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Radio Ambulante - La maleta cubana

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Una historia de idas y venidas.

La escritora Karla Suárez lleva 25 años viviendo fuera de su país, Cuba, y desde entonces visita cada vez que puede. Pero más que vacaciones, son viajes donde literalmente tiene que cargar con los problemas de la isla en ese momento. Acompañamos a Karla mientras prepara la siempre complicada maleta cubana.

En nuestro sitio web puedes encontrar una transcripción del episodio.

Or you can also check this English translation.

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Hola,
Ambulantes
Si
nos
escuchas
desde
hace
años
y
ya
nos
has
donado,
o
nos
descubriste
hace
unos
meses,
pero
ya
te
convertiste
en
miembro,
entonces
gracias,
de
todo
corazón,
gracias.
Y
bueno,
si
aún
no
has
tenido
la
oportunidad
de
hacer
tu
donación,
no
te
preocupes,
que
todavía
hay
tiempo.
Estamos
en
campaña
hasta
el
31
de
diciembre.
Entonces,
para
que
te
animes,
quiero
pedirte
que
te
detengas
un
momento
y
pienses
en
el
episodio
que
vas
a
escuchar.
En
lo
que
costó
producirlo.
La
reportería,
las
entrevistas,
la
escritura,
la
edición,
el
fact-checking,
el
diseño
sonoro.
Y
luego,
piensa
que
producimos
treinta
episodios
de
Radio
Ambulante
al
año,
y
cincuenta
más
de
El
hilo.
Y
que
detrás
de
cada
episodio
está
un
equipo
talentoso,
trabajador,
comprometido
con
este
periodismo,
y
con
esta
audiencia.
Todo
esto
depende
de
ti.
Queremos
seguir
produciendo
historias
como
esta,
pero
para
hacerlo,
necesitamos
tu
ayuda.
Solo
1
de
cada
100
oyentes
apoya
nuestro
periodismo
con
una
donación.
Queremos
duplicar
esa
cifra.
Ayúdanos
a
duplicar
esa
cifra.
No
importa
el
monto,
porque
toda
donación
suma.
Ingresa
a:
Radio
ambulante
punto
org/donar. Gracias.
Aquí
el
episodio.
Esto
es
Radio
Ambulante,
desde
NPR.
Soy
Daniel
Alarcón.
Esta,
como
tantas
historias
latinoamericanas,
es
una
de
idas
y
venidas.
Y
sobre
maletas
complicadas.
Tal
vez
recuerden
a
Karla…
Bueno,
soy
Karla
Suárez.
Soy
cubana,
escritora.
La
conocimos
hace
cinco
temporadas,
con
un
episodio
llamado
Toy
Story.
Vale
la
pena
volver
a
escucharlo
si
tienen
tiempo.
Pero,
en
todo
caso,
lo
que
necesitan
saber
para
la
historia
de
hoy
es
que
Karla
lleva
veinticinco
años
viviendo
fuera
de
su
país.
Salió
con
menos
de
treinta,
en
1998.
Antes
de
los
años
noventa,
los
cubanos
solo
podían
viajar
por
asuntos
oficiales
o
para
estudiar
en
un
país
del
ex
bloque
comunista.
En
los
noventa
se
autorizaron
los
viajes
por
asuntos
personales,
aunque
había
que
pedir
un
“permiso
de
salida”
y
tener
una
carta
de
invitación,
de
un
familiar
o
un
cubano
en
el
extranjero…
o
bien,
alguien
que
justificara
el
motivo
de
que
la
persona
saliera
del
país.
Así
que
el
viaje,
que
antes
era
un
sueño,
fue
entrando
poco
a
poco
en
la
vida
de
los
cubanos
y
con
él,
la
maleta.
Al
final
una
maleta
es
una
cosa
muy
chiquita
y
entonces
escoger
lo
que
te
vas
a
llevar
es
súper
difícil.
Pero
casi
todo
lo
que
me
llevé
en
esa
primera
maleta
todavía
está
conmigo.
Karla
vivió
unos
años
en
Roma;
luego
se
fue
a
París,
y
desde
hace
13,
vive
en
Lisboa.
Cuando
dejó
Cuba,
se
fue
con
relativamente
poco,
lo
que
cabía
en
una
maleta
pequeña.
Tres
libros.
Algo
de
ropa,
toda
de
verano.
Tengo
en
mi
librero
de
mi
casa,
que
lleva
viajando
conmigo
25
años,
una
botellita
chiquitita
así,
de
whisky,
que
ni
siquiera
era
un
whisky
que
a
me
gustaba,
pero
me
lo
regaló
una
amiga
y
me
dijo:
“Tómatelo
en
el
avión”.
Y
yo
me
lo
llevé
y
me
lo
tomé
en
el
avión
y
guardé
la
botellita.
Para
esa
botellita
es
el
viaje.
El
viaje
que
yo
me
iba,
ya
a
vivir
fuera.
Y
ahí
está
en
mi
librero.
Esa
botellita
está
siempre
conmigo.
En
esos
años,
una
parte
de
la
generación
de
Karla
también
se
fue
a
vivir
al
extranjero.
Fueron
los
años
del
llamado
“Periodo
Especial”,
un
tiempo
de
crisis
que
llegó
después
de
la
caída
de
la
Unión
Soviética.
La
gente
empezó
a
salir
de
la
isla
como
pudo:
por
contratos
de
trabajo,
matrimonios,
turismo,
o
lo
que
se
conoce
como
“misiones
de
internacionalización”,
o
sea,
para
trabajar
en
otros
países
por
medio
de
un
contrato
con
el
gobierno
cubano.
En
2013
se
eliminó
el
tener
que
pedir
permiso
para
salir
de
Cuba,
aunque
aún
hay
cubanos
a
quienes,
por
asuntos
políticos,
no
se
les
permite
ni
salir
ni
regresar
de
visita.
A
partir
de
ese
momento,
sin
embargo,
el
flujo
migratorio
empezó
a
aumentar
en
ambos
sentidos.
Karla
salió
con
un
permiso
de
residencia.
Y,
desde
que
se
fue,
ha
vuelto
cada
vez
que
ha
podido.
Al
principio,
fui
como
cada
seis
meses,
luego
pasé
unos
años
en
que
no
iba…
iba
cada
dos
años,
luego
pasaron
más
años
y
entonces
empecé…
Y
así.
Como
dije,
idas
y
vueltas.
Tantas
que
Karla
ya
ha
perdido
la
cuenta
de
cuántas
veces
ha
visitado
la
isla,
su
isla,
desde
que
salió.
En
los
primeros
años,
cada
vuelta
a
casa
era
una
celebración.
Vacaciones,
en
cierto
modo.
Volver
a
ver
a
los
amigos,
a
la
familia,
viajar
por
Cuba,
ir
a
la
playa.
Volver
a
una
ciudad
que
todavía
consideraba
suya.
Y
en
su
maleta
empacaba…
pues…
lo
que
se
imaginan…
Al
principio,
mira,
las
primeras
maletas.
Llevaba
cosas
para
mis
padres.
Pero
mis
padres,
en
ese
momento,
estaban…
estaban
jóvenes.
Todavía
estaban
fuertes.
Llevaba,
por
ejemplo,
muchos
regalos.
Llevaba
ropa
para
mis
amigas.
Había
las
que
tenían
bebés
y
entonces
llevaba
cosas
para
los
bebés.
Pero
con
el
paso
de
los
años
las
cosas
fueron
cambiando.
Es
curioso,
porque
claro,
cuando
yo
iba
al
principio
siempre
encontraba
muchos
amigos
y
cada
vez
que
volvía,
había
uno
menos
y
uno
menos.
¿Qué
porcentaje
de
tus
amigos
de
tu
generación
se
han
ido?
Uf.
No
sabría
decirte,
pero…
Casi
todos.
O
sea,
ahí
quedan,
quedan
algunos
amigos,
algunos
quedan
y
quisieran
irse,
pero
quedan
pocos.
Realmente
quedan
pocos.
Mis
amigos
están
en…
los
encuentro
en
las
redes,
en
los
países
que
voy,
en
WhatsApp,
así.
Y
con
cada
conocido
que
se
iba,
el
país
al
que
pertenecía,
la
Cuba
de
su
juventud,
se
volvía,
cada
vez
más,
un
país
imaginario.
Un
país
que
existía
en
su
memoria
o
quizás
en
la
memoria
colectiva
de
una
generación
de
cubanos
que
ahora
vive
esparcida
por
el
mundo.
Y
cada
maleta
que
empacaba
para
esos
viajes
de
regreso
se
convertía
en
una
fotografía
instantánea
de
la
vida
en
Cuba:
momentos
de
aparente
apertura
política,
de
relativa
prosperidad,
y
luego
épocas
de
represión,
de
precariedad,
incluso
de
hambre.
Poco
a
poco,
con
los
años
empezaron
la…
o
sea,
la
maleta
empezó
a
cambiar,
¿no?
Era
de:
“Ya
me
hace
falta
tal
cosa,
necesito
esto.
Mira,
a
ver
si
me
buscas
esto”.
O
sea,
por
mi
familia
y
por
mis
amigos.
Luego
mis
padres,
claro,
empezaron
a
hacerse
mayores
también
y
ya
ciertas
cosas
que
no
podían
hacer
y
empezaron
a
faltar
muchísimas
cosas
también
en
el
país.
Y
entonces,
claro,
cada
vez
que
ibas
decías
voy
a
meter
en
la
maleta…
en
lugar
de
meter,
no
sé,
una,
un
vestidito,
que
qué
bonito
es,
bueno,
pues
mejor
le
llevo,
yo
que
sé,
algo
de
que
le
hace
falta
al
bebé
o
al
niño
chiquito.
Y
no
es
que
no
la
llenara
de
emoción
cada
visita,
por
supuesto
que
sí.
Pero
claro,
es
como…
es
cada
vez
volver
a
un
país
que
ya
no
conoces.
Ha
ido
cambiando
mi,
mi,
mi
viaje
ya
no
es
un
viaje
hace
tiempo,
ya
no
es
un
viaje
de
vacaciones.
La
gente
me
dice:
“Te
vas
para
Cuba.
¡Ay,
qué
rico!”
Y
digo
bueno,
para
exactamente
no
es
irme
para
Cuba,
no
es
“qué
rico,
me
voy
para
la
playa”.
Es:
“Voy
a
resolver
problemas
a
la
gente”.
Hoy
vamos
a
acompañarla
en
un
viaje
a
Cuba
que
hizo
en
junio
del
2023,
a
ver
qué
encuentra,
a
ver
qué
problemas
le
toca
resolver,
a
ver
si
lo
que
metió
en
la
maleta
sirve
o
no.
Ya
volvemos.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Karla
Suárez
nos
sigue
contando.
Aquí
Karla.
Como
me
encanta
viajar,
cada
vez
que
debo
hacer
una
maleta,
me
entusiasmo.
Si
mi
destino
es
Cuba,
las
cosas
son
un
poquito
diferentes.
Mi
viaje
empieza
por
la
maleta,
sí,
pero,
como
ya
escucharon,
no
se
trata
de
una
maleta
cualquiera.
La
mía
es
la
maleta
del
emigrante.
Hacerla
no
es
cuestión
de
horas
ni
de
la
noche
antes
de
partir,
porque
en
ella
va
muy
poco
para
y
mucho
para
los
demás:
familiares,
amigos,
familiares
de
mis
amigos,
amigos
de
mis
amigos.
Cosas
que
hacen
falta
y
que
allá
no
se
encuentran
fácilmente.
Cada
maleta
es
como
una
radiografía
del
estado
en
que
está
el
país
en
el
momento
del
viaje.
Por
eso,
todas
las
maletas
que
he
hecho
para
cada
uno
de
mis
regresos
a
Cuba
han
sido
distintas.
Tienen
en
común,
eso
sí,
el
modo
de
prepararlas.
Yo
suelo
empezar
a
hacerla
el
mismo
día
que
compro
el
billete
de
viaje.
A
veces,
incluso
antes.
Al
principio
me
preguntaba
por
qué
me
demoraba
tanto.
Creía
que
eso
solo
me
sucedía
a
mí,
pero
con
los
años,
hablando
con
otros
cubanos,
entendí
que
es
algo
común.
Mi
amiga
Andrea,
por
ejemplo,
lleva
años
viviendo
en
Portugal
y
ya
ni
sabe
cuántas
maletas
cubanas
ha
tenido
que
hacer.
Lo
que
sabe
es
que
siempre
se
demora.
Meses.
Meses.
Y
es
que
uno
va
comprando,
vamos
comprando.
Y
al
final
terminas,
como
termino
yo,
es
llevando
maletas
y
pagando
maletas
de
más
con
cosas
que
te
das
cuenta
que
que
para
nosotros
no,
para
aquí
no,
no
hace
sentido,
pero
te
pones
a
pensar,
dices
para
ellos
tiene
todo
el
sentido
del
mundo
y
mucho
más.
Para
intentar
poner
un
poco
de
orden
en
todo
eso
que
se
necesita
allá,
lo
primero
que
hago
para
preparar
mi
maleta
es
una
lista.
Les
escribo
a
mis
familiares
y
a
los
amigos
que
tengo
en
Cuba
para
que
me
digan
qué
les
hace
falta.
Las
prioridades
están
más
o
menos
claras:
en
primer
lugar,
medicinas
y
alimentos
para
niños
y
mayores.
Voy
a
llevar
lo
que
pueda,
claro,
pero
prefiero
saber
todas
las
necesidades,
a
tener
que
decir
después:
“¿Pero
por
qué
no
me
lo
dijiste?”
La
gente
va
respondiendo.
Algunos
dicen
que
no
les
hace
falta
nada,
pero
insisto,
porque
que
les
da
vergüenza
pedir.
