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Radio Ambulante - La guarda memoria

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Su familia guardaba un tesoro que se creía perdido.

Cuando era niña, Evangelina Jaime disfrutaba pasar las tardes con su abuela paterna en el jardín, viéndola cuidar sus plantas. Era todavía muy pequeña para comprender que su abuela guardaba un secreto ancestral y que ella y su padre serían los encargados de sacarlo a la luz casi treinta años después.

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[Pre-Roll]:
Faltan
pocos
días
para
El
Hay
Festival
de
Cartagena,
donde
Radio
Ambulante
y
El
hilo
vamos
a
presentarnos
en
vivo.
El
viernes
27
de
enero
Silvia
Viñas
y
Eliezer
Budasoff,
presentadores
de
El
hilo,
van
a
conversar
con
la
cantante
y
compositora
puertorriqueña
iLe.
La
charla
se
llama
“Canciones
contra
el
poder”.
Y
el
sábado
28
de
enero,
con
el
equipo
de
Radio
Ambulante
vamos
a
presentar
en
vivo
seis
historias
inéditas.
Para
más
información
y
boletas,
ingresa
a
hayfestival.org/cartagenaEsto
es
Radio
Ambulante
desde
NPR,
soy
Daniel
Alarcón.
La
tarde
de
1977
en
que
empieza
esta
historia,
Inés
Gaona
cargaba
a
su
bebé
en
brazos.
Eran
los
últimos
días
de
julio
y
ese
invierno
en
Paraná,
la
capital
de
la
provincia
de
Entre
Ríos,
en
Argentina,
no
había
sido
tan
duro
como
otros.
Inés
arropó
a
su
bebé,
de
apenas
5
días
de
vida,
y
caminó
hasta
la
casa
de
su
suegra,
Ederlinda.
Su
bebé
se
llamaba
Evangelina.
Inés
estaba
casada
con
el
hijo
menor
de
Ederlinda:
Blas
Jaime.
Se
habían
conocido
cuando
ella
tenía
16
años
y
él
trabajaba
como
empleado
en
una
editorial.
Y
para
entonces,
aunque
ya
llevaban
más
de
17
años
casados
y
hasta
tenían
un
hijo
adolescente,
aún
había
muchas
cosas
que
Inés
no
comprendía
de
la
familia
de
su
marido.
Una
la
intrigaba
especialmente:
cuando
su
suegra
los
visitaba,
Inés
solía
escuchar
que
ella
y
a
Blas
conversaban
en
un
idioma
que
no
entendía
y
que
no
se
parecía
a
ninguno
que
ella
hubiera
oído
jamás.
Hablaban
bajito,
como
si
no
quisieran
que
los
escuchara…Y
por
ahí
yo
lo
escuchaba
un
habla
rara
y
cuando
yo
iba
ellos
cambiaban
de
conversación.De
inmediato,
dejaban
de
hablar
en
esa
lengua
distinta.
Un
día,
Inés
se
animó
a
preguntarle
a
su
suegra
qué
idioma
era
ese.
Blas
nunca
se
lo
había
aclarado.
Pero
Ederlinda
evitó
contestarle,
solo
le
dijo:
“Ya
te
vas
a
enterar”.
Esa
vez,
prefirió
no
insistir.
No
quería
ser
entrometida
y,
además,
le
gustaba
mucho
la
relación
que
tenía
con
ella:
conversar
con
esa
mujer
misteriosa,
a
la
que
todos
en
el
barrio
llamaban
“Morocha”,
por
su
pelo
y
su
piel
oscuros.
Inés,
en
cambio,
era
una
típica
hija
de
inmigrantes
alemanes,
de
pelo
rubio,
casi
blanco.
Y
aunque
había
partes
de
la
vida
de
Morocha
a
las
que
no
podía
acceder,
le
fascinaba
su
carácter
fuerte,
aunque
nunca
la
había
oído
levantar
la
voz.
Y
que
se
riera
poco,
pero
tuviera
siempre
una
media
sonrisa
en
la
boca.
Morocha,
además,
siempre
la
había
tratado
como
a
una
hija.
Ella
siempre
decía
“Vos
sos
la
hija
que
yo
no
tengo”.
Y
yo
en
broma
le
decía:
pero
yo
soy
blanca
y
rubia
y
usted
es
morocha.
Bueno,
pero
igual
sos
mi
hija
porque
todos
somos
iguales,
no
importa
el
color.
:
Por
eso,
aquella
tarde
en
que
fue
a
presentarle
a
su
bebé
de
5
días,
cuando
Morocha
le
pidió
quedarse
un
rato
a
solas
con
ella,
Inés
no
dudó.
Se
acercó
a
su
suegra
y,
con
cuidado,
se
la
entregó
para
que
la
arropara.
Con
la
bebé
en
brazos,
Morocha
caminó
hasta
su
dormitorio,
entró
y
cerró
la
puerta.
Inés
confiaba
en
ella,
pero
al
mismo
tiempo
quería
saber
qué
estaba
pasando,
así
que
sin
hacer
ruido,
la
siguió
y
se
detuvo
frente
a
la
puerta.
Estaba
cerrada,
pero
podía
mirar
a
través
de
un
pequeño
vidrio.
:
Y
yo
la
espié
por
ahí
y
lo
primero
que
hizo
ella
sacó
un
espejito,
le
abrió
la
boquita,
le
miró
el
paladar.Como
si
estuviera
buscando
algo.
Después
le
sacó
el
pañal
y
le
puso
la
mano
en
la
cabeza.Recostada
sobre
la
puerta,
Inés
escuchó
cómo
Morocha
le
susurraba
a
su
nieta
unas
palabras
en
esa
lengua
que
ella
seguía
sin
conocer.
Fueron
apenas
unos
minutos.
Después,
volvió
a
vestir
a
la
bebé
y
salió
del
cuarto.
Me
dice:
“Bueno,
ya
está”.Inés
tomó
a
su
hija
en
brazos
y
no
dijo
nada
más.
Estaba
intrigada,
pero,
de
nuevo,
sentía
que
preguntar
qué
acababa
de
ver
podía
parecer
una
falta
de
confianza
en
su
suegra.
Y
no
quería
ofenderla.
Tampoco
lo
comentó
con
su
marido
cuando
lo
vio.
Pero
no
podía
sacarse
de
la
cabeza
lo
que
había
presenciado,
así
que
unos
días
más
tarde
decidió
preguntarle:Abuela:
¿Qué
le
hizo
a
Evangelina
cuando
yo
se
la
traje?
No…
dijo.
Yo
le
vi
que
ella
tiene
una
cruz
en
el
paladar
y
una
cruz
en
la
pancita.
Esa
es
la
señal. Inés
no
entendía
¿La
señal
de
qué?
De
que
era
una
auténtica
chaná,
le
dijo
su
suegra.
Y
agregó:
Y
si
ella
es
la
última,
ella
va
a
ser
la
guarda
memoria.“La
guarda
memoria”…
Inés
no
entendía
qué
significaba
eso.
Pero
esa
otra
palabra,
chaná,
la
había
oído
muchas
veces
en
los
últimos
años.
Pero
cuando
ella
decía
chaná
yo
decía
¿por
qué
dice
eso?
Porque
yo
no
conocía
nada,
ni
sabía
tampoco
de
que
existían.Esta
vez,
Inés
no
siguió
preguntando
y
su
suegra
tampoco
le
explicó
mucho
más.
La
familia
era
así,
de
pocas
palabras.
No
le
dijo
que
ella,
su
hijo
Blas
y
ahora
su
nieta
Evangelina
eran
parte
de
una
estirpe
indígena
que
había
habitado
esas
tierras
por
siglos,
los
chaná,
mucho
antes
de
la
llegada
de
los
colonizadores
españoles.
Y
que,
a
principios
del
Siglo
XIX,
habían
sido
perseguidos
y
empobrecidos
hasta
la
desaparición
casi
total.
Tampoco
le
contó
que
ellas,
las
mujeres
de
su
familia,
habían
transmitido
de
generación
en
generación,
de
boca
en
boca,
la
cultura
de
ese
pueblo
casi
extinto.
Y
también
su
idioma,
esa
lengua
secreta,
ese
“habla
rara”
que
Inés
no
entendía
y
que
para
el
mundo
llevaba
casi
dos
siglos
desaparecida.
Y
hubo
algo
más
que
Morocha
no
le
dijo
ese
día
a
Inés.
Lo
más
importante
de
todo:
que
Evangelina,
su
hija
de
cinco
días,
era
la
elegida
para
que
el
idioma
chaná,
esa
lengua
casi
muerta
volviera,
algún
día,
a
existir
en
este
mundo.
Una
pausa
y
volvemos.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Emilia
Erbetta
nos
sigue
contando. A
medida
que
fue
creciendo,
Evangelina
siempre
sintió
una
afinidad
especial
con
Morocha.
Como
a
su
mamá
Inés,
le
fascinaba
el
mundo
de
su
abuela
y
le
encantaba
ir
cada
vez
que
la
familia
la
visitaba.
Desde
muy
chiquita,
había
notado
que
era
distinta
a
las
mujeres
de
descendencia
alemana
del
lado
de
su
mamá,
que
siempre
le
pedían
que
entrara
a
la
casa
para
alejarse
de
los
bichos
y
resguardarse
de
los
rayos
del
sol.
Pero
Morocha,
no.
A
ella
le
gustaba
salir
con
su
nieta
al
jardín,
tirarse
debajo
de
los
árboles
a
comer
naranjas
mientras
el
sol
les
pegaba
en
la
cara.
Desde
afuera,
la
casa
de
Morocha
era
igual
a
cualquier
otra
de
Paraná,
una
ciudad
más
bien
pequeña
para
ser
una
capital
de
provincia.
Pero
cuando
se
abría
el
portoncito
que
daba
a
la
casa,
Evangelina
quedaba
asombrada.Pero
era
como
entrar
a
un
bosque…
porque
eso
era:
árboles
y
plantas
por
todos
lados.Crecían
por
toda
la
casa:
en
macetas,
en
la
tierra,
en
latas
de
conserva.
Evangelina
recuerda
a
su
abuela
casi
siempre
en
la
misma
posición.
Si
cierra
los
ojos
todavía
puede
verla.
Agachada.
Siempre
entre
las
plantas.
Siempre
sacando
algo
o
echándoles
agua
o
regándolas…También
había
un
gran
anacahuita,
un
árbol
que
para
su
abuela
era
sagrado.
En
primavera,
el
árbol
se
llenaba
de
flores
blancas
y
daba
unos
frutos
redondos
y
amarillos,
y
con
sus
hojas
Morocha
preparaba
un
para
aliviar
la
tos
y
los
resfriados.
Cada
hierbita,
le
explicaba
Morocha
a
su
nieta,
tenía
una
función
especial,
y
muchas
de
las
que
crecían
en
su
jardín
servían
para
curar.
Algunas
eran
para
el
dolor
de
estómago
o
de
cabeza.
Otras
para
aliviar
los
ojos.
Morocha
había
aprendido
todo
esto
de
su
madre
y
esta,
a
su
vez,
de
la
suya.
Eran
conocimientos
transmitidos
durante
siglos,
por
hombres
y
mujeres
que
remaban
río
arriba
en
canoas
hechas
de
palos
y
esteras.
Que
construían
sus
poblados
sobre
grandes
montículos
de
tierra,
hueso
y
cerámica,
para
protegerse
de
las
crecidas
del
río.
Que
vivían
de
cazar,
pescar
y
recolectar
frutos.
Que
hacían
piezas
de
barro
con
formas
de
animales.
Y
que
durante
más
de
2000
años
nacieron
y
murieron
en
estas
mismas
tierras
donde
Morocha
ahora
hacía
crecer
sus
plantas
frente
a
la
mirada
fascinada
de
su
nieta.
Hombres
y
mujeres
chaná.
Como
ellas.
Durante
los
primeros
años
de
su
vida,
Evangelina
fue
absorbiendo
poco
a
poco
la
historia
de
sus
ancestros.
Tenía
cinco
o
seis
años
cuando
en
las
noches
cálidas
del
verano,
se
sentaba
bajo
la
mesa
y
aprendía
las
cosas
como
las
aprenden
todos
los
niños:
escuchando
conversar
a
los
adultos.
Y
aunque
era
demasiado
pequeña
para
entender
de
qué
hablaban
su
abuela
y
su
padre,
recuerda
bien
algo
que
Morocha
le
repetía:
Nosotros
somos
distintos.
Pero
yo
pensaba
que
era
porque
mi
abuela
me
quería
más
a
que
a
mis
otros
primos,
que
a
sus
otros
nietos.Pero
a
veces,
también,
le
mencionaban
esa
otra
palabra:
Nosotros
somos
chaná.
Nuestra
familia
es
chaná.Evangelina
no
entendía
a
qué
se
refería
Morocha
con
eso
de
ser
chaná
o
ser
distintos
al
resto.
Y
tampoco
encontraba
muchas
explicaciones
en
otro
lado:
su
papá
Blas
casi
no
hablaba
de
eso
y
su
mamá
Inés,
como
ella,
tampoco
sabía
mucho
al
respecto.
Pero
había
una
cosa
que,
desde
pequeña,
Evangelina
tenía
claro:
que
parte
de
ser
chaná
tenía
que
ver
con
aprender
a
soportar
el
dolor.
Su
abuela
siempre
se
lo
decía.
El
chaná
no
llora,
el
chaná
es
orgulloso.
