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Radio Ambulante - Superman en Chile

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+
15
30

Para enfrentar un terror real, necesitaban un héroe ficticio.

El 3 de noviembre de 1987, en plena dictadura, un grupo de 78 actores y dramaturgos chilenos recibieron una carta con un ultimátum que les daba un mes para abandonar el país. Pero decidieron resistir y para eso crearon un plan audaz y peligroso: traer a Chile al superhéroe más famoso del mundo.



En nuestro sitio web puedes encontrar una transcripción del episodio. Or you can also check this English translation.



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Esto
es
Radio
Ambulante
desde
NPR.
Soy
Daniel
Alarcón.
Esta
historia
comienza
en
un
colegio,
con
un
niño
de
seis
años,
al
que
su
profesora
le
dice
que
su
papá
lo
está
esperando
afuera.
Estamos
en
Santiago
de
Chile,
noviembre
de
1987.
El
país
lleva
14
años
en
dictadura
y
ese
niño,
Matías
Celedón,
ya
sabe
que
existe
el
peligro:
algunas
veces,
ha
levantado
el
teléfono
por
la
noche
y
ha
oído
amenazas.
Recuerdo
haber
estado
durmiendo
y
que
mi
mamá,
a
y
a
mi
hermana,
nos
sacara
cuando
mi
viejo
estaba,
de
repente,
en
un
programa
de
televisión,
diciendo:
nos
llamaron
que,
amenazándonos,
que
hay
una
bomba…
Su
papá,
Jaime
Celedón,
es
un
actor
de
teatro
reconocido,
aunque
por
esos
años
se
dedicaba
más
a
la
radio
y
a
la
publicidad.
Es
miembro
fundador
del
Teatro
Ictus,
una
de
las
pocas
compañías
de
teatro
que
siguen
en
pie,
luego
de
muchos
años
siendo
amedrentados.
Junto
a
la
mamá
de
Matías,
se
han
esforzado
por
mantenerlos
a
él
y
sus
hermanos
ajenos
a
ese
ambiente
de
terror.
Pero
el
terror
se
filtra
por
todos
lados:
Matías
ha
oído
retazos
de
conversaciones,
ha
prendido
la
televisión
y
ha
escuchado
las
palabras
atentado,
protestas,
muertos.
Uno
como
niño
percibe,
probablemente
no
con
el
alcance
de
realidad
de
lo
que
realmente
estaba
pasando,
pero
con
una
sensación
de
estamos
en
una
situación
de
miedo.
A
sus
seis
años,
nada
lo
aterroriza
más
que
el
dictador
Pinochet.
Yo
sabía
que
era
una
persona
mala,
que
era
un
asesino
ya
en
ese
entonces,
ya
siendo
un
niño.
O
sea,
ese
era
el
gran
antagonista.
O
sea,
si
había
un
malo
que
Superman
tenía
que
derrotar
era
Pinochet.
Superman.
Es
que
Matías
era
fanático
de
Superman.
Fanático
en
serio.
Lo
dibujaba
por
todos
lados,
se
hacía
disfraces,
se
ponía
gel
para
hacerse
el
rulito
sobre
la
frente.
Tanto
le
gustaba,
que
una
vez
se
hizo
el
enfermo
para
no
ir
al
cumpleaños
de
un
compañero,
porque
quería
quedarse
con
el
juguete
de
Superman
que
sus
papás
le
habían
comprado.
Quizás
hasta
sea
poco
decir
que
era
fanático…
Superman
era
algo
más.
Era
la
persona
después
de
mi
padre,
quizás,
y
mi
madre,
la
persona
más
importante,
si
es
que
era
una
persona
y
no
un
superhéroe.
En
ese
momento
no
hacía
la
distinción,
pero…
pero
era
Dios,
básicamente.
Veía
las
películas
protagonizadas
por
Christopher
Reeve
una
y
otra
vez.
Su
hermano
mayor
se
las
ponía,
y
él
se
fascinaba
con
ese
hombre
en
el
que
rebotaban
las
balas,
que
hasta
podía
retroceder
el
tiempo,
volando
a
toda
velocidad
en
sentido
contrario
a
la
rotación
de
la
Tierra.
Que
no
le
tenía
miedo
a
nada.
Veía
cómo
en
la
película
Superman
2,
de
1980,
un
niño
caía
a
las
Cataratas
del
Niágara
y
soñaba
con
ser
él
quien
caía.
Decía:
qué
suerte
este
niño,
qué
suerte
que
se
cayó
en
las
cataratas
(se
ríe)
y
ser
recogido
por
el
superhéroe.
O
sea,
como…
no
veía
el
riesgo,
sino
más
bien
la
posibilidad
de
ser
rescatado.
Matías
pensaba
que
Superman
era
real,
como
él,
solo
que
vivía
lejos
de
Chile.
En
una
ciudad
que
mencionaban
en
las
películas
y,
a
veces,
en
su
casa:
Nueva
York.
Siempre
esa
línea
divisoria
entre
lo
que
se
ve
en
la
pantalla
y
lo
que
está
ocurriendo
nunca
era
muy
marcada,
o
sea,
la
ficción
y
la
realidad,
cuando
tienes
un
padre
actor,
tiende
a
ser
difusa.
Nunca
sabes
muy
bien
si
está
hablando
en
serio
o
te
está
hablando
en
broma.
Y
su
papá,
Jaime,
le
hacía
bromas
todo
el
tiempo.
Era
su
manera
de
jugar
con
él.
A
veces,
con
cara
de
preocupación,
se
acercaba
y
le
decía
que
tenía
algo
muy
serio
que
contarle…
ponía
un
tono
dramático,
esperaba
un
poco,
y
luego
le
decía
que
lo
quería
mucho.
Y
se
reía.
Chistes
de
papá
actor.
Como
que
te
preparaba
para
una
mala
noticia,
una
cosa
media…
media
oscura,
pero
tenía
esa
forma
de
ser
teatral.
Pero
volvamos
a
la
mañana
en
la
que
su
profesora
le
dijo
que
su
papá
lo
esperaba
afuera.
Todavía
era
muy
temprano,
estaba
en
medio
de
la
clase,
pero
tenía
que
hablar
con
él
algo
que
no
podía
esperar.
Cuando
se
encontraron,
le
pidió
que
lo
acompañara
al
auto.
Tengo
la
imagen
de
estar
adentro
del
auto,
sentarme
en
el
asiento
de
copiloto,
mi
papá
muy
serio,
como
hablándome,
explicándome
que
iba
a
pasar
algo
importante
en
estos
días.
No
mucho
tiempo
atrás
sus
padres
se
habían
separado,
y
Matías
esperaba
otra
noticia
mala…
de
adultos.
Aunque
venir
a
buscarlo
al
colegio,
de
la
nada,
a
decirle
algo
importante…
bien
podría
ser
otro
de
sus
chistes…
Y
pensé
que
iba
por
ese
lado
y
en
ese
momento,
me
dice
bueno,
Matías,
esto
te
tengo
que
pedir
que
sepas…
guardes
un
secreto,
no
le
puedes
comentar
ni
a
tus
compañeros
ni
a
tus
profesores,
no
lo
puedes
comentar
a
nadie,
pero…
va
a
estar
Superman
alojándose
en
la
casa.
Matías
se
quedó
esperando
que
se
riera.
Y
dije:
es
otra
de
las
bromas
de
mi
papá,
pero
me
dijo:
pero
no,
te
estoy
hablando
en
serio,
esto
no
se
lo
puedes
comentar
a
nadie…
Su
tono,
esta
vez,
era
distinto.
Matías
no
supo
qué
responder.
Qué..
qué..
cómo
Superman,
¿Sup?
¿Estamos
hablando
del
mismo
Superman?
Porque
era
cómo
que…
cómo
va
a
estar
Superman
en
la
casa.
Su
padre
insistió
y
le
pidió
que
le
creyera:
Superman
iba
a
estar
en
su
casa,
y
él
tenía
que
guardar
el
secreto.
Matías
se
bajó
del
auto
desconcertado,
sin
entender
qué
estaba
pasando.
Había
sonado
el
timbre
del
recreo
y
cuando
se
unió
a
sus
amigos
no
les
dijo
nada.
¿Superman
en
su
casa?
¿El
Hombre
de
Acero?
Se
iban
a
reír
de
él.
O
peor:
iban
a
decir
que
era
un
mentiroso.
Pero
su
papá
no
mentía.
Superman
iba
volando
hacia
su
casa.
Una
pausa
y
volvemos.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Nuestro
editor
Nicolás
Alonso
nos
sigue
contando. Ya
vamos
a
volver
con
Matías
y
su
padre,
pero
retrocedamos
unas
semanas
primero,
al
martes
3
de
noviembre
de
1987.
Exactamente
al
momento
en
que
el
teléfono
rompió
el
silencio
del
departamento
de
María
Elena
Duvauchelle.
Amiga
de
Jaime
Celedón,
la
actriz
era
parte
del
Teatro
Ictus
y
de
la
directiva
del
Sidarte,
el
sindicato
de
actores
y
actrices
de
Chile.
Cuando
contestó,
escuchó
a
Lili,
la
secretaria.
El
miedo
en
su
voz
era
evidente.
Ella
me
dice:
“Acabo
de
abrir
el
sindicato
y
por
abajo
pasaron
una
amenaza
de
muerte”.
Habían
pasado
una
carta
por
debajo
de
la
puerta.
María
Elena
le
pidió
que
no
se
moviera
de
ahí,
por
nada
del
mundo,
y
marcó
el
teléfono
de
un
abogado
de
un
organismo
de
Derechos
Humanos.
Ya
tenía
experiencia
recibiendo
amenazas.
Unos
años
antes,
cuando
estaba
a
punto
de
iniciar
una
función
en
la
sala
que
tenía
con
Julio
Jung,
también
actor
y
entonces
su
esposo,
una
llamada
les
había
anunciado
que
había
una
bomba
en
el
lugar.
Ese
día,
parte
de
la
recaudación
era
para
un
sector
pobre
de
Santiago,
y
el
público
venía
de
allí,
invitados
por
un
sacerdote.
Los
policías
encontraron
un
paquete
debajo
del
escenario
y
lo
desactivaron,
o
eso
dijeron.
Ella
pensó
que
esa
bomba,
real
o
no,
lo
que
buscaba
era
darles
un
mensaje.
ClaroEn
ese
momento
sentías
un
miedo
atroz
a
que
pasara
eso,
explotara
esa
historia.
