo
cualquiera.
Y
así
fue.
En
las
más
de
cien
veces
que
probó
las
bebidas,
Michael
asoció
siempre
los
sabores
con
las
mismas
formas.
Las
personas
del
grupo
de
control,
en
cambio,
no
tenían
esa
consistencia.
Un
día
elegían
unas
y
otro
día
otras.
En
febrero
de
1981,
Cytowic
presentó
sus
hallazgos
en
una
conferencia
de
la
Sociedad
Internacional
de
Neuropsicología.
Y
aunque
hubo
algo
de
interés
en
el
tema,
especialmente
entre
los
científicos
más
jóvenes,
muchos
de
sus
colegas
siguieron
con
la
misma
actitud.
And
they
looked
at
me
like
I
was
crazy
and
said:
“Oh,
man,
you
stay
away
from
this.
It’s
too
weird,
too
New
Age.
It’ll
ruin
your
career”.
Le
decían
que
estaba
loco,
y
que
esos
estudios
eran
tan
raros,
tan
new
age,
que
iban
a
arruinar
su
carrera.
Pero
con
los
años,
la
evidencia
terminó
imponiéndose.
Sus
hallazgos,
junto
a
los
de
otros
investigadores,
ayudaron
a
cambiar
paradigmas
sobre
cómo
entendemos
el
funcionamiento
del
cerebro.
No
solo
en
las
personas
con
sinestesia,
sino
en
general.
Como
la
idea,
hoy
desechada,
de
que
las
áreas
del
cerebro
funcionan
de
forma
independiente
entre
sí.
Desde
entonces
se
han
descubierto
más
características
sobre
la
sinestesia.
Por
ejemplo,
hay
investigaciones
que
plantean
que
recién
nacidos
todos
somos,
en
alguna
medida,
sinestésicos.
Y
que
en
los
primeros
meses
de
vida,
vamos
perdiendo
esas
conexiones
entre
los
sentidos.
Es
algo
que
se
llama
“poda
neuronal”.
Algunos
investigadores
creen
que
quienes
por
alguna
razón
—genética
o
de
estímulos
externos—
no
llegan
a
perder
esas
conexiones,
siguen
siendo
sinestésicos
de
adultos.
Aunque
son
solo
hipótesis.
Hoy
se
tiene
registro
de
que
existen
al
menos
70
combinaciones
distintas
de
sentidos.
Para
Cytowic,
lo
más
importante
es
cómo
sus
descubrimientos
han
impactado
la
vida
de
las
personas
que
viven
con
esta
condición.
Many
people
would
reach
me
in
tears
saying
that:
“You’re
the
first
person
that
ever
believed
me.
All
my
life
even
my
mother
wouldn’t
believe
me.”
And,
you
know,
I’ve
had…
I’ve
had
grown
men
in
tears.
Just…
they
can’t
believe
that
there’s
such
a
sense
of
relief.
Muchos
le
han
dicho
aliviados,
entre
lágrimas,
que
era
la
primera
persona
que
les
creía
en
sus
vidas.
Que
ni
siquiera
sus
madres
lo
habían
hecho.
Aemilia
había
sentido
esa
misma
alienación.
Hablar
de
lo
que
le
pasaba
solo
había
hecho
que
la
tildaran
de
rara
o,
en
el
mejor
de
los
casos,
que
no
le
prestaran
atención.
Cuando
tenía
15
años,
sus
padres
la
llevaron
a
terapia.
Estaban
preocupados
porque
no
tenía
muchas
amigas
en
el
colegio,
y
pensaban
que
tenía
problemas
de
autoestima.
Aemilia
trató
de
hablar
sobre
la
sinestesia
con
sus
terapeutas,
una
pareja
a
la
que
veía
una
vez
a
la
semana…
Les
pregunté:
“Es
que
yo
siento
que
soy
muy
rara
porque
todas
las
palabras
me
saben
a
cosas”.
Y
se
los
dije
y
se
empezaron
a
reír
y
me
dijeron
“Ay,
pero
no
te
preocupes.
Eso
sólo
significa
que
eres
muy
creativa.”
Y
yo:
“Ok”.
La
respuesta
no
le
sirvió,
pues
era
algo
que
le
pasaba
de
forma
involuntaria.
No
sentía
que
hubiera
mucha
creatividad
en
eso.
De
hecho,
empezó
a
verlo
más
como
una
enfermedad.
Pues
algunas
palabras
incluso
le
generaban
náuseas
o
una
sensación
de
dolor
en
los
dientes
o
en
los
músculos.
Esa
mirada
negativa
de
lo
que
le
pasaba
duró
varios
años
más.
Solo
empezó
a
cambiar
cuando
ya
estaba
en
la
universidad,
estudiando
Letras
Alemanas,
y
en
una
clase
le
hablaron
de
la
“sinestesia”
como
figura
retórica.
Estábamos
viendo
ejemplos
de
poesía
simbolista
donde
había
asociaciones
poéticas
con
dos
sentidos.
Por
ejemplo:
un
ruido
blanco,
una
voz
dulce.
Entonces
yo
me
sentí
identificada.
Dije:
“Ah,
pues
así
es
la
forma
en
la
que
yo
pienso”.
En
la
clase
empezaron
a
hacer
una
lluvia
de
ideas
de
asociaciones
sinestésicas
y
a
Aemilia
se
le
hizo
facilísimo.
Solo
empezó
a
decir
lo
que
sentía
con
cualquier
palabra.
Parece
algo
trivial,
pero
ese
momento
resultó
clave
para
ella:
relacionar
la
sinestesia
con
la
poesía
le
dio
un
giro
positivo
a
lo
que
le
pasaba.
Y
es
que
se
ha
documentado
que
la
sinestesia
es
ocho
veces
más
común
entre
escritores,
pintores
y
músicos
que
en
el
resto
de
la
población.
Por
nombrar
algunos
famosos:
el
escritor
ruso
Vladimir
Nabokov
veía
colores
en
las
letras,
y
el
pianista
de
jazz
Duke
Ellington
también
veía
colores,
pero
cuando
oía
música.
Después
de
clase
les
intentó
explicar
a
dos
de
sus
amigos
que
para
ella
no
era
solo
una
figura
retórica,
que
realmente
lo
sentía.
Pero
le
pasó
lo
de
siempre:
no
le
creyeron.
Desde
ese
momento,
hasta
que
nosotras
empezamos
a
hablar
más
sobre
su
sinestesia,
pasaron
14
años.
Y
creo
que
nunca
lo
hubiéramos
hecho
si
la
sinestesia
no
la
hubiera
llevado
a
definir
una
parte
fundamental
de
su
identidad.
Algo
que
siempre
la
había
hecho
sentir
incómoda.
Una
palabra
que,
desde
que
nacemos,
define,
de
alguna
manera,
quiénes
somos,
cómo
nos
percibimos.
El
nombre
que
me
pusieron
mis
padres
no
me
sabe,
pero
me
huele
a
saliva
seca…
En
particular
saliva
seca
sobre
algún
tipo
de
tela.
El
nombre
que
le
pusieron
sus
padres
es
Cecilia.
Y
desde
que
recuerda,
cada
vez
que
le
decían
ese
nombre,
le
llegaba
ese
olor
desagradable.
Mi
nombre
era
horrible.
Entonces
me
daba
muchísima
envidia,
así
como
les
envidias
a
las
niñas
que
son
la
más
inteligente
o
que
su
pelo
está
larguísimo,
también
les
envidiaba
que
sus
nombres
sabían
delicioso.
Cuando
era
niña,
Aemilia
quería
saber
por
qué
le
habían
puesto
ese
nombre
que
le
sabía
apestoso.
Pero
sus
papás
no
tenían
ninguna
respuesta
muy
elaborada.
Su
mamá
le
dijo
que
lo
habían
visto
en
una
película
y
que
lo
escogieron
porque
se
puede
pronunciar
fácilmente
en
español
y
alemán.
Así
que
Aemilia
empezó
a
intentar
un
cambio.
La
verdad
es
que
donde
podía
encontraba
alguna
oportunidad
para
tener
un
nombre
que
no
fuera
el
mío.
Un
poco
como
cuando
de
niño
pues
uno
de
tus
juegos
es
disfrazarte,
el
mío
era
muchísimo
cambiarme
el
nombre.
Como
cuando
sus
papás
la
llevaron
a
los
scouts,
y
ahí
le
dijeron
que,
por
tradición,
la
iban
a
bautizar
con
un
nombre
que
venía
de
las
leyendas
sobre
los
bosques.
Dije:
“Ay,
me
van
a
poner
un
nombre
y
este
si
me
va
a
gustar.
No
va
a
ser
como
Cecilia”…
pero
estaba
feísimo
el
nombre
que
me
pusieron.
El
nombre
es
Mino
y
ese
nombre
a
me
sabe
a
salchicha.
Pero
Aemilia
siguió
intentandoCada
vez
que
veía
una
oportunidad,
trataba
de
adoptar
un
nuevo
nombre.
En
la
escuela,
en
su
casa,
con
sus
amigas.
Yo
decía
pues
me
quiero
llamar
Rosa.
O
sea
si
existe
ese
nombre…
pues
rosa
es
el
color…
es
una
flor
súper
bonita,
¿eh?
No
sabe
tan
mal
como
Cecilia.
Le
sabía
a
helado
de
agua
de
cereza.
Así
que,
cuando
tenía
8
años,
le
pidió
a
su
familia
que
empezaran
a
decirle
así.
Su
hermana
dijo
que
entonces
ella
quería
llamarse
Esmeralda,
por
su
color
favorito.
Rosa
y
Esmeralda.
Le
estaba
siguiendo
el
juego…
aunque
no
entendía
que
para
Aemilia
era
mucho
más
que
eso.
Aemilia
recuerda
que
dibujaron
esos
nombres
en
unas
camisetas,
para
tratar
de
convencer
a
todos
de
aceptar
el
cambio,
pero
nadie
las
tomaba
en
serio.
Recuerdo
que
mi
mamá
se
reía
así
como
“ay,
qué
graciosa,
qué
ingeniosa
mi
hija
que…
que
quiere
llamarse
Rosa
Cecilia”.
No
funcionó.
Por
años,
Aemilia
trató
de
reconciliarse
con
su
nombre
original.
Descubrió
que
Santa
Cecilia
es
la
patrona
de
la
música.
Y
aunque
no
le
cambiaba
el
olor,
podía
concentrarse
en
eso
cuando
pensaba
en
su
identidad.
Cuando
yo
la
conocí,
y
hasta
el
año
pasado,
todavía
era
Cecilia.
Recuerdo
que
esa
noche
en
el
bar,
cuando
nos
contó
por
primera
vez
de
su
sinestesia,
también
nos
dijo
lo
del
olor
a
saliva
seca
y
que
odiaba
su
nombre.
Pero
no
me
acuerdo
que
nos
haya
pedido
que
la
llamáramos
de
otra
forma.
Mientras
hacíamos
esta
historia
le
pregunté
qué
la
había
llevado
finalmente
a
cambiar
su
nombre,
después
de
tantos
años
e
intentos.
Y
me
contó
que
tuvo
que
ver
con
superar
un
duelo
que
venía
arrastrando
desde
hace
tiempo.
Tenía
un
bloqueo
de
escritura
causado
por
una
depresión
no
diagnosticada,
pero
pasé,
pues,
por
un
duelo
muy
fuerte.
Por
un
novio
que
murió
mientras
estudiaban
juntos
en
la
universidad.
Una
época
en
que
Aemilia
solía
escribir
poemas
y
cuentos.
Yo
tenía
asociada
a
esa
persona,
con
la
escritura.
Entonces,
como
que
al
morir
él
eh…
la
escritura
se
murió
con
él
durante
7
años
y
ay…
voy
a
llorar.
Y,
pues
si,
fueron
o
sea
7
años
que
no
podía
escribir
y
lloraba
en
las
fiestas
porque…
pues
estoy
en
el
mundo
literario,
entonces…
Llevaba
un
tiempo
trabajando
el
tema
en
terapia.
Lo
que
más
quería
era
volver
a
escribir,
pero
no
lo
lograba…
Y
ahí
llegó
la
pandemia
y
el
confinamiento
y
eso
cambió
las
cosas:
con
tanto
tiempo
por
delante,
pudo
encontrar
el
espacio
para
sacar
todo
lo
que
tenía
guardado.
Empecé
a
escribir.
No
ni
qué
cosas
porque
no…
no
tenía
ideas,
¿no?
sólo
como
que
pensaba:
“quiero
escribir”.
Eventualmente
terminó
un
cuento
y,
cuando
fue
el
momento
de
intentar
publicarlo,
lo
firmó
con
un
nombre
que
la
hacía
sentir
su
sabor
favorito
en
el
mundo:
el
de
la
vainilla.
Cuando
alguien
me
dice
Aemilia,
me
pasa
que
tengo
una
pequeña
descarga
de
euforia.
Desde
que
me
empecé
a
llamar
Aemilia
podría
decir
que
me
siento
más
feliz
en
general
en
mi
vida.
Escribir
el
nombre,
pensarme
a
misma
en
ese
nombre
y
creo
que
hasta
me
quiero
más
ahora
que…
que
me
llamo
Aemilia.
A-e-milia,
el
nombre
original
en
latín
del
que
luego
derivó
Emilia.
Al
final
el
cuento
no
se
publicó
y,
aunque
Aemilia
lo
usaba
como
seudónimo,
tardó
un
tiempo
en
pedirle
a
los
demás
que
le
dijeran
así.
Es
un
poco
salir
del
clóset
irle
pidiendo
a
la
gente,
a
mis
amigos
que
me
han
estado
diciendo
siempre
Cecilia,
“Oye,
podrías
por
favor
empezar
a
decirme
Aemilia,
me
hace
más
feliz”,
¿no?
La
gente
como
que
me
dice:
“Bueno,
¿por
qué?”,
¿no?
Cada
vez
que
lo
hace,
tiene
que
explicar
lo
del
cruce
de
sentidos
y
que
tiene
una
condición
que
se
llama
sinestesia…
No
siempre
la
entienden,
pero
en
mayor
o
menor
medida
sus
amigos
han
aceptado
el
cambio.
A
me
pidió
que
le
empezara
a
decir
así
unos
meses
antes
de
que
empezáramos
a
reportear
esta
historia,
en
noviembre
de
2020.
Y
también
me
confesó
algo
que
le
dolía:
que
su
familia
no
aceptaba
del
todo
su
nuevo
nombre.
No
por
qué,
pero
pues
creo
que
no
entienden.
Eh…
Bueno,
pues
sí,
¿quién
va
a
entender
que…
que
tu
nombre
te
huele
a
saliva?