Es
un
guerrero,
es
fuerte,
entonces
no
puede
llorar…Morocha
también
lo
había
aprendido
de
niña,
y
entre
los
chaná
siempre
había
sido
así:
un
bebé
que
estallara
en
llanto
podía
alertar
al
enemigo
o
delatar
dónde
se
levantaba
un
campamento.
Y
además,
lo
consideraban
un
signo
de
debilidad.
Y,
sin
saberlo
del
todo,
Evangelina
estaba
aprendiendo
a
entender
la
vida
así.Entonces
llegó
un
momento
en
que
yo
me
pegaba,
me
caía,
me
reventaba
y
no
lloraba,
me
levantaba
y
me
sacudía
y
seguía. Entre
las
costumbres
alemanas
de
su
familia
materna
y
las
costumbres
chaná
de
su
padre
y
su
abuela,
Evangelina
pasó
toda
su
infancia
sin
que
esas
dos
formas
de
estar
en
el
mundo
entraran
en
conflicto.
Era
como
si
tuviera
dos
mitades
y
no
había
nada
de
raro
en
eso.
Aunque
una
gran
parte
de
esa
mitad
chaná
se
fue
con
su
abuela
Morocha,
que
murió
cuando
ella
tenía
11
años,
un
día
de
noviembre
de
1988.
Con
su
muerte,
Evangelina
quedó
desconcertada,
como
si
nada
de
eso
fuera
del
todo
real.Fui
al
velatorio
y
todo,
pero
era
como…
como
que
lo
veía
como
en
un
sueño,
como
que
yo
iba
en
una
nube
y
estaba
ahí.
Y
después
llegar
el
domingo…
¿Y
a
dónde
voy?
Porque
yo
iba
a
la
casa
de
mi
abuela,
íbamos
siempre.
Entonces
fue
como
un
vacío
que
me
quedó
dando
vueltas.En
esos
años
que
compartieron
juntas,
su
abuela
le
había
enseñado
muchas
cosas
con
pocas
palabras.
Entre
ellas,
el
valor
del
silencio:
Morocha
solo
mencionaba
a
los
chaná
en
familia,
con
personas
de
extrema
confianza,
y
Evangelina
había
aprendido
esa
lección: Eso
no
salía
de
ahí.
O
sea,
yo
a
pesar
de
que
era
chica,
yo
no
andaba
diciendo
en
todos
lados
yo
soy
chaná,
soy
chaná…
no…Aunque,
en
realidad,
tampoco
es
que
nadie
afuera
de
su
casa
hablara
de
ellos.
Evangelina
se
daba
cuenta
de
eso
en
la
escuela:
era
como
si
el
pueblo
chaná
fuera
una
especie
de
leyenda
de
su
familia.
En
la
primaria,
ninguna
maestra
los
mencionó.
No
hubo
clases
sobre
los
chaná,
ni
tampoco
sobre
los
charrúas
o
los
guaraníes.
En
realidad,
sobre
ninguno
de
los
pueblos
que
recorrieron
esta
parte
del
mundo
cuando
Uruguay,
Brasil
y
Argentina
todavía
eran
una
sola
tierra,
sin
más
fronteras
que
los
ríos.
La
historia
que
la
pequeña
Evangelina
aprendía
en
el
aula
era
bastante
más
corta…
empezaba
con
Colón
poniendo
los
pies
sobre
América.Era
todos
los
12
de
octubre
hacer
las
carabelas
y
que
vino
Colón
y
era
el
ídolo,
de
lo
más
grande
que
podía
haber,
porque
había
llegado
con
cosas
nuevas
a
traer
todo
lo
lindo.Hasta
que
una
tarde,
cuando
Evangelina
tenía
unos
13
años,
alrededor
de
1990,
un
profesor
de
Geografía
pronunció
por
primera
vez
esa
palabra
que
ella
había
escuchado
tantas
veces
en
su
propia
casa.
Era
una
clase
sobre
los
pueblos
indígenas
de
Entre
Ríos
y
Evangelina
vio
cómo
el
profesor
anotaba
en
el
pizarrón
uno
a
uno
algunos
nombres:
charrúas,
guaraníes…
chaná. Y
cuando
escuchó
ese
nombre,
sin
pensarlo
mucho,
levantó
la
mano.
El
profesor
le
hizo
un
gesto
para
darle
la
palabra. Y
me
dice
y
le
digo…
yo
soy
descendiente
chaná. Era
la
primera
vez
que
lo
decía
en
voz
alta
y
frente
a
otros
que
no
fueran
de
su
familia.
Por
unos
segundos,
la
clase
siguió
como
si
nada.
Pero
el
profesor
se
quedó
pensativo,
como
si
no
entendiera
bien
qué
era
lo
que
le
estaba
diciendo.
Y
le
preguntó:
“¿Pero
es
verdad?,
mirá
que
los
chanás
no
existen
más,
mirá
que
los
chaná
no
hay
más”. Los
dos,
el
profesor
y
Evangelina,
parecían
igual
de
confundidos:
él,
por
lo
que
esa
alumna
algo
tímida
le
estaba
diciendo,
y
ella
por
su
reacción.
Lo
primero
que
pensó
fue
que
el
profesor
le
estaba
mintiendo.
¿Cómo
que
no
existían?
¿Entonces
quiénes
eran
su
abuela,
su
papá,
ella
misma?
De
todos
modos,
Evangelina
apreciaba
a
ese
profesor,
le
gustaban
sus
clases…
Así
que
le
respondió:
Sí,
sí,
mi
familia
es
chaná,
mi
abuela,
le
decía
yo,
mi
abuela
era
chaná.Pero
el
profesor
le
insistía
con
que
eso
era
imposible.Pero
mirá
que
los
chanás
no
existen,
los
chanás
ya
desaparecieron,
de
los
chaná
no
se
sabe
más
que
la
historia
de
lo
que
dijo
un
tal
Larrañaga…Dámaso
Antonio
Larrañaga…
Evangelina
nunca
había
escuchado
ese
nombre,
el
del
último
en
dejar
registro
escrito
sobre
los
chaná.
Un
sacerdote
y
naturalista
uruguayo,
que
en
1815
entrevistó
a
tres
ancianos
a
los
que
identificó
como
chaná.
Eran
lenguaraces,
el
término
con
que
se
llamaba
en
esa
época
a
quienes
hablaban
dos
lenguas:
su
propia
lengua
nativa
y
el
castellano
de
los
conquistadores.
Larrañaga
los
describió
como
tres
hombres
lacónicos,
más
bien
cerrados,
de
muy
poco
hablar.
Después
de
ese
encuentro,
redactó
un
documento
en
el
que
recopiló
palabras
y
detalles
sobre
la
lengua
chaná.
Tras
ese
registro,
no
había
nada
más,
y
habían
pasado
casi
dos
siglos.
Como
si
los
chaná
hubieran
desaparecido
del
mundo.
Y,
de
hecho,
eso
es
lo
que
decían
los
libros
de
Historia:
que,
como
tantos
otros
pueblos,
los
había
arrasado
la
conquista
europea.
Evangelina
no
sabía
nada
de
toda
esa
historia,
y
por
eso
no
esperaba
lo
que
sucedió
segundos
después:
las
risas
de
sus
compañeros
que
empezaron
primero
como
un
cuchicheo,
hasta
que
se
convirtieron
en
carcajadas.
Nunca
más
olvidaría
las
palabras
hirientes
que
le
dijeron
ese
día. Ahhh,
vos
sos
india,
que
claro,
que
con
razón,
que
sos
negra,
que
sos
esto,
que
sos
lo
otro…
y
siguió
un
día,
dos,
tres… Las
burlas,
los
chistes
racistas…
ahora
que,
sin
quererlo,
había
revelado
su
secreto,
en
la
escuela
Evangelina
podía
sentir
las
miradas
sobre
ella.Por
ahí
me
decían
“ahí
viene
la
negra
indígena”,
o
te
hacían
con
la
boca
“oh,
oh,
oh…”
Y
a
decirme
muchísimas
cosas
que
a
mí,
la
verdad,
en
ese
momento
me
dolieron
y
me
sentí
mal,
me
puse
mal
y
decidí
no
decir
más
nada,
o
sea
me
callé.Hasta
ese
día,
ser
descendiente
chaná
no
había
sido
para
ella
nada
raro
ni
menos
algo
de
lo
que
debiera
avergonzarse.
Aunque
muchas
veces
se
había
sentido
discriminada
por
el
color
de
su
piel,
que
era
marrón
como
la
de
su
papá
y
la
de
su
abuela.
Pero
ese
día
en
la
escuela,
por
primera
vez,
se
sintió
como
alguien
distinto
al
resto
de
sus
compañeros.
O
al
menos
a
como
ellos
se
veían
a
mismos:
blancos
o
a
lo
sumo
mestizos.
Ella,
en
cambio,
ahora,
frente
a
los
ojos
de
todos,
era
una
indígena.
Y
como
acababa
de
aprender,
ser
indígena
en
Argentina…
parecía
no
tener
lugar.
De
alguna
manera,
por
primera
vez
entendió
el
silencio
de
su
abuela
Morocha.
Y
Evangelina,
que
recién
empezaba
la
adolescencia,
empezó
a
preguntarse
quién
era
ella
realmente:
¿A
dónde
pertenezco?,
¿a
qué
grupo
me
voy?
Porque
con
los
blancos
no
puedo,
y
nadie
era
indígena,
nadie
era
descendiente
de
indígenas…Eran
los
años
90
y,
para
que
tengan
una
idea,
en
la
Argentina
ni
siquiera
había
una
pregunta
en
el
censo
nacional
sobre
la
pertenencia
a
los
pueblos
originarios.
Era
como
si
directamente
no
existieran.Ser
indígena
era
como
algo
despreciable…
que
uno
no
tenía
que
decir
nada.
Que
se
tenía
que
callar
y
que
aceptar
el
color
de
la
piel
porque
bueno,
estaba
más
tostada
por
el
sol
que
el
resto,
pero
nada
más.Así
que
decidió
que
iba
a
hacer
eso:
callar.
Y
cumplió:
nunca
más
mencionó
en
la
escuela
su
herencia
chaná
ni
frente
a
sus
amigos
ni
con
nadie.
Y
tampoco
le
contó
a
sus
padres
lo
que
había
pasado.
No
lo
sabía,
pero
con
eso
también
cumplía
con
parte
de
su
legado
chaná.
Después
de
todo,
el
silencio
siempre
había
sido
para
ellos
una
estrategia
de
supervivencia.
Pero
fue
por
esa
misma
época,
algunos
meses
después,
que
su
padre
decidió
que
al
fin
era
el
momento
de
hablar
del
tema
con
ella.
Veía
que
su
hija
ya
era
lo
suficientemente
grande
para
entender
su
historia.
Él,
Blas
Jaime,
era
empleado
municipal,
un
hombre
serio
pero
carismático
a
su
manera,
que
se
había
abierto
camino
en
el
mundo
sin
ir
a
la
escuela.
Ese
día,
levantó
la
vista
del
diario
y
le
dijo:
Nosotros
vos
sabés
que
somos
chaná,
vos
quisieras
aprender,
yo
te
puedo
enseñar
porque
le
corresponde
a
la
mujer,
no
a
mí,
sino
que
todas
mis
hermanas
murieron
y
la
abuela
me
enseñó
a
porque
no
tenía
a
quién
enseñarle. Evangelina
sabía
algo,
poco,
lo
que
había
ido
escuchando
en
conversaciones
durante
su
infancia,
pero
no
conocía
la
historia
completa.
Ese
día,
Blas
le
explicó
que
aunque
entre
los
chaná
eran
las
mujeres
las
encargadas
de
transmitir
la
lengua
y
la
cultura,
su
tres
hermanas
habían
muerto
de
tifus
cuando
eran
pequeñas.
Entonces,
su
madre
había
tenido
que
tomar
una
decisión
que
ninguna
otra
chaná
había
tomado
antes:
elegir
a
uno
de
sus
hijos
varones
para
enseñarle
esas
cosas.
Y
lo
eligió
a
él.
Como
Morocha,
Blas
también
era
de
pocas
palabras
y
ese
día
no
le
dijo
mucho
más
que
eso:
que
si
quería
podía
enseñarle.
Pero
no
le
dijo
otras
cosas
importantes.
No
le
explicó,
por
ejemplo,
que
lo
que
le
ofrecía
era
un
honor
enorme
para
una
chaná,
reservado
solo
para
las
mujeres
más
inteligentes,
ni
que
su
abuela
Morocha,
a
quien
ella
había
amado
tanto,
había
sido
una
de
ellas,
una
adá
o
yendén,
en
lengua
chaná,
una
“mujer
guarda
memoria”.
La
última
de
su
familia.
Tampoco
le
contó,
y
Evangelina
demoraría
mucho
tiempo
en
saberlo,
que
cuando
él
tenía
12
años,
Morocha
le
había
dado
lecciones
en
las
que
lo
iba
llevando
con
paciencia
a
través
de
la
larga
historia
del
pueblo
chaná.
Blas
había
aprendido
todo
sobre
la
vida
de
sus
ancestros:
que
solían
romper
vasijas
para
liberar
a
los
espíritus
cuando
dejaban
un
campamento,
que
decoraban
las
ropas
de
los
muertos
con
loros
para
que
dialogaran
con
ellos.
Que
los
hombres
chaná
tenían
prohibido
agredir
a
las
mujeres.