Otros
necesitan
cosas
que
yo
ni
sabía
que
existían
y
me
toca
empezar
a
buscarlas.
A
veces
también
me
piden
para
un
amigo
o
un
familiar
que
no
conozco
pero,
si
es
importante,
pues
se
hace
lo
que
se
pueda.
A
medida
que
se
va
acercando
la
fecha
del
viaje,
suelen
aparecer
pedidos
inesperados.
Y
así,
poco
a
poco,
voy
comprando.
Como
de
costumbre,
para
mi
último
viaje
hice
una
lista.
Bueno,
hoy
tengo
que
hacer
las
últimas
compras.
Esta
soy
yo,
unos
días
antes
de
viajar
a
Cuba
revisando
las
cosas
que
me
pedían…
A
ver
la
lista
y
voy
tachando.
Esto.
Ya
está.
Lo
de
supermercado
está
casi
todo.
La
leche
en
polvo,
la
desnatada
y
entera.
Ok.
Ok,
Ok,
Ok.
El
filtro
para
la
tubería
del
tanque
de
casa
de
David
finalmente
no
lo
encontré.
Tremenda
pena
que
me
da.
Pero
bueno…
En
la
farmacia
me
falta
el
suero
fisiológico,
la
furosemida,
las
medias
elásticas,
el
ibuprofeno
infantil,
lo
de
la
mamá
de
Yamilé,
el
yodo
de
mi
tía.
Y
voy
a
comprar
otro
paracetamol
por
si
acaso.
Bueno,
ya
está
casi
todo,
falta
poquito.
Cuando
llamas
a
casa
de
un
cubano
que
vive
fuera
y
te
dice
que
está
haciendo
la
maleta
para
viajar
a
Cuba,
uno
enseguida
responde:
“Bueno,
chao,
hablamos
cuando
puedas”.
Y
es
que
hacer
una
maleta
cubana
es
un
estrés,
una
pesadilla,
porque
uno
quiere
ayudar
a
todo
el
mundo
y
por
eso
quiere
meter
más
cosas
de
las
que
caben.
Importante
es
que
todo
esté
apretado
y
que
no
haya
movimientos
en
la
maleta.
Yo
empiezo
a
empacar
varios
días
antes
para
irme
dando
cuenta
del
volumen
real
de
lo
que
tengo
y
así
lo
hice
en
este
último
viaje.
Hice
y
rehice
la
maleta
para
que
entrara
lo
más
que
se
pudiera.
Hay
quienes
hacen
sus
inventos.
Mi
amigo
Guillermo,
que
vive
en
España
desde
finales
de
los
noventa
y
también
viaja
a
La
Habana
a
visitar
a
su
familia,
me
contó
del
suyo.
Pues
yo
compro
una
bolsa
que
venden,
que
es
de
plástico.
Es
un
plástico
que
es
un
poco
fuerte.
O
sea,
no
es
una
bolsa
de
plástico
de
supermercado,
es
un
plástico
un
poquito
más
resistente
que
no
pesa
nada.
Y
entonces
de
esta
forma
el
peso
de
una
maleta
me
lo
ahorro.
Una
maleta
puede
pesar
unos
cuatro
kilos
o
cinco
kilos.
Entonces
lleno
esta,
esta
bolsa,
con
todo
trato
de
poner
en
los
exteriores
lo
que
puede
recibir
golpes
como
telas,
ropa,
las
latas
que
pueden
recibir
golpes
y
no
se
rompen.
Y
en
el
centro,
lo
que
es
más
frágil.
En
mi
caso,
suelo
llevar
un
maletín
que
es
fuerte
pero
bastante
ligero.
Y,
antes
de
empezar
a
empacar,
saco
todos
los
envases
de
cartón
para
eliminar
gramos
inútiles
de
peso
y
estudio
con
qué
puedo
proteger
lo
frágil,
qué
puedo
meter
dentro
de
qué,
cosas
así.
Recuerdo
que
una
vez
tenía
que
llevar
una
jaula
para
el
gato
de
mi
madre,
pero
tenía
una
estructura
rígida
y
no
cabía
en
la
maleta.
Entonces
lo
que
hice
fue
llenarla
con
las
medicinas
que
llevaba
para
la
gente
y
envolverla
con
el
pareo
que
me
había
pedido
una
amiga.
Ese
fue
mi
equipaje
de
mano.
Esta
vez,
uno
de
los
retos
fueron
unas
botellas
de
aceite
de
cocina,
pero
mi
hermana
tuvo
una
gran
idea.
Ella
también
vive
fuera
y
tiene
experiencia
con
este
tipo
de
maletas.
Mira.
¿Te
acuerdas
que
tiene
los
pañales
esos?
Ah.
¿Puedo
meter
la
botella
de
aceite
dentro
de
los
pañales?
Sacamos
los
pañales
del
paquete
de
pañales,
sacamos
los
pañales
del
medio.
Mete
las
dos
botellas
ahí
y
ya
está.
Y
si
pasa
algo,
los
pañales.
Si
pasa
algo,
un
pañal
absorbe
el
aceite.
Ok,
dale.
Perfecto.
Sí,
lo
voy
a
hacer
así.
En
la
maleta
cubana
todo
tiene
que
encajar
perfectamente.
En
este
viaje
casi
todo
lo
que
llevé
fue
comida
y
medicinas,
porque
es
lo
que
falta
ahora.
Decía
antes
que
cada
maleta
es
como
una
radiografía
del
país.
En
años
anteriores
he
llevado
herramientas,
pinturas
para
pared,
hasta
pequeños
muebles
de
IKEA.
Pero
ahora
Cuba
está
pasando
por
otra
crisis
económica,
social
y
política.
Muy
fuerte
esta
vez,
solo
comparable
con
la
que
se
vivió
en
los
años
noventa.
En
2023
lo
que
urge
es
alimento
y
salud.
De
hecho,
esta
vez,
todos
los
encargos
que
me
hicieron
fueron
medicamentos.
Y
a
eso
nunca
digo
que
no,
aunque
el
peso
siga
aumentando.
Pesar
la
maleta
siempre
me
genera
ansiedad.
Y
ahora
vamos
a
ver
cuánto
pesa,
porque
eso
es
fundamental.
Entonces
cerramos.
Y
cerramos
el
otro.
Y
ahora
la
pesamos.
Ok,
perfecto.
Estoy
en
20.
Perfecto.
Todavía
incluso
le
cabe
alguna
cosita
más.
Las
aerolíneas
en
las
que
viajo
admiten
una
maleta
de
23
kilos
en
clase
turista.
Cualquier
sobrepeso
o
una
segunda
maleta
se
debe
pagar.
Hace
unos
años
en
Cuba
pasaba
lo
que
no
creo
que
pase
en
ningún
otro
lugar
del
mundo:
cuando
llegabas
al
aeropuerto
de
La
Habana
te
pesaban
el
equipaje
y
si
tenías
sobrepeso
o
una
segunda
maleta,
tocaba
pagar
otra
vez
o
renunciar
a
algunas
cosas.
Eso
también
siempre
me
provocaba
un
nerviosismo
tremendo.
Así
que
mi
preocupación
con
la
maleta
no
terminaba
hasta
que
ya
llegaba
a
casa.
Eso
fue
cambiando
con
los
años.
Y
ahora,
luego
de
las
protestas
en
Cuba
de
julio
de
2021,
han
eliminado
los
aranceles
para
los
alimentos,
productos
de
aseo
y
medicamentos.
Se
pueden
entrar
sin
limitaciones,
a
menos
que
sean
para
comercializar.
La
medida
surgió
con
carácter
temporal,
pero
por
ahora
sigue
vigente,
y
es
lo
que
nos
ha
facilitado
a
muchos
llevar
más
cosas
que
antes.
Pero
en
este
último
viaje
solo
llevé
una
maleta
de
23
kilos.
Tuve
que
comprar
muchísimas
medicinas
y
por
más
que
quisiera,
el
bolsillo
no
me
dio
para
más.
Cada
viaje
me
juro
que
esta
vez
que
voy
a
tener
la
maleta
ya
cerrada
antes
de
cenar
la
víspera
del
viaje.
Pero
nunca
me
sale
bien.
Esa
última
noche
siempre
me
encuentro
desarmando
y
volviendo
a
armar
la
maleta.
Angustiada,
acomodando
mejor
las
cosas,
viendo
si
lo
que
tengo
que
dejar
quizá
cabe
en
un
huequito,
porque
al
final
por
muy
organizada
que
crea
estar,
siempre
acabo
teniendo
que
dejar
cosas
fuera.
Cuando,
por
fin
acabo,
llega
un
gran
suspiro
de
alivio.
Y
entonces
viene
el
viaje.
La
pista
de
despegue
para
el
vuelo
hoy
con
destino
a
La
Habana,
Después
de
despedir,
el
tiempo
de
vuelo
será
de
9
horas
25
a
destino…
Yo
soy
de
las
que
duermen
tranquilamente
en
los
aviones,
no
necesito
tomar
nada,
cualquier
medio
de
transporte
me
relaja.
Pero
cuando
el
viaje
es
a
Cuba
apenas
puedo
cerrar
los
ojos.
Voy
siempre
con
una
mezcla
de
alegría
y
preocupación.
Como
con
los
nervios
por
fuera.
Camino
por
el
avión,
intento
leer,
veo
películas,
converso
con
gente
en
la
cola
del
baño.
Así
paso
las
horas
hasta
que
ya
mandan
a
ponernos
los
cinturones
de
seguridad.
Mi
vuelo
Madrid-Habana
aterrizó
el
12
de
junio
a
las
7:45
pm.
Bienvenidos
a
La
Habana.
Sigan
haciendo
uso
del
cinturón
de
seguridad
hasta
que
la
señal
luminosa
de
cinturones…
Hacía
un
año
que
no
iba.
Lo
primero
que
me
golpea
siempre
al
salir
del
avión
es
el
calor.
Ese
calor
pegajoso
del
Caribe.
Como
si
la
ciudad
me
estuviera
diciendo:
“Bienvenida
a
casa,
a
partir
de
este
instante
no
dejarás
de
sudar”.
En
Cuba
el
aire
acondicionado
no
funciona
bien
en
muchos
sitios.
A
veces
incluso
no
funciona
bien
en
el
aeropuerto,
entonces
toca
sudar.
Además
del
calor,
hay
otra
cosa
que
noto
enseguida,
pero
ésa
me
gusta
más:
el
acento
cubano.
Quizá
sea
porque
hace
mucho
que
vivo
fuera
o
porque
me
relaciono
con
gente
de
diferentes
latitudes
y
maneras
de
hablar,
pero
la
música
del
hablar
cubano
me
despierta
buenas
sensaciones.
Me
hace
sentir
cómoda,
me
devuelve
a
lo
que
soy.
El
aeropuerto
no
es
muy
grande,
si
lo
comparamos
con
otros
aeropuertos
internacionales
de
América
Latina.
Arrastrando
mi
maletica
de
mano
atravesé
el
pasillo
que
ya
conozco.
Tiene
una
pared
de
cristal.
Del
otro
lado
está
el
salón
con
las
puertas
de
embarque,
la
cafetería
y
pocas
tiendas.
Yo
siempre
ando
rápido
para
tratar
de
llegar
pronto
a
inmigración
y
que
no
me
toque
una
cola
muy
larga.
Pero
no
puedo
evitar
mirar
a
la
gente
que
está
del
otro
lado.
Son
los
que
se
van
de
la
isla.
Muchos
turistas,
y
también
muchos
cubanos.
En
este
último
viaje,
me
pareció
que
había
más
cubanos
que
turistas.
Hay
algo
en
lo
que
nunca
puedo
dejar
de
pensar
cuando
estoy
en
el
aeropuerto.
¿Qué
hará
la
gente
después
de
montarse
en
el
avión?
Los
cubanos,
quiero
decir.
¿Qué
harán?
¿A
dónde
irán?
Algunos
volverán
de
visita.
Otros
quizá
ya
no
vuelvan
nunca,
porque
no
quieren
o
porque
no
pueden.
Porque,
aunque
ahora
viajar
sea
más
fácil,
hay
cubanos
a
quienes
aún
les
mantienen
restricciones
de
salida
o
de
entrada.
Pienso
en
Abraham,
con
quien
conversé
poco
antes
de
mi
viaje
a
La
Habana.
Tiene
treinta
y
cuatro
años,
y
lleva
casi
dos
años
viviendo
en
Barcelona.
En
Cuba
era
periodista
independiente,
escribía
sobre
la
realidad
del
país
y
un
día
tuvo
que
hacer
la
más
terrible
de
todas
las
maletas:
la
del
exilio.
Cuando
le
pregunté
qué
había
llevado
en
ella,
me
dijo:
Básicamente
yo
vine
con
una
maleta,
con
lo
imprescindible.
Que
sería…
con
las
tres
o
cuatro
camisas
que
me
gustaban.
Creo
que
traje
un
pantalón
y
un
par
de
tenis
con
los
que
vine
puesto.
Todo
lo
demás
lo
regalé
todos
los
shores,
las
camisas.
Yo
juego…
Me
gusta
mucho
el
fútbol,
el
deporte,
todo
eso
lo
regalé,
con
lo
que
jugaba
allí.
Creo
que
me
traje…
De
hecho,
aquí
veo
uno,
traje
tres
libros.
Abraham
me
dijo
que
sabe
que
no
puede
regresar,
al
menos
no
a
corto
plazo.
Mientras
yo
caminaba
por
aquel
pasillo
del
aeropuerto
no
pude
dejar
de
mirar
al
otro
lado
y
tratar
de
imaginar
qué
tipo
de
maleta
llevarían
los
cubanos
que
estaban
allí.