Pero
de
eso
se
trataba
todo
esto:
de
intentar
entenderlo.
Así
que
me
quedé
en
su
casa
unos
días.
Platicábamos
durante
horas…
y
yo
le
preguntaba
todo
lo
que
se
me
ocurría
sobre
la
sinestesia.
Una
de
mis
mayores
dudas
era:
¿cómo
podía
concentrarse
en
algo
si
sentía
un
sabor
distinto
con
cada
palabra?
Pero
me
dijo
que
no
funciona
de
esa
manera.
Me
trató
de
explicar
que
su
cerebro,
de
forma
inconsciente,
escoge
a
qué
sabores
le
pone
atención.
Pero
no
son
todos.
Me
sonó
parecido
a
la
forma
en
que
el
oído
se
acostumbra
a
filtrar
el
ruido
de
fondo.
Pues
imagínate,
son
frijoles,
olor
de
sofá
viejo,
cigarro,
plátano,
ensalada,
chilaquiles.
Es
un
revoltijo
que
yo
creo
que
sería
insostenible.
Aunque
hay
que
aclarar
que
casi
nunca
asocia
el
nombre
de
las
comidas
con
su
sabor.
O
sea
la
palabra
control
le
sabe
a
frijoles.
Mientras
que
la
palabra
frijoles
le
sabe
a
puré
de
papa.
Y
la
palabra
puré
le
huele
a
basura.
Y
así.
Mientras
hablaba
conmigo
y
respondía
mis
preguntas,
ella
misma
iba
cayendo
en
cuenta
de
cómo
funciona
su
sinestesia.
Esta
es
la
primera
vez
que
verbalizo
que
eso
hago.
No
lo
sabía
hasta
este
momento.
Busco
un
patrón
de
sabor,
porque
si
no
creo
que
sería
muy
desordenado…
o
bueno,
no
sé,
pregúntale
a
mi
cerebro.
Y
fue
exactamente
lo
que
hicimos.
Le
preguntamos
a
su
cerebro
con
una
resonancia
magnética.
Acompañé
a
Aemilia
un
martes
temprano
a
la
clínica.
Con
el
resultado
de
ese
examen,
la
doctora
Zerón
podría
ver
en
detalle
el
cerebro
de
Aemilia.
Eso
que
se
oye
es
un
resonador
que
se
llama
Signa-Creator,
escaneando
el
cerebro
de
Aemilia
con
un
imán
de
1.5
teslas,
que
es
equivalente
a
30
mil
veces
el
campo
magnético
de
la
Tierra.
Por
restricciones
de
la
pandemia,
la
tuve
que
esperar
afuera,
así
que
ella
grabó
con
su
celular.
Hablamos
cuando
salió
de
la
clínica.
Fue
una
experiencia
muy
extraña,
sentí
que
era
el
personaje
de
una
película.
Seguro
han
visto
máquinas
de
este
tipo.
Son
cilindros
blancos
y
horizontales,
un
poco
intimidantes.
Entras
completa,
acostada
en
un
carrito.
De
repente,
bueno,
se
deslizó
el
carrito
y
empezó
a
haber
unos
ruidos
espantosos
que
parecían
como
de
un
martillo
y
de
un
robot.
Estuvo
ahí
30
minutos
y
luego
trató
de
describirme
todo
lo
que
escuchó.
El
martillo
hacía
seis
veces.
Tac
tac,
tac,
tac,
tac
tac.
Y
contestaba
el
robot
brrraaa,
braaa.
Rarísimo.
Los
resultados
estarían
listos
en
cuatro
horas.
Mientras
los
esperábamos,
Aemilia
me
contó
que
el
técnico
le
había
preguntado
para
qué
eran.
Ella
le
dijo
que
para
descartar
alguna
enfermedad
y
para
saber
la
causa
de
su
sinestesia.
El
técnico
quiso
saber
hacía
cuánto
la
habían
diagnosticado.
Era
una
pregunta
clave,
pero
ella
no
tenía
respuesta.
Y
es
que
a
Aemilia
aún
no
le
confirmaban
que
se
trataba
de
eso.
Era
algo
que
yo
había
pensado
varias
veces
en
esos
días:
qué
tal
si
le
decían
que
no
tenía
sinestesia.
Para
ese
momento,
yo
sabía
que
se
había
vuelto
una
parte
importante
de
su
identidad.
¿Qué
iba
a
pasar,
entonces,
si
le
decían
que
era
otra
cosa?
Le
pregunté
eso
mismo
a
ella:
¿qué
sentirías
si
te
dicen
que
no
tienes
sinestesia?
Pues
es
como
un
examen,
¿no?
Y
el
resultado
es:
¿eres
lo
que
has
creído
ser…?
Pues
ahorita
ya
tengo
14
años
creyendo
que
tengo
sinestesia.
Entonces,
no
sé,
si
el
resultado
es
“no,
no
tienes
sinestesia”.
Pues
como
que
voy
a
reprobar
mi
examen.
Un
examen
cuya
respuesta
definiría
todo
lo
que
Aemilia
pensaba
sobre
su
vida.
Lo
que,
durante
años,
tantos
se
habían
negado
a
creerle.
Una
pausa
y
volvemos.
Si
aprecias
historias
como
la
que
estás
escuchando,
únete
a
nuestro
programa
de
membresías,
Deambulantes.
Tu
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¡Mil
gracias!
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Soy
Daniel
Alarcón.
Antes
de
la
pausa,
acompañamos
a
Aemilia
Sámano,
una
joven
mexicana
que
siente
sabores
con
las
palabras,
a
hacerse
estudios
que
confirmaran
si
tiene
una
condición
llamada
sinestesia.
Pero
primero
había
que
descartar
algunas
enfermedades.
Victoria
Estrada
nos
sigue
contando.
Con
los
resultados
de
la
resonancia,
fuimos
a
otra
clínica
para
que
Aemilia
se
hiciera
un
segundo
estudio,
todavía
más
complejo:
un
encefalograma,
que
mide
la
actividad
eléctrica
y
las
ondas
del
cerebro.
Era
la
prueba
que
necesitaba
la
doctora
Zerón
para
descartar
la
epilepsia.
Cuando
llegamos,
un
doctor
y
un
técnico
nos
hicieron
pasar
a
una
sala
blanquísima,
con
un
escritorio,
un
monitor
y
una
camilla.
A
Aemilia
la
sentaron
en
el
centro
de
la
habitación,
y
el
técnico
sacó
de
un
bolso
un
montón
de
cables
de
colores,
terminados
en
unos
pequeños
discos
metálicos
de
oro.
Eran
los
electrodos
que
medirían
su
actividad
cerebral.
Le
colocó
cada
electrodo
siguiendo
un
diagrama
del
cráneo
que
traía
impreso,
para
medir
cada
área
del
cerebro.
Las
otras
puntas
de
los
cables
iban
a
una
caja
con
muchas
entradas.
Le
pregunté
al
técnico
qué
era
eso.
Es
un
amplificador.
Llega
la
señal
aquí
y
amplifica
y
lo
podemos
ver
en
la
computadora,
¿no?
Se
demoró
unos
15
minutos
en
colocarlos.
Luego
la
acostaron
en
la
cama,
con
la
cabeza
llena
de
cables,
y
empezaron
las
pruebas:
le
ponían
luz
en
los
ojos,
le
pedían
que
pensara
en
palabras
específicas
o
simplemente
que
respirara.
En
el
monitor
se
veía
una
serie
de
mediciones
parecidas
a
signos
vitales.
Era
la
actividad
eléctrica
de
las
distintas
regiones
de
su
cerebro.
Fueron
unos
50
minutos
en
total
y,
cuando
íbamos
saliendo,
el
técnico
nos
dijo
que
podíamos
pasar
por
los
resultados
al
día
siguiente.
Por
el
momento,
no
podíamos
hacer
más
que
esperar.
Aunque
solo
faltaba
un
día
para
llevarle
los
resultados
a
la
doctora
Zerón,
no
hablamos
mucho
más
del
tema.
Ni
Aemilia
ni
yo
queríamos
considerar
la
posibilidad
de
una
enfermedad
grave.
Estábamos
seguras,
o
queríamos
estarlo,
de
que
no
tendría
nada.
Nos
dijimos
que
debían
ser
estudios
de
rutina,
para
no
dejar
ningún
cabo
suelto…
aunque
no
teníamos
cómo
saberlo.
Si
en
realidad
Aemilia
estaba
preocupada,
no
me
lo
dijo…
se
veía
emocionada
por
la
posibilidad
de
entender
al
fin
su
cerebro.
Cuando
tuviéramos
respuestas,
el
siguiente
paso
sería
ir
a
hablar
con
su
familia.
Aemilia
quería
que
entendieran
su
cambio
de
nombre,
y
que
lo
de
la
sinestesia
era
algo
real.
Tal
vez
los
resultados
ayudarían.
Así
que
decidimos
esperar
para
ir
con
sus
papás
después
de
la
consulta
con
la
doctora
Zerón.
Llegamos
un
sábado
temprano
a
su
despacho.
Yo
tenía
la
idea
de
que
iba
a
ser
algo
rápido,
solo
ver
los
estudios,
descartar
las
enfermedades
y
hablar
sobre
la
sinestesia…
pero
pronto
me
di
cuenta
que
no
sería
tan
sencillo.
La
doctora
empezó
revisando
la
resonancia
magnética.
Eran
una
serie
de
imágenes
diferentes
del
cerebro
de
Aemilia.
Nos
explicó
que
las
migrañas
no
habían
dejado
ninguna
lesión
permanente
en
su
cerebro.
Pero
luego
dijo
algo
que
no
entendí
bien
y
me
preocupó.
En
la
parte
frontal
del
cerebro,
donde
justamente
se
procesa
el
lenguaje
—en
el
área
de
Broca—
faltaban
dos
arterias:
la
comunicante
posterior
y
la
cerebral
anterior.
Es
decir,
que
dos
canales
claves
que
tendrían
que
estar
irrigando
esa
parte
del
cerebro
de
Aemilia,
simplemente
no
se
veían.
En
este
estudio
no
con
precisión
si
es
una
variante
anatómica
normal
o
algo
pasó
y
que
amputó
el
flujo
en
esas
arterias…
OK.
Eso…
eso
suena
extraño.
Que
esas
dos
arterias
no
se
vieran,
nos
dijo
la
doctora,
tenía
dos
posibles
explicaciones,
una
más
grave
que
la
otra.
La
menos
grave
era
que
Aemilia
nunca
las
hubiera
tenido:
que
su
cerebro
se
hubiera
formado
sin
ellas,
y
otras
venas
menores
estuvieran
compensando
ese
trabajo.
Esa
era
la
mejor
opción.
Pero
la
otra
nos
asustó
mucho:
que
Aemilia
tuviera
esas
dos
arterias,
pero
que
algo
las
estuviera
bloqueando.
Y
que
por
eso
no
aparecían
en
la
imagen
de
la
resonancia
magnética.
Estoy
obligada
a
descartar
que
no
existan
otras
cosas
que
las
hayan
ocluido.
Otras
cosas:
es
decir,
un
trombo,
un
coágulo
en
su
cerebro.
Ya
esto
cambia
toda
la
situación.
Podía
ser
una
bomba
de
tiempo:
si
Aemilia
tenía
un
trombo,
existía
la
posibilidad
de
que
en
algún
momento
le
causara
un
accidente
cerebrovascular.
Lo
que
suele
llamarse
un
“derrame”.
Sentí
un
vacío
en
el
estómago.
Traté
de
tranquilizarme,
pensando
que
si
en
verdad
había
algo
mal
en
el
cerebro
de
Aemilia,
lo
mejor
era
saberlo
lo
antes
posible.
Pero
no
podía
dejar
de
sentir
cierta
culpa:
yo
había
alentado
a
Aemilia
a
saber
más
sobre
su
sinestesia,
y
ahora,
por
mi
curiosidad,
estaba
pasando
por
esto.
Si
Aemilia
sintió
lo
mismo
que
yo,
no
lo
demostró.
Se
puso
un
poco
seria,
pero
no
dijo
nada.
La
doctora
Zerón
nos
pidió
otro
estudio
más.
Esta
vez,
sería
una
angioresonancia
magnética,
para
observar
en
detalle
las
venas
y
arterias
de
esa
zona
de
su
cerebro.
Nos
dio
la
orden
médica
y
salimos
de
su
consultorio.
No
dijimos
nada.
Me
daba
un
poco
de
miedo
preguntarle
a
Aemilia
qué
pensaba,
pero
lo
hice…
no
estoy
así
100
por
ciento
feliz
esta
vez
porque…
Pues
sí,
suena
un
poco…
Pues
no
tan
grato.
No
había
mucho
más
qué
decir.
Hicimos
la
cita
en
un
hospital
que
nos
recomendó
la
doctora,
pero
no
nos
podían
recibir
sino
hasta
4
días
después.
Fuimos
al
lugar
de
tacos
veganos
favorito
de
Aemilia,
y
decidimos
seguir
con
la
visita
a
sus
papás.
Por
lo
menos
serviría
de
distracción.
Ellos
viven
en
Texcoco,
una
ciudad
a
unos
45
minutos
en
carro
de
la
capital.
En
el
camino,
Aemilia
me
contó
que
había
platicado
con
ellos
unas
semanas
antes.
Les
había
hablado
otra
vez
de
la
sinestesia
y
de
que
su
cambio
de
nombre
era
definitivo.
Pero
le
daba
la
impresión
de
que
seguían
sin
entenderlo
bien.
No
le
habían
hecho
muchas
preguntas
ni
comentarios,
y
todavía
la
llamaban
Cecilia.
Me
dijo
que
quizá
ahora
las
cosas
podían
ir
mejor,
si
estaba
yo
de
apoyo,
pero
no
sonó
muy
convencida.
Cuando
llegamos,
nos
recibió
su
mamá,
Petra.
Nos
ofreció
y
pasar
a
la
casa,
pero
por
la
pandemia
nos
pareció
más
seguro
hablar
en
el
porche.
Yo
me
senté
en
un
lado
de
la
mesa
con
la
grabadora;
Petra
estaba
del
otro,
y
Aemilia
en
la
cabecera,
entre
las
dos.
Miguel,
el
papá
de
Aemilia,
estaba
haciendo
algo
del
trabajo,
así
que
arrancamos
sin
él.
Empecé
yo,
explicando
lo
que
estábamos
haciendo,
y
luego
le
pedí
a
Aemilia
que
siguiera.
Fue
directo
al
grano:
a
la
definición.
La
sinestesia
es
una
condición
neuronal
en
la
que…
Lo
básico.