Le
habló
de
poblados
silenciosos,
donde
no
solo
los
niños
no
lloraban,
sino
que
los
perros
no
ladraban,
porque
les
cortaban
las
cuerdas
vocales.
Esas
clases
habían
durado
más
de
una
década
y,
en
ellas,
Morocha
también
le
había
contado
historias
de
chaná
a
los
que
los
conquistadores
les
habían
cortado
la
punta
de
la
lengua
por
hablar
en
su
idioma.
Y
por
lo
mismo
le
había
dicho
que
tenía
que
seguir
así:
protegido
por
un
manto
de
silencio.
No
podía
hablar
con
nadie
ni
difundir
lo
que
había
aprendido,
hasta
que
recibiera
una
señal.
Aunque
no
le
dijo
cuál
sería.
Pero,
como
dijimos,
en
ese
momento
Blas
no
le
contó
nada
de
todo
eso
a
su
hija.
Apenas
le
dijo
que
si
ella
quería,
él
podía
enseñarle
lo
que
su
madre
le
había
enseñado
a
él.
Y
la
respuesta
de
Evangelina
no
fue
la
que
esperaba. Yo
le
dije:
“No,
no
quiero,
no
quiero
aprender
nada,
no
quiero
saber
nada”.Después
de
lo
que
había
pasado
en
su
escuela,
tenía
miedo
de
que,
si
aceptaba
esa
parte
de
su
vida,
la
siguieran
discriminando.
Tenía
miedo
de
que
hasta
la
familia
de
su
mamá
la
rechazara.Me
parecía
que
me
iban
a
dejar
de
saludar
o
me
iban
a
dejar
de
querer,
por
yo
decir
que
era
descendiente
de
indígenas.Así
que
no:
quería
ser
una
adolescente
como
cualquier
otra.
Estudiar,
salir
con
sus
amigas,
hacer
sus
cosas,
sin
cargar
con
ninguna
historia
sobre
ella.
Sin
que
nadie
se
volviera
a
burlar.
No
le
interesaban
ni
la
cultura
chaná,
ni
sus
ancestros
ni
su
lengua
secreta,
solo
quería
que
la
dejaran
en
paz.
Y
así
vivió
los
siguientes
diez
años,
tratando
de
dejar
todo
eso
atrás,
siempre
con
la
sensación
de
ser
parte
de
una
historia
que
en
su
país
era
negada.
Y
es
que
Argentina
construyó
parte
de
su
identidad
sobre
esta
idea
absurda
de
que
“bajamos
de
los
barcos”,
que
incluso
repitió
el
actual
presidente:
que
descendemos
de
los
inmigrantes
europeos
que
llegaron
al
país
desde
fines
del
siglo
XIX.
Como
si
este
fuera,
entre
comillas,
“un
país
sin
indígenas”.
Recién
en
2001,
cuando
el
Censo
Nacional
incluyó
la
pregunta
sobre
pertenecer
a
algún
pueblo
indígena,
las
estadísticas
empezaron
a
mostrar
cómo
los
pueblos
originarios
siguen
presentes
en
Argentina.
Evangelina
no
recuerda
qué
contestó
en
ese
censo.
Y
aunque
esa
mañana
en
la
escuela
cuando
se
animó
a
identificarse
como
chaná
había
pasado
hacía
ya
muchos
años,
seguía
siendo
un
recuerdo
doloroso
y
por
eso
esa
parte
de
su
identidad
seguía
guardada
adentro
suyo,
muy
adentro.
Lo
guardé
como
un
recuerdo
para
y
de
mi
abuela,
no
hablé
más
del
tema
con
nadie. Pero
que
no
hablara
de
eso
con
nadie
no
significaba
que
no
estuviera
ahí,
siempre
latente.
Algunas
noches,
cuando
se
quedaba
estudiando
hasta
la
madrugada
para
ser
Técnica
en
Turismo,
el
recuerdo
de
su
abuela
le
venía
a
la
cabeza,
una
y
otra
vez.
Y
también
las
preguntas
sin
responder…
Y
me
ponía
a
pensar
que
qué
me
hubiera
podido
enseñar
mi
abuela
si
hubiera
vivido
mucho
más
tiempo
del
que
vivió
conmigo.En
esos
años
de
estudiante,
Evangelina
tuvo
varias
oportunidades
para
volver
a
decir
“soy
chaná”
y
siempre
prefirió
el
silencio.
Pero
algo
cambió
alrededor
del
2001.
Para
ese
momento,
con
23
años,
Evangelina
se
había
casado
y
había
tenido
un
bebé.
Y
con
la
llegada
de
su
hijo,
cuando
lo
tenía
en
brazos,
y
lo
miraba
ahí,
tan
pequeño,
tan
nuevo
en
el
mundo,
sentía
el
peso
de
haber
negado
una
parte
de
misma. Me
puse
a
pensar
qué
clase
de
ser
humano
quiero
que
sea
esta
persona
que
está
acá,
que
me
eligió,
que
yo
sea
la
mamá,
lo
tengo
que
guiar
bien,
por
un
buen
camino.
Y
si
yo
me
sigo
quedando
callada,
qué
clase
de
hijo
voy
a
criar
si
le
sigo
enseñando
a
que
se
siga
quedando
callado… Una
cosa
le
parecía
clara:
no
podía
guiarlo
desde
el
silencio.
Por
esa
misma
época,
alrededor
del
2001,
Evangelina
y
su
papá
Blas
se
pelearon
y
dejaron
de
hablarse.
La
relación
entre
ellos
se
complicó
cuando
él,
a
los
67
años,
dejó
a
su
esposa
Inés,
y
formó
una
nueva
familia
con
otra
mujer.
Pero
a
Evangelina
le
llegaban
noticias,
cada
tanto,
de
su
papá.
A
través
de
otros
familiares,
supo
que
Blas
había
empezado
a
romper
ese
silencio
que
había
cultivado
durante
tantos
años.
Ya
jubilado,
le
preocupaba
que
todo
lo
que
había
aprendido
de
sus
ancestros
se
perdiera
con
él.
Quería
encontrar
a
alguien
con
quien
poder
hablar
en
chaná
como,
tantos
años
atrás,
él
lo
había
hecho
con
su
madre.
Ya
había
asumido
que
con
su
hija
no
podría
ser,
pero
quizás
había
otros
descendientes
en
Entre
Ríos
o
alguna
otra
zona
del
país.
Personas
que,
como
él,
hubieran
aprendido
en
su
casa,
y
hubieran
seguido
los
mismos
consejos:
recordar
y
callar.
Así
que
empezó
por
ir
al
programa
de
radio
de
un
amigo,
donde
Blas
hablaba
sobre
la
cultura
chaná,
con
la
esperanza
de
que
alguien
se
acercara,
pero
no
pasaba
nada.
Parecía
como
si
fuera
el
último
chaná
sobre
la
tierra.
Así
pasaron
tres
años,
hasta
que
un
día
de
2004,
Blas
estaba
manejando
su
auto
cuando
se
cruzó
con
un
conocido,
que
le
pidió
que
lo
llevara
hasta
su
casa,
porque
quería
presentarle
a
una
amiga.
Ella
era
descendiente
de
indígenas
y
estaba
allí
para
participar
de
unas
actividades
que
se
iban
a
hacer
en
honor
a
los
pueblos
originarios,
que
para
entonces,
poco
a
poco,
ya
empezaban
a
ser
más
visibles.
Evangelina
me
dijo
que
no
sabía
los
detalles
de
cómo
había
sido
esa
conversación.
Y
cuando
le
pregunté
si
podía
hablar
con
Blas,
me
explicó
que
era
difícil…
hoy
tiene
88
años
y
problemas
para
escuchar.
Pero,
de
todas
formas,
me
pasó
su
número.
Me
parecía
importante
que
fuera
él
quien
me
contara
esta
parte
de
la
historia,
de
la
que
era
el
protagonista
y
el
único
testigo,
porque
Evangelina,
para
entonces,
no
hablaba
con
él.
Nos
conectamos
a
través
de
una
llamada
de
WhatsApp.
Esa
mañana
se
sentía
bien,
y
por
eso
hizo
un
esfuerzo
para
recordar
los
detalles
de
esos
días
en
que
su
vida
cambió
para
siempre,
casi
20
años
atrás.
Todavía
recordaba
bien
las
palabras
de
su
amigo
ante
la
mujer
que
lo
esperaba
en
su
casa.
Entonces
me
presentó…
Él
dice
“este
hermano
es
chaná”,
es
el
único
que
habla
chaná
que
quedó.La
mujer,
que
conocía
a
muchos
descendientes
de
otros
pueblos
originarios,
lo
miró
incrédula,
como
si
fuera
un
fantasma.
Y
la
respuesta
que
le
dio
fue
muy
parecida
a
la
que
Evangelina
había
recibido
en
el
aula
muchos
años
antes.
Le
dijo:
Pero
no
puede
ser,
si
no
hay
ningún
chaná
vivo,
ya
los
chaná
no
existen
más.Y,
en
ese
momento,
Blas
pensó
lo
mismo
que
su
hija
frente
a
aquel
profesor
¿Cómo
que
los
chaná
no
existían
más,
si
él
estaba
ahí,
parado
frente
a
ella?
Le
respondió
con
algo
de
humor,
como
siempre
hacía. Y
bueno,
yo
le
dije
“señora,
yo
existo,
toque
si
quiere,
que
estoy
de
carne
y
hueso”.Conversaron
durante
un
rato
y,
antes
de
despedirse,
la
mujer
lo
invitó
a
participar
en
unas
actividades
que
iban
a
hacer
en
un
teatro
con
chicos
de
las
escuelas
de
Paraná,
unos
días
más
tarde.
Blas
lo
pensó
unos
segundos.Y
yo
me
di
cuenta
que
esa
era
la
señal.En
ese
momento,
parado
en
esa
casa
a
la
que
había
llegado
casi
por
casualidad,
Blas
lo
supo:
esa
invitación
a
hablar
en
público
sobre
los
chaná
era
la
señal
de
la
que
le
había
hablado
su
madre
más
de
cincuenta
años
atrás.
Había
llegado
el
momento
de
romper
definitivamente
el
silencio. Una
pausa
y
volvemos.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Antes
de
la
pausa,
escuchamos
la
historia
de
Evangelina,
una
descendiente
de
la
cultura
chaná
que,
durante
toda
su
vida,
se
había
negado
a
seguir
la
tradición
secreta
de
su
familia.
Pero
su
padre,
Blas,
había
decidido
hablar
en
público
de
lo
que
llevaban
décadas
ocultando.
Y
eso
iba
a
cambiar
todo
para
ambos.
Emilia
Erbetta
nos
sigue
contando.La
cita
en
el
teatro
era
para
el
sábado
siguiente,
y
en
el
público
había
más
de
700
niños
de
distintas
escuelas.
Cuando
Blas
llegó,
lo
sentaron
en
el
escenario
junto
a
algunos
representantes
de
distintos
pueblos
originarios.
Unos
minutos
después,
Blas
escuchó
que
la
mujer
que
hacía
de
maestra
de
ceremonias
dijo:
“bueno,
ahora
va
a
hablar
un
anciano
aborigen”.Yo
miré
alrededor
a
ver
quién
era
el
anciano…
Y
ella
dice
“es
usted,
usted…”Blas
tomó
el
micrófono,
dijo
unas
palabras
en
chaná,
y
empezó
a
hablar
sobre
la
vida
de
los
niños
de
su
pueblo:
contó
que
comían
mucho
maíz
y
que
pescaban
haciendo
canaletas
sobre
el
lecho
del
río…
las
cosas
que
podían
interesarles
a
esos
chicos
y
chicas
que
lo
miraban
desde
las
butacas. Y,
bueno,
yo
sentía
que
estaba
cumpliendo
con
mi
deber,
para
lo
que
había
nacido.
Empecé
a
hablar
y
desde
el
momento
en
que
hablé
la
primer
vez,
nunca
más
dejé
de
hacerlo
porque
ya
no
me
dejaron.De
hecho,
al
salir
del
teatro,
ya
lo
esperaban
en
la
puerta
unos
periodistas,
que
le
hicieron
entrevistas
para
un
canal
de
televisión
de
Paraná
y
para
un
periódico
local.
En
las
notas
decían
que
Blas
era
un
auténtico
descendiente
chaná
y
que,
además,
hablaba
la
lengua
perdida
de
sus
ancestros.
Ese
dato
en
seguida
llamó
la
atención
de
Tirso
Fiorotto,
un
periodista
que
escribía
para
La
Nación,
uno
de
los
diarios
más
importantes
de
Argentina,
y
que
sería
el
que
cambiaría
la
vida
de
Blas
y
Evangelina
para
siempre.
Parecía
incluso
demasiado
bueno
para
ser
verdad:
¿cómo
que
había
un
señor
jubilado
en
Entre
Ríos
que
hablaba
una
lengua
muerta?
Este
es
Tirso:Enseguida
advertí
que
ahí
había
un
tesoro…
extraordinario.
Yo
fui
en
busca
del…
del
idioma
chaná,
que
sabía
que
era
un
pueblo
que
había
desaparecido
como
comunidad
hacía
200
años. Empezó
a
hacer
preguntas
para
ver
si
alguien
lo
conocía,
y
un
pescador
de
la
zona
lo
orientó
hasta
un
barrio
en
las
barrancas
del
río
Paraná,
de
casas
humildes
y
calles
de
tierra,
donde
vivía
Blas
con
su
nueva
esposa
y
un
hijo
pequeño.