¿Serían
de
las
que
regresan
o
de
las
que
no?
Quién
sabe.
En
el
control
de
inmigración
no
había
mucha
gente,
por
suerte,
así
que
salí
rápido
a
buscar
mi
maleta.
Ahí
todo
siempre
es
medio
desordenado.
Las
maletas
salen
por
diferentes
lugares.
Me
la
pasé
cambiando
de
cinta
a
ver
por
cuál
salía
la
mía.
Algunas
personas
compartían
un
carrito.
Uno
lo
cuidaba
mientras
los
demás
se
iban
moviendo,
como
yo.
Y
se
escuchaban
los
gritos,
los
“por
ahí
viene
una”,
“todavía
no
ha
salido
la
grande”,
“¿cuántas
trajiste
tú?”.
Por
fin
apareció
la
mía,
la
monté
en
el
carrito
y
salí.
Los
primeros
años
mis
padres
siempre
iban
a
recibirme.
Muchos
cubanos
tenemos
esa
costumbre:
si
alguien
llega
del
extranjero,
hay
que
ir
a
recibirlo.
Yo
nunca
llamaba
a
mis
padres
desde
adentro.
Primero
porque
no
tenían
celular.
Luego,
cuando
ya
pudieron
tenerlo,
yo
no
tenía
número
cubano,
así
que
imposible.
Pero
no
importaba,
sabía
que
apenas
se
abriera
la
puerta
de
cristal
los
vería
a
ellos
en
primera
fila,
con
la
emoción
pintada
en
el
rostro.
Ahora,
ya
tengo
número
cubano,
hace
rato
que
lo
tengo,
pero
mis
padres
ya
no
me
esperan
afuera.
Él
falleció.
Ella
ya
no
está
para
esos
trajines.
Así
que
cuando
la
puerta
de
cristal
se
abrió
esta
vez,
vi
a
otros
padres
esperando
y
tantos
niños
y
tantas
emociones.
Sonreí
por
ellos
y
seguí
mi
camino.
Una
de
las
cosas
que
me
gustaba
al
volver
era
que
el
recorrido
desde
el
aeropuerto
hasta
mi
casa
era
como
un
recuento
de
mi
vida.
El
taxi
tenía
que
pasar
junto
a
mi
universidad,
la
Cujae,
donde
me
gradué
de
ingeniería
electrónica
y
hasta
podía
ver,
a
través
de
la
ventanilla,
la
casa
del
estudiante
donde
se
hacía
el
taller
literario
al
que
asistía
en
aquellos
tiempos.
Luego,
pasábamos
junto
al
conservatorio
de
música
donde
estudié
guitarra
en
la
secundaria.
Por
último,
en
la
esquina
donde
el
taxi
daba
la
vuelta
para
entrar
a
mi
calle,
está
la
escuela
primaria
donde
aprendí
a
leer.
Siempre
viví
este
recorrido
como
mi
viaje
personal
a
la
semilla.
Como
si
la
ciudad
me
estuviera
diciendo:
“Te
recuerdo
quién
fuiste
para
que
no
olvides
quién
eres”.
Pero
en
este
último
viaje
no
fue
así.
Afuera
me
esperaba
un
taxista
con
quien
había
hablado
por
WhatsApp
antes
de
salir
de
Lisboa.
Tenía
un
cartel
con
mi
nombre.
Antes
de
ir
hacia
el
taxi,
me
preguntó
mi
dirección
y,
cuando
se
la
di,
me
dijo
que
prefería
hacer
otro
recorrido.
El
asunto
era
la
seguridad.
Era
de
noche
y
en
Cuba
ahora
hay
muchos
problemas
con
la
electricidad.
Los
apagones
duran
horas.
Según
me
dijo,
esa
zona
podía
estar
totalmente
oscura
y
no
quería
correr
el
riesgo
de
que
se
le
rompiera
el
carro
y
tuviéramos
que
quedarnos
tirados
porque
nos
podían
asaltar.
“Algunos
barrios
se
están
poniendo
peligrosos”,
me
dijo:
“Se
ve
que
usted
lleva
tiempo
fuera,
pero
esto
ha
cambiado,
la
gente
tiene
necesidades
y
eso
aumenta
la
delincuencia”.
No
me
atreví
a
insistir.
“¿Y
solo
trajo
una
maleta
grande?”,
me
preguntó.
Asentí.
Él
repitió
que
se
veía
que
yo
llevaba
tiempo
fuera
y
echó
a
andar
en
busca
del
taxi.
Ahí
me
quedé
mirando
a
los
que
salían.
Había
gente
con
bolas
envueltas
en
plástico,
como
las
que
hace
mi
amigo
Guillermo,
y
otros
con
muchísimas
maletas.
Cristian,
el
sobrino
de
una
amiga
mía,
me
contó
cómo
hacía
él
para
abastecer
a
toda
su
familia
por
un
buen
tiempo.
Él
ahora
vive
en
Estados
Unidos,
pero
durante
sus
últimos
años
en
Cuba
fue
varias
veces
al
extranjero
para
visitar
familiares
y,
de
paso,
regresar
con
productos
para
llenar
sus
despensas.
Ésa
es
la
maleta
familiar.
Vengo
con
cinco
maletas
de
23
kilogramos.
Y
con
un
95%
de
comida,
prácticamente
que
es
leche,
espaguetis,
atún
y
ya.
Básicamente
eso,
pero
en
bastantes
cantidades.
Llegué
al
apartamento
a
las
diez
y
pico.
En
los
bajos
del
edificio
me
esperaba
la
amiga
que
desde
hace
años
nos
ayuda
en
todo,
que
es
casi
una
hermana
para
mí.
Bajamos
mis
cosas
del
taxi.
Mamá
nos
miraba
desde
el
balcón.
Subimos
y
entonces
llegaron
los
abrazos,
las
conversaciones,
el
sabor
de
algunas
cosas
ricas
que
salieron
de
mi
maleta,
las
risas.
No
si
a
todo
el
mundo
le
sucede
esto,
pero
cada
vez
que
llego
al
lugar
donde
crecí,
tengo
la
sensación
de
que
quien
se
acuesta
a
dormir
esa
noche
es
una
versión
más
joven
de
misma.
Es
solo
una
sensación,
desde
luego,
pero
me
gusta.
Mi
padre
fue
el
que
siempre
arregló
todos
los
problemas
de
nuestro
apartamento.
Afortunadamente
yo
heredé
sus
habilidades
para
reparar
cosas,
así
que
cuando
él
empezó
a
no
poder
ocuparse
de
todo,
yo
tomé
el
relevo.
Mi
madre
va
anotando
los
problemas
y
luego
yo
me
ocupo.
Por
eso,
desde
hace
tiempo
digo
que
mis
viajes
a
Cuba
son
“temáticos”.
El
viaje
de
la
carpintería,
otro
de
la
fontanería,
el
siguiente
el
de
las
grietas
en
las
paredes
y
así.
Claro
que
no
todas
las
cosas
las
puedo
reparar
yo.
El
“tema”
de
mi
último
viaje
fue
el
de
la
electricidad,
algo
que
yo
no
podía
resolver.
Por
eso,
el
día
después
de
mi
llegada
fue
a
visitarme
un
amigo
electricista
con
quien
ya
me
había
puesto
de
acuerdo.
De
mi
maleta
salieron
los
quince
metros
de
cable
que
él
me
había
sugerido
comprar
para
sustituir
el
que
llegaba
al
apartamento,
que
estaba
en
muy
mal
estado.
El
problema
quedó
resuelto
en
cuestión
de
horas.
Pero
ese
mismo
día
me
di
cuenta
de
que
mi
línea
de
celular
cubano
había
vencido.
En
casa
había
un
viejo
celular
que
tenía
una
SIM
de
las
grandes,
así
que
tendría
que
ir
a
la
telefónica
para
cambiarla
por
una
micro
y
ponerla
en
el
mío.
Por
lo
pronto
mi
madre
me
prestó
su
celular.
Al
día
siguiente,
llamé
a
los
familiares
de
mis
amigos,
a
quienes
les
llevaba
encargos,
para
avisarles
que
ya
estaba
en
Cuba.
Empezaron
a
llegar.
Cada
vez
que
estoy
ante
un
familiar,
siento
como
si,
de
algún
modo,
para
esa
persona,
verme
fuera
como
ver
también,
un
poquito,
a
su
hija
o
a
su
hermano
o
a
su
madre
o
a
quien
quiera
que
sea
que
está
del
otro
lado.
Lo
mismo
les
sucedía
a
mis
padres
cuando
yo
les
enviaba
paquetes
con
otra
persona.
Las
familias
pueden
hablar
por
WhatsApp,
incluso
verse
por
videollamadas,
pero
nunca
es
lo
mismo.
Besar
la
mejilla
de
la
hermana
de
una
amiga
es
como
besarla
con
el
beso
que
dejó
mi
amiga
en
mi
mejilla
cuando
nos
vimos.
Y
así,
los
tres
primeros
días
fueron
de
repartos
y
emociones:
estar
en
casa
con
mamá,
ver
a
algunos
de
mis
grandes
amigos.
Tengo
una
pareja
de
amigos
que
siempre
va
a
mi
casa
el
día
después
de
mi
llegada.
Nos
conocemos
desde
hace
mucho,
sus
hijos
son
mis
sobrinos
postizos.
Verlos
es
siempre
una
fiesta.
Yo
había
llevado
café
para
brindarle
a
todas
las
visitas
y
compré
cervezas
en
la
esquina.
Solo
salí
para
ir
con
mi
gente
del
conservatorio
al
concierto
de
uno
de
mis
amigos
músicos,
El
Trombón
de
Santa
Amalia
y
su
grupo.
Y
también
a
la
oficina
telefónica.
No
pude
resolver
lo
de
mi
línea
esa
vez,
pero
no
le
di
mucha
importancia.
El
problema
más
grave,
el
“tema”
de
mi
viaje,
que
era
la
electricidad,
se
había
resuelto
pronto.
Lo
demás
serían
boberías.
Eso
pensé
yo.
Pero
el
día
6
de
mi
llegada
el
vecino
de
abajo
me
dijo
que
el
tanque
de
mi
casa
estaba
dañado
porque
le
estaba
cayendo
agua
a
su
apartamento.
Aquí
debo
hacer
una
pequeña
explicación.
Como
en
otros
países,
en
Cuba
los
edificios
tienen
en
las
azoteas
unos
tanques
para
suministrar
el
agua
a
los
apartamentos.
Al
menos,
en
teoría.
El
asunto
es
que
en
Cuba
siempre
han
existido
problemas
con
el
suministro
de
agua
y
en
muchos
barrios
no
llega
todos
los
días.
Cuando
yo
era
niña,
teníamos
una
reserva
de
agua
en
casa,
que
se
llenaba
con
una
manguera,
y
cuando
no
llegaba
el
agua,
tocaba
bañarse
con
un
cubo
y
un
jarrito.
Ahora
los
cubanos
instalamos
tanques
extras
en
las
azoteas
como
reserva
individual
para
nuestras
viviendas.
En
la
de
mi
edificio,
además
de
los
cuatro
tanques
originales,
hay
ocho
instalados
por
los
inquilinos.
El
peso
que
carga
el
techo
es
enorme,
pero
por
lo
pronto,
es
mejor
no
pensar
en
eso.
En
mi
barrio
el
agua
llega
un
día
y
un
día
no.
Entonces
el
“día
de
agua”,
que
es
como
se
le
dice,
todos
los
tanques
se
llenan.
El
día
que
no
llega,
cada
inquilino
usa
su
reserva.
Cuando
mi
vecino
me
avisó
de
mi
tanque,
subí
con
él
a
la
azotea
para
revisarlo.
Él
determinó
que
tenía
un
problema
en
el
flotante.
Y,
por
si
no
lo
saben,
los
tanques
funcionan
tal
como
los
de
los
inodoros.
Cuando
el
nivel
del
agua
sube,
empuja
el
flotante
hacia
arriba
y,
cuando
está
en
horizontal,
el
flotante
cierra
la
entrada
del
agua
y
ya
no
entra
más.
Cuando
el
flotante
no
funciona
bien,
el
agua
sigue
entrando
y
el
tanque
se
desborda.
Esa
tarde
mi
vecino
regresó
a
su
casa,
pero
yo
me
quedé
en
la
azotea.
Ahí
subía
de
niña
con
mi
papá
para
estudiar
las
estrellas.
Contemplé
la
ciudad.
Todos
los
techos
están
llenos
de
tanques,
negros
y
azules,
grandes
y
pequeños.
Me
dije
que
si
no
quería
tener
problemas
con
los
vecinos,
debía
cambiar
el
flotante
rápido.
Pero,
por
supuesto,
ése
no
lo
había
llevado
en
mi
maleta.
Así
que
al
día
siguiente
tenía
que
empezar
a
buscar.
En
Cuba
el
desabastecimiento
se
ha
vuelto
crónico
y,
por
eso,
después
de
que
se
eliminó
el
permiso
de
salida
del
país
en
2013,
mucha
gente
empezó
a
viajar
al
extranjero
para
importar
mercancías.
Pueden
ir
desde
refresco
instantáneo
o
paquetes
de
almohadillas
sanitarias,
hasta
artículos
de
ferretería
o
electrodomésticos.
Esa
es
la
maleta
comercial.
Así
se
abastecen
muchos
de
los
pequeños
negocios
privados.
Fui
a
uno
de
estos
al
octavo
día
de
mi
llegada.
No
era
una
tienda
como
tal,
sino
un
puesto
en
el
portal
de
una
casa.
Ahí
en
las
casas
venden
de
todo.
Hay
muchos
productos,
cosas
como
ferreterías,
cosas
de
desagüe,
las
pilas,
la
las
junturas,
el
flotante
que
me
dijo
3.500.