Aemilia
ya
se
los
había
dicho
otras
veces,
pero
era
como
si
lo
estuviera
explicando
por
primera
vez.
Y
la
sinestesia
que
yo
tengo
consiste
en
que
escucho
palabras
y
me
saben
o
me
huelen
a
cosas.
Petra,
su
mamá,
parecía
muy
divertida
con
lo
que
estaba
oyendo.
Esto
está
super,
¿no?
Yo
quisiera
tener
esto…
¿Para
qué?
Petra
no
respondió
la
pregunta
de
Aemilia,
pero
dijo
algo
que
ninguna
de
las
dos
esperábamos.
Y
que
nos
dejó
con
la
boca
abierta.
A
me
pasa
con
la
música,
escucho
música
y
me
vienen
colores.
Sí.
Oyeron
bien:
la
mamá
de
Aemilia
dijo,
como
si
nada,
que
ella
escucha
música
y
ve
colores.
O
sea,
que
tiene
otro
tipo
de
sinestesia.
Ahhh
mirá….
No
sabíamos
eso….
Aemilia
se
volteó
a
mirarme.
Se
veía
igual
de
desconcertada
que
yo.
Creo
que
pensó
que
su
mamá
podía
no
haber
entendido
bien,
o
que
estaba
hablando
en
lenguaje
figurado,
así
que
empezó
a
interrogarla.
¿Nos
puedes
poner
algún
ejemplo
de
algo
que
recuerdes
mucho?
Eh,
no…
En
lo
general
cuando
los
tonos
son
altos,
los
colores
son
claros
y
cuando
los
tonos
bajan
y
se
hacen
más
graves,
se
hacen
más
oscuros.
¿Hay
alguna
canción
que
recuerdes
que
sea
de
un
color?
No,
todas
son
de
varios
colores.
¿Y
eso
siempre
lo
ha
tenido?
Sí…
¿Desde
niña?
Sí.
Yo
pensé
que
esto
es
lo
normal.
¿Y
le
había
platicado
a
otras
personas?
No,
es
la
primera
vez
que
lo
platico
(risas)
¿Tú
no
sabías?
No,
por
supuesto
que
no…
Ahí
salen
los
secretos
familiares…
Todas
nos
reímos.
Yo,
de
nerviosismo,
pues
sentí
que
estaba
siendo
testigo
de
una
revelación
importantísima
en
la
vida
de
Aemilia.
Ella
se
veía
sorprendida,
pero
contenta.
Una
cosa
estaba
clara:
enterarse
de
eso
nos
daba
una
nueva
pista.
Lo
que
pasa
es
que
la
sinestesia
es
muy
genética.
Ahhh…
Entonces,
si
nos
interesaba…
Se
ha
descubierto
que
la
sinestesia
tiene
un
componente
genético,
que
puede
heredarse,
aunque
aún
no
se
encuentra
un
gen
específico
que
cause
la
predisposición
a
desarrollarla.
Hay
investigadores
que
afirman
que
casi
la
mitad
de
las
personas
con
sinestesia
podrían
tener
algún
pariente
cercano
con
la
condición.
Pensé
que
teníamos
que
contarle
lo
que
había
dicho
Petra
a
la
doctora
Zerón
cuando
la
viéramos.
Podía
ser
una
prueba
de
la
sinestesia
de
Aemilia.
En
ese
momento
llegó
Miguel,
el
papá
de
Aemilia,
a
sentarse
con
nosotras.
Y
Petra
lo
puso
al
tanto
de
las
novedades.
Miguel,
estamos
hablando
de
sinestesia…
Mhm.
Están
preguntando
si
alguien
de
nosotros
tiene
sinestesia.
¿Qué
es
eso?
Ay,
pues
es
que
llegaste
tarde…
Otra
vez
Aemilia
empezó
con
la
explicación,
pero
esta
vez
agregó
que,
al
parecer,
no
era
la
única
sinestésica
de
la
familia.
Mi
mamá
aparentemente
tiene
una
sinestesia
en
la
que
ve
colores
cuando
escucha
música.
Mhmm.
Mhmm.
Eso
fue
todo
lo
que
dijo
Miguel.
No
pareció
muy
interesado
en
profundizar
en
el
tema.
Así
que
seguimos
haciéndole
preguntas
a
Petra,
y
ella
nos
contó
que
a
veces
también
ve
figuras
geométricas.
Es
muy
común
que
las
personas
que
tienen
algún
tipo
de
sinestesia,
también
tengan
otros.
Aemilia
siguió
explicando
cómo
había
sido
para
ella
crecer
así.
Como
siempre
estaba
pensando
en
comida,
porque
todas
las
palabras
son
comida,
pues
siempre
tenía
mucha
hambre.
Y
no
si
recuerdan
que
yo
de
niña
pues
comía
bastante
y
siempre
llegaba
con
hambre
voraz
y
con
antojos
muy
específicos
también…
que
quería
espagueti
con
cátsup
porque
escuchaba
mucho
el
número
8.
Qué
chistoso…
Sus
papás
recordaban
que
tenía
antojos
raros,
pero
no
que
dijera
esas
cosas.
Creo
que
tiene
sentido:
tal
vez
para
Aemilia
era
una
experiencia
interna
muy
intensa,
pero
desde
afuera
no
se
percibía.
Ahora
me
estoy
dando
cuenta
de
todo
lo
que
tiene
Aemilia
y
también
que
yo,
¿me
parezco
a
mi
hija
o
mi
hija
se
parece
a
mí?
Cuando
llevábamos
un
rato
hablando,
llegó
Carolina,
la
hermana
mayor
de
Aemilia.
Se
llevan
año
y
medio,
y
cuando
eran
niñas
eran
muy
cercanas.
Carolina
recordaba
que
Aemilia
hablaba
de
palabras
con
sabores.
Yo
creo
que
me
lo
dijo
de
niñas,
pero
en
ese
momento
no
le
puse
atención
porque
además
los
niños
son
imaginativos.
¿Y
qué
pensabas,
no
te
acuerdas?
Que
estaba
loca.
Carolina
también
recordaba
los
primeros
intentos
de
cambiarse
el
nombre
de
Aemilia,
pero
como
juegos.
Lo
relacionaba
con
cierta
rebeldía:
por
qué
nuestros
papás
tienen
que
decidir
cómo
nos
llamamos,
¿no?
Pero
nos
dejó
algo
claro:
Para
esto
de
que
mi
hermana
en
estos…
en
estas
épocas
está
cambiando,
es
una
sorpresa.
Cambiando
de
nombre.
Aemilia
trató
de
ser
lo
más
clara
que
pudo
con
su
familia
sobre
sus
razones.
Todos
los
nombres
de
todas
las
personas
me
huelen
o
me
saben
de
determinada
manera.
Y
el
que….
pues
el
que
me
dieron
ustedes,
mi
nombre
legal,
pues
me
huele
a
saliva
seca
sobre
almohada.
Igh.
Mmm…
Esta
vez,
al
menos
su
mamá
pareció
entenderla.
¿Y
a
qué
te
huele
tu
nuevo
nombre?
Mi
nuevo
nombre
me
huele
a
vainilla.
Ah,
¡perfecto!
Petra
le
dijo
que
aunque
antes
no
había
entendido
la
importancia
del
cambio,
había
notado
que
desde
que
se
hacía
llamar
Aemilia
se
veía
más
feliz,
como
si
hubiera
renacido.
Su
padre
estuvo
de
acuerdo.
Pero,
como
suele
pasar
con
los
cambios,
no
siempre
resultan
fáciles
de
asimilar.
Cuando
pienso
en
Aemilia,
pienso
en
Cecilia.
Como
dentro
de
hay
una
parte
en
que
veo
a
ella
como
niña,
la
niña
Cecilia
y
ahora
la
mujer
adulta
es
Aemilia
así
ya
lo
estoy
arreglando
conmigo.
Pero
me
va
a
tomar
todavía
tiempo
porque
así
somos
las
mamás.
Su
hermana
le
dijo
que
iba
a
intentar
llamarla
por
su
nuevo
nombre.
Pero
que
para
ella
no
tenía
mucho
sentido.
Para
es
poco
entendible…
porque
sí,
yo
cuando
huelo
algo
me
llegan
recuerdos.
Pero
lo
que
ella
me
explica
es
totalmente
diferente.
Entonces
no,
no
me
identifico,
ni
si
esto
es
real.
Aemilia
no
respondió
nada.
Después
de
apagar
la
grabadora,
sus
papás
nos
invitaron
a
cenar.
Estuvimos
unas
horas
más.
Pude
ver
cómo
se
corregían
cuando
empezaban
a
decir
Ceci…
y
volteaban
a
mirarme
como
si
yo
fuera
a
reprobarlos.
Lo
entendieran
o
no,
me
pareció
que
todos
lo
estaban
intentando.
Se
hizo
de
noche,
así
que
nos
quedamos
a
dormir
en
la
casa
de
su
hermana,
que
vive
cerca,
y,
al
día
siguiente,
regresamos
a
Ciudad
de
México.
Le
pregunté
a
Aemilia
cómo
se
había
sentido,
y
me
dijo
que,
aunque
le
molestaba
que
su
hermana
siguiera
sin
creerle,
hasta
cierto
punto
la
entendía.
La
verdad,
ni
siquiera
yo,
que
he
hablado
tanto
del
tema
con
Aemilia,
puedo
imaginarme
cómo
sería
oler
mi
propio
nombre.
Es
como
tratar
de
pensar
en
un
color
que
nunca
he
visto.
Hay
cosas
que
solo
puede
entender
quien
las
vive.
Pero
al
menos
ya
todos
hacían
el
esfuerzo
de
usar
su
nuevo
nombre.
Habíamos
hablado
de
casi
todo
con
su
familia,
pero
hubo
un
tema
que
dejamos
por
fuera:
no
les
dijimos
nada
sobre
los
exámenes
del
cerebro
que
se
estaba
haciendo
Aemilia.
Ni
sobre
la
posibilidad
del
trombo.
No
quisimos
ni
mencionarlo,
para
no
preocuparlos
sin
tener
una
respuesta.
Pero
ya
se
acercaba
el
momento
de
enfrentarnos
a
eso.
Tres
días
después
fuimos
a
que
se
hiciera
la
angioresonancia,
para
observar
en
detalle
las
venas
de
su
cerebro.
El
hospital
quedaba
al
otro
lado
de
la
ciudad.
Estábamos
cansadas
y
sin
la
emoción
de
los
primeros
días.
Entramos
y
desde
un
principio
sentimos
todo
más
intimidante
que
las
veces
anteriores.
Bajamos
al
sótano,
donde
estaba
el
resonador
para
hacer
el
estudio.
Se
sentía
frío
y
en
la
puerta
había
un
cartel
que
decía:
“Peligro,
alto
magnetismo”.
Eso
nos
puso
todavía
un
poco
más
nerviosas.
Aemilia
cruzó
la
puerta
y
estuvo
adentro
más
de
una
hora.
Me
senté
en
una
silla
afuera
y
esperé.
Cuando
salió
ya
no
me
atreví
a
preguntarle
cómo
se
sentía.
Me
daba
miedo
que
tuvieran
que
hacerle
una
cirugía
cerebral
y
no
habría
sabido
qué
decir
si
me
confesaba
que
ella
tenía
el
mismo
temor.
Los
resultados
tardarían
un
día
en
estar
listos
y
se
los
mandarían
directo
a
la
doctora
Zerón.
Con
ellos
podría
saber
lo
más
importante:
si
las
dos
arterias
que
no
habían
salido
en
el
estudio
anterior
estaban
bloqueadas
y
Aemilia
tenía
un
trombo,
o
simplemente
nunca
se
habían
formado
en
su
cerebro.
Habían
pasado
solo
dos
semanas
desde
aquella
primera
cita,
pero
sentía
que
estábamos
en
un
lugar
completamente
distinto
de
donde
habíamos
empezado.
Se
acercaba
ya
el
momento
de
terminar
el
viaje.
Cuando
la
doctora
Zerón
abrió
la
puerta,
tenía
una
sonrisa
en
la
cara.
Intuí
que
serían
buenas
noticias.
Nos
explicó
que
el
examen
había
salido
bien:
las
arterias
no
estaban
bloqueadas,
no
se
necesitaba
cirugía
y
no
había
ningún
riesgo.
Lo
dijo
tan
rápido
que
no
alcancé
ni
a
grabarlo,
pero
recuerdo
que
Aemilia
se
dio
vuelta
y
me
hizo
un
gesto
de
celebración
con
las
manos.
Le
pedimos
que
nos
explicara
un
poco
más.
Nos
dijo
que
la
razón
por
la
que
esas
dos
arterias
no
se
veían
era
porque
nunca
las
había
tenido.
O
sea,
que
tenía
una
variante
anatómica
en
su
cerebro.
Había
nacido
así.
Su
cerebro
pues
procesa
diferentes
que
los
otros
cerebros
porque
tiene
más
flujo
sanguíneo
en
una
zona
específica,
que
es
el
lado
izquierdo.
Explico:
cuando
el
cerebro
de
Aemilia
se
estaba
formando,
dos
de
sus
arterias
nunca
se
desarrollaron.
Y
para
compensar
esa
falta,
aparecieron
otras
venas
más
pequeñas
que,
según
mostró
la
angioresonancia,
llevan
más
sangre
de
lo
normal
al
hemisferio
izquierdo
de
su
cerebro.
Aemilia
quiso
saber
qué
podía
significar
eso.
Y
el
lado
izquierdo
qué…
¿como
qué
características
tiene?
El
lado
izquierdo
sobre
todo
en
las
zonas
frontales
tiene
implicación
con
el
lenguaje,
la
expresión
del
lenguaje
y
en
la
zona
temporal,
la
captación
del
lenguaje.
La
doctora
Zerón
incluso
lanzó
una
hipótesis:
que
esa
irrigación
sanguínea
extra,
de
alguna
forma,
podía
haber
influido
en
la
sinestesia
de
Aemilia.
Entonces
por
eso
es
todas
esas
percepciones,
igual
el
lenguaje
puede
estar
más
activo,
más
desarrollado
y
tiene
más
dominancia.
Nos
dijo
que
para
darle
un
diagnóstico
oficial
de
sinestesia,
se
tendrían
que
hacer
aún
más
estudios:
una
resonancia
magnética
funcional
o
un
estudio
de
medicina
nuclear.
Pero
que
son
muy
muy
caros
y
que
no
valía
la
pena
seguir
por
ese
rumbo,
pues
el
cerebro
de
Aemilia
no
tenía
ningún
problema.
La
sinestesia
es
una
condición,
no
una
enfermedad,
así
que
no
necesita
ningún
tratamiento.