Era
2005
y
Tirso
todavía
usaba
un
grabador
de
esos
que
llevaban
casettes.
Antes
de
empezar,
presionó
REC.
Él
quería
hablar
del
idioma,
pero
Blas
quería
contarle
todo
sobre
la
cultura
de
su
pueblo.
Por
eso
enseñaban
a
sus
niños
a
no
llorar,
a
sus
perros
a
no
ladrar,
y
se
hablaba
bajo…Tirso
comenzó
a
hurgar
en
la
memoria
de
Blas,
buscando,
sobre
todo,
palabras.
Le
preguntó
cómo
llamaban
a
las
hojas
de
los
árboles,
a
los
dedos
de
las
manos,
o
al
animal
más
peligroso
del
monte,
el
puma.Eran
buní,
buní….
Gato
grande,
añi…
porque
era
amarillo
el
puma.Hablaron
un
rato
largo
y,
cuando
salió
de
la
casa
de
Blas,
Tirso
no
podía
creer
lo
que
acababa
de
escuchar.
Esto
que
había
encontrado…
nooo…
superaba
todo,
superaba
todo…
Casi
40
años
que
tengo
de
periodismo
y
nunca
llegué
a
mi
casa
tan
impactado
con
una
nota,
¿no?Estaba
conmovido
y
eso
se
notó
en
el
artículo
que
publicó
en
La
Nación.
Presentaba
a
Blas
como
un
hombre
de
expresión
apacible,
que
guardaba
como
un
tesoro
el
idioma
de
sus
ancestros.
Contaba
la
forma
en
que
había
aprendido
a
hablarlo.
Y
citaba
cosas
que
lo
habían
fascinado
durante
la
entrevista,
como
la
forma
en
la
que
los
chaná
llamaban,
por
ejemplo,
al
humo,
juntando
varias
palabras
que
unidas
significaban
hijo
del
fuego
que
hacía
llorar
al
que
quemaba.
El
artículo
llegó
a
oídos
de
un
lingüista
de
Buenos
Aires,
Pedro
Viegas
Barros,
que
le
escribió
pidiéndole
más
información
sobre
Blas.
Lo
que
había
leído
lo
había
dejado
perplejo:
llevaba
años
investigando
las
lenguas
originarias
de
América
Latina,
era
su
tema
de
doctorado,
y
todos
los
estudios
y
documentos
que
había
leído
hablaban
del
chaná
como
una
de
cientos
de
lenguas
indígenas
desaparecidas
tras
la
conquista.
No
podía
ser.
Intercambiaron
varios
correos
y
Tirso
le
mandó
por
encomienda
los
tres
cassettes
de
la
entrevista.
Eran
casi
tres
horas
de
grabación,
que
convencieron
al
lingüista
de
viajar
cuanto
antes
para
conocer
personalmente
a
Blas.
Viegas
Barros
no
contestó
a
nuestros
pedidos
de
entrevista,
pero
en
varios
lugares
explicó
que
solo
necesitó
15
minutos
con
Blas
para
darse
cuenta
de
que
era
cierto:
estaba
frente
a
alguien
que
dominaba
una
lengua
que
se
creía
extinta.
Lo
que
Blas
sabía
requería
un
conocimiento
lingüístico
demasiado
profundo
como
para
haberlo
aprendido
leyendo
por
ahí.
Incluso
se
lo
explicó
a
Tirso
en
una
ocasión.Hablamos
esto
con
Pedro
Viegas
Barros
y
él
me
había
hecho
notar
que
algunas
de
sus
expresiones
es
imposible
que
las
haya
inventado
una
persona
común,
salvo
que
fuera
un
lingüista
muy
avezado.Lo
que
se
sabía
de
la
lengua
chaná
no
era
mucho
más
que
lo
que
había
escrito
aquel
naturalista
uruguayo
que
mencionamos
antes,
Larrañaga,
el
último
en
entrevistar
a
tres
chaná
en
1815.
Que
sus
sonidos
eran
más
bien
guturales
o
que
en
él
no
existía
la
F
ni
la
LL
ni
la
Z
ni
la
Ñ.
Aunque
ese
registro,
de
apenas
13
páginas,
era
más
que
un
apunte
técnico.
Era
también
un
testimonio
de
cómo
los
chaná
veían
el
mundo.
Larrañaga
anotó,
por
ejemplo,
que
no
se
les
conocían
palabras
para
decir
dios,
alma,
entendimiento
o
voluntad,
pero
memoria,
interior
y
corazón.
Pero
Blas
sabía
mucho
más.
Por
eso,
con
el
lingüista
empezaron
un
trabajo
casi
artesanal
para
rescatarlo
de
los
recovecos
de
su
cerebro:
recopilaron
palabras,
reconstruyeron
la
gramática
y
la
fonología.
Incluso
recorrieron
el
río
Paraná
buscando
a
más
descendientes
que
hubieran
aprendido
la
lengua
desde
niños,
pero
no
encontraron
a
nadie.
En
el
camino,
Blas
empezó
a
hacerse
cada
vez
más
famoso.
Era
como
una
pequeña
celebridad
local.
Evangelina
aún
estaba
peleada
con
él,
pero
igual
seguía
todas
las
noticias
sobre
su
padre.
Y
así
había
empezado
a
entender
a
qué
le
había
dado
la
espalda
todo
ese
tiempo:
no
solo
a
su
identidad,
sino
a
una
cultura
y,
por
sobre
todas
las
cosas,
al
legado
de
su
abuela
Morocha.
Aunque
ver
a
su
papá
en
los
medios
le
generaba
sentimientos
encontrados.
Por
un
lado,
la
hacía
preguntarse
por
el
futuro:
le
daba
miedo
de
qué
forma
esta
fama
repentina
podía
impactarla
a
ella
y
a
su
familia
en
una
ciudad
tan
pequeña.
Antes
era
Evangelina.
Ahora
era
la
hija
del
último
chaná.
Bueno,
y
¿cómo
sigue
esto?
¿Cómo
nos
va
a
afectar
esto?Pero,
al
mismo
tiempo,
se
sentía
liberada. Como
un
alivio
de
por
fin
poder
decir
de
dónde
vengo,
quién
soy
y
que
no
me
estén
diciendo
cosas
que
a
me
hacían
doler.De
pronto,
ser
chaná
era
algo
valorado.
Pero
no
era
sólo
eso
lo
que
la
tranquilizaba,
sino
también
saber
que
su
papá
había
logrado
cumplir,
a
su
manera,
parte
de
la
misión
a
la
que
ella
se
había
negado:
preservar
la
lengua.
Y
cuando
pensaba
en
eso,
no
podía
dejar
de
preguntarse… ¿Y
si
hubiera
dicho
que
no
como
dije
yo?
Esto
no
estaría,
se
hubiera
perdido
todo.
Menos
mal
que
él
dijo
que
y
no
fue
como
yo
que
dije
no.Evangelina
no
recuerda
con
exactitud
la
fecha,
pero
sabe
que
fue
por
2010
o
quizás
un
año
después,
cuando
se
cruzó
con
Blas
en
una
plaza
del
centro
de
Paraná.
Ese
día
iba
apurada,
cansada,
camino
a
su
casa
después
del
trabajo,
pero
lo
vio
de
lejos
y
decidió
acercarse
a
saludarlo.
Llevaban
casi
una
década
sin
hablar,
y
no
sólo
lo
notó
más
viejo,
claro,
sino
también
triste,
como
preocupado.
Y
aunque
arrastraban
conflictos,
en
ese
momento,
bajo
el
sol
del
mediodía,
los
años
de
enojo
empezaron
a
quedar
atrás.
Evangelina
invitó
a
su
papá
a
su
casa
y
en
el
camino
le
propuso
que
compraran
algo
para
comer.
Pero
cuando
llegaron
apenas
tocaron
la
comida:
necesitaban
conversar.
Blas
le
contó
que
seguía
trabajando
con
el
lingüista
y
que
cada
vez
recibía
más
consultas
de
gente
que
quería
saber
sobre
la
lengua
chaná.
Le
pedían
materiales,
información,
y
él
no
sabía
qué
responder.
Hasta
lo
invitaban
a
congresos
de
lenguas
en
todo
el
país.
Poco
antes,
la
UNESCO
había
incluido
al
chaná
como
una
lengua
que
se
creía
extinta
en
su
Atlas
de
Lenguas
del
Mundo,
y
había
declarado
a
Blas
como
“último
chaná
parlante”.
Blas
no
sabía
cómo
lidiar
con
tanta
fama.
Toda
su
vida
había
anotado
a
mano
lo
que
iba
acordándose
de
la
lengua
y
había
hecho
algunas
fotocopias
deveso,
pero
no
tenía
computadora
ni
correo
electrónico,
y
se
sentía
abrumado
con
todos
esos
pedidos.
Evangelina
sintió
que
tenía
que
ayudarlo.
Después
de
todo,
era
su
papá.
Así
que
empezaron
a
verse
seguido
y
ella
empezó
a
asistirlo
con
todo
eso:
le
hizo
una
cuenta
de
correo
electrónico
y
pasó
a
su
computadora
todas
las
anotaciones
que
Blas
había
hecho
a
mano. Yo
tuve
que
memorizar
mucho
y
buscar
apuntes
viejos
que
tenía
en
unos
papeles
ya…
que
yo
iba
escribiendo
siempre
algo
y
pero
no
lo
publicaba
ni
lo
mostraba
a
nadie…
lo
guardaba.
Bueno,
y
eso
me
sirvió… Evangelina
también
empezó
a
acompañarlo
en
las
charlas,
en
las
conferencias
y
en
las
entrevistas.
Blas
nunca
rechazaba
una
invitación,
y
seguía
sin
poder
creer
tanto
alboroto
a
su
alrededor.
Ahí
se
forma
como
una
movida
de
todos,
de:
se
despertó
el
amor
por
los
chaná
y
de
que
había
alguien
que
sabía
el
idioma.
Que
él
siempre
me
dijo:
“Yo
jamás
pensé
que
la
gente
le
interesaba
lo
que
nosotros
sabemos”.Lo
llamaban
de
escuelas
y
de
museos…
de
hecho,
Blas
había
empezado
a
dar
clases
de
chaná
en
un
museo
antropológico
de
Paraná,
y
Evangelina
se
sumó,
al
principio,
como
una
alumna
más.
Llegaban
de
toda
la
provincia:
jubilados,
estudiantes
secundarios
o
universitarios
interesados
en
las
raíces
de
Argentina.
Ella
se
sentaba
con
el
resto
y
veía
cómo
su
padre
intentaba
volcar
sobre
un
pizarrón
el
idioma
que
había
guardado
durante
70
años.
Blas
sabía
muchísimo
del
tema,
pero
nunca
había
dado
una
clase,
ni
sabía
muy
bien
cómo
hacerlo.
Evangelina
notaba
que
muchas
veces
se
iba
por
las
ramas
o
le
costaba
dar
algunas
explicaciones
más
concretas. Entonces
dije
“lo
tengo
que
ayudar”.
Porque
si
él
está
tratando
de
salvar
lo
que
es
nuestro,
de
nuestra
familia,
como
lo
está
dando,
no
va
para
ningún
lado. Por
eso,
empezaron
a
juntarse
también
a
solas,
por
fuera
del
horario
de
clases.
Evangelina
hacía
una
torta,
preparaba
el
mate
y
se
sentaban
juntos,
durante
horas,
como
él
lo
había
hecho
con
Morocha.
Blas
anotaba
palabras
en
un
papel
y
su
significado
o
algún
tipo
de
descripción.
Y
ella
pasaba
todo
en
la
computadora
e
iba
ordenando
las
palabras
alfabéticamente.
Así,
casi
sin
darse
cuenta,
se
convirtió
en
una
suerte
de
archivista
de
la
lengua
chaná.
Organizó
en
documentos
de
Word
y
planillas
de
Excel
todo
lo
que
su
padre,
su
abuela,
y
las
chaná
que
vivieron
antes
que
ellos
habían
transmitido
entre
murmullos.
Se
volvió
casi
una
obsesión:
rescatar
del
paso
del
tiempo
todo
lo
que
su
papá
sabía,
porque
veía
cómo
la
edad
empezaba
a
comer
poco
a
poco
su
memoria.
Y
en
esos
encuentros,
mientras
el
hijo
de
Evangelina
repetía
como
un
juego
esas
palabras
tan
viejas
y
a
la
vez
tan
nuevas,
ella
misma
fue
aprendiendo
a
hablar
en
chaná.
Me
acuerdo
que
empezamos
a
hablar
como
“Njarú”,
que
es
el
saludo,
que
es
lo
primero
que
se
enseña
en
cualquier
idioma…
a
saludar,
a
decir
hola,
como
estás
“re
am
chá…”,
me
decía,
“re
am
chá”.
Y
yo
le
tenía
que
contestar,
así
que
tenía
que
contestarle
“chao
ble”,
si
es
que
estaba
bien.
Estoy
bien.A
Evangelina
no
le
costaba
aprender,
o
eso
le
parecía,
como
si
ese
idioma
hubiera
estado
guardado
en
alguna
parte
de
ella
durante
toda
su
vida.
Otra
de
las
primeras
palabras
que
aprendió
a
decir
fue
“mujer”.
Me
dijo
vos
sos
una
adá,
yo
decía
“ay,
claro…
una
mujer”…Y
esa
palabra,
adá,
era
clave
para
comprender
el
significado
de
otro
término
muy
importante
para
los
chaná:
adá
o
yenden.