No
tienen
puestos
los
precios.
Ellos
te
miran
y
te
dicen
el
precio
que
les
parece.
3.500
pesos
o
sea
unos
28
dólares.
En
Lisboa
me
hubiera
costado
unos
6
euros.
Antes
de
comprarlo,
decidí
hablar
con
el
amigo
que
me
había
ayudado
con
lo
de
la
electricidad.
No
soy
experta,
pero
sabía
que
aquel
flotante
lo
habíamos
cambiado
no
hacía
mucho,
así
que
preferí
estar
segura
de
que
había
que
cambiarlo.
Mi
amigo
fue
a
casa
con
otro
amigo,
revisaron
todo
y
determinaron
que,
en
efecto,
el
flotante
no
funcionaba
bien,
pero
ése
no
era
el
único
asunto.
La
instalación
del
tanque,
hecha
por
mi
padre
muchísimos
años
atrás,
ya
tenía
su
problemita
y
el
mismo
tanque,
que
también
era
muy
viejo,
tenía
un
salidero
que,
al
dar
a
la
pared,
no
habíamos
visto.
Lo
único
que
yo
podía
hacer
según
ellos
era
comprar
un
tanque
nuevo
y
rehacer
toda
la
instalación.
De
eso
no
sabían.
No
podían
ayudarme.
Así
que
ahora
me
tocaba
buscar
dónde
comprar
un
tanque
nuevo
y
encontrar
a
alguien
que
me
lo
instalara.
Todo
lo
cual
requiere
tiempo
y
dinero,
claro.
Esa
noche
tuve
una
pesadilla.
A
veces
tengo
sueños
raros
y,
cuando
me
despierto,
anoto
los
recuerdos
que
me
quedan.
Escribí
que
el
tanque
estallaba
y
el
apartamento
se
iba
llenando
de
agua.
Todos
estaban
en
casa:
mis
padres,
mi
hermana,
la
amiga
que
vive
con
nosotros.
Pero
yo
no
veía
a
nadie,
solo
escuchaba
a
papá
gritarme
que
me
subiera
a
la
cama.
Pero
el
agua
seguía.
Mi
cuarto
se
llenaba,
los
muebles
iban
desapareciendo.
Conozco
a
alguien
que
interpreta
los
sueños
y
seguramente
soñar
con
agua
tiene
algún
significado
interesante.
Pero
mi
sueño
era
muy
simple:
tenía
que
ver,
única
y
exclusivamente,
con
un
maldito
tanque
roto.
Al
día
siguiente,
me
levanté
antes
de
las
seis
de
la
mañana
con
una
resolución:
iba
a
vaciar
el
tanque
y
usar
otras
reservas
que
teníamos
en
casa,
aunque
fueran
más
pequeñas.
Así
es
como
hacen
los
vecinos
que
no
tienen
tanque
propio.
El
nuestro
y
toda
su
instalación
debían
renovarse,
pero
quería
hacerlo
bien.
Entonces
arranqué
una
página
de
mi
diario
y
escribí
la
palabra
“flotante”
como
número
uno
en
una
nueva
lista
y
“renovar
toda
la
instalación
de
agua”
como
“tema”
del
próximo
viaje.
Apenas
llevaba
una
semana
en
La
Habana
y
ya
empezaba
a
organizar
mi
siguiente
maleta.
Una
pausa
y
volvemos.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Soy
Daniel
Alarcón.
Karla
Suárez
nos
sigue
contando.
Recién
nueve
días
después
de
llegar
a
Cuba,
todo
parecía
calmarse.
Ya
había
decidido
que
el
tanque
se
arreglaría
en
mi
siguiente
viaje
y,
luego
de
varias
visitas
a
la
telefónica,
ya
tenía
celular.
Lo
que
me
preocupaba
era
que
las
reservas
de
comida
que
había
llevado
en
mi
maleta
empezaban
a
disminuir.
Tenía
pasta,
arroz,
frijoles,
quesos
y
latas
de
atún
y
de
sardinas,
pero
no
quería
estar
comiendo
solamente
enlatados.
Los
que
viven
en
Cuba
tienen
lo
que
se
conoce
como
una
“libreta
de
abastecimiento”
con
la
cual
pueden
comprar
algunos
productos
básicos
a
menor
precio,
pero
hace
años
que
lo
que
se
vende
por
ahí
no
alcanza
para
el
mes.
Encima,
yo
no
tengo
libreta.
Tenía
que
comprar
en
las
tiendas
privadas.
Y
eso
también
se
convirtió
en
una
odisea.
Acabo
de
salir
de
una
tienda.
He
comprado
un
paquete
de
pollo
de
unas
diez
libras
a
3.600 pesos
y
un
potecito
de
helado
350 pesos.
Había
yogur
a
500 pesos,
pero
no
lo
compré
porque
tengo
que
ir
a
buscar
un
cartón
de
huevos,
o
sea,
30
huevos
que
me
cuestan
2,000
pesos.
Ya
no
me
alcanza
con
lo
que
salí.
Los
precios
se
dispararon.
En
Cuba
existían
dos
monedas,
pero
en
el
2021
comenzó
el
proceso
para
unificarlas
en
una
sola,
la
original:
el
peso
cubano.
A
partir
de
ese
momento
los
precios
han
aumentado
desorbitadamente.
Antes
de
la
unificación,
1
dólar
equivalía
a
24
pesos
cubanos,
ahora
equivale
a
110
pesos.
Y
eso,
según
el
cambio
oficial,
en
el
cambio
informal
sube
constantemente.
Yo
no
entendía
nada.
Llevaba
solo
casi
un
año
sin
ir
a
Cuba
y
el
país
era
otro.
Que
un
paquete
de
diez
libras
de
pollo
cueste
3,600
pesos,
unos
29
dólares,
es
insólito.
Igual
30
huevos
por
16
dólares.
Un
profesor
universitario
gana
al
mes
unos
6,000
pesos,
que
son
como
49
dólares.
Pero
el
problema
no
es
solo
el
precio.
Hoy
fui
al
banco
porque
tenía
que
sacar
dinero
porque
no
tenía
dinero
para
comprar
nada.
Entonces
fui
al
banco
de
41
y
42
y
el
cajero
no
tenía
dinero
como
ayer
y
antes
de
ayer.
Sacar
dinero
también
se
convirtió
en
una
aventura
complicada.
Una
vez,
luego
de
recorrer
varios
cajeros,
terminé
por
entrar
a
un
banco
y
tras
una
larga
cola,
cuando
llegué
a
la
ventanilla,
el
hombre
me
dijo
que
solo
tenía
billetes
de
10.
Salí
de
allí
como
los
asaltantes
de
las
películas,
llena
de
fajos
de
billetes.
Pero
apenas
crucé
la
calle,
enfrente
había
un
mercadito
de
verduras
y
todo
el
dinero
desapareció
en
un
instante.
Absurdo.
Es
todo
demasiado
absurdo.
Una
de
las
cosas
que
más
me
desesperaba
de
todo
esto
era
la
cantidad
de
tiempo
que
tenía
que
invertir
en
actividades,
en
principio,
sencillas:
ir
a
un
cajero,
comprar
en
una
tienda.
Haciendo
casi
nada
se
me
iban
las
horas
a
y
a
todo
el
mundo.
En
casa
trataban
de
animarme:
tranquila,
me
decían,
verás
que
todo
se
resuelve.
Pero
no.
Parecería
que
me
estoy
inventando
las
cosas,
pero
no
hace
falta.
En
esta
isla
no
hace
falta
inventarse
nada.
Se
acaba
de
romper
el
refrigerador.
Nos
dimos
cuenta
por
la
mañana.
Toda
la
noche
estaba
así.
Está
encendido,
pero
no
congela
y
apenas
enfría.
No
qué
voy
a
hacer.
Llorar.
No
sé.
Eso
sucedió
el
día
10
de
mi
llegada.
Fue
como
si
la
ciudad
me
estuviera
diciendo:
“Lo
hago
para
que
no
te
olvides
de
mí,
para
que
tengas
algo
que
contar”.
Pero
no
quise
responderle.
Después
de
un
largo
silencio,
agarré
el
celular
para
llamar
al
amigo
que
siempre
tiene
un
amigo
que
hace
cosas
y
preguntarle
si
conocía
a
alguien
que
supiera
de
refrigeradores.
Esa
noche
una
vecina
se
llevó
los
paquetes
de
pollo
para
guardarlos
en
su
casa
y
que
no
se
echaran
a
perder.
Yo
me
compré
una
cerveza
y
me
fui
a
beberla
al
balconcito
de
atrás
de
nuestro
apartamento.
Desde
ahí,
se
ve
el
patio
de
la
primaria
donde
aprendí
a
leer.
Mientras
bebía,
del
tanque
de
uno
de
mis
vecinos
se
empezó
a
botar
agua
y
otro
se
asomó
a
su
ventana
protestando.
Yo
alcé
la
lata
de
cerveza
para
brindar
en
el
aire.
Entre
una
cosa
y
otra,
aunque
la
razón
principal
de
mis
viajes
siempre
es
ver
a
mi
familia
y
a
los
amigos,
a
esas
altura
solo
había
visto
a
mamá,
a
los
que
pasaron
por
casa
y
a
los
músicos
con
quienes
fui
al
concierto
en
los
primeros
días.
Con
el
resto
de
la
gente
me
había
comunicado
por
teléfono.
En
La
Habana
paso
horas
al
teléfono
fijo.
Tengo
una
agendita
que
nunca
tiraré
a
la
basura.
A
veces
soy
medio
fetichista.
Está
bastante
rota.
Muchas
de
sus
hojas
en
algún
momento
tuve
que
pegarlas
con
cinta
adhesiva,
pero
prefiero
conservarla,
porque
ahí
están
los
nombres
de
toda
mi
gente
a
lo
largo
de
los
años.
Y
están
las
tachaduras.
Los
que
ya
no
van
a
responder
a
un
teléfono
fijo
en
La
Habana.
En
este
viaje
tuve
que
tachar
el
nombre
de
otro
amigo
a
quien
solía
ver
cuando
iba
allá,
pero
ya
tengo
anotado
su
nuevo
número
de
teléfono,
ahora
en
los
Estados
Unidos.
Los
días
que
siguieron
los
dediqué
entonces
a
visitar
a
mi
familia,
tías
y
primos
y
al
resto
de
los
amigos.
No
son
muchísimos,
pero
son
grandes
amigos.
Esta
vez
tuve
suerte
de
coincidir
con
conciertos
de
varios
artistas
que
me
gustan,
como
el
trovador
Frank
Delgado
con
quien
me
une,
además,
una
amistad
de
hace
muchos
años.
Hasta
estuve
bailando
rock
en
una
de
esas
discotecas
que
frecuenta
la
gente
de
mi
edad,
ex
adolescentes
ochenteros.
A
veces
la
música
nos
salva.
O
nos
hace
volar,
al
menos
un
ratico.
Conseguimos
reparar
el
refrigerador
cuando
me
quedaban
ya
pocos
días
para
regresar
a
Europa.
Otro
problema
resuelto.
El
último
sábado
me
invitaron
a
dar
una
charla
con
jóvenes
autores
en
la
escuela
de
escritura.
Y
como
queda
cerca
del
mar,
me
puse
de
acuerdo
con
mis
amigos
para
ir
luego
a
bañarnos.
Con
tantos
problemas
aún
no
había
podido
hacerlo
y
esa
es
una
de
las
cosas
que
amo.
Crecí
bañándome
en
la
costa,
seguramente
por
eso
prefiero
las
rocas
a
las
playas
de
arena.
Como
de
costumbre,
el
agua
estaba
calentica
y
transparente.
Y
se
veían
peces
pequeños.
Horas
después
vimos
la
puesta
del
sol
con
mis
amigos.
Todos
en
el
agua.
Me
encanta
esa
hora.
Me
zambullí,
salí,
nadé
y
mirando
el
horizonte,
me
despedí
del
sol
mientras
desaparecía
tragado
por
el
mar
que
tanto
me
gusta.
Y
llegó
el
momento
de
hacer
mi
maleta
de
regreso.
Ésa
es
mucho
más
fácil.
En
cada
viaje
me
llevo
libros
de
la
biblioteca
de
mamá
y
alguna
botella
de
ron
que
envuelvo
en
ropa
vieja
para
que
no
se
rompa.
Hay
cosas
que
siempre
quise
dejar
en
La
Habana,
porque
pertenecen
a
quien
yo
era
cuando
vivía
allá.
Ciertos
libros
y
objetos.
Es
como
si
dejándolos
en
su
sitio,
un
pedacito
de
también
se
estuviera
quedando.
Mi
título
de
Ingeniería,
por
ejemplo,
siempre
estuvo
allá,
pero
esta
vez
decidí
llevármelo.
Hace
años
que
no
ejerzo
de
ingeniera,
pero
ahora
quise
tenerlo
conmigo.
Una
vez,
conversando
sobre
la
maleta
cubana
con
mi
amiga
Idalmys,
me
dijo
algo
que
me
pareció
muy
hermoso.
Hace
treinta
años
que
ella
vive
en
Canarias
y,
aunque
podría,
no
ha
querido
volver
a
Cuba.
Durante
muchos
años
yo
viví
con
las
cosas
que
me
cabían
en
una
maleta.
Me
querían
regalar
cosas.
¿Quieres
una
cubertería?
Quieres
una
cosa
que
sonaba
como
a
establecerse,
¿no?,
como
a
echar
raíces.
Y
yo
no
la
quería.
No
quería
nada.
Todo
lo
que
me
cabía
en
una
maleta.