Entonces
podemos
estar
tranquilas
porque
es
una
condición
de
un
cerebro,
digamos,
sano.
Ay,
qué
bueno.
OK…
Sí,
me
alivia.
Es
muy
buena
noticia.
Muy,
muy,
muy
buena.
Esta
vez
no
duramos
ni
15
minutos
en
la
consulta.
Nos
despedimos
de
la
doctora
Zerón
y
salimos.
Estábamos
eufóricas.
Estoy
muy,
muy
feliz.
Me
siento
muy,
muy
aliviada
y
muy
feliz
de
no
tener
obstrucciones
en
mis
venas
cerebrales
y
saber
que
es
algo
anatómico…
La…
la
idea
de
alguien
abriéndome
la
cabeza
si
me
angustió
bastante.
Teníamos
una
hipótesis
y
la
seguridad
de
que
Aemilia
estaba
bien.
No
era
un
final
perfecto,
pero
se
parecía
bastante.
Sin
más
pruebas
que
hacerle
a
su
cerebro,
o
al
menos
sin
más
pruebas
que
pudiéramos
pagar,
pensé
que
lo
último
que
podía
hacer
para
ayudar
a
Aemilia
era
ponerla
en
contacto
con
un
neurocientífico
especialista
en
sinestesia,
que
le
diera
respuesta
a
las
últimas
dudas
que
le
quedaban.
Así
que
contacté
al
Dr.
Juan
Lupiáñez,
del
Centro
de
Investigación
Mente,
Cerebro
y
Comportamiento
de
la
Universidad
de
Granada.
Lupiáñez
es
coautor
de
uno
de
los
pocos
libros
que
hay
en
español
sobre
el
tema,
lo
que
lo
convirtió
en
una
especie
de
divulgador
de
la
sinestesia.
Cada
vez
que
sale
hablando
en
televisión,
recibe
llamadas
de
personas
agradeciéndole,
porque
ya
no
se
sienten
tan
raras.
Le
pedí
si
podía
hablar
con
Aemilia.
Aceptó
con
gusto
y
nos
conectamos
los
tres.
Lupiáñez
de
inmediato
empezó
a
hacerle
preguntas
específicas.
¿Son
palabras
con
significado
las
que
te
producen
esa
sensación?
¿o
en
general
el
sonido
de
las
palabras?
El
sonido
de
las
palabras…
Lupiañez
le
dijo
que
la
manera
de
tener
pruebas
científicas
de
su
sinestesia
era
con
un
experimento
parecido
al
que
Cytowic
le
hizo
a
su
vecino
Michael,
el
hombre
que
sentía
formas
al
comer.
Tendríamos
que
preparar
cientos
de
tarros
con
sabores
y
olores,
y
luego
decirle
palabras
a
Aemilia
para
que
ella
seleccionara
el
tarro
con
el
olor
o
el
sabor
más
parecido.
Ese
ejercicio
se
tendría
que
repetir
varias
veces,
dejando
pasar
meses
entre
medio.
Y
si
eso
es
así,
si
realmente
eres
sinestésica
y
tienes
una
experiencia
real
de
sinestesia
haría
que
fueras
más
rápida
y
no
cometieras
errores.
A
medida
que
hablaba,
yo
me
preguntaba
si
podríamos
diseñar
un
estudio
como
ese,
pero
me
parecía
imposible,
porque
ya
han
escuchado
a
Aemilia
describir
sabores.
Tiene
palabras
que
distinguen
el
queso
blanco
derretido
del
que
no
es
derretido,
y
yo
no
sabría
cómo
meter
eso
en
un
tarro.
Pero
Aemilia
está
segura
de
que
pasaría
ese
examen
y
cualquier
otro
parecido.
Lupiañez
estuvo
un
buen
rato
respondiéndole
a
Aemilia
todas
las
dudas
que
siempre
había
tenido.
Le
dijo,
por
ejemplo,
que
las
sinestesias
más
comunes
son
todas
las
que
tienen
que
ver
con
colores;
que
quienes
tienen
sinestesia
suelen
ser
más
creativos
y
tener
mejor
memoria.
Y
que,
se
cree,
las
conexiones
entre
algunas
de
sus
neuronas
son
un
poco
distintas.
Según
el
investigador
español,
si
el
cerebro
humano
es
como
una
computadora,
la
de
las
personas
con
sinestesia
viene
con
chips
que
se
comunican
de
una
forma
especial,
y
por
eso
pueden
realizar
dos
funciones
al
mismo
tiempo.
Cuando
ya
casi
nos
despedíamos,
le
dijo
algo
que
me
pareció
bonito:
que
percibir
el
mundo
de
otra
forma
es
un
don,
no
algo
de
qué
preocuparse.
Es
algo
maravilloso
que
en
mi
experiencia
con
ninguna
persona
que
tenga
sinestesia
le
puedes
decir:
“Oye,
¿y
quieres
que
te
la
quite?”,
dice:
“No,
hombre,
¿cómo
me
vas
a
quitar?
si
esto
es
mi
vida”.
Es
como
si
a
alguien
le
dijera:
“Oye,
¿qué
rollo
ese
que
ves
en
colores
no?
Ves
colores…
¿Quieres
que
te
haga
algo
aquí
para
que
ya
veas
en
blanco
y
negro?”.
Y
diría
pero
como,
cómo
voy
a
ver
en
blanco
y
negro,
yo
no
quiero
ver
en
blanco
y
negro
yo
quiero
ver
en
color.
Aemilia
se
sintió
bien
después
de
hablar
con
él.
Muchas
gracias.
Pues
sí,
este…
estoy
muy,
muy
contenta
con
eh…
Muchas
de
las
respuestas
que
nos
dio
me
hace
sentir
también
más
tranquila.
Como
todas
estas
personas
que
lo
contactaron,
porque
alivia
un
poco
no
estar
ante
algo
desconocido
y…
y
no
estar
como
tan
sola
en…
en
esa
situación.
Solo
nos
quedaba
que
Aemilia
encontrara
a
otros
como
ella.
Le
pregunté
si
eso
era
algo
que
le
interesaba.
Me
dijo
que
sí,
que
le
encantaría.
Así
que
empecé
a
buscar.
Para
mi
sorpresa
no
fue
tan
difícil:
rápidamente
encontré
un
grupo
en
Facebook
con
más
de
250
personas
con
sinestesia
que
hablaban
español.
Y
organicé
una
llamada
con
algunos
de
ellos
para
presentarles
a
Aemilia.
Ella
misma
lo
bautizó
“El
congreso
de
los
sinestésicos”.
Quedamos
en
hacer
la
llamada
cuando
ella
viniera
a
Xalapa
la
siguiente
semana,
por
mi
cumpleaños.
Era
un
viernes
lluvioso
y
Aemilia
no
sabía
qué
esperar.
A
las
4
de
la
tarde,
empezaron
a
conectarse.
Bueno,
yo
tengo
sonidos,
colores.
Yo
igual
sonidos,
colores.
Y
también
es…
al
momento
de
oír
ciertos
sonidos,
mi
cuerpo
reacciona…
hace
ciertos
movimientos.
Ah
bueno,
yo
la
que
tengo
se
llama
personificación
ordinal-lingüística,
le
pongo
como
personalidades
tanto
a
los
días
de
la
semana,
en
secuencia,
como
a
los
números
ordinales.
O
sea,
del
0
al
9.
Y
cada
uno
tiene
una
personalidad
distinta.
Ellos
son
Gaby,
argentino,
y
Fernanda
y
Andrea,
mexicanas.
Fueron
los
primeros
en
conectarse,
y
apenas
se
presentaron,
Aemilia
les
empezó
a
hacer
preguntas.
Le
contaron
cómo
la
sinestesia
había
marcado
sus
vidas.
Andrea
incluso
dijo
que
la
había
ayudado
a
definir
su
profesión.
Ella
es
analista
de
bases
de
datos
y
trabaja
mucho
con
números.
Bueno
la
sinestesia
como
que
le
daba
cierto
toque
de
imaginación
a
las
matemáticas
en
concreto.
No
sé,
por
ejemplo
el
8
es
como
que…
Me
da
un
poco
de
risa
y
pena
contarlo,
pero
para
tiene
una
personalidad
así
un
poco
como
estirada,
no
si
como…
Como
si
fuera
muy
engreído.
Cuando
Andrea
dijo
eso,
a
todos
nos
dio
risa.
Seguimos
hablando
y,
de
pronto,
una
persona
más
se
sumó
a
la
llamada.
Sí,
¿así
me
escuchan
mejor?
Se
había
conectado
desde
su
celular
en
un
lugar
público,
en
Ciudad
de
México,
por
eso
no
se
escucha
muy
bien.
Pero
nos
contó
que
se
llamaba
Montserrat
y
empezó
a
describirnos
su
sinestesia.
Cuando
la
escuché,
era
como
oír
a
Aemilia.
Montserrat
también,
durante
años,
había
pensado
que
todo
el
mundo
podía
saborear
las
palabras.
Con
Aemilia
habíamos
hablado
antes
sobre
si
se
conectaría
alguien
que
sintiera
lo
mismo
que
ella,
pero
nos
pareció
improbable.
Aemilia
quiso
saber
todo
sobre
cómo
había
llevado
su
sinestesia.
Y
Montserrat
le
contó
que
a
ella
no
solo
le
sabían
las
palabras,
sino
también
las
personas
enteras.
A
veces
es
un
poco
complicado
porque
yo
trabajo
en
un
tribunal,
entonces
hay
veces
que
hay,
pues
mucha
gente
y
pasan
personas
que…,
digo,
no
todos
son
sabores
agradables,
¿no?
Entonces
hay
personas
que
saben
como
feo
[risas]
No
puedo
evitar
la
sensación
de
asco
de
decir
“ugh”,
pero
pasa
seguido.
Aemilia
conocía
perfectamente
esa
sensación.
te
entiendo,
a
me
pasa
eso…
A
solo
me
pasa
con
palabras,
pero
también
como
que
hay
gente
así
a
la
que…
justo
hoy
le
cambié
el
nombre
a
alguien.
Porque
su
nombre
me…
me
huele
feo,
entonces
se
lo
cambié
por
uno
que
me
sabe
más
rico.
Fue
sin
querer…
Mientras
las
escuchaba,
pensaba
que
en
realidad
el
verdadero
propósito
del
viaje
siempre
había
sido
este:
que
Aemilia
se
sintiera
comprendida.
Y
así
fue.
Por
fin
estaba
con
los
suyos.
Aemilia
escribió
un
texto
donde
habla
más
sobre
su
sinestesia.
Pueden
encontrar
el
enlace
en
la
página
del
episodio.
Victoria
Estrada
es
productora
de
Latino
USA.
Vive
en
Xalapa,
Veracruz.
Gracias
al
doctor
Juan
Lupiañez
y
a
la
doctora
Rosalía
Zerón
por
su
gran
ayuda
para
verificar
toda
la
ciencia
de
este
episodio.
Este
episodio
fue
editado
por
Camila
Segura,
Nicolás
Alonso
y
por
mí.
Desirée
Yépez
hizo
el
fact-checking.
La
música
y
el
diseño
de
sonido
son
de
Andrés
Azpiri.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
Paola
Alean,
Lisette
Arévalo,
Xochitl
Fabián,
Fernanda
Guzmán,
Camilo
Jiménez
Santofimio,
Rémy
Lozano,
Ana
Pais,
Laura
Rojas
Aponte,
Barbara
Sawhill,
David
Trujillo,
Elsa
Liliana
Ulloa
y
Luis
Fernando
Vargas.
Emilia
Erbetta
es
nuestra
pasante
editorial.
Carolina
Guerrero
es
la
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Radio
Ambulante
es
un
podcast
de
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Estudios,
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produce
y
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en
el
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Hindenburg
PRO.
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Gracias
por
escuchar.