Adá
o
yendén
es
mujer,
guarda
memoria,
pero
oyé,
es
esconder…
Esconder
y
endén
es
memoria,
o
sea,
esconder
la
memoria
del
chaná. Adá
o
yenden,
la
mujer
guarda
memoria.
Lo
que
había
sido
Morocha
y,
antes
de
ella,
su
bisabuela.
Más
que
una
palabra,
era
un
destino,
el
mismo
que,
sin
que
ella
lo
supiera,
su
abuela
le
había
presagiado
y
al
que
le
había
dado
la
espalda.
Pero
entre
más
aprendía
sobre
sus
ancestros,
sobre
la
forma
en
que
las
mujeres
se
metían
al
río
para
parir
y
los
niños
aprendían
a
nadar
antes
que
a
caminar…
toda
esa
historia
que
su
abuela
había
luchado
por
resguardar,
Evangelina
volvió
a
sentirse
cada
vez
más
conectada
con
ella.
Entendí
muchas
cosas…
cuando
ella
se
quedaba
callada,
pensativa,
pensando,
sentada
al
sol. La
recordaba
recostada
bajo
el
árbol
de
pomelo
que
tenía
en
el
fondo
de
su
casa.
Y
creía
que,
en
esos
momentos,
seguramente
su
abuela
pensaba
en
todo
esto
que
ella
estaba
aprendiendo
ahora.
Estaba
recordando
todo
lo
que
le
había
costado
una
vida
proteger.
En
2013,
todo
el
trabajo
de
Blas
con
el
lingüista
Viegas
Barros
terminó
en
la
publicación
del
primer
diccionario
de
la
lengua
chaná.
Y
cinco
años
después,
luego
del
estreno
de
un
par
de
documentales
sobre
él,
Blas
hasta
dio
una
charla
TED.
Tanto
interés
había,
de
pronto,
por
este
pueblo
originario,
que
hasta
se
hizo
un
dibujito
animado
sobre
las
aventuras
de
un
pequeño
niño
chaná.
Y
en
un
episodio
salía
la
versión
animada
de
Blas,
vestido
como
un
chaná,
con
el
pecho
al
aire
y
en
medio
del
monte…
El
propio
Blas
grabó
su
voz
para
el
episodio:
Njárug.
Soy
Blas
Jaime,
Agó
Acoé
Inó,
en
castellano
“perro
sin
dueño”,
juntos
vamos
a
recordar
las
palabras…Evangelina
lo
seguía
acompañando
en
todo,
pero
se
mantenía
en
las
sombras.
Ahí
se
sentía
más
cómoda.
Yo
en
realidad
nunca
quise
el
protagonismo
que
tiene
mi
papá.
Él
era
el
que
hablaba
y
el
que
siempre
decía
“ella
tiene
que
ser,
ella
tiene
que
ser”. Ella
tenía
que
ser
la
próxima
guarda
memoria.
Se
lo
decía
en
frente
de
los
estudiantes,
en
las
entrevistas…
Y
estando
los
dos
solos
también. Llega
un
momento
que
él
me
dice
“bueno,
ahora
te
toca
a
vos”.Esa
vez,
la
respuesta
de
Evangelina
fue
distinta.
Ahora
entendía
cuál
era
su
rol
en
esa
historia,
que
era
mucho
más
grande
que
ella.
Y
estaba
dispuesta
a
aceptarlo,
aunque
con
condiciones.
Le
dije
que
sí,
pero
no
me
tomé
la
palabra
como
adá
o
yenden
como
un
título
para
mí,
sino
que
me
hice
cargo
de…
que
yo
iba
a
enseñar.No
necesitaba
un
título.
Le
bastaba
con
aceptar
lo
que
siempre
había
sido.
Creo
que
soy
una
chaná…
Que
no
quiere
que
se
olvide
la
historia
de
sus
antepasados,
de
sus
ancestros.Evangelina
se
sumó
a
las
clases
de
su
papá
acompañándolo
como
profesora.
Y
algunas
veces,
cuando
él
no
podía
estar
frente
al
curso,
se
hacía
cargo
sola.
Así,
dieron
clases
juntos
durante
varios
años,
hasta
que
en
marzo
de
2020,
con
la
pandemia,
las
actividades
en
el
museo
se
interrumpieron.
Blas
no
sabía
usar
la
computadora
y
no
podía
dar
clases
online,
pero
Evangelina
y
no
quería
que
todo
el
trabajo
que
estaban
haciendo
se
perdiera.
Entonces,
le
pidió
permiso
a
su
padre
para
continuar
las
clases
sola,
por
internet.
Había
descubierto
que
le
gustaba
hacerlo:
preparar
los
encuentros
imaginando
escenas
cotidianas
de
los
antiguos
campamentos
chaná
y,
a
partir
de
eso,
decidir
qué
palabras
sus
alumnos
aprenderían
ese
día.
Sentía
que
algo
había
empezado
a
crecer
en
ella.
Algo
plantado
en
su
interior
desde
que
era
una
niña.
Pero
no
una
semilla
que
brota
rápido,
sino
una
de
esas
que
demora
más
en
echar
raíces.
Fue
como
que
plantaron
algo
ahí
y
quedó
dando
vueltas
hasta
que
de
a
poco
empezó,
al
yo
ser
más
grande,
a
decir
bueno
“soy
esto,
al
que
no
le
guste
que
siga
su
camino”.
Por
qué
se
tiene
que
ocultar
algo
que
es
que
fuimos,
algo
que
somos,
que
seguimos
acá. En
agosto
del
año
pasado,
Evangelina
me
invitó
a
que
me
conectara
a
una
de
sus
clases
por
Zoom.
El
nombre
era
Taparí
Virtual-mití-chaná,
reunión
chaná.
A
las
9
de
la
mañana,
cuando
se
encendió
la
cámara,
la
vi
sentada
frente
a
su
computadora,
con
un
mate
en
la
mano.
Éramos
siete
personas
conectadas
y
entre
nosotros,
había
una
chica
también
descendiente
de
chaná.
Los
alumnos
habían
trabajado
toda
la
semana
en
traducciones
del
español
al
chaná
y,
por
primera
vez,
las
iban
a
leer
delante
del
resto.
Pero
antes,
Evangelina
hizo
unos
segundos
de
silencio
para
dar
inicio
oficial
a
la
clase.
Parecía
como
si
estuviera
a
punto
de
comenzar
una
ceremonia…
Nuestro
saludo
chaná
[saludo
en
chaná] La
vi
levantar
sus
manos,
ponerlas
cerca
de
su
cara……nos
saludamos
con
las
manos
arriba
para
decir
que
somos
amigos
y
no
enemigos
y
que
no
traemos
ninguna
clase
de
armas.
Y
ese
es
el…
el
saludo
chaná
que
vamos
a
tener…Fueron
casi
dos
horas
en
que
la
vi
concentrada
en
cada
palabra
que
decían
sus
alumnos,
corrigiendo
su
pronunciación
y,
sobre
todo,
explicándoles
cómo
esas
palabras
reflejaban
la
manera
chaná
de
ver
el
mundo.
Y
ahora,
cada
vez
que
prepara
una
clase,
no
lo
hace
por
su
padre
ni
por
el
Atlas
de
Lenguas
de
la
UNESCO,
ni
por
los
lingüistas:
lo
hace
por
su
abuela
Morocha,
por
los
años
en
que
tuvo
que
vivir
callando,
y
por
todas
las
otras
mujeres
chaná
antes
de
ella.
No
sabe
si
proyectar
hacia
el
futuro
una
lengua
casi
fantasma
era
o
no
su
destino.
Quizás
o
quizás
no…
de
lo
que
está
segura
es
de
una
cosa: No
quiero
que
nos
digan
más
el
pueblo
silencioso.
De
ahora
en
más,
van
a
saber
quiénes
éramos
los
chaná,
quiénes
somos
los
chaná
y
quiénes
vamos
a
ser
los
chaná.El
silencio
de
los
chaná
se
terminó
con
ella.
Según
los
datos
del
censo
de
2010,
que
son
los
últimos
disponibles,
hoy
más
de
950
mil
personas
en
Argentina
se
reconocen
como
pertenecientes
o
descendientes
de
un
pueblo
originario,
o
el
2,4
%
de
la
población
total
del
país.
En
suma,
39
pueblos
indígenas
viven
en
el
territorio
que
hoy
llamamos
Argentina,
algunos
en
comunidades
muy
pequeñas
y
otros
más
numerosos.
Emilia
Erbetta
es
productora
de
Radio
Ambulante
y
vive
en
Buenos
Aires.
Esta
historia
fue
editada
por
Camila
Segura,
Nicolás
Alonso
y
por
mí.
Bruno
Scelza
hizo
el
fact-checking.
El
diseño
de
sonido
es
de
Ana
Tuirán,
con
música
de
Rémy
Lozano
y
Ana.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
Paola
Alean,
Lisette
Arévalo,
Pablo
Argüelles,
Andrés
Azpiri,
Diego
Corzo,
José
Díaz,
Camilo
Jiménez
Santofimio,
Juan
David
Naranjo,
Ana
Pais,
Laura
Rojas
Aponte,
Natalia
Sánchez
Loayza,
Barbara
Sawhill,
David
Trujillo,
Elsa
Liliana
Ulloa
y
Luis
Fernando
Vargas.
Selene
Mazón
es
nuestra
pasante
de
producción.
Carolina
Guerrero
es
la
CEO.
Radio
Ambulante
es
un
podcast
de
Radio
Ambulante
Estudios,
se
produce
y
se
mezcla
en
el
programa
de
Hindenburg
PRO.
Radio
Ambulante
cuenta
las
historias
de
América
Latina.
Soy
Daniel
Alarcón.
Gracias
por
escuchar.