Pero
después
te
daba
una
rabia
enorme
y
te
daba
un
valor
enorme
para
enfrentarte
a
ellos,
porque
te
dabas
cuenta
de
cómo
te
trataban
de
asustar,
cómo
te
manipulaban.
Entonces
estabas
entre
el
miedo
y
la
rabia.
Desde
el
inicio
de
la
dictadura,
el
teatro
y
el
arte,
en
general,
habían
sido
perseguidos.
Se
habían
cerrado
teatros
universitarios,
actores
habían
sido
apresados
y
torturados.
Algunos
desaparecidos.
Pero
algunas
compañías
se
habían
decidido
a
resistir,
y
el
Teatro
Ictus
era
una
de
ellas.
Al
principio,
reuniéndose
de
forma
casi
clandestina,
y
más
tarde
montando
obras
que
no
entendieran
los
militares
pero
el
público,
para
esquivar
las
represalias.
Muchas
veces,
los
seguían
autos
sospechosos
cuando
salían
de
sus
funciones.
Al
actor
Nissim
Sharim
le
habían
lanzado
dos
veces
artefactos
explosivos
hacia
el
patio
de
su
casa.
A
María
Elena
y
Julio
Jung
les
habían
enviado
una
corona
mortuoria
a
su
departamento.
O
a
veces
respondían
el
teléfono
y
escuchaban
ráfagas
de
ametralladoras.
A
Jaime
Vadell,
exmiembro
del
grupo,
le
habían
incendiado
la
carpa
donde
montaba
sus
obras.
El
régimen
no
reconocía
que
estuviera
detrás
de
estos
atentados.
Y,
por
supuesto,
nunca
había
culpables.
Esta
vez
era
una
carta,
con
una
sentencia
de
muerte
y
un
plazo.
Apenas
llegó
al
sindicato
de
actores,
María
Elena
la
leyó
en
silencio.
A
contar
de
esta
fecha:
30
de
octubre
de
1987,
los
siguientes
testaferros
del
marxismo
internacional
tienen
un
mes
de
plazo
para
hacer
abandono
del
país.
Debajo,
un
listado
de
25
nombres
y
seis
compañías
de
teatro.
78
personas
en
total.
Al
final
de
la
hoja,
una
consigna
—“por
un
arte
y
una
cultura
libre
de
contaminaciones
foráneas”—,
y
un
dibujo…
el
rostro
de
un
hombre,
amordazado,
con
la
mira
de
un
arma
apuntando
justo
entre
sus
ojos.
María
Elena
entendió
de
inmediato
lo
que
significaba.
Se
me
dio
vuelta
el
mundo
porque
no
podía
entender
de
que…
de
que
si
nosotros
no
dejábamos
el
país…
es
decir,
éramos
muertos.
La
carta
añadía
una
última
amenaza:
cualquier
aviso
a
la
prensa
sería
duramente
castigado.
Iba
firmada
por
el
Comando
135
Acción
Pacificadora
Trizano,
una
organización
de
la
que
nunca
antes
habían
oído
hablar.
De
inmediato
pensaron
que
podía
ser
una
facción
de
la
CNI,
la
Central
Nacional
de
Inteligencia,
el
brutal
organismo
de
inteligencia
del
régimen,
una
sospecha
bastante
lógica
que,
dadas
las
circunstancias,
era
muy
difícil
de
comprobar.
Ese
año,
además,
varios
“comandos”
de
origen
incierto
habían
amenazado
y
secuestrado
a
dirigentes
sociales
y
políticos
de
oposición.
Lo
que
estaba
claro
era
de
dónde
venía
el
nombre:
era
una
referencia
a
Hernán
Trizano,
un
exmilitar
que
a
fines
del
siglo
XIX
había
dirigido
un
temido
grupo
de
gendarmes
en
el
sur
del
país,
dedicado
a
perseguir
indígenas,
bandidos
y
desertores
de
la
guerra
del
Pacífico.
Un
tipo
acusado
de
aplicar
la
“ley
de
fuga”:
es
decir,
soltar
a
los
prisioneros
para
luego
ejecutarlos
por
la
espalda.
Yo
dije:
no
nos
vamos
a
ir.
Entonces:
hay
que
llamar
gente,
hay
que
llamar
a
un
psicólogo…
Alguien
que
los
ayudara
a
procesar
lo
que
estaba
pasando.
Por
favor.
O
sea,
porque,
lógico,
va
a
haber
gente
con
mucho
miedo,
con
ganas
de
pescar
maleta
e
irse.
Muchos,
de
hecho,
ya
habían
vivido
en
el
exilio
antes,
y
recién
regresaban.
María
Elena
había
estado
diez
años
en
Venezuela.
En
1976,
mientras
estaba
de
gira
por
ese
país,
el
régimen
la
había
declarado
a
ella,
a
sus
tres
hermanos
y
a
su
esposo,
todos
actores,
un
peligro
para
la
seguridad
del
Estado.
Para
1984,
cuando
les
permitieron
regresar,
los
militares
seguían
asesinando
opositores
a
plena
luz
del
día.
Los
actores
llevaban
años
organizándose,
y
en
los
momentos
más
complejos,
en
el
Teatro
Ictus
tenían
un
sistema
de
cuidadores:
si
uno
tenía
una
función,
otros
lo
esperaban
a
la
salida.
Y
si
pasaba
algo
raro,
avisaban
al
sindicato,
que
según
María
Elena
ya
reunía
a
unos
300
actores,
actrices,
dramaturgos
y
técnicos.
Lo
que
pasa
es
que
los
militares
le
tenían
miedo
al
teatro
porque
el
teatro
te
despierta,
te
abre
la
mente,
te
hace
pensar.
En
un
intento
por
validarse
ante
la
opinión
local
e
internacional,
Pinochet
había
anunciado
que
se
realizaría
un
plebiscito
en
octubre
de
1988,
para
definir
si
su
dictadura
se
mantenía
en
el
poder
por
ocho
años
más.
Tenía
un
fuerte
control
sobre
la
información,
el
terror
de
la
CNI
y
estaba
seguro
de
obtener
una
victoria.
Pero
las
protestas
en
las
calles
eran
cada
vez
más
grandes
y
también
la
presión
de
los
organismos
de
derechos
humanos.
Y
Estados
Unidos,
que
a
través
de
la
CIA
había
apoyado
su
llegada
al
poder,
ya
había
tomado
distancia
del
régimen.
Para
entonces,
los
actores
participaban
en
casi
todas
las
grandes
protestas
y
eventos
culturales
en
contra
de
la
dictadura
y,
por
esos
años,
además,
varios
se
habían
vuelto
muy
famosos.
No
por
sus
obras,
sino
por
algo
más
mundano:
como
era
casi
imposible
vivir
del
teatro,
habían
empezado
a
salir
en
algunas
telenovelas.
Eran
shows
muy
livianos,
pero
la
gente
los
amaba.
Se
reía,
lloraba
con
ellos…
eran
casi
parte
de
su
intimidad.
Y
luego
veía
a
esos
mismos
actrices
y
actores
en
las
noticias,
en
el
tumulto
de
alguna
protesta,
gritando
que
Pinochet
era
un
asesino.
Poco
después
de
que
llegara
la
carta,
los
actores
empezaron
a
reunirse
en
el
sindicato.
Entre
las
compañías
amenazadas
estaba
el
Riel,
Grupo
Q,
El
Telón.
Sabían
que
con
que
el
Comando
Trizano
matara
a
uno
o
dos
actores
o
dramaturgos,
ya
bastaba
para
aterrorizar
al
país.
Pero
a
pesar
del
miedo,
decidieron
resistir.
Muchas
personas
estaban
arriesgando
su
vida
para
recuperar
la
democracia,
y
les
tocaba
a
ellos.
Así
que
pusieron
un
recurso
judicial
de
protección,
aunque
no
significara
mucho
por
ese
entonces,
y
armaron
grupos
de
vigilancia
para
los
amenazados.
Se
empezaron
a
armar
de
cinco
o
seis
que
se
turnaban
cuidando
a
distintos
actores
que
eran
los
que
más
estaban
en
peligro,
entre
comillas.
Los
más
expuestos,
por
salir
con
nombre
y
apellido
en
la
lista.
Entre
ellos,
el
presidente
del
sindicato
en
ese
momento,
Edgardo
Bruna.
El
nombre
de
María
Elena
no
aparecía,
pero
el
de
su
esposo,
Julio
Jung.
En
esos
días,
decidieron
que
darían
una
conferencia
para
que
la
gente
se
enterara
de
las
amenazas
de
muerte,
y
que
empezarían
a
leer
un
mensaje
en
las
obras
de
teatro
de
todo
el
país.
Y
más
importante
que
eso:
esperarían
la
hora
señalada
en
un
acto
cultural
público.
Si
iban
a
resistir,
lo
harían
juntos,
pasara
lo
que
pasara.
Cuando
cayera
la
noche
del
30
de
noviembre,
el
día
del
ultimátum,
estarían
allí,
esperándola.
Pero
algo
era
esencial:
la
mayor
cantidad
de
ojos
tenían
que
estar
mirando
hacia
ese
escenario.
Todos
los
ojos
del
mundo.
Así
que
empezaron
a
llamar
a
sindicatos
de
actores
de
otros
países
para
contarles
lo
que
estaba
pasando
en
Chile.
Y
pronto
empezaron
a
recibir
respuestas,
de
todas
partes.
Empezaron
a
llegar
en
esa
época
eran
los
fax,
de
actores
de
distintas
partes
del
mundo.
De
Alemania,
Italia,
diciendo
que
estaban
con
nosotros…
Muchos
tenían
algún
amigo,
en
algún
lugar,
a
quien
llamar.
Y
el
teléfono
del
sindicato
no
paraba
de
sonar
de
vuelta.
Un
día
conversaban
con
Robert
Redford,
otro
con
Robert
DeNiro
o
con
Jane
Fonda…
María
Elena
recuerda
lo
extraño
que
era
estar,
de
un
día
para
el
otro,
con
figuras
de
ese
calibre
del
otro
lado
de
la
línea.
Les
decían
que
estaban
con
ellos
y
se
comprometían
a
denunciar
lo
que
estaba
pasando…
aunque
en
un
país
como
Chile,
donde
se
secuestraba
y
desaparecía
gente,
quizás
no
bastaba
solo
con
eso.
Necesitaban
algo
más
contundente.
Entonces
María
Elena
pensó
en
el
escritor
Ariel
Dorfman,
uno
de
los
dramaturgos
más
importantes
del
país.