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Es el sabor de la piña. Pero es cuando está muy fresca y cortada en cuadritos. Es muy importante eso. Ella es Aemilia Sámano. Tiene 34 años y vive en Ciudad de México. ¡Uy, este… me encanta! Es, eh, una pizza que comía cuando mi mamá no estaba y mi papá nos llevaba a las Pizzas Paolas, tenía unos trozos de jamón muy grandes, como cubos de jamón… No está comiendo nada de lo que describe. No lo está mirando ni oliendo. Esos alimentos ni siquiera están en la habitación donde se encuentra. Este es pasta fusilli con ehm… con tal vez un poco de mantequilla, o sea como casi sin… sin salsa. Este es de mis sabores favoritos. Aemilia está leyendo papelitos. Y en ellos no hay nada extraordinario, solo palabras escritas. El primero, el que le hizo sentir el sabor de la piña, tenía escrita la palabra “quince”. El de la pizza de jamón decía “taxi”. El último, uno de sus sabores favoritos, decía simplemente “tres”. Pero no es que ella vea esas palabras y se imagine cosas. Su cerebro siente esos sabores cuando las lee y cuando las escucha. Aemilia tiene sinestesia… una condición inusual en la que los sentidos se combinan. Por ejemplo, hay personas que ven sonidos. Cada vez que escuchan una nota musical, ven un color. Y con otra nota, otro color. Se estima que un 4% de las personas tienen algún grado de sinestesia. La de Aemilia —sentir sabores cada vez que escucha, lee o piensa en una palabra— es menos común: la tiene cerca del 0,2% de la gente. A veces, incluso siente los olores. Pues la primera sensación sí es completamente en la cabeza, pero también en la nariz. No me acuerdo cuál fue la otra palabra que… que hace rato dijimos que sabía a frijol. Pero, sí a la nariz me llegó. Y es como si sí hubiera estado ahí. O sea, lo… lo olí, tal cual. Desde que tiene memoria, las palabras le han generado eso. En el colegio, las clases de matemáticas eran especialmente sabrosas. Cada número pues tiene un sabor que coincidentemente me gusta, porque no todos los sabores, de todas las palabras se me hacen ricos. El número uno, por ejemplo, le sabe a una fruta que se come mucho en México, la tuna, que viene del cactus nopal. El dos a cubos de papa cruda. El tres, ya dijimos, a fusilli con mantequilla… Son muy específicos. En secundaria lo que recuerdo mucho son sabores de queso, el cuarto, que es un queso blanco fresco, y el 4 que es ese queso pero derretido. Y, claro, de tanto sentir sabor a queso, a Aemilia le daba hambre. Cuando estaba en clase y por alguna razón el problema que estaban viendo tenía mucho que ver con el número 4, esas ganas aumentaban. Por suerte, en su colegio vendían quesadillas, así que solo era cuestión de esperar la campana que anunciaba el final de la clase. Entonces, salía con antojo de 4 al recreo y me compraba mi quesadilla de 4. Y a veces sólo me comía el queso para sentir el 4 muy bien. Aemilia tardó en darse cuenta que las demás personas no experimentaban el mundo de esa manera. O sea, como que nunca se me ocurrió que no se pensara así, que las palabras no tuvieran sabor. Es algo que les suele pasar a los sinestésicos: no es tan fácil darte cuenta de que no todos ven, escuchan o sienten exactamente lo mismo que tú. De hecho, de niña creía que los demás no hablaban de los sabores de las palabras, porque era algo que no se debía hablar en público. Y ese silencio, de cierta forma, duró casi toda su vida. Lo hablaba con algunas personas, pero casi nunca en profundidad. Le daba miedo que la juzgaran. Pero eso terminó una noche de febrero de 2021, en el encierro de la pandemia. Aemilia estaba conversando con la productora Victoria Estrada, a quien conoce desde hace siete años, y le contó que, en realidad, siempre había querido saber por qué le pasaba eso. Por qué era distinta a los demás. Y Victoria, que sabía algo sobre su sinestesia pero nunca se había atrevido a hacerle muchas preguntas, le hizo una propuesta: que llegaran juntas hasta el fondo del asunto. Podían hablar con neurólogos, con investigadores, con quien fuera necesario para entender el misterio de su cerebro. Aemilia aceptó. Y así empezó este viaje científico. Una breve pausa y volvemos. Este mensaje viene del patrocinador de NPR, Russell’s Reserve. Cuando el maestro destilador Eddie Russell creó Russell’s Reserve, quiso hacer un bourbon delicioso para todo el mundo. Siéntete a gusto con este bourbon de 10 años, añejado a la perfección, para beber solo, con hielo o en el clásico cóctel boulevardier. Haz hoy tu pedido de Russell’s Reserve a través de Drizly y disfrútalo con tus seres queridos. Russell’s Reserve: cuarenta y cinco por ciento de alcohol por volumen; 90 Prueba; 2020 Campari America, Nueva York. Por favor beber responsablemente. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Victoria Estrada nos sigue contando. Aemilia y yo nos hicimos amigas mientras estudiábamos un posgrado en Traducción. Pocas semanas después de habernos conocido, me contó que las palabras le sabían a cosas. Estábamos en un bar con otros compañeros y de pronto nos dijo que, para ella, todos nuestros nombres tenían un sabor. Ana Inés le sabía a plátano con mayonesa; Patricia a pimientos verdes; Hugo a jugo de uva; y el mío le huele a pomada de mentol… Recuerdo que nos dio risa. Para mí, fue como cuando alguien me dice que me va a leer la mano o las cartas: algo curioso y divertido, pero nada más. Igual no le creí mucho. Por un tiempo, no hablamos más de eso. Pero el año pasado, con la pandemia, empezamos a hablar más. Y por meses el tema siguió siendo recurrente. La noche en que decidimos investigarlo juntas, una de las primeras cosas que le pregunté fue si era algo que le afectaba en su día a día. Y me dijo que sí, bastante. Con cosas totalmente cotidianas. Como cuando se junta con alguien a comer. Está comiendo una pizza y la otra persona dice palabras que le generan sabores muy diferentes… como chocolate o limón, u otras cosas más desagradables que, créanme, no quieren escuchar. Y los sabores se le mezclan, arruinando la comida. Entonces así me interfiere y la pizza no me sabe a lo que me tiene que saber. Me hizo pensar en todas las veces que habíamos quedado para comer y echar chisme. Aemilia jamás me dijo que preferiría dejar de hablar por un rato. Nunca imaginé lo que podía estar sintiendo en su boca. Eso solo aumentó mi curiosidad. Empecé a hacerle preguntas detalladas: si siempre lo había tenido, si le pasaba con todas las palabras, si era posible controlarlo. Pero me di cuenta de que, más allá de describirme cuándo y cómo lo sentía, no tenía respuestas de cómo funcionaba. Si era algo que tenía que ver con sus neuronas o con sus papilas gustativas. O si le iba a durar toda la vida. Y me dijo algo más, que me sorprendió: que nunca había ido a un especialista. Para mí fue obvio que por ahí debíamos empezar. Le propuse sacar una cita con la mejor neuróloga que pudiéramos encontrar en Ciudad de México. Tal vez ahí daríamos con las primeras pistas. Salí de Xalapa, donde vivo, para encontrarme con Aemilia en Ciudad de México. Fue a principios de abril del 2021. En 500 metros tu lugar de destino estará a la derecha. Habíamos agendado una cita para ese mismo día. Así que pasé por ella para ir juntas. Estábamos emocionadas. En el camino hablamos de si existiría algún tipo de examen para saber qué le pasaba al cerebro de Aemilia y cómo sería. Si quiere que le cerremos o le dejamos así… El consultorio de la doctora Rosalía Zerón queda en la zona de Polanco, uno de los barrios más ricos de la ciudad. Llegué con mi micrófono y mi grabadora, y la doctora no hizo demasiadas preguntas de por qué queríamos grabar la consulta. Era una mujer seria pero amable, y parecía genuinamente interesada en ayudar a Aemilia. Nos hizo pasar a su consultorio, un cuarto pequeño con paredes blancas. Tenía lo básico: un escritorio, tres sillas, una báscula y una camilla. El único adorno era un cuadro de tulipanes rojos con una franja blanca, el símbolo de la lucha contra el párkinson, su especialidad. Yo había imaginado que cualquier revisión de Aemilia iba a necesitar maquinaria —sensores, cables, pantallas—, para ver dentro de su cráneo. Pero en la habitación no había nada de eso. Lo que la doctora Zerón necesitaba era información. Dígame usted, ¿qué podemos ayudarla? Platíqueme, ¿qué ha estado ocurriendo? Aemilia trató de ser lo más clara que pudo. A lo largo de toda mi vida he experimentado, pues, una situación que cada vez que escucho, bueno, cuando me concentro en una palabra, me doy cuenta de que me hace percibir algún sabor o algún olor, incluso en algunos casos, alguna sensación de dolor o de asco… Yo miraba a la doctora Zerón. Se notaba que sabía de qué estaba hablando Aemilia. No hizo la cara de sorpresa o incredulidad que he visto en otras personas —y que yo misma puse— cuando trata de explicar su condición. La doctora solo empezó con su cuestionario. Sacó una hoja y empezó a apuntar. ¿Fecha de nacimiento? 7 de mayo de 1987. ¿Originaria de dónde? Nací en Alemania… Aemilia nació en la República Democrática Alemana, en Berlín del Este. Su mamá es alemana y su papá mexicano. Vivió hasta los tres años allá y luego de la caída del muro, su familia se vino a México. Eso le llamó la atención a la doctora… ¿Su lenguaje materno es el español? El alemán. ¿O aprendió el alemán? Bueno, primero hablé alemán. Ah, eso es muy importante. Muy importante, súper importante. No dijo más sobre por qué era tan importante. Quise preguntarle, pero apenas terminó de anotarlo siguió con el cuestionario. ¿Sus papás son sanos? Según yo, sí, aunque siempre mi mamá dice que mi papá es diabético….Preguntó por el historial médico de sus padres y del resto de su familia cercana. Y por el de Aemilia, claro. Las preguntas de rutina. No había nada extraordinario en su historia clínica. Aemilia contestaba con entusiasmo… parecía esperanzada de entender las causas de lo que siempre le ha pasado. ¿Traumatismos, golpes, caídas, esguinces? Eh… bueno, sí me caí muchas veces de niña y me pegué en la cabeza. ¿Alguna con pérdida en la conciencia? No… Sólo una que me hizo vomitar. A OK, sí hubo una con vómito… Si, que me caí del quiosco. ¿A qué edad? Tendría cinco años… Me tiró mi hermana. En México les decimos quioscos a los gazebos, esas construcciones redondas que hay en las plazas. Tienen techo y a veces son elevadas, pero no mucho, si acaso un metro. La doctora le pasó a Aemilia una hoja y un lápiz. Bien, vamos a hacer una prueba más o menos similar a esta. Voy a hacer una serie de números del 1 sigue la A de la A sigue la B, del B sigue… Empezó a pedirle que hiciera diferentes pruebas: unir letras y números, dibujar un cubo, decir palabras que empezaran con “m”. No las conté, pero fueron tal vez una docena, para analizar cada función cognitiva: memoria, orientación, percepción del espacio… etcétera. Yo veía a Aemilia realizando cada una y me preguntaba si estaría batallando para concentrarse, con tantos sabores en su cabeza. El dictamen fue claro: Salió muy bien. Tiene un puntaje de 30 puntos. Quiere decir que su cerebro está perfecto. Si su cerebro estaba perfecto, ¿qué explicaba entonces lo que le pasaba? Antes de poder preguntarle, la doctora siguió con un examen físico. Buenos vamos a revisarla, para acá…La pasó a una camilla. Un golpe en la rodilla para evaluar los reflejos. Chequeo de corazón, oídos, ojos… y ahí le hizo esta pregunta: ¿Ha tenido eventos de migraña? Sí. ¿Esos cuándo han sido? Creo que cuando estoy muy muy estresada y en una de esas migrañas me dio afasia, no podía… o sea pensaba palabras y no las podía decir. Eso es bien importante… Afasia, dijo Aemilia. Es cuando se pierde la capacidad de hablar, escribir o entender las palabras, de forma momentánea o permanente. A ella le pasó a los 29 años. Por la reacción de la doctora, parecía un dato clave. ¿La detención del lenguaje cuánto duró? Eh… como 10,15 minutos. Es bastante… Hice cuentas y me sorprendí: en esa época nos veíamos todas las semanas y Aemilia nunca me contó qué le había pasado. La doctora dijo que, antes de confirmar que tenía sinestesia, había que descartar otras condiciones. Aemilia y yo nos miramos. Creo que ninguna de las dos esperábamos eso. Existen muchas enfermedades que no quiero nombrarlas porque si no se va a asustar (risa nerviosa), ¿no? que pueden simular esta condición. No sé si fue mejor que dejara a nuestra imaginación cuáles podían ser esas enfermedades. Nos explicó que había dos opciones: que su cerebro realmente tuviera sinestesia, como creíamos, o que alguna otra enfermedad estuviera generando esos mismos síntomas, es decir, la mezcla de sentidos. Y lo que contó Aemilia de sus migrañas era un dato fundamental, porque estas pueden generar alteraciones neuroquímicas en el cerebro. Aemilia parecía preocupada. Le empezó a hacer más preguntas sobre qué enfermedades podían ser. Y, al final, la doctora se las dijo: necesitaba descartar epilepsia o algún problema anatómico en el cerebro. Y para eso había que hacer estudios: lo primero era una resonancia magnética, para tener una imagen detallada de su cerebro. Cualquier anomalía se vería ahí. Quedamos en que volveríamos cuando tuviéramos los resultados. En total, la consulta duró poco más de una hora. Cuando salimos del edificio, nos subimos a mi carro y ahí prendí la grabadora de nuevo. Quiero saber cómo te sientes, ¿qué pensaste? Pues salí muy emocionada de la consulta. No me encantaría que me diagnosticaran epilepsia porque me da mucho miedo esa enfermedad, pero… pues también creo que eso es bueno entender el misterio de mi cabeza. Me sorprendió que no estuviera más asustada o hasta decepcionada: habíamos ido en busca de respuestas y salimos con más preguntas. Preguntas incómodas. ¿Entonces… se trataba de una enfermedad? ¿Algo grave estaba pasando en su cerebro? ¿Podía poner en riesgo su vida? Pero, ahora que lo pienso, creo que Aemilia se sentía bien por un motivo obvio: la doctora en ningún momento había puesto en duda lo que le estaba contando. Era la primera vez que alguien reaccionaba así ante su historia. Es más, creo que nunca lo había hablado con alguien durante tanto tiempo. Ni siquiera nosotras lo habíamos hablado tanto. Ese silencio de Aemilia tenía un origen, claro. Me lo contó al día siguiente, cuando nos sentamos frente a la grabadora a hablar. Se trataba de algo que le había pasado en la escuela, cuando tenía 10 años. Estaba en el recreo con Jazmín, una de sus amigas, cuando se le ocurrió preguntarle: Oye, a ti tu nombre te sabe a mandarinas, porque a mí Jazmín me sabe a mandarinas. Nada más me dijo como: “No”. Y fue a decirle a otras niñas que yo era muy rara. Sentirse rara era algo que le pasaba todo el tiempo a Aemilia, y no solo por los sabores que sentía con las palabras. Como su mamá era alemana, le empacaba comida para la escuela que no era la típica mexicana​​. Por ejemplo: un sandwich de pan negro con queso y cebolla, y con un tomate entero al lado, en vez de una manzana. Los demás niños decían que seguro Aemilia y su hermana comían cebollas enteras, y se burlaban de ellas. Aemilia no necesitaba más razones para