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[Pre-Roll]: Faltan pocos días para El Hay Festival de Cartagena, donde Radio Ambulante y El hilo vamos a presentarnos en vivo. El viernes 27 de enero Silvia Viñas y Eliezer Budasoff, presentadores de El hilo, van a conversar con la cantante y compositora puertorriqueña iLe. La charla se llama “Canciones contra el poder”. Y el sábado 28 de enero, con el equipo de Radio Ambulante vamos a presentar en vivo seis historias inéditas. Para más información y boletas, ingresa a hayfestival.org/cartagenaEsto es Radio Ambulante desde NPR, soy Daniel Alarcón. La tarde de 1977 en que empieza esta historia, Inés Gaona cargaba a su bebé en brazos. Eran los últimos días de julio y ese invierno en Paraná, la capital de la provincia de Entre Ríos, en Argentina, no había sido tan duro como otros. Inés arropó a su bebé, de apenas 5 días de vida, y caminó hasta la casa de su suegra, Ederlinda. Su bebé se llamaba Evangelina. Inés estaba casada con el hijo menor de Ederlinda: Blas Jaime. Se habían conocido cuando ella tenía 16 años y él trabajaba como empleado en una editorial. Y para entonces, aunque ya llevaban más de 17 años casados y hasta tenían un hijo adolescente, aún había muchas cosas que Inés no comprendía de la familia de su marido. Una la intrigaba especialmente: cuando su suegra los visitaba, Inés solía escuchar que ella y a Blas conversaban en un idioma que no entendía y que no se parecía a ninguno que ella hubiera oído jamás. Hablaban bajito, como si no quisieran que los escuchara…Y por ahí yo lo escuchaba un habla rara y cuando yo iba ellos cambiaban de conversación.De inmediato, dejaban de hablar en esa lengua distinta. Un día, Inés se animó a preguntarle a su suegra qué idioma era ese. Blas nunca se lo había aclarado. Pero Ederlinda evitó contestarle, solo le dijo: “Ya te vas a enterar”. Esa vez, prefirió no insistir. No quería ser entrometida y, además, le gustaba mucho la relación que tenía con ella: conversar con esa mujer misteriosa, a la que todos en el barrio llamaban “Morocha”, por su pelo y su piel oscuros. Inés, en cambio, era una típica hija de inmigrantes alemanes, de pelo rubio, casi blanco. Y aunque había partes de la vida de Morocha a las que no podía acceder, le fascinaba su carácter fuerte, aunque nunca la había oído levantar la voz. Y que se riera poco, pero tuviera siempre una media sonrisa en la boca. Morocha, además, siempre la había tratado como a una hija. Ella siempre decía “Vos sos la hija que yo no tengo”. Y yo en broma le decía: pero yo soy blanca y rubia y usted es morocha. Bueno, pero igual sos mi hija porque todos somos iguales, no importa el color. : Por eso, aquella tarde en que fue a presentarle a su bebé de 5 días, cuando Morocha le pidió quedarse un rato a solas con ella, Inés no dudó. Se acercó a su suegra y, con cuidado, se la entregó para que la arropara. Con la bebé en brazos, Morocha caminó hasta su dormitorio, entró y cerró la puerta. Inés confiaba en ella, pero al mismo tiempo quería saber qué estaba pasando, así que sin hacer ruido, la siguió y se detuvo frente a la puerta. Estaba cerrada, pero podía mirar a través de un pequeño vidrio. : Y yo la espié por ahí y lo primero que hizo ella sacó un espejito, le abrió la boquita, le miró el paladar.Como si estuviera buscando algo. Después le sacó el pañal y le puso la mano en la cabeza.Recostada sobre la puerta, Inés escuchó cómo Morocha le susurraba a su nieta unas palabras en esa lengua que ella seguía sin conocer. Fueron apenas unos minutos. Después, volvió a vestir a la bebé y salió del cuarto. Me dice: “Bueno, ya está”.Inés tomó a su hija en brazos y no dijo nada más. Estaba intrigada, pero, de nuevo, sentía que preguntar qué acababa de ver podía parecer una falta de confianza en su suegra. Y no quería ofenderla. Tampoco lo comentó con su marido cuando lo vio. Pero no podía sacarse de la cabeza lo que había presenciado, así que unos días más tarde decidió preguntarle:Abuela: ¿Qué le hizo a Evangelina cuando yo se la traje? No… dijo. Yo le vi que ella tiene una cruz en el paladar y una cruz en la pancita. Esa es la señal. Inés no entendía ¿La señal de qué? De que era una auténtica chaná, le dijo su suegra. Y agregó: Y si ella es la última, ella va a ser la guarda memoria.“La guarda memoria”… Inés no entendía qué significaba eso. Pero esa otra palabra, chaná, sí la había oído muchas veces en los últimos años. Pero cuando ella decía chaná yo decía ¿por qué dice eso? Porque yo no conocía nada, ni sabía tampoco de que existían.Esta vez, Inés no siguió preguntando y su suegra tampoco le explicó mucho más. La familia era así, de pocas palabras. No le dijo que ella, su hijo Blas y ahora su nieta Evangelina eran parte de una estirpe indígena que había habitado esas tierras por siglos, los chaná, mucho antes de la llegada de los colonizadores españoles. Y que, a principios del Siglo XIX, habían sido perseguidos y empobrecidos hasta la desaparición casi total. Tampoco le contó que ellas, las mujeres de su familia, habían transmitido de generación en generación, de boca en boca, la cultura de ese pueblo casi extinto. Y también su idioma, esa lengua secreta, ese “habla rara” que Inés no entendía y que para el mundo llevaba casi dos siglos desaparecida. Y hubo algo más que Morocha no le dijo ese día a Inés. Lo más importante de todo: que Evangelina, su hija de cinco días, era la elegida para que el idioma chaná, esa lengua casi muerta volviera, algún día, a existir en este mundo. Una pausa y volvemos. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Emilia Erbetta nos sigue contando. A medida que fue creciendo, Evangelina siempre sintió una afinidad especial con Morocha. Como a su mamá Inés, le fascinaba el mundo de su abuela y le encantaba ir cada vez que la familia la visitaba. Desde muy chiquita, había notado que era distinta a las mujeres de descendencia alemana del lado de su mamá, que siempre le pedían que entrara a la casa para alejarse de los bichos y resguardarse de los rayos del sol. Pero Morocha, no. A ella le gustaba salir con su nieta al jardín, tirarse debajo de los árboles a comer naranjas mientras el sol les pegaba en la cara. Desde afuera, la casa de Morocha era igual a cualquier otra de Paraná, una ciudad más bien pequeña para ser una capital de provincia. Pero cuando se abría el portoncito que daba a la casa, Evangelina quedaba asombrada.Pero era como entrar a un bosque… porque eso era: árboles y plantas por todos lados.Crecían por toda la casa: en macetas, en la tierra, en latas de conserva. Evangelina recuerda a su abuela casi siempre en la misma posición. Si cierra los ojos todavía puede verla. Agachada. Siempre entre las plantas. Siempre sacando algo o echándoles agua o regándolas…También había un gran anacahuita, un árbol que para su abuela era sagrado. En primavera, el árbol se llenaba de flores blancas y daba unos frutos redondos y amarillos, y con sus hojas Morocha preparaba un té para aliviar la tos y los resfriados. Cada hierbita, le explicaba Morocha a su nieta, tenía una función especial, y muchas de las que crecían en su jardín servían para curar. Algunas eran para el dolor de estómago o de cabeza. Otras para aliviar los ojos. Morocha había aprendido todo esto de su madre y esta, a su vez, de la suya. Eran conocimientos transmitidos durante siglos, por hombres y mujeres que remaban río arriba en canoas hechas de palos y esteras. Que construían sus poblados sobre grandes montículos de tierra, hueso y cerámica, para protegerse de las crecidas del río. Que vivían de cazar, pescar y recolectar frutos. Que hacían piezas de barro con formas de animales. Y que durante más de 2000 años nacieron y murieron en estas mismas tierras donde Morocha ahora hacía crecer sus plantas frente a la mirada fascinada de su nieta. Hombres y mujeres chaná. Como ellas. Durante los primeros años de su vida, Evangelina fue absorbiendo poco a poco la historia de sus ancestros. Tenía cinco o seis años cuando en las noches cálidas del verano, se sentaba bajo la mesa y aprendía las cosas como las aprenden todos los niños: escuchando conversar a los adultos. Y aunque era demasiado pequeña para entender de qué hablaban su abuela y su padre, recuerda bien algo que Morocha le repetía: Nosotros somos distintos. Pero yo pensaba que era porque mi abuela me quería más a mí que a mis otros primos, que a sus otros nietos.Pero a veces, también, le mencionaban esa otra palabra: Nosotros somos chaná. Nuestra familia es chaná.Evangelina no entendía a qué se refería Morocha con eso de ser chaná o ser distintos al resto. Y tampoco encontraba muchas explicaciones en otro lado: su papá Blas casi no hablaba de eso y su mamá Inés, como ella, tampoco sabía mucho al respecto. Pero había una cosa que, desde pequeña, Evangelina tenía claro: que parte de ser chaná tenía que ver con aprender a soportar el dolor. Su abuela siempre se lo decía. El chaná no llora, el chaná es orgulloso. Es un guerrero, es fuerte, entonces no puede llorar…Morocha también lo había aprendido de niña, y entre los chaná siempre había sido así: un bebé que estallara en llanto podía alertar al enemigo o delatar dónde se levantaba un campamento. Y además, lo consideraban un signo de debilidad. Y, sin saberlo del todo, Evangelina estaba aprendiendo a entender la vida así.Entonces llegó un momento en que yo me pegaba, me caía, me reventaba y no lloraba, me levantaba y me sacudía y seguía. Entre las costumbres alemanas de su familia materna y las costumbres chaná de su padre y su abuela, Evangelina pasó toda su infancia sin que esas dos formas de estar en el mundo entraran en conflicto. Era como si tuviera dos mitades y no había nada de raro en eso. Aunque una gran parte de esa mitad chaná se fue con su abuela Morocha, que murió cuando ella tenía 11 años, un día de noviembre de 1988. Con su muerte, Evangelina quedó desconcertada, como si nada de eso fuera del todo real.Fui al velatorio y todo, pero era como… como que lo veía como en un sueño, como que yo iba en una nube y estaba ahí. Y después llegar el domingo… ¿Y a dónde voy? Porque yo iba a la casa de mi abuela, íbamos siempre. Entonces fue como un vacío que me quedó dando vueltas.En esos años que compartieron juntas, su abuela le había enseñado muchas cosas con pocas palabras. Entre ellas, el valor del silencio: Morocha solo mencionaba a los chaná en familia, con personas de extrema confianza, y Evangelina había aprendido esa lección: Eso no salía de ahí. O sea, yo a pesar de que era chica, yo no andaba diciendo en todos lados yo soy chaná, soy chaná… no…Aunque, en realidad, tampoco es que nadie afuera de su casa hablara de ellos. Evangelina se daba cuenta de eso en la escuela: era como si el pueblo chaná fuera una especie de leyenda de su familia. En la primaria, ninguna maestra los mencionó. No hubo clases sobre los chaná, ni tampoco sobre los charrúas o los guaraníes. En realidad, sobre ninguno de los pueblos que recorrieron esta parte del mundo cuando Uruguay, Brasil y Argentina todavía eran una sola tierra, sin más fronteras que los ríos. La historia que la pequeña Evangelina aprendía en el aula era bastante más corta… empezaba con Colón poniendo los pies sobre América.Era todos los 12 de octubre hacer las carabelas y que vino Colón y era el ídolo, de lo más grande que podía haber, porque había llegado con cosas nuevas a traer todo lo lindo.Hasta que una tarde, cuando Evangelina tenía unos 13 años, alrededor de 1990, un profesor de Geografía pronunció por primera vez esa palabra que ella había escuchado tantas veces en su propia casa. Era una clase sobre los pueblos indígenas de Entre Ríos y Evangelina vio cómo el profesor anotaba en el pizarrón uno a uno algunos nombres: charrúas, guaraníes… chaná. Y cuando escuchó ese nombre, sin pensarlo mucho, levantó la mano. El profesor le hizo un gesto para darle la palabra. Y me dice sí y le digo… yo soy descendiente chaná. Era la primera vez que lo decía en voz alta y frente a otros que no fueran de su familia. Por unos segundos, la clase siguió como si nada. Pero el profesor se quedó pensativo, como si no entendiera bien qué era lo que le estaba diciendo. Y le preguntó: “¿Pero es verdad?, mirá que los chanás no existen más, mirá que los chaná no hay más”. Los dos, el profesor y Evangelina, parecían igual de confundidos: él, por lo que esa alumna algo tímida le estaba diciendo, y ella por su reacción. Lo primero que pensó fue que el profesor le estaba mintiendo. ¿Cómo que no existían? ¿Entonces quiénes eran su abuela, su papá, ella misma? De todos modos, Evangelina apreciaba a ese profesor, le gustaban sus clases… Así que le respondió: Sí, sí, mi familia es chaná, mi abuela, le decía yo, mi abuela era chaná.Pero el profesor le insistía con que eso era imposible.Pero mirá que los chanás no existen, los chanás ya desaparecieron, de los chaná no se sabe más que la historia de lo que dijo un tal Larrañaga…Dámaso Antonio Larrañaga… Evangelina nunca había escuchado ese nombre, el del último en dejar registro escrito sobre los chaná. Un sacerdote y naturalista uruguayo, que en 1815 entrevistó a tres ancianos a los que identificó como chaná. Eran lenguaraces, el término con que se llamaba en esa época a quienes hablaban dos lenguas: su propia lengua nativa y el castellano de los conquistadores. Larrañaga los describió como tres hombres lacónicos, más bien cerrados, de muy poco hablar. Después de ese encuentro, redactó un documento en el que recopiló palabras y detalles sobre la lengua chaná. Tras ese registro, no había nada más, y habían pasado casi dos siglos. Como si los chaná hubieran desaparecido del mundo. Y, de hecho, eso es lo que decían los libros de Historia: que, como tantos otros pueblos, los había arrasado la conquista europea. Evangelina no sabía nada de toda esa historia, y por eso no esperaba lo que sucedió segundos después: las risas de sus compañeros que empezaron primero como un cuchicheo, hasta que se convirtieron en carcajadas. Nunca más olvidaría las palabras hirientes que le dijeron ese día. Ahhh, vos sos india, que claro, que con razón, que sos negra, que sos esto, que sos lo otro… y siguió un día, dos, tres… Las burlas, los chistes racistas… ahora que, sin quererlo, había revelado su secreto, en la escuela Evangelina podía sentir las miradas sobre ella.Por ahí me decían “ahí viene la negra indígena”, o te hacían con la boca “oh, oh, oh…” Y a decirme muchísimas cosas que a mí, la verdad, en ese momento me dolieron y me sentí mal, me puse mal y decidí no decir más nada, o sea me callé.Hasta ese día, ser descendiente chaná no había sido para ella nada raro ni