Vivía
en
Carolina
del
Norte,
luego
de
ser
expulsado
por
segunda
vez
de
Chile.
Escribía
columnas
en
el
New
York
Times
y
tenía
algunos
amigos
más
que
famosos
en
Estados
Unidos.
Tal
vez
él
podría
ayudarlos
a
hacer
un
poco
de
ruido.
El
Chile
del
87.
Ese
Chile
era
un
hervidero
de
terror
y
de
esperanza.
La
dictadura
estaba
dedicada
a
reprimir
cuanto
pudiera
precisamente
para
poder
controlar
el
plebiscito,
que
era
una
especie
de
trampa
en
que
se
habían
metido.
Este
es
Ariel
Dorfman,
quien
fue
exiliado
por
diez
años
luego
del
golpe
de
Estado.
Regresó
a
Chile
un
tiempo
en
1985,
pero
en
el
87
fue
expulsado
otra
vez,
luego
de
denunciar
en
el
extranjero
el
asesinato
del
fotógrafo
Rodrigo
Rojas
de
Negri,
amigo
suyo
del
exilio.
Su
homicidio
fue
uno
de
los
crímenes
más
atroces
de
la
dictadura:
unos
militares
lo
rociaron
con
gasolina,
a
él
y
a
otra
joven,
y
los
prendieron
fuego
en
pleno
centro
de
Santiago,
antes
de
dejarlos
moribundos
en
un
terreno
baldío.
Ariel
se
involucró
en
las
gestiones
para
intentar
salvarlo
y
para
ayudar
a
su
madre
a
volver
del
exilio
a
verlo,
antes
de
que
muriera.
Luego
denunció
el
crimen
en
medios
como
The
Washington
Post,
y
se
enfrentó
en
televisión
con
el
embajador
chileno
en
Estados
Unidos.
Cuando
intentó
volver
al
país,
un
tiempo
después,
lo
tomaron
preso
y
lo
expulsaron.
Esa
mañana
de
noviembre
de
1987,
estaba
en
su
despacho
trabajando
en
un
libreto
cuando
entró
la
llamada
desde
el
sindicato
de
actores.
María
Elena
dijo
que
estaban
muy
asustados
y
muy
determinados
a
no
irse.
Hay
esa
sensación
de
que
sí,
esto
se
va
a
hacer,
van
a
matar
a
uno,
van
a
matar
a
otro.
Dijeron:
No,
vengan
a
matarnos
a
todos,
vamos
a
estar
acá…
en
el
mismo
lugar.María
Elena
le
dijo
que
estaban
decididos.
Pero
necesitaban
que
todos
los
reflectores
del
mundo
estuvieran
apuntando
sobre
ese
escenario.
Y
para
eso,
ya
tenían
una
idea
en
mente…
Y
me
dijo:
Ariel,
nosotros
vamos
a
hacer
un
gran
acto
el
día
30
para
decir
que
no
nos
vamos,
si
puedes
conseguir
alguna
celebridad,
alguna
persona
destacada,
alguna
estrella…
sería
muy
muy
bueno
para
nosotros.
Estamos
tratando
de
hacer
lo
mismo
en
España,
en
Argentina,
en
varias
otras
partes
del
mundo.Pero
no
que
mandaran
un
saludo,
nada
más.
Que
se
atrevieran
a
viajar,
esa
noche,
a
resistir
junto
a
ellos.
A
Ariel
le
pareció
una
gran
idea.
Y
Ariel
automáticamente
me
dice,
bueno,
hay
que
hablar
con
alguien
famoso.
Entonces,
claro…
Yo
te
llamo,
me
dice.
Tum.
Ariel
evaluó
opciones.
En
esos
años,
había
hecho
muchos
contactos
entre
actores
y
actrices
estadounidenses.
Pensó
en
Meryl
Streep,
por
ejemplo,
aunque
estaba
filmando
en
Australia.
También
en
Jane
Fonda…
pero
tampoco
era
tan
sencillo.
Tomar
un
avión,
volar
a
un
país
peligrosísimo,
esperar
un
ultimátum
al
lado
de
78
condenados
de
muerte.
Era
una
locura…
pero
tenía
que
intentarlo.
Consiguió
que
el
New
York
Times
le
reservara
una
columna
de
opinión
para
denunciar
lo
que
estaba
pasando,
y
llamó
a
muchos
actores.
Todos
se
comprometían
a
alzar
la
voz,
a
apoyar…
pero
claro,
otra
cosa
era
subirse
a
ese
avión…
Fue
la
poeta
y
activista
Rose
Styron
la
primera
que
lo
mencionó:
¿y
si
fuera
Superman
el
que
viajara
a
resistir
junto
a
ellos?
¿No
sería
perfecto?
¿Quién
podía
atraer
más
reflectores
que
el
mismísimo
Hombre
de
Acero?
No
si
fue
la
primera
conversación
que
tuve
con
ella
o
después
la
idea
de
que
Superman
iría.
Es
una
cuestión…
porque
había
que
buscar
a
alguien
de
la
cultura
absolutamente
más
popular
que
pudiera
existir,
¿no
Superman.
Es
decir,
Christopher
Reeve,
uno
de
los
actores
más
famosos
del
mundo
en
ese
momento.
No
es
que
la
poeta
fuera
su
amiga,
pero
lo
era
de
Margot
Kidder,
la
actriz
que
había
actuado
de
Lois
Lane
en
todas
las
películas
de
la
saga.
Si
la
idea
de
llevar
a
un
actor
de
Hollywood
a
Chile
en
plena
dictadura
era
difícil,
que
fuera
Reeve,
a
solo
cuatro
meses
del
estreno
de
Superman
4,
parecía
un
delirio.
Pero
valía
la
pena
intentarlo.
Además
es
imponente,
grande,
bonito,
linda
persona…
que
él
fuera
para
allá
y
se
pusiera
al
lado
de
ellos
podía
salvarles
la
vida,
¿no
es
cierto?
A
estos
actores…
Pasaron
unos
días,
hasta
que
el
teléfono
volvió
a
sonar
en
el
despacho
de
Ariel
Dorfman.
Era
Margot
Kidder.
Y
ya
estaba
enterada
del
plan.
Yo
voy
a
hablar
con
Chris,
dijo.
Yo
creo
que
va
a
ir
porque
es
valiente,
porque
le
importan
estas
cosas,
porque
es
audaz
y
porque
es
una
aventura,
¿no?
Porque
ese
es
el
tipo
de
persona
que
es
él.
Era
sabido
que
Reeve,
a
sus
35
años,
tenía
un
espíritu
aventurero:
piloteaba
aviones,
hacía
equitación,
hockey
sobre
hielo.
Y
estaba
muy
involucrado
en
el
activismo
social:
apoyaba
fundaciones,
a
veces
daba
charlas
sobre
problemas
sociales
o
iba
a
hospitales
a
ver
a
niños
cuyo
último
deseo
era
conocer
a
Superman.
No
había
tenido
un
año
sencillo,
se
había
separado
de
su
pareja
y
Superman
4
había
tenido
críticas
muy
negativas,
pero
tenía
fama
de
buen
tipo
y
era
un
miembro
muy
activo
en
la
Asociación
de
Actores
de
Estados
Unidos.
Si
aceptaba
ir,
su
voz
podría
hablar
en
nombre
de
muchas
más.
La
llamada
sucedió
la
mañana
del
22
de
noviembre.
Y
suena
al
otro
lado
la…
la
voz
de
Superman,
¿no?
Que
yo
reconocí
de
inmediato
y
me
pidió
que
yo
le
explicara
la
situación.
Reeve
ya
había
leído
el
artículo
de
Ariel
en
el
New
York
Times,
dos
días
antes.
Ariel
le
contó
sobre
la
carta,
el
Comando
Trizano,
el
ultimátum.
Fue
como
una
media
hora
de
conversación.
Y
me
preguntó:
“Bueno,
¿cuán
peligroso
es
Chile
para
mí,
si
yo
voy.
Y
yo
le
dije:
“Mira,
yo
no
te
puedo
dar
la
menor
garantía
de
que
no
te
vayan
a
matar”.
Eso
era
cierto:
no
tenían
cómo
saber
qué
podía
suceder.
A
la
dictadura
no
hay
que
suponerle
ninguna
racionalidad.
Es
una
gente
desquiciada,
simplemente,
¿no?
Por
ahí
un
grupo
de
la
policía
secreta
podría
pensar
que
por
su
cuenta
lo
mejor
es
matarte
y
atribuirle
esto
a
un
comando
de
izquierda
Reeve
le
hizo
otra
pregunta:
¿Y
si
voy,
cómo
ayudaría
eso
a
mis
colegas
chilenos?
Y
yo
dije:
“si
vas,
puedes
salvarles
la
vida”.
Y
mira,
yo
me
acuerdo
como
si
fuera
ayer,
realmente.
Hubo
como
tres,
cuatro
segundos
de
pausa.
Silencio.
Y
me
dice:
«Then,
I’ll
go».
Iba
a
ir.
Ariel
temblaba
de
emoción.
Apenas
cortaron,
empezó
a
buscar
pasajes
de
avión,
y
a
hacer
las
gestiones
para
que
Amnistía
Internacional
apoyara
el
plan.
Pero
no
pasó
mucho
rato
antes
de
que
el
teléfono
sonara
otra
vez.
Reeve
quería
preguntarle
algo
que
había
dado
por
sentado:
si
él
lo
iba
a
acompañar.
O
sea…
él
lo
había
invitado.
Pero
Ariel
acababa
de
ser
expulsado
del
país,
si
intentaba
ingresar
con
él,
iba
a
politizar
demasiado
un
viaje
que
debía
verse
como
lo
que
era:
un
acto
solidario
de
actor
a
actor.
No
podía
acompañarlo…
y
Reeve
no
podía
ir
solo
así
que
el
plan
se
caía
antes
de
comenzar.
Pero
su
esposa,
Angélica
Malinarich,
profesora
y
trabajadora
social,
había
estado
escuchando
todas
las
conversaciones
en
el
despacho…
Yo
le
dije
a
Ariel:
mira,
este
pobre,
solo,
no
puede
ir,
alguien
tiene
que
acompañarlo.
Le
dijo
que
Reeve
ni
siquiera
hablaba
español…
Que
no
tenía
idea
de
lo
que
pasaba
en
Chile
políticamente
o
las
barbaridades…
realmente.
Sabía,
pero
no
es
lo
mismo
enfrentarla…
enfrentar
la
realidad
chilena,
que
era
una
locura.