ser diferente. Así que aprendió rápido a no mencionar lo de las palabras y los sabores a otros niños. Tampoco recuerda haberlo hablado en profundidad con sus padres, o, al menos, que estos le dieran demasiada importancia al tema. Le pregunté por qué nunca se preocuparon y la llevaron a un doctor, pero no supo decirme. Sí recuerda que, de niña, solía decir cosas como: “Es que esto me está sabiendo a 8”. Para Aemilia el 8 sabe a espagueti con catsup, algo que comía mucho de pequeña y por eso recuerda que lo mencionaba. Pero sus papás no parecían reaccionar. Yo creo que mi mamá más bien lo olvidó y le parecía pues poco relevante porque también si lo piensas, no es grave, ¿no? que tu hija piense en comida y diga palabras mientras come. O sea, los niños son raros en general. Lo que le pasó a Aemilia desde niña, que sus experiencias fueran demasiado raras como para que la tomaran en serio, pasó también con el estudio científico de la sinestesia. El primer registro de un caso de sinestesia ocurrió hace unos 300 años en Inglaterra: se hablaba de un hombre ciego que veía el color rojo cuando escuchaba trompetas. Con el tiempo, varios científicos reportaron casos de personas a las que se les mezclaban los sentidos en formas distintas. Que incluso asociaban números con tipos de personalidades. Fue hasta 1895 que se generalizó el uso de la palabra sinestesia para describir esta serie de condiciones. Viene del griego: “syn”, que significa “junto”, y “aísthesis” que quiere decir “sensación”. O sea, la unión de sensaciones. Quise saber más, así que contacté a uno de los neurocientíficos que más sabe sobre sinestesia en el mundo. This is Dr. Richard Cytowic in Washington, D.C. I’m a professor of neurology at George Washington University. Cytowic es profesor de neurología en la Universidad George Washington, y es famoso por ser pionero de los estudios modernos de la sinestesia. Me explicó que en las primeras décadas del siglo XX surgió una corriente muy fuerte dentro de la psicología, el conductismo, que muy pronto permeó todos los estudios que tenían que ver con el cerebro. Esta corriente únicamente le daba validez científica a lo que pudiera observarse de forma objetiva —como las reacciones de una persona ante estímulos— y buscaba poder predecir y controlar el comportamiento humano. Por eso, la consciencia, la memoria, y otros fenómenos más bien subjetivos, quedaron relegados. Y, con ellos, la propia sinestesia. Eso fue así hasta 1980. Ese año, Cytowic estaba trabajando en un hospital en Carolina del Norte, en Estados Unidos. Había obtenido su grado de doctor y estaba haciendo una especialización en neuro-oftalmología. Sus tiempos libres los pasaba en la biblioteca del hospital. Y un día encontró en un libro soviético de neuropsicología una descripción de la sinestesia. Nunca había escuchado que existiera algo así. Lo comentó con sus colegas. They said, well, this can’t possibly exist. I mean, they’re making it up. They just want attention. They’re old drug addicts having residual hallucinations from too much LSD. Sus colegas no lo tomaron en serio. Le dijeron que era una invención. Que los que decían eso solo querían atención o que tal vez eran drogadictos que seguían alucinando después de consumir demasiado LSD. Y es que todo lo que se sabía sobre el cerebro, hasta esos años, sugería que la sinestesia no podía ser real. Se pensaba que cada sentido funcionaba desde un lugar distinto del cerebro, que corrían por canales completamente separados y que no había forma de que se combinaran. Pero Cytowic enfrentó el problema de otra forma: I took the opposite view. I thought, well, gee, if our existing theory doesn’t explain synesthesia, then maybe the theory is wrong and needs to be changed. Si las teorías de cómo funcionaba el cerebro no podían explicar la sinestesia, las teorías, entonces, tenían que cambiar. Y no era casual que pensara de esa forma. Desconfiar de esa rigidez para explicar al ser humano venía de su propia experiencia personal como hombre gay. So as a 10 year old in New Jersey, my father’s medical profession said that I was sick. The church said that I was damned, and the State said that I was a criminal and I hadn’t done anything. I was ten years old. A los diez años, me dijo Cytowic, la medicina decía que estaba enfermo, la iglesia que estaba maldito y la ley que era un criminal. Durante su infancia en Estados Unidos, en la década de los 50, la homosexualidad era ilegal y seguía considerándose una enfermedad mental. Pero Cytowic siempre sospechó que los psicólogos que lo trataban como un enfermo no tenían ni idea de lo que estaban hablando. Y lo mismo pensó sobre sus colegas que juzgaban de drogadictos a los que hablaban de su sinestesia. Poco después, tuvo un golpe de suerte. Estaba cenando con un vecino, llamado Michael Watson, cuando se enteró de que tenía algo que podía ser sinestesia: le comentó que, cada vez que probaba comida, tenía la sensación de estar tocando distintos objetos. Esa misma noche había cocinado un pollo que se sentía como estar sosteniendo una esfera en las manos. Otra comida, por ejemplo, le podía generar la sensación de estar tocando una figura con ángulos, como una pirámide. Y algunas hasta las sentía como una bofetada, o como poner las manos en una cama de clavos. O sea, tenía a la mano un caso de sinestesia para estudiar. Pero cuando se lo mencionó a sus colegas, nada. El rechazo de siempre. So when people were saying that, you know, Michael Watson, the man who tasted shapes, that he couldn’t be real, I thought “I’ve heard this before”. And so, again, I pursued it. Impresionado, Cytowic empezó a investigar solo. Pero no dentro de un laboratorio con máquinas carísimas. No había forma de que le dieran financiamiento para eso. Así que se valió de su ingenio: preparó trece bebidas, que iban desde agua con azúcar hasta ácido cítrico disuelto en agua, y diseñó un diagrama con distintas figuras geométricas. Michael, el vecino, debía probarlas y relacionar cada sabor con alguna de esas figuras. Luego formó un grupo de control con personas que no reportaban tener sinestesia, y les pidió que hicieran lo mismo. Cytowic recuerda que incluso una persona llegó a salirse del estudio, porque no podía siquiera imaginar cómo relacionar sabores con formas. Era un experimento sencillo: buscaba probar que había algo en Michael que lo hacía diferente a los demás, que no estaba inventando esas relaciones, como podría hacerlo cualquiera. Y así fue. En las más de cien veces que probó las bebidas, Michael asoció siempre los sabores con las mismas formas. Las personas del grupo de control, en cambio, no tenían esa consistencia. Un día elegían unas y otro día otras. En febrero de 1981, Cytowic presentó sus hallazgos en una conferencia de la Sociedad Internacional de Neuropsicología. Y aunque hubo algo de interés en el tema, especialmente entre los científicos más jóvenes, muchos de sus colegas siguieron con la misma actitud. And they looked at me like I was crazy and said: “Oh, man, you stay away from this. It’s too weird, too New Age. It’ll ruin your career”. Le decían que estaba loco, y que esos estudios eran tan raros, tan new age, que iban a arruinar su carrera. Pero con los años, la evidencia terminó imponiéndose. Sus hallazgos, junto a los de otros investigadores, ayudaron a cambiar paradigmas sobre cómo entendemos el funcionamiento del cerebro. No solo en las personas con sinestesia, sino en general. Como la idea, hoy desechada, de que las áreas del cerebro funcionan de forma independiente entre sí. Desde entonces se han descubierto más características sobre la sinestesia. Por ejemplo, hay investigaciones que plantean que recién nacidos todos somos, en alguna medida, sinestésicos. Y que en los primeros meses de vida, vamos perdiendo esas conexiones entre los sentidos. Es algo que se llama “poda neuronal”. Algunos investigadores creen que quienes por alguna razón —genética o de estímulos externos— no llegan a perder esas conexiones, siguen siendo sinestésicos de adultos. Aunque son solo hipótesis. Hoy se tiene registro de que existen al menos 70 combinaciones distintas de sentidos. Para Cytowic, lo más importante es cómo sus descubrimientos han impactado la vida de las personas que viven con esta condición. Many people would reach me in tears saying that: “You’re the first person that ever believed me. All my life even my mother wouldn’t believe me.” And, you know, I’ve had… I’ve had grown men in tears. Just… they can’t believe that there’s such a sense of relief. Muchos le han dicho aliviados, entre lágrimas, que era la primera persona que les creía en sus vidas. Que ni siquiera sus madres lo habían hecho. Aemilia había sentido esa misma alienación. Hablar de lo que le pasaba solo había hecho que la tildaran de rara o, en el mejor de los casos, que no le prestaran atención. Cuando tenía 15 años, sus padres la llevaron a terapia. Estaban preocupados porque no tenía muchas amigas en el colegio, y pensaban que tenía problemas de autoestima. Aemilia trató de hablar sobre la sinestesia con sus terapeutas, una pareja a la que veía una vez a la semana… Les pregunté: “Es que yo siento que soy muy rara porque todas las palabras me saben a cosas”. Y se los dije y se empezaron a reír y me dijeron “Ay, pero no te preocupes. Eso sólo significa que eres muy creativa.” Y yo: “Ok”. La respuesta no le sirvió, pues era algo que le pasaba de forma involuntaria. No sentía que hubiera mucha creatividad en eso. De hecho, empezó a verlo más como una enfermedad. Pues algunas palabras incluso le generaban náuseas o una sensación de dolor en los dientes o en los músculos. Esa mirada negativa de lo que le pasaba duró varios años más. Solo empezó a cambiar cuando ya estaba en la universidad, estudiando Letras Alemanas, y en una clase le hablaron de la “sinestesia” como figura retórica. Estábamos viendo ejemplos de poesía simbolista donde había asociaciones poéticas con dos sentidos. Por ejemplo: un ruido blanco, una voz dulce. Entonces yo me sentí identificada. Dije: “Ah, pues así es la forma en la que yo pienso”. En la clase empezaron a hacer una lluvia de ideas de asociaciones sinestésicas y a Aemilia se le hizo facilísimo. Solo empezó a decir lo que sentía con cualquier palabra. Parece algo trivial, pero ese momento resultó clave para ella: relacionar la sinestesia con la poesía le dio un giro positivo a lo que le pasaba. Y es que se ha documentado que la sinestesia es ocho veces más común entre escritores, pintores y músicos que en el resto de la población. Por nombrar algunos famosos: el escritor ruso Vladimir Nabokov veía colores en las letras, y el pianista de jazz Duke Ellington también veía colores, pero cuando oía música. Después de clase les intentó explicar a dos de sus amigos que para ella no era solo una figura retórica, que realmente lo sentía. Pero le pasó lo de siempre: no le creyeron. Desde ese momento, hasta que nosotras empezamos a hablar más sobre su sinestesia, pasaron 14 años. Y creo que nunca lo hubiéramos hecho si la sinestesia no la hubiera llevado a definir una parte fundamental de su identidad. Algo que siempre la había hecho sentir incómoda. Una palabra que, desde que nacemos, define, de alguna manera, quiénes somos, cómo nos percibimos. El nombre que me pusieron mis padres no me sabe, pero me huele a saliva seca… En particular saliva seca sobre algún tipo de tela. El nombre que le pusieron sus padres es Cecilia. Y desde que recuerda, cada vez que le decían ese nombre, le llegaba ese olor desagradable. Mi nombre era horrible. Entonces me daba muchísima envidia, así como les envidias a las niñas que son la más inteligente o que su pelo está larguísimo, también les envidiaba que sus nombres sabían delicioso. Cuando era niña, Aemilia quería saber por qué le habían puesto ese nombre que le sabía apestoso. Pero sus papás no tenían ninguna respuesta muy elaborada. Su mamá le dijo que lo habían visto en una película y que lo escogieron porque se puede pronunciar fácilmente en español y alemán. Así que Aemilia empezó a intentar un cambio. La verdad es que donde podía encontraba alguna oportunidad para tener un nombre que no fuera el mío. Un poco como cuando de niño pues uno de tus juegos es disfrazarte, el mío era muchísimo cambiarme el nombre. Como cuando sus papás la llevaron a los scouts, y ahí le dijeron que, por tradición, la iban a bautizar con un nombre que venía de las leyendas sobre los bosques. Dije: “Ay, me van a poner un nombre y este si me va a gustar. No va a ser como Cecilia”… pero estaba feísimo el nombre que me pusieron. El nombre es Mino y ese nombre a mí me sabe a salchicha. Pero Aemilia siguió intentandoCada vez que veía una oportunidad, trataba de adoptar un nuevo nombre. En la escuela, en su casa, con sus amigas. Yo decía pues me quiero llamar Rosa. O sea si existe ese nombre… pues rosa es el color… es una flor súper bonita, ¿eh? No sabe tan mal como Cecilia. Le sabía a helado de agua de cereza. Así que, cuando tenía 8 años, le pidió a su familia que empezaran a decirle así. Su hermana dijo que entonces ella quería llamarse Esmeralda, por su color favorito. Rosa y Esmeralda. Le estaba siguiendo el juego… aunque no entendía que para Aemilia era mucho más que eso. Aemilia recuerda que dibujaron esos nombres en unas camisetas, para tratar de convencer a todos de aceptar el cambio, pero nadie las tomaba en serio. Recuerdo que mi mamá se reía así como “ay, qué graciosa, qué ingeniosa mi hija que… que quiere llamarse Rosa Cecilia”. No funcionó. Por años, Aemilia trató de reconciliarse con su nombre original. Descubrió que Santa Cecilia es la patrona de la música. Y aunque no le cambiaba el olor, podía concentrarse en eso cuando pensaba en su identidad. Cuando yo la conocí, y hasta el año pasado, todavía era Cecilia. Recuerdo que esa noche en el bar, cuando nos contó por primera vez de su sinestesia, también nos dijo lo del olor a saliva seca y que odiaba su nombre. Pero no me acuerdo que nos haya pedido que la llamáramos de otra forma. Mientras hacíamos esta historia le pregunté qué la había llevado finalmente a cambiar su nombre, después de tantos años e intentos. Y me contó que tuvo que ver con superar un duelo que venía arrastrando desde hace tiempo. Tenía un bloqueo de escritura causado por una depresión no diagnosticada, pero pasé, pues, por un duelo muy fuerte. Por un novio que murió mientras estudiaban juntos en la universidad. Una época en que Aemilia solía escribir poemas y cuentos. Yo tenía asociada a esa persona, con la escritura. Entonces, como que al morir él eh… la escritura se murió con él durante 7 años y ay… voy a llorar. Y, pues si, fueron o sea 7 años que no podía escribir y lloraba en las fiestas porque… pues estoy en el mundo literario, entonces… Llevaba un tiempo trabajando el tema en terapia. Lo que más quería era volver a escribir, pero no lo lograba… Y ahí llegó la pandemia y el confinamiento y eso cambió las cosas: con tanto tiempo por delante, pudo encontrar el espacio para sacar todo lo que tenía guardado. Empecé a escribir. No sé ni qué cosas porque no… no tenía ideas, ¿no? sólo