Y
hace
algunos
años,
muy
pocos,
quizás
unos
seis
años
aproximadamente,
que
yo
me
compré
un
sillón,
me
compré
un
sillón
cómodo
y
yo
quería
ver
la
tele
en
un
sillón
reclinable
con
cierta,
con
cierto
confort.
Y
el
comprarme
el
sillón
me
di
cuenta
que
ya
ese
sillón
no
cabía
en
la
maleta,
que
ya
me
estaba
haciendo
un
poco
mayor
o
estaba
empezando
a
echar
raíces,
¿no?
Y
fue
la
primera
vez,
en
muchos
años,
que
me
di
cuenta
que
ya
me
quería
establecer
con
ese
sillón.
Quizá
yo
también
he
empezado
a
echar
raíces
y
ni
siquiera
me
he
dado
cuenta.
Veinticinco
años
son
bastantes.
¿No?
O
quizá
es
que,
como
dice
Idalmys,
estamos
haciéndonos
mayores.
Ella
y
yo
tenemos
casi
la
misma
edad
y
partimos
en
la
misma
época.
Mi
generación
vivió
la
crisis
de
los
noventa
con
veintitantos
años.
Ahora
tenemos
la
edad
que,
entonces,
tenían
nuestros
padres
y
es,
otra
vez,
la
crisis,
pero
todavía
más
profunda.
Y
la
gente
sigue
partiendo,
con
maleta
o
sin
maleta.
En
los
últimos
años
el
número
de
emigrantes
cubanos
ha
ido
aumentando
de
manera
bestial.
Esa
gotera
no
hay
quien
la
repare.
Familias
enteras
se
van.
Los
hijos
de
los
que
no
se
fueron
en
los
noventa
lo
hacen
ahora.
Y
algunos
de
los
que
no
se
fueron,
también.
En
este
viaje
encontré
a
mis
amigos
más
cansados
que
nunca.
Hartos
ya
del
día
a
día
tan
difícil.
Yo,
si
pudiera,
me
llevaría
alguna
gente
en
mi
maleta.
Llegué
a
Lisboa
un
miércoles.
Cada
regreso
es
distinto.
Dejé
la
maleta
en
el
suelo
de
mi
estudio
y
ni
siquiera
saqué
lo
que
tenía
dentro.
Total,
era
muy
poca
cosa.
Durante
varios
días
no
quise
hablar
con
nadie.
Mandé
mensajitos
a
los
amigos
de
aquí
diciendo
que
había
llegado,
pero
que
ya
nos
veríamos.
La
verdad
es
que
no
tenía
muchos
deseos
de
hablar
sobre
mi
viaje.
Necesitaba
distancia.
Una
vez
en
La
Habana
me
había
sucedido
una
cosa.
Como
hay
problemas
con
el
transporte,
yo
suelo
ir
a
pie
a
todas
partes.
Por
suerte
me
gusta
caminar.
Una
tarde
que
andaba
por
una
calle
llena
de
árboles
vi
un
flambollán
lindísimo
y
me
detuve.
Desde
que
llegué
allá
me
había
entristecido
ver
tantos
basureros
desbordados.
Está
sucia
mi
Habana
y
eso
la
afea.
Pero
aquel
árbol
era
belleza
pura:
enorme,
lleno
de
flores
rojas
que
formaban
como
un
techo.
Me
pareció
tan
hermoso
que
saqué
el
celular
y
le
tiré
una
foto.
Ahí
una
señora
pasó
a
mi
lado
y
sin
detenerse
comentó:
“solo
quieren
retratar
los
basureros”.
La
miré,
pero
ella
ya
había
seguido
de
largo.
Seguro
que
no
le
gustaba
que
miraran
con
malos
ojos
su
ciudad.
Pero
yo
solo
me
detuve
a
retratar
lo
bello,
señora,
lo
necesito,
porque
esta
ciudad
también
es
mía.
Después,
me
entró
curiosidad,
agrandé
la
foto
y
sí,
más
allá
del
flambollán,
al
fondo
de
la
calle,
había
un
basurero
desbordado.
Durante
varios
días
más
seguí
sin
tocar
mi
maleta.
Hasta
que
una
tarde,
me
senté
frente
a
ella
y
me
le
quedé
mirando.
Hay
veces
que
ciertos
objetos
parece
que
están
vivos.
Antes
de
hacer
mi
viaje
le
pregunté
a
mucha
gente
sobre
su
maleta
cubana.
Algunos
no
quisieron
responderme.
Dijeron
que
de
solo
pensar
en
eso
ya
les
entraba
el
agobio
o
que
preferían
no
dejar
su
voz
registrada,
porque
les
preocupaba
quién
pudiera
oírlos.
Los
que
aceptaron
responder,
lo
hicieron
entre
sonrisas
y
pausas
de
silencio.
Ahí
sentada,
mirando
mi
maleta,
me
pareció
como
si
de
ella
empezaran
a
salir
aquellas
voces:
Quisiera
llevar
todo:
materiales
de…
médicos,
jeringuillas,
agujas,
y
alimentos.
Utensilios
de
cocina
o
grifos.
O
una
tubería
de
plástico
o
cables.
Cosas
de
ferretería.
Un
par
de
tenis
para
la
escuela,
unos
tapones
para
la
natación,
pañal
desechable,
cremita
de
culo
de
bebé,
estropajos
para
fregar
hasta
detergente,
hasta
papel
sanitario,
hasta
medicinas,
aspirinas…
Y
todo
lo
que
uno
va
encontrando
que
vea
que
que
uno
sabe
que
no
hay
en
Cuba
y
que
le
nace
y
lo
mete
en
esa
maleta.
Escuchando
aquellas
voces
en
mi
cabeza
me
di
cuenta
de
que
si
yo
no
tenía
deseos
de
hablar
con
nadie
era
porque
había
regresado
con
sentimientos
muy
encontrados.
Mezcla
de
sonrisas
y
pausas
de
silencio.
De
alegría
por
haber
visto
a
mi
gente
y
rabia,
mucha
rabia,
por
la
situación
que
están
viviendo.
En
tres
semanas
a
me
había
pasado
un
poco
de
todo.
Problemas
y
más
problemas,
con
o
sin
solución
inmediata.
Una
vorágine,
pero
que
era
como
un
sueño,
como
una
pausa
en
mi
vida
cotidiana.
Después
me
monté
en
un
avión
y,
poco
a
poco,
la
isla
con
sus
problemas
se
fue
quedando
atrás.
Pero
así
también
se
iba
quedando
atrás
tanta
gente
que
amo.
Todos
ellos
con
sus
problemas.
Y
eso
es
bien
triste.
Varias
veces
me
han
preguntado
si
siento
culpa
por
haberme
ido
de
Cuba
o
por
no
querer
volver
en
algún
momento.
Es
la
eterna
culpa
que
sienten
tantos
emigrantes.
Pero
no,
yo
no
siento
culpa.
Me
volvería
a
ir
mil
veces
porque
no
quiero
vivir
en
mi
país,
aunque
tampoco
puedo
estar
tanto
tiempo
alejada.
Ni
puedo,
ni
quiero.
Me
cuesta
mucho
no
poder
ver
a
los
que
amo,
mis
padres,
mis
amigos,
la
familia.
Mi
querida
tía
Josefina
que
abracé
en
este
último
viaje
sin
saber
que
esa
despedida
sería
para
siempre,
porque
falleció
a
poco
de
mi
regreso.
Y
volveré
para
echar
sus
cenizas
al
mar,
como
hice
con
las
de
mi
padre.
Y
para
seguir
viendo
crecer
a
mi
sobrinos
postizos
antes
de
que
quizá
también
ellos
emprendan
su
viaje.
Y
para
acostarme
a
dormir
en
mi
cama
e
imaginar
que
de
solo
hacerlo
vuelvo
a
ser
la
que
fui.
Y
para
ver
los
flambollanes
llenitos
de
flores.
Y
para
llevar
mi
maleta
repleta
de
cosas
que
me
pidan
los
que
vayan
quedando,
hasta
que
no
hagan
falta
más
que
simples
maletas
de
turista.
Parece
que,
sin
darme
cuenta,
he
ido
echando
raíces
en
otros
sitios
pero
todavía
queda
una
que
tira
y
que
tira
y
que
tira
porque
es
fuerte
y
se
resiste.
Así
que
pensando
en
todo
eso,
mientras
miraba
mi
maleta,
decidí
tirarme
al
piso
para
abrirla
y,
por
fin,
saqué
lo
que
tenía
dentro.
Pocas
cosas.
En
su
lugar
puse
el
papelito
que
había
escrito
en
La
Habana.
Arriba
decía:
1.
flotante.
Al
lado:
renovar
toda
la
instalación
de
agua.
Cerré
la
maleta
y,
de
ese
modo,
comenzó
mi
próximo
viaje.
Karla
Suárez
es
escritora
y
vive
en
Lisboa.
Su
novela
más
reciente
se
titula
El
hijo
del
héroe.
Este
episodio
fue
editado
por
Camila
Segura,
Natalia
Sánchez
Loayza,
Luis
Fernando
Vargas
y
por
mí.
Bruno
Scelza
hizo
el
fact
checking.
El
diseño
de
sonido
es
de
Andrés
Azpiri
con
música
original
de
Ana
Tuirán.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
Paola
Alean,
Lisette
Arévalo,
Pablo
Argüelles,
Aneris
Casassus,
Diego
Corzo,
Adriana
Bernal,
Emilia
Erbetta,
Rémy
Lozano,
Selene
Mazón,
Juan
David
Naranjo,
Ana
Pais,
Melisa
Rabanales,
Natalia
Ramírez,
Barbara
Sawhill,
David
Trujillo,
y
Elsa
Liliana
Ulloa.
Carolina
Guerrero
es
la
CEO.
Radio
Ambulante
es
un
podcast
de
Radio
Ambulante
Estudios,
se
produce
y
se
mezcla
en
el
programa
de
Hindenburg
PRO.
Radio
Ambulante
cuenta
las
historias
de
América
Latina.
Soy
Daniel
Alarcón.
Gracias
por
escuchar.