Necesitaba
a
alguien
que
conociera
el
país,
los
métodos
del
régimen
y
que
lo
protegiera
de
ser
usado
para
cualquier
otro
fin.
Yo
no
lo
iba
a
defender,
comprenderás
que
yo
mido
1.50m
y
soy
delgada
(se
ríe).
Entonces
yo
le
dije
a
Ariel:
“Mira,
yo
no
voy
a
ir
a
defender
a
Superman,
físicamente,
pero
yo
lo
puedo
guiar,
porque
yo
las
trampas
que
hay
en
Chile”.
Angélica
sabía
mantener
la
calma
cuando
las
cosas
se
ponían
feas.
En
1973,
mientras
Ariel
vivía
escondido
por
haber
trabajado
para
el
gobierno
derrocado
del
socialista
Salvador
Allende,
ella
se
había
encargado
de
recuperar
sus
borradores
literarios
y
de
hacer
desaparecer
sus
papeles
políticos.
Los
había
sacado
de
su
estudio
en
un
carrito
de
verduras.
Una
tarde,
cuando
salía
de
visitarlo
de
la
casa
donde
estaba
oculto,
unos
policías
de
civil
la
habían
subido
a
un
furgón
para
interrogarla,
y
ella
los
había
convencido
de
que
iba
ahí
a
darles
clases
particulares
a
unos
niños.
Acompañar
a
Reeve
era
un
riesgo,
sí…
pero
no
sería
el
primero.
Compraron
los
pasajes
para
la
noche
del
29
de
noviembre.
Así
llegarían
a
Chile
la
mañana
del
lunes
30,
el
día
del
ultimátum.
María
Elena
aún
recuerda
bien
el
momento
en
que
Ariel
los
llamó
para
darles
la
noticia.
Una
sensación
maravillosa
de…
Como
que
decíamos
ya,
poco
menos
que
Superman
nos
salva
es,
para
reírnos
un
poco,
¿me
entiende?
Por
que
entremedio
de
todas
estas
tragedias,
el
humor
es
muy
importante,
te
fijas,
para
poder
pasar
esta
historia.
Sin
humor,
estái
jodido.
En
el
sindicato
todos
festejaban.
Hay
gente
que
lloraba
y
gente
que
se
reía
y
gritaba
coño,
maravilla,
maravilla.
Ya,
para
nosotros
eso
era
un
alivio
tener
a
alguien
para
ese
día
que
estuviera
con
nosotros.
Y
con
Superman
camino
a
Chile
la
noticia
iba
a
salir
en
los
medios
de
todo
el
mundo.
Ariel
le
contó
que
sería
su
esposa
Angélica
quien
lo
acompañaría.
Y
él
estaría
pendiente
al
teléfono,
por
si
había
que
dar
la
alarma
a
las
organizaciones
de
Derechos
Humanos
o
a
la
embajada.
En
los
últimos
días
además
se
había
puesto
en
contacto
con
varios
congresistas
estadounidenses.
María
Elena
le
contó
que
también
vendrían
los
actores
Germán
Covos
y
Fernando
Marín,
de
España;
Michael
Leye,
de
Alemania
Federal;
Raúl
Rizzo,
y
Patricio
Contreras,
desde
Argentina,
entre
otros.
Y
traerían
cartas
firmadas
por
miles.
Iban
a
resistir
con
ellos,
y
esa
solidaridad
los
emocionaba.
Ya
sentían
que
serían
muchos
más
que
78
sobre
ese
escenario.
Angélica
tomó
un
vuelo
desde
Morrisville,
en
Carolina
del
Norte
y
Reeve
volaría
desde
Nueva
York.
Iban
a
encontrarse
en
la
sala
VIP
de
la
aerolínea
chilena
LAN,
en
el
aeropuerto
de
Miami.
Angélica
estaba
nerviosa.
El
viaje
tenía
que
ser
lo
más
discreto
posible,
pero
era
una
idea
absurda:
cómo
iba
a
ocultar
a
Superman
en
un
avión.
Ya
tendría
que
lidiar
con
eso…
ahora
le
preocupaba
que
se
acercaba
la
hora
de
salida
y
Reeve
no
aparecía.
Así
que
decidió
subirse
al
avión.
Iban
en
primera
clase,
claro.
Porque
no
podías
mandarlo
a
él
en
clase
turista,
donde
yo
no
creo
que
las
piernas
le
habrían
cabido
entre
los
asientos,
además.
Cuando
llegó
a
su
asiento,
vio
que
el
de
al
lado
estaba
vacío.
Me
siento…
y
en
eso
entra
él.
Reeve
vio
que
era
la
única
mujer
sola
en
primera
clase
y
le
preguntó
si
era
Angélica.
Entonces
se
sentó
a
su
lado,
en
la
ventana.
Ella
no
era
fan
de
Superman,
y
estaba
acostumbrada
a
compartir
con
actores
y
escritores
famosos.
Pero
Reeve,
con
su
metro
93,
le
pareció
un
tipo
imponente.
Me
impresionó
por
lo
grande
que
era,
y
esos
ojos
tan
lindos,
unos
ojos
claros,
muy
bonitos.
No
sé.
Tenía
algo
muy
impresionante
su
presencia.
Al
principio,
dijo
que
estaba
cansado
y
Angélica
trató
de
no
molestarlo.
Pero
Reeve
era
piloto
y,
por
eso
mismo,
tenía
la
costumbre
de
no
dormir
en
los
vuelos.
Él
le
dijo
que
tenía
hambre
y
pidieron
comida.
Nos
trajeron
la
comida
y
imagínate
las
asistentes
estaban
pero
todas
con
los
ojos
inmensos,
abiertos.
Yo
en
realidad
no
podía
comer
mucho
porque
él
empezó
a
preguntarme
cosas
de
a
poco.
Qué
pasaba
en
Chile,
cómo
lo
veía
yo,
que
quiénes
eran
estos
actores.
Reeve
quería
saber
todo
sobre
los
78
amenazados:
quiénes
eran,
qué
tipo
de
teatro
hacían,
por
qué
los
perseguían.
Y
también
quería
saber
dónde
se
iba
a
alojar
esa
noche
que
pasaría
en
Santiago.
Yo
le
dije:
mira,
lo
único
que
me
han
dicho
a
es
que
es
un
lugar
muy
seguro,
porque
lo
único
que
pedimos
nosotros
con
Ariel
era
que
tenía
que
ser
un
lugar
con
máxima
seguridad.
Pasaron
buena
parte
del
viaje
conversando.
A
pesar
de
su
fama
planetaria
y
del
efecto
que
causaba
en
todos
los
que
pasaban
ahí
cerca,
a
Angélica
le
pareció
un
tipo
de
lo
más
normal,
sin
ningún
aire
de
grandeza.
Era
una
persona
muy,
como
te
dijera,
muy
como
cualquier
ser
humano.
Conversando
con
él,
uno
creía
que
era
cualquier
persona.
No
una
estrella,
ni
una
persona
tan
conocida
ni
nada.
Aunque
la
tripulación
estaba
tan
extasiada
con
su
presencia,
que
le
llevaron
el
desayuno
solo
a
él
y
se
olvidaron
del
de
Angélica.
Antes
de
aterrizar,
las
asistentes
lo
fueron
a
buscar
y
lo
llevaron
a
la
cabina.
El
capitán
quería
que
viera
el
aterrizaje
con
él.
Una
vez
en
tierra,
los
hicieron
entrar
al
aeropuerto
por
un
acceso
especial,
para
que
la
gente
no
se
les
viniera
encima.
Reeve
llevaba
solo
un
equipaje
de
mano:
estaría
ese
día
en
Santiago
y
volaría
al
día
siguiente.
Pero
Angélica
se
iba
a
quedar
una
semana
y
tenía
que
esperar
su
maleta.
Era
inevitable
que,
en
ese
lapso,
todas
las
miradas
cayeran
sobre
ellos.
Estaban
en
eso,
cuando
Angélica
vio
entre
la
gente
a
dos
policías
vestidos
de
civil,
caminando
hacia
ellos.
Cuando
llegaron,
le
hablaron
directo
a
ella.
Y
me
dicen:
queremos
hablar
con
el…
caballero.
Angélica
se
puso
nerviosa.
Yo
le
digo:
¿para
qué?
Bueno,
son
cosas
que
tenemos
que
preguntarle.
Bueno,
yo
lo
acompaño.
Entonces
me
dice:
No,
no,
usted
no
puede
entrar.
Él
tiene
que
entrar
solo.
Ella
los
siguió
por
el
aeropuerto
hasta
que
entraron
a
una
oficina
y
cerraron
la
puerta.
Trataba
de
mirar
lo
que
pasaba
adentro,
pero
los
vidrios
opacos
no
dejaban
ver
nada.
Tampoco
servía
acercar
el
oído
a
la
puerta.
Es
fácil
imaginar
lo
que
pasaría
por
su
cabeza
en
ese
momento.
Su
misión
era
sacarlo
lo
más
desapercibido
posible
y
subirlo
al
auto
en
que
lo
esperaban
los
actores
afuera.
Pero
no
llevaban
ni
una
hora
en
Chile
y
ahí
estaba
Christopher
Reeve,
encerrado
con
dos
agentes
de
civil
interrogándolo.
Angélica
no
había
logrado
sortear
la
primera
trampa:
quizás
el
plan
no
iba
a
durar
mucho,
después
de
todo.
Y
pasó
el
tiempo.
Yo
no
sé,
mira,
podrían
haber
sido
cinco
minutos,
como
puede
haber
sido
media
hora,
pero
se
me
hizo
largo.
En
eso
se
abre
la
puerta
y
sale.
Muchas
gracias,
perdone
la
molestia,
perdone
la
demora.
Siempre
andan
pidiendo
perdón,
después
que
hacen
todo
lo
que
hacen.
Angélica
esperó
a
que
nadie
los
escuchara.
Entonces,
le
digo:
Chris,
¿qué
pasó?
Entonces
me
dice
“naaada,
querían
conversar
de
mí,
de
mis
pe-lí-cu-las”.
¿Te
imaginas?
¿De
mis
películas?
Querían
sacarse
fotos
con
él.
Para
eso
lo
habían
llevado
a
una
sala
a
interrogarlo.
Mira
la
locura,
mira
la
locura
desde
todo
lo
que
estaba
pasando
al
otro
lado,
a
la
salida
del
aeropuerto
y
en
la
ciudad,
y
mira,
mira
esta
gente
haciendo
eso.
Esa
es
la
locura
de
Chile.
La
locura
de
Chile.
Y
recién
estaban
llegando.