como que pensaba: “quiero escribir”. Eventualmente terminó un cuento y, cuando fue el momento de intentar publicarlo, lo firmó con un nombre que la hacía sentir su sabor favorito en el mundo: el de la vainilla. Cuando alguien me dice Aemilia, me pasa que tengo una pequeña descarga de euforia. Desde que me empecé a llamar Aemilia podría decir que me siento más feliz en general en mi vida. Escribir el nombre, pensarme a mí misma en ese nombre y creo que hasta me quiero más ahora que… que me llamo Aemilia. A-e-milia, el nombre original en latín del que luego derivó Emilia. Al final el cuento no se publicó y, aunque Aemilia lo usaba como seudónimo, tardó un tiempo en pedirle a los demás que le dijeran así. Es un poco salir del clóset irle pidiendo a la gente, a mis amigos que me han estado diciendo siempre Cecilia, “Oye, podrías por favor empezar a decirme Aemilia, me hace más feliz”, ¿no? La gente como que me dice: “Bueno, ¿por qué?”, ¿no? Cada vez que lo hace, tiene que explicar lo del cruce de sentidos y que tiene una condición que se llama sinestesia… No siempre la entienden, pero en mayor o menor medida sus amigos han aceptado el cambio. A mí me pidió que le empezara a decir así unos meses antes de que empezáramos a reportear esta historia, en noviembre de 2020. Y también me confesó algo que le dolía: que su familia no aceptaba del todo su nuevo nombre. No sé por qué, pero pues creo que no entienden. Eh… Bueno, pues sí, ¿quién va a entender que… que tu nombre te huele a saliva? Pero de eso se trataba todo esto: de intentar entenderlo. Así que me quedé en su casa unos días. Platicábamos durante horas… y yo le preguntaba todo lo que se me ocurría sobre la sinestesia. Una de mis mayores dudas era: ¿cómo podía concentrarse en algo si sentía un sabor distinto con cada palabra? Pero me dijo que no funciona de esa manera. Me trató de explicar que su cerebro, de forma inconsciente, escoge a qué sabores le pone atención. Pero no son todos. Me sonó parecido a la forma en que el oído se acostumbra a filtrar el ruido de fondo. Pues imagínate, son frijoles, olor de sofá viejo, cigarro, plátano, ensalada, chilaquiles. Es un revoltijo que yo creo que sería insostenible. Aunque hay que aclarar que casi nunca asocia el nombre de las comidas con su sabor. O sea la palabra control le sabe a frijoles. Mientras que la palabra frijoles le sabe a puré de papa. Y la palabra puré le huele a basura. Y así. Mientras hablaba conmigo y respondía mis preguntas, ella misma iba cayendo en cuenta de cómo funciona su sinestesia. Esta es la primera vez que verbalizo que eso hago. No lo sabía hasta este momento. Busco un patrón de sabor, porque si no creo que sería muy desordenado… o bueno, no sé, pregúntale a mi cerebro. Y fue exactamente lo que hicimos. Le preguntamos a su cerebro con una resonancia magnética. Acompañé a Aemilia un martes temprano a la clínica. Con el resultado de ese examen, la doctora Zerón podría ver en detalle el cerebro de Aemilia. Eso que se oye es un resonador que se llama Signa-Creator, escaneando el cerebro de Aemilia con un imán de 1.5 teslas, que es equivalente a 30 mil veces el campo magnético de la Tierra. Por restricciones de la pandemia, la tuve que esperar afuera, así que ella grabó con su celular. Hablamos cuando salió de la clínica. Fue una experiencia muy extraña, sentí que era el personaje de una película. Seguro han visto máquinas de este tipo. Son cilindros blancos y horizontales, un poco intimidantes. Entras completa, acostada en un carrito. De repente, bueno, se deslizó el carrito y empezó a haber unos ruidos espantosos que parecían como de un martillo y de un robot. Estuvo ahí 30 minutos y luego trató de describirme todo lo que escuchó. El martillo hacía seis veces. Tac tac, tac, tac, tac tac. Y contestaba el robot brrraaa, braaa. Rarísimo. Los resultados estarían listos en cuatro horas. Mientras los esperábamos, Aemilia me contó que el técnico le había preguntado para qué eran. Ella le dijo que para descartar alguna enfermedad y para saber la causa de su sinestesia. El técnico quiso saber hacía cuánto la habían diagnosticado. Era una pregunta clave, pero ella no tenía respuesta. Y es que a Aemilia aún no le confirmaban que se trataba de eso. Era algo que yo había pensado varias veces en esos días: qué tal si le decían que no tenía sinestesia. Para ese momento, yo sabía que se había vuelto una parte importante de su identidad. ¿Qué iba a pasar, entonces, si le decían que era otra cosa? Le pregunté eso mismo a ella: ¿qué sentirías si te dicen que no tienes sinestesia? Pues es como un examen, ¿no? Y el resultado es: ¿eres lo que has creído ser…? Pues ahorita ya tengo 14 años creyendo que tengo sinestesia. Entonces, no sé, si el resultado es “no, no tienes sinestesia”. Pues como que voy a reprobar mi examen. Un examen cuya respuesta definiría todo lo que Aemilia pensaba sobre su vida. Lo que, durante años, tantos se habían negado a creerle. Una pausa y volvemos. Si aprecias historias como la que estás escuchando, únete a nuestro programa de membresías, Deambulantes. Tu aporte, por pequeño que sea, nos ayudará un montón. Tú tienes el poder de garantizar que podamos seguir produciendo más historias como esta, con la calidad que nos caracteriza. Para donar, anda a nuestra página web radioambulante.org/deambulantes. ¡Mil gracias! Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón. Antes de la pausa, acompañamos a Aemilia Sámano, una joven mexicana que siente sabores con las palabras, a hacerse estudios que confirmaran si tiene una condición llamada sinestesia. Pero primero había que descartar algunas enfermedades. Victoria Estrada nos sigue contando. Con los resultados de la resonancia, fuimos a otra clínica para que Aemilia se hiciera un segundo estudio, todavía más complejo: un encefalograma, que mide la actividad eléctrica y las ondas del cerebro. Era la prueba que necesitaba la doctora Zerón para descartar la epilepsia. Cuando llegamos, un doctor y un técnico nos hicieron pasar a una sala blanquísima, con un escritorio, un monitor y una camilla. A Aemilia la sentaron en el centro de la habitación, y el técnico sacó de un bolso un montón de cables de colores, terminados en unos pequeños discos metálicos de oro. Eran los electrodos que medirían su actividad cerebral. Le colocó cada electrodo siguiendo un diagrama del cráneo que traía impreso, para medir cada área del cerebro. Las otras puntas de los cables iban a una caja con muchas entradas. Le pregunté al técnico qué era eso. Es un amplificador. Llega la señal aquí y amplifica y lo podemos ver en la computadora, ¿no? Se demoró unos 15 minutos en colocarlos. Luego la acostaron en la cama, con la cabeza llena de cables, y empezaron las pruebas: le ponían luz en los ojos, le pedían que pensara en palabras específicas o simplemente que respirara. En el monitor se veía una serie de mediciones parecidas a signos vitales. Era la actividad eléctrica de las distintas regiones de su cerebro. Fueron unos 50 minutos en total y, cuando íbamos saliendo, el técnico nos dijo que podíamos pasar por los resultados al día siguiente. Por el momento, no podíamos hacer más que esperar. Aunque solo faltaba un día para llevarle los resultados a la doctora Zerón, no hablamos mucho más del tema. Ni Aemilia ni yo queríamos considerar la posibilidad de una enfermedad grave. Estábamos seguras, o queríamos estarlo, de que no tendría nada. Nos dijimos que debían ser estudios de rutina, para no dejar ningún cabo suelto… aunque no teníamos cómo saberlo. Si en realidad Aemilia estaba preocupada, no me lo dijo… se veía emocionada por la posibilidad de entender al fin su cerebro. Cuando tuviéramos respuestas, el siguiente paso sería ir a hablar con su familia. Aemilia quería que entendieran su cambio de nombre, y que lo de la sinestesia era algo real. Tal vez los resultados ayudarían. Así que decidimos esperar para ir con sus papás después de la consulta con la doctora Zerón. Llegamos un sábado temprano a su despacho. Yo tenía la idea de que iba a ser algo rápido, solo ver los estudios, descartar las enfermedades y hablar sobre la sinestesia… pero pronto me di cuenta que no sería tan sencillo. La doctora empezó revisando la resonancia magnética. Eran una serie de imágenes diferentes del cerebro de Aemilia. Nos explicó que las migrañas no habían dejado ninguna lesión permanente en su cerebro. Pero luego dijo algo que no entendí bien y me preocupó. En la parte frontal del cerebro, donde justamente se procesa el lenguaje —en el área de Broca— faltaban dos arterias: la comunicante posterior y la cerebral anterior. Es decir, que dos canales claves que tendrían que estar irrigando esa parte del cerebro de Aemilia, simplemente no se veían. En este estudio no sé con precisión si es una variante anatómica normal o algo pasó y que amputó el flujo en esas arterias… OK. Eso… eso suena extraño. Que esas dos arterias no se vieran, nos dijo la doctora, tenía dos posibles explicaciones, una más grave que la otra. La menos grave era que Aemilia nunca las hubiera tenido: que su cerebro se hubiera formado sin ellas, y otras venas menores estuvieran compensando ese trabajo. Esa era la mejor opción. Pero la otra nos asustó mucho: que Aemilia sí tuviera esas dos arterias, pero que algo las estuviera bloqueando. Y que por eso no aparecían en la imagen de la resonancia magnética. Estoy obligada a descartar que no existan otras cosas que las hayan ocluido. Otras cosas: es decir, un trombo, un coágulo en su cerebro. Ya esto cambia toda la situación. Podía ser una bomba de tiempo: si Aemilia tenía un trombo, existía la posibilidad de que en algún momento le causara un accidente cerebrovascular. Lo que suele llamarse un “derrame”. Sentí un vacío en el estómago. Traté de tranquilizarme, pensando que si en verdad había algo mal en el cerebro de Aemilia, lo mejor era saberlo lo antes posible. Pero no podía dejar de sentir cierta culpa: yo había alentado a Aemilia a saber más sobre su sinestesia, y ahora, por mi curiosidad, estaba pasando por esto. Si Aemilia sintió lo mismo que yo, no lo demostró. Se puso un poco seria, pero no dijo nada. La doctora Zerón nos pidió otro estudio más. Esta vez, sería una angioresonancia magnética, para observar en detalle las venas y arterias de esa zona de su cerebro. Nos dio la orden médica y salimos de su consultorio. No dijimos nada. Me daba un poco de miedo preguntarle a Aemilia qué pensaba, pero lo hice… Sí no estoy así 100 por ciento feliz esta vez porque… Pues sí, suena un poco… Pues no tan grato. No había mucho más qué decir. Hicimos la cita en un hospital que nos recomendó la doctora, pero no nos podían recibir sino hasta 4 días después. Fuimos al lugar de tacos veganos favorito de Aemilia, y decidimos seguir con la visita a sus papás. Por lo menos serviría de distracción. Ellos viven en Texcoco, una ciudad a unos 45 minutos en carro de la capital. En el camino, Aemilia me contó que había platicado con ellos unas semanas antes. Les había hablado otra vez de la sinestesia y de que su cambio de nombre era definitivo. Pero le daba la impresión de que seguían sin entenderlo bien. No le habían hecho muchas preguntas ni comentarios, y todavía la llamaban Cecilia. Me dijo que quizá ahora las cosas podían ir mejor, si estaba yo de apoyo, pero no sonó muy convencida. Cuando llegamos, nos recibió su mamá, Petra. Nos ofreció té y pasar a la casa, pero por la pandemia nos pareció más seguro hablar en el porche. Yo me senté en un lado de la mesa con la grabadora; Petra estaba del otro, y Aemilia en la cabecera, entre las dos. Miguel, el papá de Aemilia, estaba haciendo algo del trabajo, así que arrancamos sin él. Empecé yo, explicando lo que estábamos haciendo, y luego le pedí a Aemilia que siguiera. Fue directo al grano: a la definición. La sinestesia es una condición neuronal en la que… Lo básico. Aemilia ya se los había dicho otras veces, pero era como si lo estuviera explicando por primera vez. Y la sinestesia que yo tengo consiste en que escucho palabras y me saben o me huelen a cosas. Petra, su mamá, parecía muy divertida con lo que estaba oyendo. Esto está super, ¿no? Yo quisiera tener esto… ¿Para qué? Petra no respondió la pregunta de Aemilia, pero dijo algo que ninguna de las dos esperábamos. Y que nos dejó con la boca abierta. A mí me pasa con la música, escucho música y me vienen colores. Sí. Oyeron bien: la mamá de Aemilia dijo, como si nada, que ella escucha música y ve colores. O sea, que tiene otro tipo de sinestesia. Ahhh mirá…. No sabíamos eso…. Aemilia se volteó a mirarme. Se veía igual de desconcertada que yo. Creo que pensó que su mamá podía no haber entendido bien, o que estaba hablando en lenguaje figurado, así que empezó a interrogarla. ¿Nos puedes poner algún ejemplo de algo que recuerdes mucho? Eh, no… En lo general cuando los tonos son altos, los colores son claros y cuando los tonos bajan y se hacen más graves, se hacen más oscuros. ¿Hay alguna canción que recuerdes que sea de un color? No, todas son de varios colores. ¿Y eso siempre lo ha tenido? Sí… ¿Desde niña? Sí. Yo pensé que esto es lo normal. ¿Y le había platicado a otras personas? No, es la primera vez que lo platico (risas) ¿Tú no sabías? No, por supuesto que no… Ahí salen los secretos familiares… Todas nos reímos. Yo, de nerviosismo, pues sentí que estaba siendo testigo de una revelación importantísima en la vida de Aemilia. Ella se veía sorprendida, pero contenta. Una cosa estaba clara: enterarse de eso nos daba una nueva pista. Lo que pasa es que la sinestesia es muy genética. Ahhh… Entonces, si nos interesaba… Se ha descubierto que la sinestesia tiene un componente genético, que puede heredarse, aunque aún no se encuentra un gen específico que cause la predisposición a desarrollarla. Hay investigadores que afirman que casi la mitad de las personas con sinestesia podrían tener algún pariente cercano con la condición. Pensé que teníamos que contarle lo que había dicho Petra a la doctora Zerón cuando la viéramos. Podía ser una prueba de la sinestesia de Aemilia. En ese momento llegó Miguel, el papá de Aemilia, a sentarse con nosotras. Y Petra lo puso al tanto de las novedades. Miguel, estamos hablando de sinestesia… Mhm. Están preguntando si alguien de nosotros tiene sinestesia. ¿Qué es eso? Ay, pues es que llegaste tarde… Otra vez Aemilia empezó con la explicación, pero esta vez agregó que, al parecer, no era la única sinestésica de la familia. Mi mamá aparentemente tiene una sinestesia en la que ve colores cuando escucha música. Mhmm. Mhmm. Eso fue todo lo que dijo Miguel. No pareció muy interesado en profundizar en el tema. Así que seguimos haciéndole preguntas a Petra, y ella nos contó que a veces también ve figuras geométricas. Es muy común que las personas que tienen algún tipo de sinestesia, también tengan otros. Aemilia siguió explicando cómo había sido para ella crecer así. Como siempre estaba pensando en comida, porque todas las palabras son comida, pues siempre tenía mucha hambre. Y no sé si recuerdan que yo de niña pues comía bastante y siempre llegaba con hambre voraz y con antojos muy específicos