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Hola, Ambulantes Si nos escuchas desde hace años y ya nos has donado, o nos descubriste hace unos meses, pero ya te convertiste en miembro, entonces gracias, de todo corazón, gracias. Y bueno, si aún no has tenido la oportunidad de hacer tu donación, no te preocupes, que todavía hay tiempo. Estamos en campaña hasta el 31 de diciembre. Entonces, para que te animes, quiero pedirte que te detengas un momento y pienses en el episodio que vas a escuchar. En lo que costó producirlo. La reportería, las entrevistas, la escritura, la edición, el fact-checking, el diseño sonoro. Y luego, piensa que producimos treinta episodios de Radio Ambulante al año, y cincuenta más de El hilo. Y que detrás de cada episodio está un equipo talentoso, trabajador, comprometido con este periodismo, y con esta audiencia. Todo esto depende de ti. Queremos seguir produciendo historias como esta, pero para hacerlo, necesitamos tu ayuda. Solo 1 de cada 100 oyentes apoya nuestro periodismo con una donación. Queremos duplicar esa cifra. Ayúdanos a duplicar esa cifra. No importa el monto, porque toda donación suma. Ingresa a: Radio ambulante punto org/donar. Gracias. Aquí el episodio. Esto es Radio Ambulante, desde NPR. Soy Daniel Alarcón. Esta, como tantas historias latinoamericanas, es una de idas y venidas. Y sobre maletas complicadas. Tal vez recuerden a Karla… Bueno, soy Karla Suárez. Soy cubana, escritora. La conocimos hace cinco temporadas, con un episodio llamado Toy Story. Vale la pena volver a escucharlo si tienen tiempo. Pero, en todo caso, lo que necesitan saber para la historia de hoy es que Karla lleva veinticinco años viviendo fuera de su país. Salió con menos de treinta, en 1998. Antes de los años noventa, los cubanos solo podían viajar por asuntos oficiales o para estudiar en un país del ex bloque comunista. En los noventa se autorizaron los viajes por asuntos personales, aunque había que pedir un “permiso de salida” y tener una carta de invitación, de un familiar o un cubano en el extranjero… o bien, alguien que justificara el motivo de que la persona saliera del país. Así que el viaje, que antes era un sueño, fue entrando poco a poco en la vida de los cubanos y con él, la maleta. Al final una maleta es una cosa muy chiquita y entonces escoger lo que te vas a llevar es súper difícil. Pero casi todo lo que me llevé en esa primera maleta todavía está conmigo. Karla vivió unos años en Roma; luego se fue a París, y desde hace 13, vive en Lisboa. Cuando dejó Cuba, se fue con relativamente poco, lo que cabía en una maleta pequeña. Tres libros. Algo de ropa, toda de verano. Tengo en mi librero de mi casa, que lleva viajando conmigo 25 años, una botellita chiquitita así, de whisky, que ni siquiera era un whisky que a mí me gustaba, pero me lo regaló una amiga y me dijo: “Tómatelo en el avión”. Y yo me lo llevé y me lo tomé en el avión y guardé la botellita. Para mí esa botellita es el viaje. El viaje que yo me iba, ya a vivir fuera. Y ahí está en mi librero. Esa botellita está siempre conmigo. En esos años, una parte de la generación de Karla también se fue a vivir al extranjero. Fueron los años del llamado “Periodo Especial”, un tiempo de crisis que llegó después de la caída de la Unión Soviética. La gente empezó a salir de la isla como pudo: por contratos de trabajo, matrimonios, turismo, o lo que se conoce como “misiones de internacionalización”, o sea, para trabajar en otros países por medio de un contrato con el gobierno cubano. En 2013 se eliminó el tener que pedir permiso para salir de Cuba, aunque aún hay cubanos a quienes, por asuntos políticos, no se les permite ni salir ni regresar de visita. A partir de ese momento, sin embargo, el flujo migratorio empezó a aumentar en ambos sentidos. Karla salió con un permiso de residencia. Y, desde que se fue, ha vuelto cada vez que ha podido. Al principio, fui como cada seis meses, luego pasé unos años en que no iba… iba cada dos años, luego pasaron más años y entonces empecé… Y así. Como dije, idas y vueltas. Tantas que Karla ya ha perdido la cuenta de cuántas veces ha visitado la isla, su isla, desde que salió. En los primeros años, cada vuelta a casa era una celebración. Vacaciones, en cierto modo. Volver a ver a los amigos, a la familia, viajar por Cuba, ir a la playa. Volver a una ciudad que todavía consideraba suya. Y en su maleta empacaba… pues… lo que se imaginan… Al principio, mira, las primeras maletas. Llevaba cosas para mis padres. Pero mis padres, en ese momento, estaban… estaban jóvenes. Todavía estaban fuertes. Llevaba, por ejemplo, muchos regalos. Llevaba ropa para mis amigas. Había las que tenían bebés y entonces llevaba cosas para los bebés. Pero con el paso de los años las cosas fueron cambiando. Es curioso, porque claro, cuando yo iba al principio siempre encontraba muchos amigos y cada vez que volvía, había uno menos y uno menos. ¿Qué porcentaje de tus amigos de tu generación se han ido? Uf. No sabría decirte, pero… Casi todos. O sea, ahí quedan, quedan algunos amigos, algunos quedan y quisieran irse, pero quedan pocos. Realmente quedan pocos. Mis amigos están en… los encuentro en las redes, en los países que voy, en WhatsApp, así. Y con cada conocido que se iba, el país al que pertenecía, la Cuba de su juventud, se volvía, cada vez más, un país imaginario. Un país que existía en su memoria o quizás en la memoria colectiva de una generación de cubanos que ahora vive esparcida por el mundo. Y cada maleta que empacaba para esos viajes de regreso se convertía en una fotografía instantánea de la vida en Cuba: momentos de aparente apertura política, de relativa prosperidad, y luego épocas de represión, de precariedad, incluso de hambre. Poco a poco, con los años empezaron la… o sea, la maleta empezó a cambiar, ¿no? Era de: “Ya me hace falta tal cosa, necesito esto. Mira, a ver si me buscas esto”. O sea, por mi familia y por mis amigos. Luego mis padres, claro, empezaron a hacerse mayores también y ya ciertas cosas que no podían hacer y empezaron a faltar muchísimas cosas también en el país. Y entonces, claro, tú cada vez que ibas decías voy a meter en la maleta… en lugar de meter, no sé, una, un vestidito, que qué bonito es, bueno, pues mejor le llevo, yo que sé, algo de que le hace falta al bebé o al niño chiquito. Y no es que no la llenara de emoción cada visita, por supuesto que sí. Pero claro, es como… es cada vez volver a un país que ya no conoces. Ha ido cambiando mi, mi, mi viaje ya no es un viaje hace tiempo, ya no es un viaje de vacaciones. La gente me dice: “Te vas para Cuba. ¡Ay, qué rico!” Y digo bueno, para mí exactamente no es irme para Cuba, no es “qué rico, me voy para la playa”. Es: “Voy a resolver problemas a la gente”. Hoy vamos a acompañarla en un viaje a Cuba que hizo en junio del 2023, a ver qué encuentra, a ver qué problemas le toca resolver, a ver si lo que metió en la maleta sirve o no. Ya volvemos. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Karla Suárez nos sigue contando. Aquí Karla. Como me encanta viajar, cada vez que debo hacer una maleta, me entusiasmo. Si mi destino es Cuba, las cosas son un poquito diferentes. Mi viaje empieza por la maleta, sí, pero, como ya escucharon, no se trata de una maleta cualquiera. La mía es la maleta del emigrante. Hacerla no es cuestión de horas ni de la noche antes de partir, porque en ella va muy poco para mí y mucho para los demás: familiares, amigos, familiares de mis amigos, amigos de mis amigos. Cosas que hacen falta y que allá no se encuentran fácilmente. Cada maleta es como una radiografía del estado en que está el país en el momento del viaje. Por eso, todas las maletas que he hecho para cada uno de mis regresos a Cuba han sido distintas. Tienen en común, eso sí, el modo de prepararlas. Yo suelo empezar a hacerla el mismo día que compro el billete de viaje. A veces, incluso antes. Al principio me preguntaba por qué me demoraba tanto. Creía que eso solo me sucedía a mí, pero con los años, hablando con otros cubanos, entendí que es algo común. Mi amiga Andrea, por ejemplo, lleva años viviendo en Portugal y ya ni sabe cuántas maletas cubanas ha tenido que hacer. Lo que sí sabe es que siempre se demora. Meses. Meses. Y es que uno va comprando, vamos comprando. Y al final terminas, como termino yo, es llevando maletas y pagando maletas de más con cosas que tú te das cuenta que que para nosotros no, para mí aquí no, no hace sentido, pero te pones a pensar, tú dices para ellos tiene todo el sentido del mundo y mucho más. Para intentar poner un poco de orden en todo eso que se necesita allá, lo primero que hago para preparar mi maleta es una lista. Les escribo a mis familiares y a los amigos que tengo en Cuba para que me digan qué les hace falta. Las prioridades están más o menos claras: en primer lugar, medicinas y alimentos para niños y mayores. Voy a llevar lo que pueda, claro, pero prefiero saber todas las necesidades, a tener que decir después: “¿Pero por qué no me lo dijiste?” La gente va respondiendo. Algunos dicen que no les hace falta nada, pero insisto, porque sé que les da vergüenza pedir. Otros necesitan cosas que yo ni sabía que existían y me toca empezar a buscarlas. A veces también me piden para un amigo o un familiar que no conozco pero, si es importante, pues se hace lo que se pueda. A medida que se va acercando la fecha del viaje, suelen aparecer pedidos inesperados. Y así, poco a poco, voy comprando. Como de costumbre, para mi último viaje hice una lista. Bueno, hoy tengo que hacer las últimas compras. Esta soy yo, unos días antes de viajar a Cuba revisando las cosas que me pedían… A ver la lista y voy tachando. Esto. Ya está. Lo de supermercado está casi todo. La leche en polvo, la desnatada y entera. Ok. Ok, Ok, Ok. El filtro para la tubería del tanque de casa de David finalmente no lo encontré. Tremenda pena que me da. Pero bueno… En la farmacia me falta el suero fisiológico, la furosemida, las medias elásticas, el ibuprofeno infantil, lo de la mamá de Yamilé, el yodo de mi tía. Y voy a comprar otro paracetamol por si acaso. Bueno, ya está casi todo, falta poquito. Cuando llamas a casa de un cubano que vive fuera y te dice que está haciendo la maleta para viajar a Cuba, uno enseguida responde: “Bueno, chao, hablamos cuando puedas”. Y es que hacer una maleta cubana es un estrés, una pesadilla, porque uno quiere ayudar a todo el mundo y por eso quiere meter más cosas de las que caben. Importante es que todo esté apretado y que no haya movimientos en la maleta. Yo empiezo a empacar varios días antes para irme dando cuenta del volumen real de lo que tengo y así lo hice en este último viaje. Hice y rehice la maleta para que entrara lo más que se pudiera. Hay quienes hacen sus inventos. Mi amigo Guillermo, que vive en España desde finales de los noventa y también viaja a La Habana a visitar a su familia, me contó del suyo. Pues yo compro una bolsa que venden, que es de plástico. Es un plástico que es un poco fuerte. O sea, no es una bolsa de plástico de supermercado, es un plástico un poquito más resistente que no pesa nada. Y entonces de esta forma el peso de una maleta me lo ahorro. Una maleta puede pesar unos cuatro kilos o cinco kilos. Entonces lleno esta, esta bolsa, con todo trato de poner en los exteriores lo que puede recibir golpes como telas, ropa, las latas que pueden recibir golpes y no se rompen. Y en el centro, lo que es más frágil. En mi caso, suelo llevar un maletín que es fuerte pero bastante ligero. Y, antes de empezar a empacar, saco todos los envases de cartón para eliminar gramos inútiles de peso y estudio con qué puedo proteger lo frágil, qué puedo meter dentro de qué, cosas así. Recuerdo que una vez tenía que llevar una jaula para el gato de mi madre, pero tenía una estructura rígida y no cabía en la maleta. Entonces lo que hice fue llenarla con las medicinas que llevaba para la gente y envolverla con el pareo que me había pedido una amiga. Ese fue mi equipaje de mano. Esta vez, uno de los retos fueron unas botellas de aceite de cocina, pero mi hermana tuvo una gran idea. Ella también vive fuera y tiene experiencia con este tipo de maletas. Mira. ¿Te acuerdas que tiene los pañales esos? Ah. ¿Puedo meter la botella de aceite dentro de los pañales? Sacamos los pañales del paquete de pañales, sacamos los pañales del medio. Mete las dos botellas ahí y ya está. Y si pasa algo, los pañales. Si pasa algo, un pañal absorbe el aceite. Ok, dale. Perfecto. Sí, lo voy a hacer así. En la maleta cubana todo tiene que encajar perfectamente. En este viaje casi todo lo que llevé fue comida y medicinas, porque es lo que falta ahora. Decía antes que cada maleta es como una radiografía del país. En años anteriores he llevado herramientas, pinturas para pared, hasta pequeños muebles de IKEA. Pero ahora Cuba está pasando por otra crisis económica, social y política. Muy fuerte esta vez, solo comparable con la que se vivió en los años noventa. En 2023 lo que urge es alimento y salud. De hecho, esta vez, todos los encargos que me hicieron fueron medicamentos. Y a eso nunca digo que no, aunque el peso siga aumentando. Pesar la maleta siempre me genera ansiedad. Y ahora vamos a ver cuánto pesa, porque eso es fundamental. Entonces cerramos. Y cerramos el otro. Y ahora la pesamos. Ok, perfecto. Estoy en 20. Perfecto. Todavía incluso le cabe alguna cosita más. Las aerolíneas en las que viajo admiten una maleta de 23 kilos en clase turista. Cualquier sobrepeso o una segunda maleta se debe pagar. Hace unos años en Cuba pasaba lo que no creo que pase en ningún otro lugar del mundo: cuando llegabas al aeropuerto de La Habana te pesaban el equipaje y si tenías sobrepeso o una segunda maleta, tocaba pagar otra vez o renunciar a algunas cosas. Eso también siempre me provocaba un nerviosismo tremendo. Así que mi preocupación con la maleta no terminaba hasta que ya llegaba a casa. Eso fue cambiando con los años. Y ahora, luego de las protestas en Cuba de julio de 2021, han eliminado los aranceles para los alimentos, productos de aseo y medicamentos. Se pueden entrar sin limitaciones, a menos que sean para comercializar. La medida surgió con carácter temporal, pero por ahora sigue vigente, y es lo que nos ha facilitado a muchos llevar más cosas que antes. Pero en este último viaje solo llevé una maleta de 23 kilos. Tuve que comprar muchísimas medicinas y por más que quisiera, el bolsillo no me dio para más. Cada viaje me juro que esta vez sí que voy a tener la maleta ya cerrada antes de cenar la víspera del viaje. Pero nunca me sale bien. Esa última noche siempre me encuentro desarmando y volviendo a armar la maleta. Angustiada, acomodando