Una
pausa
y
volvemos.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante,
soy
Daniel
Alarcón.
Antes
de
la
pausa,
escuchábamos
como
el
actor
Christopher
Reeve,
famoso
en
todo
el
mundo
por
interpretar
a
Superman,
tomó
un
avión
hacia
el
Chile
de
Pinochet.
El
plan
era
que
acompañara
a
un
grupo
de
78
profesionales
del
teatro
amenazados
de
muerte.
Junto
a
él
iba
la
chilena
Angélica
Malinarich,
con
la
misión
de
que
su
estadía
en
el
país
fuera
lo
más
segura
posible.
Ese
mismo
lunes
30
de
noviembre
se
vencía
el
plazo
que
les
había
dado
el
Comando
Trizano
para
irse,
pero
iban
a
resistir
en
un
acto
masivo.
Nicolás
Alonso
nos
sigue
contando.
Salir
del
aeropuerto
no
fue
tan
sencillo:
algunos
medios
habían
publicado
sobre
su
venida,
el
diario
La
Época
había
titulado
“Superman
llega
el
lunes”
y
un
tumulto
de
gente
lo
estaba
esperando.
Reeve
dio
una
primera
declaración
en
inglés
ante
la
cámara
de
TVN,
el
canal
del
Estado,
pero
sus
palabras
no
fueron
traducidas
en
la
señal
que
salió
al
aire.
Se
abrieron
paso
entre
la
gente
hacia
el
auto
en
donde
los
esperaba
María
Elena
Duvaucheulle,
junto
a
su
esposo,
el
actor
Julio
Jung.
Llevaban
un
rato
estacionados
ahí,
esperando,
y
otros
actores
aguardaban
en
otros
autos.
La
idea
era
avanzar
en
comitiva,
por
si
algo
pasaba
en
el
camino.
María
Elena
esperaba
ansiosa
a
que
aparecieran.
Y
veo
este
tremendo
gallo…
lo
hermoso
que
era,
además,
hermosísimo.
Reeve
sabía
por
Angélica
y
Ariel
quién
era
ella,
y
le
dio
un
abrazo
fuerte.
Le
dijo
que
estar
ahí,
acompañándolos
ese
día,
significaba
mucho
para
él.
Y
que
él
estaba
muy
emocionado
con
esto,
pero
una
cosa
como:
vamos
a
la
pelea.
¿Te
fijas?
Fantástico.
De
momento,
irían
a
la
pelea
en
un
pequeño
Mazda
en
el
que
a
Superman
apenas
le
cabían
las
piernas,
pero
lo
metieron
como
pudieron.
Reeve
no
paraba
de
hacer
preguntas.
Quería
saber
más
sobre
las
cosas
que
le
habían
contado:
los
actores
perseguidos
por
la
dictadura,
las
amenazas,
el
asesinato
de
Víctor
Jara,
que
además
de
cantante
había
sido
un
gran
director
de
teatro.
Angélica
hacía
de
traductora.
Por
esos
días,
ya
habían
empezado
a
manifestarse:
habían
hecho
una
protesta
en
frente
al
Teatro
Municipal,
y
algunos
actores
se
habían
hecho
camisetas
con
el
dibujo
de
un
blanco
de
tiro
y
la
frase:
“Dispárenme
a
primero”.
Así
llegaron
al
departamento
de
María
Elena.
Angélica
quería
saber
cuál
era
el
lugar
de
máxima
seguridad
donde,
le
habían
dicho,
iban
a
alojarse.
Y
María
Elena
le
dijo
que,
bueno…
que
lo
que
tenían
de
momento
era
la
casa
del
actor
Jaime
Celedón.
Que
iban
a
poder
estar
tranquilos
ahí
porque
Jaime
se
había
separado
hace
poco
de
su
esposa,
que
se
había
mudado
con
los
niños,
así
que
estaba
él
nada
más,
con
la
casa
vacía.
¡Hasta
tenía
piscina!
Angélica
la
escuchaba,
tratando
de
que
no
se
le
torciera
la
cara.
Entonces
yo
le
digo:
Bueno,
y
qué
garantía
hay
de
que
la
casa
de
un
actor,
que
además
está
amenazado
(se
ríe),
pueda
ser
garantía.
Me
dice
no,
porque
mira,
nadie
sabe,
nadie
casi
ubica
su
casa.
No
sé,
yo
ya
dije
“bueno,
caso
perdido
el
mío”.
Ok,
como
decimos
nosotros:
“vamos
a
arar
con
los
bueyes
que
tenemos”.
Además,
tenían
que
ponerse
en
acción.
Ya
habían
convocado
a
la
prensa
a
una
conferencia
en
la
sala
La
Comedia,
del
Teatro
Ictus,
justo
al
frente
del
departamento
de
María
Elena.
La
idea
era
que
hablaran
Reeve
y
los
invitados
internacionales.
Tenían
que
empezar
a
hacer
ruido
porque
esa
misma
noche
se
cumplía
el
plazo
del
ultimátum,
y
era
clave
que
se
supiera
que
Superman
y
los
demás
habían
viajado
porque
estaban
del
lado
de
ellos.
Ese
mismo
día,
la
revista
Apsi,
uno
de
los
pocos
medios
que
se
atrevían
a
hacer
periodismo
independiente
a
pesar
de
la
persecución
del
régimen,
había
publicado
a
página
completa
una
pregunta:
¿A
qué
viene
Superman,
realmente?
Del
otro
lado,
una
enorme
caricatura
mostraba
al
superhéroe
de
los
cómics,
vestido
con
su
traje
y
capa,
volando
con
Pinochet
en
brazos.
A
Reeve
el
chiste
no
le
hizo
mucha
gracia.
Esto
no
era
ningún
cómic,
era
la
vida
real…
y
todos
estaban
en
peligro.
Este
es
Ariel
Dorfman.
Que
no
le
gustó
mucho,
digamos.
Que
dijo
esto
es
muy
serio,
esto
no,
no,
no
un
chiste
¿no?
Pero
es
gracioso
que…
¿para
qué
vino
a
Superman?
Para
llevarse
al
dictador.
En
la
sala
había
por
lo
menos
un
centenar
de
personas
y
quizás
más.
El
lugar
estaba
repleto.
En
una
mesa
con
micrófonos
sobre
el
escenario,
se
instalaron
Reeve,
los
otros
invitados
internacionales,
el
presidente
del
sindicato,
Edgardo
Bruna,
Angélica
y
María
Elena,
frente
a
los
periodistas
de
varias
agencias.
Angélica
recorría
con
la
mirada
todo
el
lugar.
Si
el
teatro
estaban
funcionando
las
salidas
de
emergencia,
todas
esas
cosas,
porque
ahí
que
podría
haber
habido
peligro,
pero
yo
no
se
lo
iba
a
decir
a
él.
A
Christopher
Reeve.
María
Elena
observaba
a
la
gente
que
estaba
en
el
teatro.
Había
periodistas,
actores,
curiosos…
y
también
un
grupo
de
agentes
de
la
CNI
junto
a
la
escalera,
o
por
lo
menos
así
lo
sospechaban
los
del
sindicato.
Estábamos
preocupados,
preocupados
de
que
no
salieran
con
algún…
dispararan
a
alguien,
no
creo
que
a
él,
porque
habría
sido
terrible.
O
a
algún
actor
o
alguien
que
se
saliera
de
madre
y
estaban
los
tipos
ahí.
Podía
pasar.
El
ambiente
era
muy
tenso
cuando
la
conferencia
empezó.
Entre
los
medios
locales
estaba
Cooperativa,
una
de
las
pocas
radios
de
oposición
que
se
mantenían
al
aire.
Este
es
un
registro
de
lo
que
dijo
Reeve
ese
día.
A
su
lado,
se
escucha
cómo
Angélica
va
traduciendo
sus
palabras.
(SOUNDBITE
DE
ARCHIVO)
[I
think
it’s
important
to
add
that
I’m
not
here
on
a
political
basis
at
all.
I’m
here
as
actor
to
actor,
worker
to
worker,
friend
to
friend.
All
our
concern,
I
think,
in
Spain,
in
Germany,
in
Argentina,
in
England
is
on
the
human
rights
issue
that
no
actor,
no
performer
should
ever
have
to
live
under
these
kind
of
threats.
(Aplausos)
Lo
tra…
lo
traduzco?
Bueno.
Él
quiere
dejar
en
claro
que
él
no
viene
acá
con
una
posición
política,
viene
como
actor
a
solidarizar
con
los
actores,
según
él
dice
de
actor
a
actor.
De
hermano
a
hermano.
De
hermano
a
hermano,
¿did
you
say
that?
from
brother
to
brother?
That’s
right.
Worker
to
worker.
De
trabajador
a
trabajador,
de
hermano
a
hermano.
Y
que
ningún
actor
debería
trabajar
en
estas
circunstancias
amenazantes.
Reeve
quiso
dejar
en
claro
su
admiración
por
los
actores
chilenos.
We
all
share
admiration
for
the
courage,
the
incredible
courage
that
these
77
actors
and
these
seven
groups
are
showing
under
this
kind
of…
this
kind
of
threat.
Que
admiran
la
valentía
de
estos
actores
chilenos,
que
como
dijo
antes,
siguen
trabajando
bajo
estas
circunstancias.
[Reeve
leyó
una
carta
que
llevaba
de
parte
de
los
actores
estadounidenses,
y
luego
habló
un
invitado
de
Alemania
y
otro
de
España,
que
contó
que
su
sindicato
le
había
enviado
un
telegrama
directo
a
la
oficina
del
dictador
Pinochet,
haciéndolo
responsable
por
cualquier
cosa
que
pasara
ese
día.
Y
dijo
que
estaban
ahí,
acompañando
a
sus
colegas
chilenos,
como
ellos
los
habían
apoyado
antes,
cuando
el
fascismo
los
perseguía
en
España.
Chris
era
el
único
que
nunca
había
tenido
experiencia
de…
de,
de
dictadura
o
de
lo
que
sea
Los
demás
ya
habían
sobrevivido,
ellos
o
sus
padres,
a
algún
tirano.
Eran
gente…
claro,
no
era
un…un…
un
ser
inocente
en
ese
sentido,
como
era
Chris,
que
no
podía
creer
que
alguien
le
quitaran
el
derecho
o
algo.
Cuando
todo
terminó,
almorzaron
en
una
pizzería
y
luego
se
fueron
a
la
casa
de
Jaime
Celedón.
La
habían
elegido
porque
era
amplia
y
quedaba
en
un
sector
acomodado,
pero
también
porque
estaba
a
tres
cuadras
de
la
embajada
de
Estados
Unidos.