también… que quería espagueti con cátsup porque escuchaba mucho el número 8. Qué chistoso… Sus papás recordaban que tenía antojos raros, pero no que dijera esas cosas. Creo que tiene sentido: tal vez para Aemilia era una experiencia interna muy intensa, pero desde afuera no se percibía. Ahora me estoy dando cuenta de todo lo que tiene Aemilia y también que yo, ¿me parezco a mi hija o mi hija se parece a mí? Cuando llevábamos un rato hablando, llegó Carolina, la hermana mayor de Aemilia. Se llevan año y medio, y cuando eran niñas eran muy cercanas. Carolina sí recordaba que Aemilia hablaba de palabras con sabores. Yo creo que me lo dijo de niñas, pero en ese momento no le puse atención porque además los niños son imaginativos. ¿Y tú qué pensabas, no te acuerdas? Que estaba loca. Carolina también recordaba los primeros intentos de cambiarse el nombre de Aemilia, pero como juegos. Lo relacionaba con cierta rebeldía: por qué nuestros papás tienen que decidir cómo nos llamamos, ¿no? Pero sí nos dejó algo claro: Para mí esto de que mi hermana en estos… en estas épocas está cambiando, sí es una sorpresa. Cambiando de nombre. Aemilia trató de ser lo más clara que pudo con su familia sobre sus razones. Todos los nombres de todas las personas me huelen o me saben de determinada manera. Y el que…. pues el que me dieron ustedes, mi nombre legal, pues me huele a saliva seca sobre almohada. Igh. Mmm… Esta vez, al menos su mamá pareció entenderla. ¿Y a qué te huele tu nuevo nombre? Mi nuevo nombre me huele a vainilla. Ah, ¡perfecto! Petra le dijo que aunque antes no había entendido la importancia del cambio, sí había notado que desde que se hacía llamar Aemilia se veía más feliz, como si hubiera renacido. Su padre estuvo de acuerdo. Pero, como suele pasar con los cambios, no siempre resultan fáciles de asimilar. Cuando pienso en Aemilia, pienso en Cecilia. Como dentro de mí hay una parte en que veo a ella como niña, la niña Cecilia y ahora la mujer adulta es Aemilia así ya lo estoy arreglando conmigo. Pero me va a tomar todavía tiempo porque así somos las mamás. Su hermana le dijo que iba a intentar llamarla por su nuevo nombre. Pero que para ella no tenía mucho sentido. Para mí es poco entendible… porque sí, yo cuando huelo algo me llegan recuerdos. Pero lo que ella me explica es totalmente diferente. Entonces no, no me identifico, ni sé si esto es real. Aemilia no respondió nada. Después de apagar la grabadora, sus papás nos invitaron a cenar. Estuvimos unas horas más. Pude ver cómo se corregían cuando empezaban a decir Ceci… y volteaban a mirarme como si yo fuera a reprobarlos. Lo entendieran o no, me pareció que todos lo estaban intentando. Se hizo de noche, así que nos quedamos a dormir en la casa de su hermana, que vive cerca, y, al día siguiente, regresamos a Ciudad de México. Le pregunté a Aemilia cómo se había sentido, y me dijo que, aunque le molestaba que su hermana siguiera sin creerle, hasta cierto punto la entendía. La verdad, ni siquiera yo, que he hablado tanto del tema con Aemilia, puedo imaginarme cómo sería oler mi propio nombre. Es como tratar de pensar en un color que nunca he visto. Hay cosas que solo puede entender quien las vive. Pero al menos ya todos hacían el esfuerzo de usar su nuevo nombre. Habíamos hablado de casi todo con su familia, pero hubo un tema que dejamos por fuera: no les dijimos nada sobre los exámenes del cerebro que se estaba haciendo Aemilia. Ni sobre la posibilidad del trombo. No quisimos ni mencionarlo, para no preocuparlos sin tener una respuesta. Pero ya se acercaba el momento de enfrentarnos a eso. Tres días después fuimos a que se hiciera la angioresonancia, para observar en detalle las venas de su cerebro. El hospital quedaba al otro lado de la ciudad. Estábamos cansadas y sin la emoción de los primeros días. Entramos y desde un principio sentimos todo más intimidante que las veces anteriores. Bajamos al sótano, donde estaba el resonador para hacer el estudio. Se sentía frío y en la puerta había un cartel que decía: “Peligro, alto magnetismo”. Eso nos puso todavía un poco más nerviosas. Aemilia cruzó la puerta y estuvo adentro más de una hora. Me senté en una silla afuera y esperé. Cuando salió ya no me atreví a preguntarle cómo se sentía. Me daba miedo que tuvieran que hacerle una cirugía cerebral y no habría sabido qué decir si me confesaba que ella tenía el mismo temor. Los resultados tardarían un día en estar listos y se los mandarían directo a la doctora Zerón. Con ellos podría saber lo más importante: si las dos arterias que no habían salido en el estudio anterior estaban bloqueadas y Aemilia tenía un trombo, o simplemente nunca se habían formado en su cerebro. Habían pasado solo dos semanas desde aquella primera cita, pero sentía que estábamos en un lugar completamente distinto de donde habíamos empezado. Se acercaba ya el momento de terminar el viaje. Cuando la doctora Zerón abrió la puerta, tenía una sonrisa en la cara. Intuí que serían buenas noticias. Nos explicó que el examen había salido bien: las arterias no estaban bloqueadas, no se necesitaba cirugía y no había ningún riesgo. Lo dijo tan rápido que no alcancé ni a grabarlo, pero recuerdo que Aemilia se dio vuelta y me hizo un gesto de celebración con las manos. Le pedimos que nos explicara un poco más. Nos dijo que la razón por la que esas dos arterias no se veían era porque nunca las había tenido. O sea, que sí tenía una variante anatómica en su cerebro. Había nacido así. Su cerebro pues procesa diferentes que los otros cerebros porque tiene más flujo sanguíneo en una zona específica, que es el lado izquierdo. Explico: cuando el cerebro de Aemilia se estaba formando, dos de sus arterias nunca se desarrollaron. Y para compensar esa falta, aparecieron otras venas más pequeñas que, según mostró la angioresonancia, llevan más sangre de lo normal al hemisferio izquierdo de su cerebro. Aemilia quiso saber qué podía significar eso. Y el lado izquierdo qué… ¿como qué características tiene? El lado izquierdo sobre todo en las zonas frontales tiene implicación con el lenguaje, la expresión del lenguaje y en la zona temporal, la captación del lenguaje. La doctora Zerón incluso lanzó una hipótesis: que esa irrigación sanguínea extra, de alguna forma, podía haber influido en la sinestesia de Aemilia. Entonces por eso es todas esas percepciones, igual el lenguaje puede estar más activo, más desarrollado y tiene más dominancia. Nos dijo que para darle un diagnóstico oficial de sinestesia, se tendrían que hacer aún más estudios: una resonancia magnética funcional o un estudio de medicina nuclear. Pero que son muy muy caros y que no valía la pena seguir por ese rumbo, pues el cerebro de Aemilia no tenía ningún problema. La sinestesia es una condición, no una enfermedad, así que no necesita ningún tratamiento. Entonces podemos estar tranquilas porque es una condición de un cerebro, digamos, sano. Ay, qué bueno. OK… Sí, sí me alivia. Es muy buena noticia. Muy, muy, muy buena. Esta vez no duramos ni 15 minutos en la consulta. Nos despedimos de la doctora Zerón y salimos. Estábamos eufóricas. Estoy muy, muy feliz. Me siento muy, muy aliviada y muy feliz de no tener obstrucciones en mis venas cerebrales y saber que es algo anatómico… La… la idea de alguien abriéndome la cabeza si me angustió bastante. Teníamos una hipótesis y la seguridad de que Aemilia estaba bien. No era un final perfecto, pero se parecía bastante. Sin más pruebas que hacerle a su cerebro, o al menos sin más pruebas que pudiéramos pagar, pensé que lo último que podía hacer para ayudar a Aemilia era ponerla en contacto con un neurocientífico especialista en sinestesia, que le diera respuesta a las últimas dudas que le quedaban. Así que contacté al Dr. Juan Lupiáñez, del Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento de la Universidad de Granada. Lupiáñez es coautor de uno de los pocos libros que hay en español sobre el tema, lo que lo convirtió en una especie de divulgador de la sinestesia. Cada vez que sale hablando en televisión, recibe llamadas de personas agradeciéndole, porque ya no se sienten tan raras. Le pedí si podía hablar con Aemilia. Aceptó con gusto y nos conectamos los tres. Lupiáñez de inmediato empezó a hacerle preguntas específicas. ¿Son palabras con significado las que te producen esa sensación? ¿o en general el sonido de las palabras? El sonido de las palabras… Lupiañez le dijo que la manera de tener pruebas científicas de su sinestesia era con un experimento parecido al que Cytowic le hizo a su vecino Michael, el hombre que sentía formas al comer. Tendríamos que preparar cientos de tarros con sabores y olores, y luego decirle palabras a Aemilia para que ella seleccionara el tarro con el olor o el sabor más parecido. Ese ejercicio se tendría que repetir varias veces, dejando pasar meses entre medio. Y si eso es así, si tú realmente eres sinestésica y tienes una experiencia real de sinestesia haría que tú fueras más rápida y no cometieras errores. A medida que hablaba, yo me preguntaba si podríamos diseñar un estudio como ese, pero me parecía imposible, porque ya han escuchado a Aemilia describir sabores. Tiene palabras que distinguen el queso blanco derretido del que no es derretido, y yo no sabría cómo meter eso en un tarro. Pero Aemilia está segura de que pasaría ese examen y cualquier otro parecido. Lupiañez estuvo un buen rato respondiéndole a Aemilia todas las dudas que siempre había tenido. Le dijo, por ejemplo, que las sinestesias más comunes son todas las que tienen que ver con colores; que quienes tienen sinestesia suelen ser más creativos y tener mejor memoria. Y que, se cree, las conexiones entre algunas de sus neuronas son un poco distintas. Según el investigador español, si el cerebro humano es como una computadora, la de las personas con sinestesia viene con chips que se comunican de una forma especial, y por eso pueden realizar dos funciones al mismo tiempo. Cuando ya casi nos despedíamos, le dijo algo que me pareció bonito: que percibir el mundo de otra forma es un don, no algo de qué preocuparse. Es algo maravilloso que en mi experiencia con ninguna persona que tenga sinestesia le puedes decir: “Oye, ¿y quieres que te la quite?”, dice: “No, hombre, ¿cómo me vas a quitar? si esto es mi vida”. Es como si a alguien le dijera: “Oye, ¿qué rollo ese que tú ves en colores no? Ves colores… ¿Quieres que te haga algo aquí para que ya veas en blanco y negro?”. Y diría pero como, cómo voy a ver en blanco y negro, yo no quiero ver en blanco y negro yo quiero ver en color. Aemilia se sintió bien después de hablar con él. Muchas gracias. Pues sí, este… estoy muy, muy contenta con eh… Muchas de las respuestas que nos dio me hace sentir también más tranquila. Como todas estas personas que lo contactaron, porque sí alivia un poco no estar ante algo desconocido y… y no estar como tan sola en… en esa situación. Solo nos quedaba que Aemilia encontrara a otros como ella. Le pregunté si eso era algo que le interesaba. Me dijo que sí, que le encantaría. Así que empecé a buscar. Para mi sorpresa no fue tan difícil: rápidamente encontré un grupo en Facebook con más de 250 personas con sinestesia que hablaban español. Y organicé una llamada con algunos de ellos para presentarles a Aemilia. Ella misma lo bautizó “El congreso de los sinestésicos”. Quedamos en hacer la llamada cuando ella viniera a Xalapa la siguiente semana, por mi cumpleaños. Era un viernes lluvioso y Aemilia no sabía qué esperar. A las 4 de la tarde, empezaron a conectarse. Bueno, yo tengo sonidos, colores. Yo igual sonidos, colores. Y también es… al momento de oír ciertos sonidos, mi cuerpo reacciona… hace ciertos movimientos. Ah bueno, yo la que tengo se llama personificación ordinal-lingüística, le pongo como personalidades tanto a los días de la semana, en secuencia, como a los números ordinales. O sea, del 0 al 9. Y cada uno tiene una personalidad distinta. Ellos son Gaby, argentino, y Fernanda y Andrea, mexicanas. Fueron los primeros en conectarse, y apenas se presentaron, Aemilia les empezó a hacer preguntas. Le contaron cómo la sinestesia había marcado sus vidas. Andrea incluso dijo que la había ayudado a definir su profesión. Ella es analista de bases de datos y trabaja mucho con números. Bueno la sinestesia como que le daba cierto toque de imaginación a las matemáticas en concreto. No sé, por ejemplo el 8 es como que… Me da un poco de risa y pena contarlo, pero para mí tiene una personalidad así un poco como estirada, no sé si como… Como si fuera muy engreído. Cuando Andrea dijo eso, a todos nos dio risa. Seguimos hablando y, de pronto, una persona más se sumó a la llamada. Sí, ¿así me escuchan mejor? Se había conectado desde su celular en un lugar público, en Ciudad de México, por eso no se escucha muy bien. Pero nos contó que se llamaba Montserrat y empezó a describirnos su sinestesia. Cuando la escuché, era como oír a Aemilia. Montserrat también, durante años, había pensado que todo el mundo podía saborear las palabras. Con Aemilia habíamos hablado antes sobre si se conectaría alguien que sintiera lo mismo que ella, pero nos pareció improbable. Aemilia quiso saber todo sobre cómo había llevado su sinestesia. Y Montserrat le contó que a ella no solo le sabían las palabras, sino también las personas enteras. A veces es un poco complicado porque yo trabajo en un tribunal, entonces hay veces que hay, pues mucha gente y pasan personas que…, digo, no todos son sabores agradables, ¿no? Entonces hay personas que saben como feo [risas] No puedo evitar la sensación de asco de decir “ugh”, pero sí pasa seguido. Aemilia conocía perfectamente esa sensación. Sí te entiendo, a mí me pasa eso… A mí solo me pasa con palabras, pero también como que hay gente así a la que… justo hoy le cambié el nombre a alguien. Porque su nombre me… me huele feo, entonces se lo cambié por uno que me sabe más rico. Fue sin querer… Mientras las escuchaba, pensaba que en realidad el verdadero propósito del viaje siempre había sido este: que Aemilia se sintiera comprendida. Y así fue. Por fin estaba con los suyos. Aemilia escribió un texto donde habla más sobre su sinestesia. Pueden encontrar el enlace en la página del episodio. Victoria Estrada es productora de Latino USA. Vive en Xalapa, Veracruz. Gracias al doctor Juan Lupiañez y a la doctora Rosalía Zerón por su gran ayuda para verificar toda la ciencia de este episodio. Este episodio fue editado por Camila Segura, Nicolás Alonso y por mí. Desirée Yépez hizo el fact-checking. La música y el diseño de sonido son de Andrés Azpiri. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Xochitl Fabián, Fernanda Guzmán, Camilo Jiménez Santofimio, Rémy Lozano, Ana Pais, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, David Trujillo, Elsa Liliana Ulloa y Luis Fernando Vargas. Emilia Erbetta es nuestra pasante editorial. Carolina Guerrero es la CEO. Radio Ambulante es un podcast de Radio Ambulante Estudios, se produce y se mezcla en el programa Hindenburg PRO. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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