menos algo de lo que debiera avergonzarse. Aunque muchas veces sí se había sentido discriminada por el color de su piel, que era marrón como la de su papá y la de su abuela. Pero ese día en la escuela, por primera vez, se sintió como alguien distinto al resto de sus compañeros. O al menos a como ellos se veían a sí mismos: blancos o a lo sumo mestizos. Ella, en cambio, ahora, frente a los ojos de todos, era una indígena. Y como acababa de aprender, ser indígena en Argentina… parecía no tener lugar. De alguna manera, por primera vez entendió el silencio de su abuela Morocha. Y Evangelina, que recién empezaba la adolescencia, empezó a preguntarse quién era ella realmente: ¿A dónde pertenezco?, ¿a qué grupo me voy? Porque con los blancos no puedo, y nadie era indígena, nadie era descendiente de indígenas…Eran los años 90 y, para que tengan una idea, en la Argentina ni siquiera había una pregunta en el censo nacional sobre la pertenencia a los pueblos originarios. Era como si directamente no existieran.Ser indígena era como algo despreciable… que uno no tenía que decir nada. Que se tenía que callar y que aceptar el color de la piel porque bueno, estaba más tostada por el sol que el resto, pero nada más.Así que decidió que iba a hacer eso: callar. Y cumplió: nunca más mencionó en la escuela su herencia chaná ni frente a sus amigos ni con nadie. Y tampoco le contó a sus padres lo que había pasado. No lo sabía, pero con eso también cumplía con parte de su legado chaná. Después de todo, el silencio siempre había sido para ellos una estrategia de supervivencia. Pero fue por esa misma época, algunos meses después, que su padre decidió que al fin era el momento de hablar del tema con ella. Veía que su hija ya era lo suficientemente grande para entender su historia. Él, Blas Jaime, era empleado municipal, un hombre serio pero carismático a su manera, que se había abierto camino en el mundo sin ir a la escuela. Ese día, levantó la vista del diario y le dijo: Nosotros vos sabés que somos chaná, vos quisieras aprender, yo te puedo enseñar porque le corresponde a la mujer, no a mí, sino que todas mis hermanas murieron y la abuela me enseñó a mí porque no tenía a quién enseñarle. Evangelina sabía algo, poco, lo que había ido escuchando en conversaciones durante su infancia, pero no conocía la historia completa. Ese día, Blas le explicó que aunque entre los chaná eran las mujeres las encargadas de transmitir la lengua y la cultura, su tres hermanas habían muerto de tifus cuando eran pequeñas. Entonces, su madre había tenido que tomar una decisión que ninguna otra chaná había tomado antes: elegir a uno de sus hijos varones para enseñarle esas cosas. Y lo eligió a él. Como Morocha, Blas también era de pocas palabras y ese día no le dijo mucho más que eso: que si quería podía enseñarle. Pero no le dijo otras cosas importantes. No le explicó, por ejemplo, que lo que le ofrecía era un honor enorme para una chaná, reservado solo para las mujeres más inteligentes, ni que su abuela Morocha, a quien ella había amado tanto, había sido una de ellas, una adá o yendén, en lengua chaná, una “mujer guarda memoria”. La última de su familia. Tampoco le contó, y Evangelina demoraría mucho tiempo en saberlo, que cuando él tenía 12 años, Morocha le había dado lecciones en las que lo iba llevando con paciencia a través de la larga historia del pueblo chaná. Blas había aprendido todo sobre la vida de sus ancestros: que solían romper vasijas para liberar a los espíritus cuando dejaban un campamento, que decoraban las ropas de los muertos con loros para que dialogaran con ellos. Que los hombres chaná tenían prohibido agredir a las mujeres. Le habló de poblados silenciosos, donde no solo los niños no lloraban, sino que los perros no ladraban, porque les cortaban las cuerdas vocales. Esas clases habían durado más de una década y, en ellas, Morocha también le había contado historias de chaná a los que los conquistadores les habían cortado la punta de la lengua por hablar en su idioma. Y por lo mismo le había dicho que tenía que seguir así: protegido por un manto de silencio. No podía hablar con nadie ni difundir lo que había aprendido, hasta que recibiera una señal. Aunque no le dijo cuál sería. Pero, como dijimos, en ese momento Blas no le contó nada de todo eso a su hija. Apenas le dijo que si ella quería, él podía enseñarle lo que su madre le había enseñado a él. Y la respuesta de Evangelina no fue la que esperaba. Yo le dije: “No, no quiero, no quiero aprender nada, no quiero saber nada”.Después de lo que había pasado en su escuela, tenía miedo de que, si aceptaba esa parte de su vida, la siguieran discriminando. Tenía miedo de que hasta la familia de su mamá la rechazara.Me parecía que me iban a dejar de saludar o me iban a dejar de querer, por yo decir que era descendiente de indígenas.Así que no: quería ser una adolescente como cualquier otra. Estudiar, salir con sus amigas, hacer sus cosas, sin cargar con ninguna historia sobre ella. Sin que nadie se volviera a burlar. No le interesaban ni la cultura chaná, ni sus ancestros ni su lengua secreta, solo quería que la dejaran en paz. Y así vivió los siguientes diez años, tratando de dejar todo eso atrás, siempre con la sensación de ser parte de una historia que en su país era negada. Y es que Argentina construyó parte de su identidad sobre esta idea absurda de que “bajamos de los barcos”, que incluso repitió el actual presidente: que descendemos de los inmigrantes europeos que llegaron al país desde fines del siglo XIX. Como si este fuera, entre comillas, “un país sin indígenas”. Recién en 2001, cuando el Censo Nacional incluyó la pregunta sobre pertenecer a algún pueblo indígena, las estadísticas empezaron a mostrar cómo los pueblos originarios siguen presentes en Argentina. Evangelina no recuerda qué contestó en ese censo. Y aunque esa mañana en la escuela cuando se animó a identificarse como chaná había pasado hacía ya muchos años, seguía siendo un recuerdo doloroso y por eso esa parte de su identidad seguía guardada adentro suyo, muy adentro. Lo guardé como un recuerdo para mí y de mi abuela, no hablé más del tema con nadie. Pero que no hablara de eso con nadie no significaba que no estuviera ahí, siempre latente. Algunas noches, cuando se quedaba estudiando hasta la madrugada para ser Técnica en Turismo, el recuerdo de su abuela le venía a la cabeza, una y otra vez. Y también las preguntas sin responder… Y me ponía a pensar que qué me hubiera podido enseñar mi abuela si hubiera vivido mucho más tiempo del que vivió conmigo.En esos años de estudiante, Evangelina tuvo varias oportunidades para volver a decir “soy chaná” y siempre prefirió el silencio. Pero algo cambió alrededor del 2001. Para ese momento, con 23 años, Evangelina se había casado y había tenido un bebé. Y con la llegada de su hijo, cuando lo tenía en brazos, y lo miraba ahí, tan pequeño, tan nuevo en el mundo, sentía el peso de haber negado una parte de sí misma. Me puse a pensar qué clase de ser humano quiero que sea esta persona que está acá, que me eligió, que yo sea la mamá, lo tengo que guiar bien, por un buen camino. Y si yo me sigo quedando callada, qué clase de hijo voy a criar si le sigo enseñando a que se siga quedando callado… Una cosa le parecía clara: no podía guiarlo desde el silencio. Por esa misma época, alrededor del 2001, Evangelina y su papá Blas se pelearon y dejaron de hablarse. La relación entre ellos se complicó cuando él, a los 67 años, dejó a su esposa Inés, y formó una nueva familia con otra mujer. Pero a Evangelina le llegaban noticias, cada tanto, de su papá. A través de otros familiares, supo que Blas había empezado a romper ese silencio que había cultivado durante tantos años. Ya jubilado, le preocupaba que todo lo que había aprendido de sus ancestros se perdiera con él. Quería encontrar a alguien con quien poder hablar en chaná como, tantos años atrás, él lo había hecho con su madre. Ya había asumido que con su hija no podría ser, pero quizás había otros descendientes en Entre Ríos o alguna otra zona del país. Personas que, como él, hubieran aprendido en su casa, y hubieran seguido los mismos consejos: recordar y callar. Así que empezó por ir al programa de radio de un amigo, donde Blas hablaba sobre la cultura chaná, con la esperanza de que alguien se acercara, pero no pasaba nada. Parecía como si fuera el último chaná sobre la tierra. Así pasaron tres años, hasta que un día de 2004, Blas estaba manejando su auto cuando se cruzó con un conocido, que le pidió que lo llevara hasta su casa, porque quería presentarle a una amiga. Ella era descendiente de indígenas y estaba allí para participar de unas actividades que se iban a hacer en honor a los pueblos originarios, que para entonces, poco a poco, ya empezaban a ser más visibles. Evangelina me dijo que no sabía los detalles de cómo había sido esa conversación. Y cuando le pregunté si podía hablar con Blas, me explicó que era difícil… hoy tiene 88 años y problemas para escuchar. Pero, de todas formas, me pasó su número. Me parecía importante que fuera él quien me contara esta parte de la historia, de la que era el protagonista y el único testigo, porque Evangelina, para entonces, no hablaba con él. Nos conectamos a través de una llamada de WhatsApp. Esa mañana se sentía bien, y por eso hizo un esfuerzo para recordar los detalles de esos días en que su vida cambió para siempre, casi 20 años atrás. Todavía recordaba bien las palabras de su amigo ante la mujer que lo esperaba en su casa. Entonces me presentó… Él dice “este hermano es chaná”, es el único que habla chaná que quedó.La mujer, que conocía a muchos descendientes de otros pueblos originarios, lo miró incrédula, como si fuera un fantasma. Y la respuesta que le dio fue muy parecida a la que Evangelina había recibido en el aula muchos años antes. Le dijo: Pero no puede ser, si no hay ningún chaná vivo, ya los chaná no existen más.Y, en ese momento, Blas pensó lo mismo que su hija frente a aquel profesor ¿Cómo que los chaná no existían más, si él estaba ahí, parado frente a ella? Le respondió con algo de humor, como siempre hacía. Y bueno, yo le dije “señora, yo existo, toque si quiere, que estoy de carne y hueso”.Conversaron durante un rato y, antes de despedirse, la mujer lo invitó a participar en unas actividades que iban a hacer en un teatro con chicos de las escuelas de Paraná, unos días más tarde. Blas lo pensó unos segundos.Y yo me di cuenta que esa era la señal.En ese momento, parado en esa casa a la que había llegado casi por casualidad, Blas lo supo: esa invitación a hablar en público sobre los chaná era la señal de la que le había hablado su madre más de cincuenta años atrás. Había llegado el momento de romper definitivamente el silencio. Una pausa y volvemos. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Antes de la pausa, escuchamos la historia de Evangelina, una descendiente de la cultura chaná que, durante toda su vida, se había negado a seguir la tradición secreta de su familia. Pero su padre, Blas, había decidido hablar en público de lo que llevaban décadas ocultando. Y eso iba a cambiar todo para ambos. Emilia Erbetta nos sigue contando.La cita en el teatro era para el sábado siguiente, y en el público había más de 700 niños de distintas escuelas. Cuando Blas llegó, lo sentaron en el escenario junto a algunos representantes de distintos pueblos originarios. Unos minutos después, Blas escuchó que la mujer que hacía de maestra de ceremonias dijo: “bueno, ahora va a hablar un anciano aborigen”.Yo miré alrededor a ver quién era el anciano… Y ella dice “es usted, usted…”Blas tomó el micrófono, dijo unas palabras en chaná, y empezó a hablar sobre la vida de los niños de su pueblo: contó que comían mucho maíz y que pescaban haciendo canaletas sobre el lecho del río… las cosas que podían interesarles a esos chicos y chicas que lo miraban desde las butacas. Y, bueno, yo sentía que estaba cumpliendo con mi deber, para lo que había nacido. Empecé a hablar y desde el momento en que hablé la primer vez, nunca más dejé de hacerlo porque ya no me dejaron.De hecho, al salir del teatro, ya lo esperaban en la puerta unos periodistas, que le hicieron entrevistas para un canal de televisión de Paraná y para un periódico local. En las notas decían que Blas era un auténtico descendiente chaná y que, además, hablaba la lengua perdida de sus ancestros. Ese dato en seguida llamó la atención de Tirso Fiorotto, un periodista que escribía para La Nación, uno de los diarios más importantes de Argentina, y que sería el que cambiaría la vida de Blas y Evangelina para siempre. Parecía incluso demasiado bueno para ser verdad: ¿cómo que había un señor jubilado en Entre Ríos que hablaba una lengua muerta? Este es Tirso:Enseguida advertí que ahí había un tesoro… extraordinario. Yo fui en busca del… del idioma chaná, que sabía que era un pueblo que había desaparecido como comunidad hacía 200 años. Empezó a hacer preguntas para ver si alguien lo conocía, y un pescador de la zona lo orientó hasta un barrio en las barrancas del río Paraná, de casas humildes y calles de tierra, donde vivía Blas con su nueva esposa y un hijo pequeño. Era 2005 y Tirso todavía usaba un grabador de esos que llevaban casettes. Antes de empezar, presionó REC. Él quería hablar del idioma, pero Blas quería contarle todo sobre la cultura de su pueblo. Por eso enseñaban a sus niños a no llorar, a sus perros a no ladrar, y se hablaba bajo…Tirso comenzó a hurgar en la memoria de Blas, buscando, sobre todo, palabras. Le preguntó cómo llamaban a las hojas de los árboles, a los dedos de las manos, o al animal más peligroso del monte, el puma.Eran buní, buní…. Gato grande, añi… porque era amarillo el puma.Hablaron un rato largo y, cuando salió de la casa de Blas, Tirso no podía creer lo que acababa de escuchar. Esto que había encontrado… nooo… superaba todo, superaba todo… Casi 40 años que tengo de periodismo y nunca llegué a mi casa tan impactado con una nota, ¿no?Estaba conmovido y eso se notó en el artículo que publicó en La Nación. Presentaba a Blas como un hombre de expresión apacible, que guardaba como un tesoro el idioma de sus ancestros. Contaba la forma en que había aprendido a hablarlo. Y citaba cosas que lo habían fascinado durante la entrevista, como la forma en la que los chaná llamaban, por ejemplo, al humo, juntando varias palabras que unidas significaban hijo del fuego que hacía llorar al que quemaba. El artículo llegó a oídos de un lingüista de Buenos Aires, Pedro Viegas Barros, que le escribió pidiéndole más información sobre Blas. Lo que había leído lo había dejado