Muchos
años
después,
Jaime
escribiría
en
sus
memorias
que
hasta
el
embajador
lo
llamó
para
pedirle
que
lo
alojara.
Los
actores
habían
montado
su
propio
sistema
de
guardaespaldas:
cuatro
permanecían
afuera
de
la
casa,
día
y
noche,
para
proteger
a
Reeve.
Mientras
él
se
acomodaba
en
la
habitación
de
Jaime,
que
se
mudó
a
otra
pieza,
los
actores
se
juntaron
en
la
sala.
Eran
casi
las
seis
de
la
tarde:
en
pocas
horas
se
cumpliría
el
ultimátum.
El
acto
de
resistencia,
que
habían
bautizado
“Arte
y
Vida”
sería
a
las
ocho
en
el
Estadio
Nataniel,
una
cancha
de
básquet
en
el
centro
de
Santiago.
Todo
era
bastante
incierto,
aunque
ya
habían
pagado
el
arriendo.
Muchas
llamadas
por
teléfono,
muchas
noticias,
llegaba
alguien
y
decía:
mira,
por
ahora
no
hay
luz
verde
porque
algo
estaba
pasando.
Ahí
ya
se
notaba
que
los
actores
estaban
nerviosos,
porque
imagínate,
de
eso
dependía
todo.
De
que
estuvieran
todos
juntos,
en
un
mismo
lugar,
esa
noche.
Horas
antes,
una
llamada
anónima
había
dado
aviso
al
sindicato
de
que
una
segunda
carta
estaba
llegando.
Entonces,
un
sobre
había
aparecido
bajo
la
puerta.
Decía:
“El
plazo
para
irse
del
país
se
cumplió,
ahora
tendrán
que
atenerse
a
las
consecuencias”.
Y
avisaban
que
uno
de
la
lista
iba
a
pagar
por
no
haber
hecho
caso
a
la
orden
de
no
divulgar
las
amenazas.
La
lista
ahora
incluía
a
tres
actores
más,
y
los
nombres
de
cinco
jóvenes
desaparecidos
por
el
régimen
en
esos
meses,
y
estaba
sellada
con
una
mancha
de
sangre.
Angélica
estaba
asustada,
pero
no
quería
que
nadie
lo
notara.
Era
algo
que
había
aprendido
desde
el
golpe
de
Estado:
había
que
controlar
el
susto,
siempre.
Que
ningún
militar
pudiera
olerlo.
Aunque
hacían
bromas
y
se
animaban
entre
ellos,
no
tenían
idea
de
cómo
terminaría
esa
noche.
El
plan
era
responder
las
amenazas
de
muerte
con
un
acto
de
celebración
de
la
vida:
algunos
invitados
iban
a
leer
poesía,
otros
a
cantar
o
a
bailar.
Aún
así,
sabían
que
las
cosas
podían
ponerse
feas.
La
CNI
que
llegara
todos
los
militares
con
metralleta
o
con
lo
que
fuera,
cualquier
cosa,
o
que
llegaran
todos
estos
grupos
locos
que
andaban
sueltos
también
o
nos
matarán
con
bombas
o
nos
llenarán
de
bombas
lacrimógenas
y
ahí
en
todo
eso,
nadie
sabe
quién
dispara
a
quién.
Pero
no
había
tiempo
para
echarse
atrás.
A
Angélica
le
dijeron
que
un
auto
iba
a
venir
a
buscarlos
a
ella
y
a
Reeve,
y
se
preparó
para
lo
que
fuera.
Angélica
se
sentó
con
Reeve
en
el
asiento
trasero.
Adelante
iban
un
chofer
y
un
encargado
de
seguridad.
Le
habían
explicado
a
Reeve
que
podrían
haber
disturbios,
y
que,
si
tiraban
bombas
lacrimógenas,
tenía
que
morder
un
limón
y
cubrirse
con
un
pañuelo.
Así
los
efectos
no
serían
tan
fuertes.
En
los
alrededores
del
estadio
ya
se
notaba
que
el
ambiente
estaba
agitado.
Había
mucha
gente
afuera,
había
muchos
policías
afuera…
con
metralletas…
Y
comenzaron
a
ponerse
nerviosos.
El
chofer
dijo:
mmm-mmm.
Vamos
a
parar.
Entonces
paramos
casi
frente
al
estadio.
Justamente
donde
paramos
había
alguien
que
estaba
haciéndonos
señas.
Era
otro
encargado
de
la
seguridad
de
los
actores.
El
hombre
les
dijo
que
el
estadio
estaba
totalmente
bloqueado
por
la
policía.
No
iban
a
poder
pasar.
A
último
minuto,
el
Ministerio
del
Interior
había
cancelado
el
permiso
para
el
evento,
a
pesar
de
que
gran
parte
del
público
ya
llevaba
dos
horas
adentro.
Así
que
el
hombre
les
pidió
que
se
alejaran
unas
cuadras
del
estadio,
y
esperaran
allí
en
el
auto,
mientras
los
actores
amenazados
decidían
qué
hacer.
Cuando
el
auto
se
detuvo,
el
encargado
de
seguridad
que
iba
con
ellos
se
bajó
a
conversar
con
otros
tres
que
bajaron
de
otro
auto
que
venía
detrás.
Llevaban
walkie
talkies
para
comunicarse
con
los
demás
invitados.
Angélica
trataba
de
escuchar,
pero
no
quería
que
Reeve
se
bajara.
Mientras
tanto,
afuera
del
estadio,
María
Elena
y
el
presidente
del
sindicato,
Edgardo
Bruna,
seguían
presionando
para
que
los
dejaran
entrar.
Entonces
comenzaron
los
disturbios.
Y
ahí
empiezan
las
bombas
lacrimógenas.
Y
todo
el
mundo
gritaba
al
garaje,
al
garaje,
al
garaje
Al
Garaje
Matucana.
Un
garaje
de
autos
reconvertido
en
un
espacio
de
contracultura,
en
el
que
tocaban
bandas
y
a
veces
se
hacían
fiestas.
Cabían,
con
suerte,
unas
mil
personas,
pero
no
había
tiempo
para
pensar
en
otro
lugar.
Quedaba
a
unas
30
cuadras
de
donde
estaban,
y
los
actores
y
el
público
empezaron
a
marchar,
entre
los
gases
de
las
bombas
lacrimógenas.
Unas
cuadras
más
allá,
en
el
auto,
Angélica
miraba
ansiosa
a
los
hombres
de
seguridad.
Entonces
uno
se
acercó
y
le
informó
del
cambio
de
planes.
Yo
le
digo:
¿qué
es
el
garaje
Matucana?
Me
dice:
bueno,
es
un
garaje
con
una
sola
entrada,
con
una
sola
salida,
sin
ventanas.
O
sea,
entras
por
la
puerta,
la
única
puerta
que
hay.
La
única
abertura
que
hay.
Y
al
fondo,
allá,
estaba
el
escenario.
Angélica
se
asustó.
Y
entendió
que
tenía
que
ser
sincera
con
Reeve,
que
miraba
sin
entender
qué
estaba
pasando.
Así
que
le
dijo:
Chris
esta
es
una
situación
en
la
cual
vas
a
tener
que
decidir
qué
hacer.
Este
lugar
es
muy
riesgoso.
Le
explicó
que
no
había
ventanas
ni
salidas
de
emergencia.
Nada.
Aquí
puede
pasar
cualquier
cosa.
Y
yo
no
quiero
tomar
la
decisión
por
ti.
Esto
es,
el
que
tiene
que
decidir
esto.
Y
te
vuelvo
a
decir:
es
mucho
el
riesgo.
Reeve
lo
pensó
unos
segundos
y
le
dijo:
¿Qué
pasa
con
los
otros
artistas
participantes?
¿Van
a
ir?
Y
yo
le
digo
sí.
Entonces
yo
también
voy,
me
dijo.
Y
yo
le
digo:
¿estás
seguro?
Sí,
estoy
seguro.
Vamos.
Así
que
el
auto
arrancó,
entre
los
gases,
la
policía
y
el
tumulto.La
entrada
al
Garage
Matucana
era
un
caos.
Una
multitud
de
personas
se
amontonaba
frente
a
la
puerta,
intentando
entrar.
Una
cuadra
más
allá
había
otra
protesta,
y
las
bombas
lacrimógenas
volvían
el
aire
irrespirable.
Desde
el
auto,
Angélica
y
Reeve
oían
el
estallido
seco
de
los
disparos,
entre
los
cantos
de
miles
de
personas,
que
coreaban
una
frase
que
se
oía
en
todas
las
protestas
contra
Pinochet:
“Y
va
a
caer,
y
va
a
caer…”.
Angélica
y
Reeve
observaban
la
entrada
del
garage,
que
a
él
lo
hizo
pensar
en
una
bodega
para
guardar
avionetas,
hecha
pedazos.
Angélica
no
sabía
qué
hacer.
No
había
querido
separarse
de
Reeve
desde
que
se
bajaron
del
avión,
pero
no
iba
a
poder
hacer
nada
por
él
adentro.
Algunos
actores
estaban
llorando.
Reeve
creía
que
si
entraba,
no
iba
a
volver
a
salir
de
allí,
pero
el
presidente
del
sindicato
lo
trataba
de
tranquilizar.
Le
decía
que
estaría
a
salvo
con
ellos…
Angélica
trataba
de
pensar
con
claridad,
entender
su
papel
en
ese
momento
límite.
Había
una
estación
de
gasolina,
frente
al
garage.
Tenía
un
teléfono
público.
Si
algo
pasaba,
quizás
podía
llamar
cobro
revertido
a
Estados
Unidos.
Entonces
yo
dije
ya
aquí,
por
lo
menos
yo
llamo
inmediatamente
a
Ariel
y
él
se
encarga
inmediatamente
de
dar
la
voz
de
alarma
o
yo
puedo
llamar
a
la
embajada
para
que
hagan
algo
un
poco
más
inmediato,
¿no?
Le
explicó
su
idea
a
Reeve.
No
sacaba
nada
entrando
con
él,
había
actores
que
lo
iban
a
proteger
mucho
mejor
que
ella.
Él
le
preguntó
si
no
era
muy
peligroso
que
se
quedara
allí
afuera
sola,
esperando,
pero
ella
le
dijo
que
no
se
preocupara.
Además,
estaría
con
el
chofer.
Así
que
se
acercó
a
los
otros
actores
y
les
entregó
a
Superman.