mejor las cosas, viendo si lo que tengo que dejar quizá cabe en un huequito, porque al final por muy organizada que crea estar, siempre acabo teniendo que dejar cosas fuera. Cuando, por fin acabo, llega un gran suspiro de alivio. Y entonces viene el viaje. La pista de despegue para el vuelo hoy con destino a La Habana, Después de despedir, el tiempo de vuelo será de 9 horas 25 a destino… Yo soy de las que duermen tranquilamente en los aviones, no necesito tomar nada, cualquier medio de transporte me relaja. Pero cuando el viaje es a Cuba apenas puedo cerrar los ojos. Voy siempre con una mezcla de alegría y preocupación. Como con los nervios por fuera. Camino por el avión, intento leer, veo películas, converso con gente en la cola del baño. Así paso las horas hasta que ya mandan a ponernos los cinturones de seguridad. Mi vuelo Madrid-Habana aterrizó el 12 de junio a las 7:45 pm. Bienvenidos a La Habana. Sigan haciendo uso del cinturón de seguridad hasta que la señal luminosa de cinturones… Hacía un año que no iba. Lo primero que me golpea siempre al salir del avión es el calor. Ese calor pegajoso del Caribe. Como si la ciudad me estuviera diciendo: “Bienvenida a casa, a partir de este instante no dejarás de sudar”. En Cuba el aire acondicionado no funciona bien en muchos sitios. A veces incluso no funciona bien en el aeropuerto, entonces toca sudar. Además del calor, hay otra cosa que noto enseguida, pero ésa me gusta más: el acento cubano. Quizá sea porque hace mucho que vivo fuera o porque me relaciono con gente de diferentes latitudes y maneras de hablar, pero la música del hablar cubano me despierta buenas sensaciones. Me hace sentir cómoda, me devuelve a lo que soy. El aeropuerto no es muy grande, si lo comparamos con otros aeropuertos internacionales de América Latina. Arrastrando mi maletica de mano atravesé el pasillo que ya conozco. Tiene una pared de cristal. Del otro lado está el salón con las puertas de embarque, la cafetería y pocas tiendas. Yo siempre ando rápido para tratar de llegar pronto a inmigración y que no me toque una cola muy larga. Pero no puedo evitar mirar a la gente que está del otro lado. Son los que se van de la isla. Muchos turistas, y también muchos cubanos. En este último viaje, me pareció que había más cubanos que turistas. Hay algo en lo que nunca puedo dejar de pensar cuando estoy en el aeropuerto. ¿Qué hará la gente después de montarse en el avión? Los cubanos, quiero decir. ¿Qué harán? ¿A dónde irán? Algunos volverán de visita. Otros quizá ya no vuelvan nunca, porque no quieren o porque no pueden. Porque, aunque ahora viajar sea más fácil, hay cubanos a quienes aún les mantienen restricciones de salida o de entrada. Pienso en Abraham, con quien conversé poco antes de mi viaje a La Habana. Tiene treinta y cuatro años, y lleva casi dos años viviendo en Barcelona. En Cuba era periodista independiente, escribía sobre la realidad del país y un día tuvo que hacer la más terrible de todas las maletas: la del exilio. Cuando le pregunté qué había llevado en ella, me dijo: Básicamente yo vine con una maleta, con lo imprescindible. Que sería… con las tres o cuatro camisas que me gustaban. Creo que traje un pantalón y un par de tenis con los que vine puesto. Todo lo demás lo regalé todos los shores, las camisas. Yo juego… Me gusta mucho el fútbol, el deporte, todo eso lo regalé, con lo que jugaba allí. Creo que me traje… De hecho, aquí veo uno, traje tres libros. Abraham me dijo que sabe que no puede regresar, al menos no a corto plazo. Mientras yo caminaba por aquel pasillo del aeropuerto no pude dejar de mirar al otro lado y tratar de imaginar qué tipo de maleta llevarían los cubanos que estaban allí. ¿Serían de las que regresan o de las que no? Quién sabe. En el control de inmigración no había mucha gente, por suerte, así que salí rápido a buscar mi maleta. Ahí todo siempre es medio desordenado. Las maletas salen por diferentes lugares. Me la pasé cambiando de cinta a ver por cuál salía la mía. Algunas personas compartían un carrito. Uno lo cuidaba mientras los demás se iban moviendo, como yo. Y se escuchaban los gritos, los “por ahí viene una”, “todavía no ha salido la grande”, “¿cuántas trajiste tú?”. Por fin apareció la mía, la monté en el carrito y salí. Los primeros años mis padres siempre iban a recibirme. Muchos cubanos tenemos esa costumbre: si alguien llega del extranjero, hay que ir a recibirlo. Yo nunca llamaba a mis padres desde adentro. Primero porque no tenían celular. Luego, cuando ya pudieron tenerlo, yo no tenía número cubano, así que imposible. Pero no importaba, sabía que apenas se abriera la puerta de cristal los vería a ellos en primera fila, con la emoción pintada en el rostro. Ahora, ya tengo número cubano, hace rato que lo tengo, pero mis padres ya no me esperan afuera. Él falleció. Ella ya no está para esos trajines. Así que cuando la puerta de cristal se abrió esta vez, vi a otros padres esperando y tantos niños y tantas emociones. Sonreí por ellos y seguí mi camino. Una de las cosas que me gustaba al volver era que el recorrido desde el aeropuerto hasta mi casa era como un recuento de mi vida. El taxi tenía que pasar junto a mi universidad, la Cujae, donde me gradué de ingeniería electrónica y hasta podía ver, a través de la ventanilla, la casa del estudiante donde se hacía el taller literario al que asistía en aquellos tiempos. Luego, pasábamos junto al conservatorio de música donde estudié guitarra en la secundaria. Por último, en la esquina donde el taxi daba la vuelta para entrar a mi calle, está la escuela primaria donde aprendí a leer. Siempre viví este recorrido como mi viaje personal a la semilla. Como si la ciudad me estuviera diciendo: “Te recuerdo quién fuiste para que no olvides quién eres”. Pero en este último viaje no fue así. Afuera me esperaba un taxista con quien había hablado por WhatsApp antes de salir de Lisboa. Tenía un cartel con mi nombre. Antes de ir hacia el taxi, me preguntó mi dirección y, cuando se la di, me dijo que prefería hacer otro recorrido. El asunto era la seguridad. Era de noche y en Cuba ahora hay muchos problemas con la electricidad. Los apagones duran horas. Según me dijo, esa zona podía estar totalmente oscura y no quería correr el riesgo de que se le rompiera el carro y tuviéramos que quedarnos tirados porque nos podían asaltar. “Algunos barrios se están poniendo peligrosos”, me dijo: “Se ve que usted lleva tiempo fuera, pero esto ha cambiado, la gente tiene necesidades y eso aumenta la delincuencia”. No me atreví a insistir. “¿Y solo trajo una maleta grande?”, me preguntó. Asentí. Él repitió que se veía que yo llevaba tiempo fuera y echó a andar en busca del taxi. Ahí me quedé mirando a los que salían. Había gente con bolas envueltas en plástico, como las que hace mi amigo Guillermo, y otros con muchísimas maletas. Cristian, el sobrino de una amiga mía, me contó cómo hacía él para abastecer a toda su familia por un buen tiempo. Él ahora vive en Estados Unidos, pero durante sus últimos años en Cuba fue varias veces al extranjero para visitar familiares y, de paso, regresar con productos para llenar sus despensas. Ésa es la maleta familiar. Vengo con cinco maletas de 23 kilogramos. Y con un 95% de comida, prácticamente que es leche, espaguetis, atún y ya. Básicamente eso, pero en bastantes cantidades. Llegué al apartamento a las diez y pico. En los bajos del edificio me esperaba la amiga que desde hace años nos ayuda en todo, que es casi una hermana para mí. Bajamos mis cosas del taxi. Mamá nos miraba desde el balcón. Subimos y entonces llegaron los abrazos, las conversaciones, el sabor de algunas cosas ricas que salieron de mi maleta, las risas. No sé si a todo el mundo le sucede esto, pero cada vez que llego al lugar donde crecí, tengo la sensación de que quien se acuesta a dormir esa noche es una versión más joven de mí misma. Es solo una sensación, desde luego, pero me gusta. Mi padre fue el que siempre arregló todos los problemas de nuestro apartamento. Afortunadamente yo heredé sus habilidades para reparar cosas, así que cuando él empezó a no poder ocuparse de todo, yo tomé el relevo. Mi madre va anotando los problemas y luego yo me ocupo. Por eso, desde hace tiempo digo que mis viajes a Cuba son “temáticos”. El viaje de la carpintería, otro de la fontanería, el siguiente el de las grietas en las paredes y así. Claro que no todas las cosas las puedo reparar yo. El “tema” de mi último viaje fue el de la electricidad, algo que yo no podía resolver. Por eso, el día después de mi llegada fue a visitarme un amigo electricista con quien ya me había puesto de acuerdo. De mi maleta salieron los quince metros de cable que él me había sugerido comprar para sustituir el que llegaba al apartamento, que estaba en muy mal estado. El problema quedó resuelto en cuestión de horas. Pero ese mismo día me di cuenta de que mi línea de celular cubano había vencido. En casa había un viejo celular que tenía una SIM de las grandes, así que tendría que ir a la telefónica para cambiarla por una micro y ponerla en el mío. Por lo pronto mi madre me prestó su celular. Al día siguiente, llamé a los familiares de mis amigos, a quienes les llevaba encargos, para avisarles que ya estaba en Cuba. Empezaron a llegar. Cada vez que estoy ante un familiar, siento como si, de algún modo, para esa persona, verme fuera como ver también, un poquito, a su hija o a su hermano o a su madre o a quien quiera que sea que está del otro lado. Lo mismo les sucedía a mis padres cuando yo les enviaba paquetes con otra persona. Las familias pueden hablar por WhatsApp, incluso verse por videollamadas, pero nunca es lo mismo. Besar la mejilla de la hermana de una amiga es como besarla con el beso que dejó mi amiga en mi mejilla cuando nos vimos. Y así, los tres primeros días fueron de repartos y emociones: estar en casa con mamá, ver a algunos de mis grandes amigos. Tengo una pareja de amigos que siempre va a mi casa el día después de mi llegada. Nos conocemos desde hace mucho, sus hijos son mis sobrinos postizos. Verlos es siempre una fiesta. Yo había llevado café para brindarle a todas las visitas y compré cervezas en la esquina. Solo salí para ir con mi gente del conservatorio al concierto de uno de mis amigos músicos, El Trombón de Santa Amalia y su grupo. Y también a la oficina telefónica. No pude resolver lo de mi línea esa vez, pero no le di mucha importancia. El problema más grave, el “tema” de mi viaje, que era la electricidad, se había resuelto pronto. Lo demás serían boberías. Eso pensé yo. Pero el día 6 de mi llegada el vecino de abajo me dijo que el tanque de mi casa estaba dañado porque le estaba cayendo agua a su apartamento. Aquí debo hacer una pequeña explicación. Como en otros países, en Cuba los edificios tienen en las azoteas unos tanques para suministrar el agua a los apartamentos. Al menos, en teoría. El asunto es que en Cuba siempre han existido problemas con el suministro de agua y en muchos barrios no llega todos los días. Cuando yo era niña, teníamos una reserva de agua en casa, que se llenaba con una manguera, y cuando no llegaba el agua, tocaba bañarse con un cubo y un jarrito. Ahora los cubanos instalamos tanques extras en las azoteas como reserva individual para nuestras viviendas. En la de mi edificio, además de los cuatro tanques originales, hay ocho instalados por los inquilinos. El peso que carga el techo es enorme, pero por lo pronto, es mejor no pensar en eso. En mi barrio el agua llega un día sí y un día no. Entonces el “día de agua”, que es como se le dice, todos los tanques se llenan. El día que no llega, cada inquilino usa su reserva. Cuando mi vecino me avisó de mi tanque, subí con él a la azotea para revisarlo. Él determinó que tenía un problema en el flotante. Y, por si no lo saben, los tanques funcionan tal como los de los inodoros. Cuando el nivel del agua sube, empuja el flotante hacia arriba y, cuando está en horizontal, el flotante cierra la entrada del agua y ya no entra más. Cuando el flotante no funciona bien, el agua sigue entrando y el tanque se desborda. Esa tarde mi vecino regresó a su casa, pero yo me quedé en la azotea. Ahí subía de niña con mi papá para estudiar las estrellas. Contemplé la ciudad. Todos los techos están llenos de tanques, negros y azules, grandes y pequeños. Me dije que si no quería tener problemas con los vecinos, debía cambiar el flotante rápido. Pero, por supuesto, ése no lo había llevado en mi maleta. Así que al día siguiente tenía que empezar a buscar. En Cuba el desabastecimiento se ha vuelto crónico y, por eso, después de que se eliminó el permiso de salida del país en 2013, mucha gente empezó a viajar al extranjero para importar mercancías. Pueden ir desde refresco instantáneo o paquetes de almohadillas sanitarias, hasta artículos de ferretería o electrodomésticos. Esa es la maleta comercial. Así se abastecen muchos de los pequeños negocios privados. Fui a uno de estos al octavo día de mi llegada. No era una tienda como tal, sino un puesto en el portal de una casa. Ahí en las casas venden de todo. Hay muchos productos, cosas como ferreterías, cosas de desagüe, las pilas, la las junturas, el flotante que me dijo 3.500. No tienen puestos los precios. Ellos te miran y te dicen el precio que les parece. 3.500 pesos o sea unos 28 dólares. En Lisboa me hubiera costado unos 6 euros. Antes de comprarlo, decidí hablar con el amigo que me había ayudado con lo de la electricidad. No soy experta, pero sabía que aquel flotante lo habíamos cambiado no hacía mucho, así que preferí estar segura de que sí había que cambiarlo. Mi amigo fue a casa con otro amigo, revisaron todo y determinaron que, en efecto, el flotante no funcionaba bien, pero ése no era el único asunto. La instalación del tanque, hecha por mi padre muchísimos años atrás, ya tenía su problemita y el mismo tanque, que también era muy viejo, tenía un salidero que, al dar a la pared, no habíamos visto. Lo único que yo podía hacer según ellos era comprar un tanque nuevo y rehacer toda la instalación. De eso no sabían. No podían ayudarme. Así que ahora me tocaba buscar dónde comprar un tanque nuevo y encontrar a alguien que me lo instalara. Todo lo cual requiere tiempo y dinero, claro. Esa noche tuve una pesadilla. A veces tengo sueños raros y, cuando me despierto, anoto los recuerdos que me quedan. Escribí que el tanque estallaba y el apartamento se iba llenando de agua. Todos estaban en casa: mis padres, mi hermana, la amiga que vive con nosotros. Pero yo no veía a nadie, solo escuchaba a papá gritarme que me subiera a la cama. Pero el agua seguía. Mi cuarto se llenaba, los muebles iban desapareciendo. Conozco a alguien que interpreta los sueños y seguramente soñar con agua tiene algún significado interesante. Pero mi sueño era muy simple: tenía que ver, única y exclusivamente, con un maldito tanque roto. Al día siguiente, me levanté antes de las seis de la mañana con una resolución: iba a vaciar el tanque y usar otras reservas que teníamos en casa, aunque fueran más pequeñas. Así es como hacen los vecinos que no tienen tanque propio. El nuestro y toda su instalación debían renovarse, pero quería hacerlo bien. Entonces arranqué una página de mi diario y escribí la palabra “flotante” como número uno en una nueva lista y “renovar toda la instalación de agua” como “tema” del próximo viaje. Apenas llevaba una semana en La Habana y ya empezaba a organizar mi siguiente maleta. Una pausa y volvemos. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón. Karla Suárez nos sigue contando. Recién nueve días después de llegar a Cuba, todo parecía calmarse. Ya había decidido que el tanque se arreglaría en mi siguiente viaje y, luego de varias visitas a la telefónica, ya tenía celular. Lo que me preocupaba era que las reservas de comida que había llevado en mi maleta empezaban a disminuir. Tenía pasta, arroz, frijoles, quesos y latas de atún y de sardinas, pero no quería estar comiendo solamente enlatados. Los que viven en Cuba tienen lo que se conoce como una “libreta de abastecimiento” con la cual pueden comprar algunos productos básicos a menor precio, pero hace años que lo que se vende por ahí no alcanza para el mes. Encima, yo no tengo libreta. Tenía que comprar en las tiendas privadas. Y eso también se convirtió en una odisea. Acabo de salir de una tienda. He comprado un paquete de pollo de unas diez libras a 3.600 pesos y un potecito de helado 350 pesos. Había yogur a 500 pesos, pero no lo compré porque tengo que ir a buscar un cartón de huevos, o sea, 30 huevos que me cuestan 2,000 pesos. Ya no me alcanza con lo que salí. Los precios se dispararon. En Cuba existían dos monedas, pero en el 2021 comenzó el proceso para unificarlas en una sola, la original: el peso cubano. A partir de ese momento los precios han aumentado desorbitadamente. Antes de la unificación, 1 dólar equivalía a 24 pesos cubanos, ahora equivale a 110 pesos. Y eso, según el cambio oficial, en el cambio informal sube constantemente. Yo no entendía nada. Llevaba solo casi un año sin ir a Cuba y el país era otro. Que un paquete de diez libras de pollo cueste 3,600 pesos, unos 29 dólares, es insólito. Igual 30 huevos por 16 dólares. Un profesor universitario gana al mes unos 6,000 pesos, que son como 49 dólares. Pero el problema no es solo el precio. Hoy fui al banco porque tenía que sacar dinero porque no tenía dinero para comprar nada. Entonces fui al banco de 41 y 42 y el cajero no tenía dinero como ayer y antes de ayer. Sacar dinero también se convirtió en una aventura complicada. Una vez, luego de recorrer varios cajeros, terminé por entrar a un banco y tras una larga cola, cuando llegué a la ventanilla, el hombre me dijo que solo tenía billetes de 10. Salí de allí como los asaltantes de las películas, llena de fajos de billetes. Pero apenas crucé la calle, enfrente había un mercadito de verduras y todo el dinero desapareció en un instante. Absurdo. Es todo demasiado absurdo. Una de las cosas que más me desesperaba de todo esto era la cantidad de tiempo que tenía que invertir en actividades, en principio, sencillas: ir a un cajero, comprar en una tienda. Haciendo casi nada se me iban las horas a mí y a todo el mundo. En casa trataban de animarme: tranquila, me decían, tú verás que todo se resuelve. Pero no. Parecería que me estoy inventando las cosas, pero no hace falta. En esta isla no hace falta inventarse nada. Se acaba de romper el refrigerador. Nos dimos cuenta por la mañana. Toda la noche estaba así. Está encendido, pero no congela y apenas enfría. No sé qué voy a hacer. Llorar. No sé. Eso sucedió el día 10 de mi llegada. Fue como si la ciudad me estuviera diciendo: “Lo hago para que no te olvides de mí, para que tengas algo que contar”. Pero no quise responderle. Después de un largo silencio, agarré el celular para llamar al amigo que siempre tiene un amigo que hace cosas y preguntarle si conocía a alguien que supiera de refrigeradores. Esa noche una vecina se llevó los paquetes de pollo para guardarlos en su casa y que no se echaran a perder. Yo me compré una cerveza y me fui a beberla al balconcito de atrás de nuestro apartamento. Desde ahí, se ve el patio de la primaria donde aprendí a leer. Mientras bebía, del tanque de uno de mis vecinos se empezó a botar agua y otro se asomó a su ventana protestando. Yo alcé la lata de cerveza para brindar en el aire. Entre una cosa y otra, aunque la razón principal de mis viajes siempre es ver a mi familia y a los amigos, a esas altura solo había visto a mamá, a los que pasaron por casa y a los músicos con quienes fui al concierto en los primeros días. Con el resto de la gente me había comunicado por teléfono. En La Habana paso horas al teléfono fijo. Tengo una agendita que nunca tiraré a la basura. A veces soy medio fetichista. Está bastante rota. Muchas de sus hojas en algún momento tuve que pegarlas con cinta adhesiva, pero prefiero conservarla, porque ahí están los nombres de toda mi gente a lo largo de los años. Y están las tachaduras. Los que ya no van a responder a un teléfono fijo en La Habana. En este viaje tuve que tachar el nombre de otro amigo a quien solía ver cuando iba allá, pero ya tengo anotado su nuevo número de teléfono, ahora en los Estados Unidos. Los días que siguieron los dediqué entonces a visitar a mi familia, tías y primos y al resto de los amigos. No son muchísimos, pero son grandes amigos. Esta vez tuve suerte de coincidir con conciertos de varios artistas que me gustan, como el trovador Frank Delgado con quien me une, además, una amistad de hace muchos años. Hasta estuve bailando rock en una de esas discotecas que frecuenta la gente de mi edad, ex adolescentes ochenteros. A veces la música nos salva. O nos hace volar, al menos un ratico. Conseguimos reparar el refrigerador cuando me quedaban ya pocos días para regresar a Europa. Otro problema resuelto. El último sábado me invitaron a dar una charla con jóvenes autores en la escuela de escritura. Y como queda cerca del mar, me puse de acuerdo con mis amigos para ir luego a bañarnos. Con tantos problemas aún no había podido hacerlo y esa es una de las cosas que amo. Crecí bañándome en la costa, seguramente por eso prefiero las rocas a las playas de arena. Como de costumbre, el agua estaba calentica y transparente. Y se veían peces pequeños. Horas después vimos la puesta del sol con mis amigos. Todos en el agua. Me encanta esa hora. Me zambullí, salí, nadé y mirando el horizonte, me despedí del sol mientras desaparecía tragado por el mar que tanto me gusta. Y llegó el momento de hacer mi maleta de regreso. Ésa es mucho más fácil. En cada viaje me llevo libros de la biblioteca de mamá y alguna botella de ron que envuelvo en ropa vieja para que no se rompa. Hay cosas que siempre quise dejar en La Habana, porque pertenecen a quien yo era cuando vivía allá. Ciertos libros y objetos. Es como si dejándolos en su sitio, un pedacito de mí también se estuviera quedando. Mi título de Ingeniería, por ejemplo, siempre estuvo allá, pero esta vez decidí llevármelo. Hace años que no ejerzo de ingeniera, pero ahora quise tenerlo conmigo. Una vez, conversando sobre la maleta cubana con mi amiga Idalmys, me dijo algo que me pareció muy hermoso. Hace treinta años que ella vive en Canarias y, aunque podría, no ha querido volver a Cuba. Durante muchos años yo viví con las cosas que me cabían en una maleta. Me querían regalar cosas. ¿Quieres una cubertería? Quieres una cosa que sonaba como a establecerse, ¿no?, como a echar raíces. Y yo no la quería. No quería nada. Todo lo que me cabía en una maleta. Y hace algunos años, muy pocos, quizás unos seis años aproximadamente, que yo me compré un sillón, me compré un sillón cómodo y yo quería ver la tele en un sillón reclinable con cierta, con cierto confort. Y el comprarme el sillón me di cuenta que ya ese sillón no cabía en la maleta, que ya me estaba haciendo un poco mayor o estaba empezando a echar raíces, ¿no? Y fue la primera vez, en muchos años, que me di cuenta que ya me quería establecer con ese sillón. Quizá yo también he empezado a echar raíces y ni siquiera me he dado cuenta. Veinticinco años son bastantes. ¿No? O quizá es que, como dice Idalmys, estamos haciéndonos mayores. Ella y yo tenemos casi la misma edad y partimos en la misma época. Mi generación vivió la crisis de los noventa con veintitantos años. Ahora tenemos la edad que, entonces, tenían nuestros padres y es, otra vez, la crisis, pero todavía más profunda. Y la gente sigue partiendo, con maleta o sin maleta. En los últimos años el número de emigrantes cubanos ha ido aumentando de manera bestial. Esa gotera no hay quien la repare. Familias enteras se van. Los hijos de los que no se fueron en los noventa lo hacen ahora. Y algunos de los que no se fueron, también. En este viaje encontré a mis amigos más cansados que nunca. Hartos ya del día a día tan difícil. Yo, si pudiera, me llevaría alguna gente en mi maleta. Llegué a Lisboa un miércoles. Cada regreso es distinto. Dejé la maleta en el suelo de mi estudio y ni siquiera saqué lo que tenía dentro. Total, era muy poca cosa. Durante varios días no quise hablar con nadie. Mandé mensajitos a los amigos de aquí diciendo que había llegado, pero que ya nos veríamos. La verdad es que no tenía muchos deseos de hablar sobre mi viaje. Necesitaba distancia. Una vez en La Habana me había sucedido una cosa. Como hay problemas con el transporte, yo suelo ir a pie a todas partes. Por suerte me gusta caminar. Una tarde que andaba por una calle llena de árboles vi un flambollán lindísimo y me detuve. Desde que llegué allá me había entristecido ver tantos basureros desbordados. Está sucia mi Habana y eso la afea. Pero aquel árbol era belleza pura: enorme, lleno de flores rojas que formaban como un techo. Me pareció tan hermoso que saqué el celular y le tiré una foto. Ahí una señora pasó a mi lado y sin detenerse comentó: “solo quieren retratar los basureros”. La miré, pero ella ya había seguido de largo. Seguro que no le gustaba que miraran con malos ojos su ciudad. Pero yo solo me detuve a retratar lo bello, señora, lo necesito, porque esta ciudad también es mía. Después, me entró curiosidad, agrandé la foto y sí, más allá del flambollán, al fondo de la calle, había un basurero desbordado. Durante varios días más seguí sin tocar mi maleta. Hasta que una tarde, me senté frente a ella y me le quedé mirando. Hay veces que ciertos objetos parece que están vivos. Antes de hacer mi viaje le pregunté a mucha gente sobre su maleta cubana. Algunos no quisieron responderme. Dijeron que de solo pensar en eso ya les entraba el agobio o que preferían no dejar su voz registrada, porque les preocupaba quién pudiera oírlos. Los que sí aceptaron responder, lo hicieron entre sonrisas y pausas de silencio. Ahí sentada, mirando mi maleta, me pareció como si de ella empezaran a salir aquellas voces: Quisiera llevar todo: materiales de… médicos, jeringuillas, agujas, y alimentos. Utensilios de cocina o grifos. O una tubería de plástico o cables. Cosas de ferretería. Un par de tenis para la escuela, unos tapones para la natación, pañal desechable, cremita de culo de bebé, estropajos para fregar hasta detergente, hasta papel sanitario, hasta medicinas, aspirinas… Y todo lo que uno va encontrando que vea que que uno sabe que no hay en Cuba y que le nace y lo mete en esa maleta. Escuchando aquellas voces en mi cabeza me di cuenta de que si yo no tenía deseos de hablar con nadie era porque había regresado con sentimientos muy encontrados. Mezcla de sonrisas y pausas de silencio. De alegría por haber visto a mi gente y rabia, mucha rabia, por la situación que están viviendo. En tres semanas a mí me había pasado un poco de todo. Problemas y más problemas, con o sin solución inmediata. Una vorágine, pero que era como un sueño, como una pausa en mi vida cotidiana. Después me monté en un avión y, poco a poco, la isla con sus problemas se fue quedando atrás. Pero así también se iba quedando atrás tanta gente que amo. Todos ellos con sus problemas. Y eso es bien triste. Varias veces me han preguntado si siento culpa por haberme ido de Cuba o por no querer volver en algún momento. Es la eterna culpa que sienten tantos emigrantes. Pero no, yo no siento culpa. Me volvería a ir mil veces porque no quiero vivir en mi país, aunque tampoco puedo estar tanto tiempo alejada. Ni puedo, ni quiero. Me cuesta mucho no poder ver a los que amo, mis padres, mis amigos, la familia. Mi querida tía Josefina que abracé en este último viaje sin saber que esa despedida sería para siempre, porque falleció a poco de mi regreso. Y volveré para echar sus cenizas al mar, como hice con las de mi padre. Y para seguir viendo crecer a mi sobrinos postizos antes de que quizá también ellos emprendan su viaje. Y para acostarme a dormir en mi cama e imaginar que de solo hacerlo vuelvo a ser la que fui. Y para ver los flambollanes llenitos de flores. Y para llevar mi maleta repleta de cosas que me pidan los que vayan quedando, hasta que no hagan falta más que simples maletas de turista. Parece que, sin darme cuenta, he ido echando raíces en otros sitios pero todavía queda una que tira y que tira y que tira porque es fuerte y se resiste. Así que pensando en todo eso, mientras miraba mi maleta, decidí tirarme al piso para abrirla y, por fin, saqué lo que tenía dentro. Pocas cosas. En su lugar puse el papelito que había escrito en La Habana. Arriba decía: 1. flotante. Al lado: renovar toda la instalación de agua. Cerré la maleta y, de ese modo, comenzó mi próximo viaje. Karla Suárez es escritora y vive en Lisboa. Su novela más reciente se titula El hijo del héroe. Este episodio fue editado por Camila Segura, Natalia Sánchez Loayza, Luis Fernando Vargas y por mí. Bruno Scelza hizo el fact checking. El diseño de sonido es de Andrés Azpiri con música original de Ana Tuirán. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Pablo Argüelles, Aneris Casassus, Diego Corzo, Adriana Bernal, Emilia Erbetta, Rémy Lozano, Selene Mazón, Juan David Naranjo, Ana Pais, Melisa Rabanales, Natalia Ramírez, Barbara Sawhill, David Trujillo, y Elsa Liliana Ulloa. Carolina Guerrero es la CEO. Radio Ambulante es un podcast de Radio Ambulante Estudios, se produce y se mezcla en el programa de Hindenburg PRO. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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