perplejo: llevaba años investigando las lenguas originarias de América Latina, era su tema de doctorado, y todos los estudios y documentos que había leído hablaban del chaná como una de cientos de lenguas indígenas desaparecidas tras la conquista. No podía ser. Intercambiaron varios correos y Tirso le mandó por encomienda los tres cassettes de la entrevista. Eran casi tres horas de grabación, que convencieron al lingüista de viajar cuanto antes para conocer personalmente a Blas. Viegas Barros no contestó a nuestros pedidos de entrevista, pero en varios lugares explicó que solo necesitó 15 minutos con Blas para darse cuenta de que era cierto: estaba frente a alguien que dominaba una lengua que se creía extinta. Lo que Blas sabía requería un conocimiento lingüístico demasiado profundo como para haberlo aprendido leyendo por ahí. Incluso se lo explicó a Tirso en una ocasión.Hablamos esto con Pedro Viegas Barros y él me había hecho notar que algunas de sus expresiones es imposible que las haya inventado una persona común, salvo que fuera un lingüista muy avezado.Lo que se sabía de la lengua chaná no era mucho más que lo que había escrito aquel naturalista uruguayo que mencionamos antes, Larrañaga, el último en entrevistar a tres chaná en 1815. Que sus sonidos eran más bien guturales o que en él no existía la F ni la LL ni la Z ni la Ñ. Aunque ese registro, de apenas 13 páginas, era más que un apunte técnico. Era también un testimonio de cómo los chaná veían el mundo. Larrañaga anotó, por ejemplo, que no se les conocían palabras para decir dios, alma, entendimiento o voluntad, pero sí memoria, interior y corazón. Pero Blas sabía mucho más. Por eso, con el lingüista empezaron un trabajo casi artesanal para rescatarlo de los recovecos de su cerebro: recopilaron palabras, reconstruyeron la gramática y la fonología. Incluso recorrieron el río Paraná buscando a más descendientes que hubieran aprendido la lengua desde niños, pero no encontraron a nadie. En el camino, Blas empezó a hacerse cada vez más famoso. Era como una pequeña celebridad local. Evangelina aún estaba peleada con él, pero igual seguía todas las noticias sobre su padre. Y así había empezado a entender a qué le había dado la espalda todo ese tiempo: no solo a su identidad, sino a una cultura y, por sobre todas las cosas, al legado de su abuela Morocha. Aunque ver a su papá en los medios le generaba sentimientos encontrados. Por un lado, la hacía preguntarse por el futuro: le daba miedo de qué forma esta fama repentina podía impactarla a ella y a su familia en una ciudad tan pequeña. Antes era Evangelina. Ahora era la hija del último chaná. Bueno, y ¿cómo sigue esto? ¿Cómo nos va a afectar esto?Pero, al mismo tiempo, se sentía liberada. Como un alivio de por fin poder decir de dónde vengo, quién soy y que no me estén diciendo cosas que a mí me hacían doler.De pronto, ser chaná era algo valorado. Pero no era sólo eso lo que la tranquilizaba, sino también saber que su papá había logrado cumplir, a su manera, parte de la misión a la que ella se había negado: preservar la lengua. Y cuando pensaba en eso, no podía dejar de preguntarse… ¿Y si hubiera dicho que no como dije yo? Esto no estaría, se hubiera perdido todo. Menos mal que él dijo que sí y no fue como yo que dije no.Evangelina no recuerda con exactitud la fecha, pero sabe que fue por 2010 o quizás un año después, cuando se cruzó con Blas en una plaza del centro de Paraná. Ese día iba apurada, cansada, camino a su casa después del trabajo, pero lo vio de lejos y decidió acercarse a saludarlo. Llevaban casi una década sin hablar, y no sólo lo notó más viejo, claro, sino también triste, como preocupado. Y aunque arrastraban conflictos, en ese momento, bajo el sol del mediodía, los años de enojo empezaron a quedar atrás. Evangelina invitó a su papá a su casa y en el camino le propuso que compraran algo para comer. Pero cuando llegaron apenas tocaron la comida: necesitaban conversar. Blas le contó que seguía trabajando con el lingüista y que cada vez recibía más consultas de gente que quería saber sobre la lengua chaná. Le pedían materiales, información, y él no sabía qué responder. Hasta lo invitaban a congresos de lenguas en todo el país. Poco antes, la UNESCO había incluido al chaná como una lengua que se creía extinta en su Atlas de Lenguas del Mundo, y había declarado a Blas como “último chaná parlante”. Blas no sabía cómo lidiar con tanta fama. Toda su vida había anotado a mano lo que iba acordándose de la lengua y había hecho algunas fotocopias deveso, pero no tenía computadora ni correo electrónico, y se sentía abrumado con todos esos pedidos. Evangelina sintió que tenía que ayudarlo. Después de todo, era su papá. Así que empezaron a verse seguido y ella empezó a asistirlo con todo eso: le hizo una cuenta de correo electrónico y pasó a su computadora todas las anotaciones que Blas había hecho a mano. Yo tuve que memorizar mucho y buscar apuntes viejos que tenía en unos papeles ya… que yo iba escribiendo siempre algo y pero no lo publicaba ni lo mostraba a nadie… lo guardaba. Bueno, y eso me sirvió… Evangelina también empezó a acompañarlo en las charlas, en las conferencias y en las entrevistas. Blas nunca rechazaba una invitación, y seguía sin poder creer tanto alboroto a su alrededor. Ahí se forma como una movida de todos, de: se despertó el amor por los chaná y de que había alguien que sabía el idioma. Que él siempre me dijo: “Yo jamás pensé que la gente le interesaba lo que nosotros sabemos”.Lo llamaban de escuelas y de museos… de hecho, Blas había empezado a dar clases de chaná en un museo antropológico de Paraná, y Evangelina se sumó, al principio, como una alumna más. Llegaban de toda la provincia: jubilados, estudiantes secundarios o universitarios interesados en las raíces de Argentina. Ella se sentaba con el resto y veía cómo su padre intentaba volcar sobre un pizarrón el idioma que había guardado durante 70 años. Blas sabía muchísimo del tema, pero nunca había dado una clase, ni sabía muy bien cómo hacerlo. Evangelina notaba que muchas veces se iba por las ramas o le costaba dar algunas explicaciones más concretas. Entonces dije “lo tengo que ayudar”. Porque si él está tratando de salvar lo que es nuestro, de nuestra familia, como lo está dando, no va para ningún lado. Por eso, empezaron a juntarse también a solas, por fuera del horario de clases. Evangelina hacía una torta, preparaba el mate y se sentaban juntos, durante horas, como él lo había hecho con Morocha. Blas anotaba palabras en un papel y su significado o algún tipo de descripción. Y ella pasaba todo en la computadora e iba ordenando las palabras alfabéticamente. Así, casi sin darse cuenta, se convirtió en una suerte de archivista de la lengua chaná. Organizó en documentos de Word y planillas de Excel todo lo que su padre, su abuela, y las chaná que vivieron antes que ellos habían transmitido entre murmullos. Se volvió casi una obsesión: rescatar del paso del tiempo todo lo que su papá sabía, porque veía cómo la edad empezaba a comer poco a poco su memoria. Y en esos encuentros, mientras el hijo de Evangelina repetía como un juego esas palabras tan viejas y a la vez tan nuevas, ella misma fue aprendiendo a hablar en chaná. Me acuerdo que empezamos a hablar como “Njarú”, que es el saludo, que es lo primero que se enseña en cualquier idioma… a saludar, a decir hola, como estás “re am chá…”, me decía, “re am chá”. Y yo le tenía que contestar, así que tenía que contestarle “chao ble”, si es que estaba bien. Estoy bien.A Evangelina no le costaba aprender, o eso le parecía, como si ese idioma hubiera estado guardado en alguna parte de ella durante toda su vida. Otra de las primeras palabras que aprendió a decir fue “mujer”. Me dijo vos sos una adá, yo decía “ay, claro… una mujer”…Y esa palabra, adá, era clave para comprender el significado de otro término muy importante para los chaná: adá o yenden. Adá o yendén es mujer, guarda memoria, pero oyé, es esconder… Esconder y endén es memoria, o sea, esconder la memoria del chaná. Adá o yenden, la mujer guarda memoria. Lo que había sido Morocha y, antes de ella, su bisabuela. Más que una palabra, era un destino, el mismo que, sin que ella lo supiera, su abuela le había presagiado y al que le había dado la espalda. Pero entre más aprendía sobre sus ancestros, sobre la forma en que las mujeres se metían al río para parir y los niños aprendían a nadar antes que a caminar… toda esa historia que su abuela había luchado por resguardar, Evangelina volvió a sentirse cada vez más conectada con ella. Entendí muchas cosas… cuando ella se quedaba callada, pensativa, pensando, sentada al sol. La recordaba recostada bajo el árbol de pomelo que tenía en el fondo de su casa. Y creía que, en esos momentos, seguramente su abuela pensaba en todo esto que ella estaba aprendiendo ahora. Estaba recordando todo lo que le había costado una vida proteger. En 2013, todo el trabajo de Blas con el lingüista Viegas Barros terminó en la publicación del primer diccionario de la lengua chaná. Y cinco años después, luego del estreno de un par de documentales sobre él, Blas hasta dio una charla TED. Tanto interés había, de pronto, por este pueblo originario, que hasta se hizo un dibujito animado sobre las aventuras de un pequeño niño chaná. Y en un episodio salía la versión animada de Blas, vestido como un chaná, con el pecho al aire y en medio del monte… El propio Blas grabó su voz para el episodio: Njárug. Soy Blas Jaime, Agó Acoé Inó, en castellano “perro sin dueño”, juntos vamos a recordar las palabras…Evangelina lo seguía acompañando en todo, pero se mantenía en las sombras. Ahí se sentía más cómoda. Yo en realidad nunca quise el protagonismo que tiene mi papá. Él era el que hablaba y el que siempre decía “ella tiene que ser, ella tiene que ser”. Ella tenía que ser la próxima guarda memoria. Se lo decía en frente de los estudiantes, en las entrevistas… Y estando los dos solos también. Llega un momento que él me dice “bueno, ahora te toca a vos”.Esa vez, la respuesta de Evangelina fue distinta. Ahora sí entendía cuál era su rol en esa historia, que era mucho más grande que ella. Y estaba dispuesta a aceptarlo, aunque con condiciones. Le dije que sí, pero no me tomé la palabra como adá o yenden como un título para mí, sino que me hice cargo de… que yo iba a enseñar.No necesitaba un título. Le bastaba con aceptar lo que siempre había sido. Creo que soy una chaná… Que no quiere que se olvide la historia de sus antepasados, de sus ancestros.Evangelina se sumó a las clases de su papá acompañándolo como profesora. Y algunas veces, cuando él no podía estar frente al curso, se hacía cargo sola. Así, dieron clases juntos durante varios años, hasta que en marzo de 2020, con la pandemia, las actividades en el museo se interrumpieron. Blas no sabía usar la computadora y no podía dar clases online, pero Evangelina sí y no quería que todo el trabajo que estaban haciendo se perdiera. Entonces, le pidió permiso a su padre para continuar las clases sola, por internet. Había descubierto que le gustaba hacerlo: preparar los encuentros imaginando escenas cotidianas de los antiguos campamentos chaná y, a partir de eso, decidir qué palabras sus alumnos aprenderían ese día. Sentía que algo había empezado a crecer en ella. Algo plantado en su interior desde que era una niña. Pero no una semilla que brota rápido, sino una de esas que demora más en echar raíces. Fue como que plantaron algo ahí y quedó dando vueltas hasta que de a poco empezó, al yo ser más grande, a decir bueno “soy esto, al que no le guste que siga su camino”. Por qué se tiene que ocultar algo que es que fuimos, algo que somos, que seguimos acá. En agosto del año pasado, Evangelina me invitó a que me conectara a una de sus clases por Zoom. El nombre era Taparí Virtual-mití-chaná, reunión chaná. A las 9 de la mañana, cuando se encendió la cámara, la vi sentada frente a su computadora, con un mate en la mano. Éramos siete personas conectadas y entre nosotros, había una chica también descendiente de chaná. Los alumnos habían trabajado toda la semana en traducciones del español al chaná y, por primera vez, las iban a leer delante del resto. Pero antes, Evangelina hizo unos segundos de silencio para dar inicio oficial a la clase. Parecía como si estuviera a punto de comenzar una ceremonia… Nuestro saludo chaná [saludo en chaná] La vi levantar sus manos, ponerlas cerca de su cara……nos saludamos con las manos arriba para decir que somos amigos y no enemigos y que no traemos ninguna clase de armas. Y ese es el… el saludo chaná que vamos a tener…Fueron casi dos horas en que la vi concentrada en cada palabra que decían sus alumnos, corrigiendo su pronunciación y, sobre todo, explicándoles cómo esas palabras reflejaban la manera chaná de ver el mundo. Y ahora, cada vez que prepara una clase, no lo hace por su padre ni por el Atlas de Lenguas de la UNESCO, ni por los lingüistas: lo hace por su abuela Morocha, por los años en que tuvo que vivir callando, y por todas las otras mujeres chaná antes de ella. No sabe si proyectar hacia el futuro una lengua casi fantasma era o no su destino. Quizás sí o quizás no… de lo que sí está segura es de una cosa: No quiero que nos digan más el pueblo silencioso. De ahora en más, van a saber quiénes éramos los chaná, quiénes somos los chaná y quiénes vamos a ser los chaná.El silencio de los chaná se terminó con ella. Según los datos del censo de 2010, que son los últimos disponibles, hoy más de 950 mil personas en Argentina se reconocen como pertenecientes o descendientes de un pueblo originario, o el 2,4 % de la población total del país. En suma, 39 pueblos indígenas viven en el territorio que hoy llamamos Argentina, algunos en comunidades muy pequeñas y otros más numerosos. Emilia Erbetta es productora de Radio Ambulante y vive en Buenos Aires. Esta historia fue editada por Camila Segura, Nicolás Alonso y por mí. Bruno Scelza hizo el fact-checking. El diseño de sonido es de Ana Tuirán, con música de Rémy Lozano y Ana. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Pablo Argüelles, Andrés Azpiri, Diego Corzo, José Díaz, Camilo Jiménez Santofimio, Juan David Naranjo, Ana Pais, Laura Rojas Aponte, Natalia Sánchez Loayza, Barbara Sawhill, David Trujillo, Elsa Liliana Ulloa y Luis Fernando Vargas. Selene Mazón es nuestra pasante de producción. Carolina Guerrero es la CEO. Radio Ambulante es un podcast de Radio Ambulante Estudios, se produce y se mezcla en el programa de Hindenburg PRO. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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