“Compañeros,
por
favor…”,
les
dijo,
y
no
hizo
falta
que
dijera
nada
más.
Seis
guardaespaldas
agarraron
a
Reeve
y,
abriéndose
paso
entre
la
gente,
lo
metieron
en
el
garage.
Cuando
entró,
la
explosión
del
público
lo
dejó
sin
palabras.
Nunca
antes
lo
habían
recibido
con
esa
intensidad:
entre
ovaciones,
gritos,
euforia
y
lágrimas.
María
Elena
lo
recuerda
asustado
en
ese
momento.
Muy
asustado,
porque
entró
a
un
galpón
sabiendo
que
afuera
estaba
la
policía
y
disparos
y
qué
yo.
O
sea,
no
llegó
a
un
teatro,
no,
llegó
a
un
galpón.
Una
vaina
semi
oscura,
además,
terrible,
que
había
que
poner
luces
y
vainas…
porque…
olvídate
lo
que
era
eso.
Angélica
no
encontró
monedas
para
el
teléfono
público,
pero
convenció
al
hombre
que
atendía
la
estación
de
prestarle
uno.
Solicitó
una
llamada
de
cobro
revertido
y
llamó
a
su
esposo,
Ariel
Dorfman,
a
Estados
Unidos.
Me
dijo:
él
está
adentro
y
yo
estoy
aquí
esperando,
porque
si
algo
llega
a
pasarle
a
él,
yo
tengo
que
avisarte
para
que
puedas
avisar
al
mundo,
¿no?
Le
contó
de
las
bombas
lacrimógenas,
de
la
policía
afuera.
Yo
no
sabía
si
además
ella
iba
a
terminar
entrando
allá
para
hablar
con
él.
No
sabía
si
mi
mujer
se
moría,
si
mi
nuevo
amigo
se
moría.
Si
se
morían
además
todos
mis
amigos
de…
de
teatro.
Ansioso,
Ariel
se
quedó
pegado
al
teléfono
de
su
despacho.
No
podía
hacer
otra
cosa.
Angélica
le
pidió
al
chofer
que
dejara
el
auto
en
la
estación
de
gasolina,
y
se
sentó
en
él
a
esperar.
Tampoco
podía
hacer
otra
cosa.
Así
que
para
fue
una
espera,
pero
eterna
ahí
en
ese
auto.
Ahí
que
fue
largo.
Fue
largo.
Empezaba
a
oscurecer.
En
el
garage,
unas
dos
mil
personas
se
apretaban
en
el
piso
y
se
trepaban
a
los
pilares
que
sostenían
el
techo.
El
calor
era
tremendo
y
había
poco
aire,
pero
nadie
se
movía.
Después
de
lo
que
había
pasado
con
el
estadio,
los
actores
estaban
enojados.
La
policía
estaba
fuera,
habían
desobedecido
sus
órdenes,
y
la
gente
seguía
cantando
en
contra
del
régimen.
De
adolescente,
Reeve
había
acompañado
a
su
padre
profesor
a
algunas
protestas
en
Estados
Unidos,
pero
esto
era
algo
distinto.
Ya
lo
habían
sentado
en
la
tarima,
con
los
otros
invitados
y
varios
actores
amenazados,
cuando
la
luz
se
cortó.
O
alguien
la
cortó.
Entonces
la
gente
se
quedó
en
silencio
por
una
media
hora,
mientras
trataban
de
arreglarla.
Recién
cuando
volvió,
entre
la
ovación
del
público,
empezaron
los
actos.
Iban
subiendo
al
escenario,
uno
a
uno,
los
invitados.
Uno
cantaba
una
canción
de
Víctor
Jara,
otro
recitaba
un
poema,
otro
daba
un
discurso.
Había
grupos
de
rock,
performances
artísticas.
Los
actores
respondían
preguntas
sobre
las
amenazas
y
el
sentido
de
estar
ahí
esa
noche,
y
los
invitados
leían
mensajes
de
actores
y
directores
de
todo
el
mundo.
El
noticiero
clandestino
TeleAnálisis,
que
se
distribuía
de
mano
en
mano
en
VHS,
fue
el
único
medio
que
registró
parte
del
acto.
En
las
imágenes
se
ve
a
Reeve
serio,
ya
de
noche.
Un
actor
lo
traduce
frente
a
la
cámara:
I’m
here
to
show
support
to
the
threatened
actors
of
this
country.
Él
viene
a
hacer
solidaridad
con
los
actores
que
están
amenazados.
Entonces
el
actor
lee
una
carta
que
Reeve
trae
de
Estados
Unidos.
Cuenten
con
nuestro
respaldo
en
este
tiempo
tan
difícil
que
vive
el
pueblo
chileno
y
reciban
nuestra
admiración
por
el
trabajo
creativo
que
siguen
haciendo
bajo
condiciones
de
amenaza
y
presión.
Y
aquí
la
firma,
una
gran
cantidad…
And
it
is
on
behalf
of
38
thousand
american
actors.
Y
esto
está
respaldado
por
38
mil
actores
norteamericanos.
Reeve
sonríe
y
le
hace
una
pequeña
reverencia
al
periodista,
antes
de
volver
al
escenario
con
sus
compañeros.
María
Elena
lo
recuerda
sofocado
por
el
calor
extremo,
pero
conmovido
por
lo
que
estaba
viviendo.
Muy
pendiente
de
conversar
con
los
actores
y
gente
del
público
que
se
subía
al
escenario.
Yo
creo
que
no
se
ha
olvidado
nunca
Christopher
de
ese
momento,
solo
en
películas
podría
haberlo
vivido.
Esta
gente
que
de
repente
uno
cantaba,
el
otro
le
decía
que
estaba
orgulloso
de
que
estuviera
acá
en
este
país.
Los
actores
le
traducían
y
él
opinaba,
hacía
una
pregunta,
pero
tampoco
era
el
centro
de
atención.
Mientras
la
hora
del
ultimátum
se
acercaba,
la
gente
seguía
conversando
y
cantando,
y
el
miedo
iba
cediendo:
estaban
juntos
y
eso,
de
alguna
forma,
los
hacía
sentir
seguros.
Tanto
como
podían
sentirse
en
ese
Chile.
Unos
aplaudían,
otros
reían.
No
era
terror
lo
que
se
respiraba.
En
un
momento
de
la
noche,
Reeve
leyó
su
carta
y
dijo
unas
palabras,
pero
lo
que
dijo
no
quedó
registrado
más
que
en
la
memoria
de
los
presentes.
Que
para
él
esto
era
realmente
importante
en
su
vida.
El
hecho
de
viajar
de
un
país
tan
lejano,
tantas
horas
de
viaje
para
llegar
a
solidarizar
con
los
actores,
con
los
dramaturgos
y
para
él
esto
era
como
un
honor,
a
pesar
de
las
circunstancias,
de
lo
que
pasamos.
También
les
agradeció
por
ese
día
impresionante,
y
dijo
que
iba
a
contar,
en
su
regreso
a
Estados
Unidos,
lo
valientes
y
hermosos
que
eran
todos
allí.
Eran
cerca
de
las
once
de
la
noche
y
nadie
había
entrado
a
matarlos.
Tal
vez
porque
estaban
en
ese
garage
los
78
juntos,
con
artistas
de
afuera
y
miles
de
personas,
apoyándolos.
O
tal
vez
porque
el
propósito
de
la
carta
nunca
fue
otro
que
infundir
terror.
No
había
cómo
saberlo,
pero
algo
había
quedado
claro:
habían
sobrevivido,
el
miedo
no
había
podido
con
ellos.
Angélica,
que
se
había
ido
un
rato
antes
al
departamento
de
María
Elena,
allí
esperaba.
Reeve
había
mandado
a
decirle
que
quería
quedarse
hasta
el
final,
para
que
no
estuviera
toda
la
noche
afuera.
Quería
seguir
conversando
con
los
otros
artistas,
conocer
más
sobre
sus
vidas.
Pero
ya
era
casi
la
medianoche,
habían
regresado
María
Elena
y
varios
de
los
invitados,
y
Reeve
no
llegaba.
Seguía
pasando
el
tiempo,
seguían
llegando
actores,
y
nada.
Angélica
estaba
cada
vez
más
intranquila.
Y
yo
dije:
“No,
esto
no
es
normal,
María
Elena.
¿Qué
está
pasando?
Algo
le
tiene
que
haber
pasado”.
“No”,
me
dice
la
María
Elena,
“cálmate,
no
pasa
nada,
Seguramente
se
quedó
conversando
con
alguien”.
Pero
imagínate,
seguramente
se
quedó
conversando
con
alguien.
Eso
lo
dices
después
de
una
sobremesa,
en
una
comida
normal
y
en
tiempos
normales.
Cuando
por
fin
llegó,
cerca
de
las
12,
Angélica
suspiró
aliviada.
Se
había
quedado
conversando
hasta
casi
el
final,
cuando
quedaban
dos
o
tres
actos.
Estaba
cansado,
pero
no
quería
que
terminara
esa
noche.
Y,
en
efecto,
no
terminó:
apenas
iba
entrando
y
ya
le
estaban
sirviendo
pisco,
empanaditas,
sangría.
Si
algo
no
les
faltaba
a
esos
actores
era
entusiasmo.
Y
acababan
de
sobrevivir
al
ultimátum:
si
no
celebraban
ahora,
entonces
cuándo.
La
noche
terminó
tarde.
Angélica
y
Reeve
se
fueron
con
Jaime
Celedón
a
su
casa,
y
ella
casi
no
pudo
dormir.
Se
levantó
temprano,
a
buscar
algo
para
desayunar.
Le
llevó
el
desayuno
a
la
pieza
a
Reeve,
y
hablaron
de
lo
que
habían
vivido
el
día
anterior,
que
ninguno
olvidaría.
Estaba
muy
contento,
muy
contento
de
haber
tenido
contacto
con
la
gente.
Eso
es
lo
más
que
le
importaba.
Esa
mañana
pasearon
en
auto
por
el
barrio
alto
y
a
Reeve
le
impresionó
la
desigualdad
respecto
al
Chile
que
había
conocido
el
día
anterior.
De
vuelta
en
la
casa,
Angélica
quería
dejarlo
descansar,
pero
eso,
no
iba
a
ser
posible.
Pronto
empezó
a
sonar
el
timbre.
Y
llegan
los
niños,
llegan
los
hijos
de
Jaime
y
un
primo.
Llega
la
esposa
de
Jaime,
que
no
vivía
ahí,
una
hermana
de
la
esposa.
Y
yo
le
digo:
Oye,
¿pero
qué
es
esto?
Aquí
nadie
iba
a
venir
nadie,
¿ya?.
Bueno,
esto
es
Chile,
ya.
Qué
le
vamos
a
hacer.
Uno
de
los
niños
que
esperaba
era
Matías
Celedón,
el
hijo
de
6
años
de
Jaime.
Había
aguantado,
todo
lo
que
había
podido,
el
secreto
que
le
había
dicho
su
papá
en
el
estacionamiento
del
colegio:
que
Superman,
su
ídolo,
iba
a
estar
en
su
casa,
aunque
al
final
le
había
contado
a
su
mejor
amigo.
Estaba
nerviosísimo.
Esa
mañana,
su
mamá
lo
había
retirado
del
colegio
y
él
se
había
enterado
de
que
era
hora:
iban
a
ir
a
conocer
al
Hombre
de
Acero.
Matías
atravesó
el
pasillo
de
la
casa
al
lado
de
su
mamá,
hasta
la
puerta
que
daba
al
patio.
Y
cuando
dio
un
paso
afuera,
lo
vio.
Era
imposible
pero
era
verdad:
estaba
ahí,
sentado
en
una
mesita,
charlando
con
su
papá,
hasta
parecían
amigos.
Y
era
Superman
tomando
desayuno,
sin
capa
y
sin
traje,
pero
aparte
que
medía
dos
metros,
no
sé,
cuerpo
tonificado.
O
sea,
era
Superman
de
frente,
claro.
Mi
papá
mide
1,65,
1,70.
Éramos
como
los
hobbits
frente
a
Viggo
Mortensen.
Era
realmente
un
superhéroe.
Además,
hablaba
en
inglés,
el
idioma
de
Superman.
[Y
tenía
una
impronta
y
un
aura
especial.
Al
principio
quedó
en
shock.
Matías
dice
que
todavía
puede
recordar
lo
que
sintió
en
ese
momento:
una
mezcla
de
terror
y
admiración,
que
lo
dejó
mudo.
Como
si,
de
pronto,
se
apareciera
en
medio
de
tu
living…
no
sé…
un
dios
egipcio.
Pero
lo
sacó
del
shock
el
mismo
Superman,
que
le
preguntó
cómo
se
llamaba.
Él,
que
sabía
un
poco
de
inglés
por
el
colegio,
balbuceó:
“Hi,
my
name
is
Matías,
¿how
are
you?
Y
él:
“Fine,
thank
you”.
En
fin,
una
micro
conversación
en
inglés,
que
fue
pa
como
alucinante,
y
en
esa
conversación
me
dijo
que
él
tenía
un
hijo
que
se
llamaba
Matías.
Matthew,
apenas
más
grande
que
él.
Matías
sentía
que
Superman
le
estaba
contando
un
secreto
muy
personal:
algo
que
no
salía
en
los
cómics.
También
eso
me
lo
humanizaba,
el
decir:
ah,
bueno,
Superman
tiene
un
hijo.
Que
eso
se
salía
del
cómic,
del
canon.
O
sea,
que
yo
sepa,
con
Luisa
Lane
no
llegaron
a
tanto,
al
menos
en
la
películas.
Lo
miraba
hipnotizado,
mientras
Superman
hablaba
con
su
papá
y
con
Angélica,
la
misteriosa
mujer
que
lo
había
acompañado
desde
Estados
Unidos.
Y
se
preguntaba
por
qué
estaba
vestido
así…
como
ellos.
O
sea,
no
está
el
traje.
Aquí,
si
es
Superman
vino
como
Clark
Kent,
era
como
un
poco
más
la
lógica.
Era
como
y
por
qué
está
sin
anteojos,
si
Clark
Kent
es
con
anteojos,
pero
era
como
más
bien
diciendo:
bueno
aquí
vino
el
Superman
de
civil.
Algo
debe
haber
preguntado
Matías,
porque
se
quedó
convencido
de
esa
idea:
que
Superman
tenía
que
camuflarse
así,
como
uno
más
entre
ellos,
para
cumplir
la
misión
a
la
que
había
venido.
Una
que,
seguramente,
tenía
que
ver
con
derrotar
a
Pinochet.
Tenía
sentido,
después
de
todo.
Mientras
tanto,
otros
niños
ya
iban
llegando
al
patio
y
cayendo
en
el
mismo
shock
que
él.
Eran
los
hijos
del
grupo
de
actores
más
cercano
a
su
papá.
Tampoco
era
que
llegaran
muchos,
muchos
niños,
porque
tampoco
es
que
digamos
que
había
un
aparato
de
seguridad
muy,
muy
seguro,
eran
actores.
O
sea,
probablemente
eran
muy
buenos
fingiendo
su
posibilidad
de
ser
grandes
guardaespaldas,
pero
a
la
hora
de
los
quí
hubo,
cómo
se
dice,
hay
que
ver
a
qué
llegaban.
Matías
recuerda
el
impacto
que
le
causó
que
Superman
fuera
tan
sencillo,
tan
cariñoso.
Jugaba
con
ellos,
les
contaba
cosas
de
su
país,
de
su
vida.
Y
también
recuerda,
cómo
no,
uno
de
los
momentos
más
lindos
de
su
infancia:
cuando
se
metieron
a
la
piscina
y
él
los
levantaba,
con
sus
dos
metros
de
altura,
y
los
lanzaba
por
los
aires.
Matías
volaba,
y
mientras
lo
hacía,
sentía
que
estaba
viviendo
la
película
que
tantas
veces
había
visto:
que
él
era
el
niño
que
Superman
rescataba
de
las
Cataratas
del
Niágara.
Fue
como
se
cumplió
un
sueño.
O
sea,
estoy
en
la
piscina
y
es
Superman
el
que
me
está
como
jugando
a
tirarme
lejos
para
caer
al
agua.
Eso
lo
recuerdo
como
diciendo
¡guau!
O
sea,
realmente
las
cosas
imposibles
pueden
llegar
a
ocurrir,
que
yo
creo
que
eso
me
trajo
consecuencias
hasta
grande.
Difuminó,
un
poco
más,
la
línea
que
separa
lo
real
de
lo
inalcanzable.
Hoy
Matías
es
novelista,
lo
real
y
lo
ficticio
son
su
material
de
trabajo.
Cuando
llegó
el
momento
de
llevar
a
Reeve
al
aeropuerto,
estaban
todos
muy
emocionados:
en
solo
dos
días,
habían
pasado
de
la
extrañeza
inicial
de
conocer
a
una
estrella
de
Hollywood,
a
algo
mucho
más
profundo:
habían
encontrado
un
compañero.
Ahora
se
iba
y
tal
vez
nunca
volverían
a
verlo.
Booh..
yo
me
emocioné
mucho,
le
miles
de
gracias
que
mi
vida
iba
a
quedar
siempre
un
recuerdo
maravilloso.
Era
un
tipo
extraordinario.
Un
abrazo,
por
supuesto,
tuvo
que
doblarse
en
dos
más
o
menos
y
muchas
gracias
de
nuevo.
Yo
le
dije
“que
tengas
un
safe
trip”.
Y
se
fue
muy
contento.
Antes
de
irse,
les
dijo
una
cosa
más:
que
iba
a
contarle
a
todo
el
mundo,
en
Estados
Unidos
o
donde
fuera,
lo
que
había
vivido
en
ese
viaje.
Y
efectivamente
fue
así.
Ya
me
había
ido
del
departamento
de
María
Elena,
luego
de
entrevistarla,
cuando
me
llamó
para
que
volviera.
Cuando
me
abrió
la
puerta,
tenía
en
la
mano
un
cassette
muy
viejo.
En
sus
etiquetas,
mohosas
y
despegadas,
estaba
escrito
Conversations
in
Exile.
A.
Dorfman–Cris
Reeve.
Se
lo
había
enviado
Ariel
en
1989.
Apenas
me
fui,
se
puso
a
buscarlo,
entre
cajas
que
seguramente
no
se
abrían
hace
mucho
tiempo.
“Con
devuelta”
me
dijo
y
me
lo
entregó.
Cuando
lo
digitalicé
y
lo
escuché,
entendí
que
era
la
pieza
que
le
faltaba
a
esta
historia.
Allí
estaba
Cristopher
Reeve,
allí
estaba
Superman,
un
año
después,
contando
en
una
charla
pública
todo
sobre
el
viaje:
lo
que
pensaba,
lo
que
había
sentido.
El
público,
asistentes
de
un
Festival
de
Teatro
en
la
ciudad
de
Williamston
en
Michigan,
lo
escuchaba
muy
atento,
mientras
conversaba
con
Ariel
Dorfman.
There
was
a
mob
of
people
outside
the
entrance
to
this
garage…
At
this
point
now
there
was
no
way
I
was
going
to
go
home.
And
the
people
are
screaming
and
chanting…
Reeve
les
contaba
todo
lo
que
había
pasado
ese
día:
el
garage,
la
multitud,
las
ametralladoras,
los
cantos
contra
el
régimen,
los
disturbios.
And
also
the
military
could
just
crack
down
on
the
whole
thing
Les
decía
que
era
muy
importante
sensibilizarse,
como
estadounidenses,
por
la
responsabilidad
de
su
país
en
el
ascenso
de
Pinochet
al
poder.
We
created
this
monster…
Pero,
sobre
todo,
les
hablaba
de
lo
mucho
que
había
impactado
en
su
vida
conocer
a
esos
actores,
viviendo
cada
día
bajo
la
espada
de
Damocles,
arriesgando
sus
vidas…
Sword
of
damocles…
De
la
intensidad
con
que
actuaban,
cantaban,
recitaban…
The
sense
of
solidarity
that
came
to
me
was
something
I’ve
never
experienced
before
De
la
solidaridad
que
había
entre
ellos,
algo
que
él
nunca
había
visto
antes.
Y
de
cómo
resistían
cada
momento
de
tensión,
cada
golpe.
But
these
actors…
these
actors
always
rebound.
They
laugh.
They
enjoy
themselves.
Esos
actores,
les
decía,
siempre
se
recuperaban
y
se
reían.
Era
su
forma
de
estar
de
pie.
De
no
dejar
que
el
terror
nunca,
jamás,
pudiera
con
ellos.
Reeve
dijo
que
su
visita
a
Chile
cambió
su
forma
de
entender
el
arte
y
su
relación
con
la
política.
Al
año
siguiente,
participó
en
la
Franja
del
NO,
la
campaña
para
sacar
a
Pinochet
en
el
Plebiscito.
En
su
mensaje,
le
recordó
a
los
chilenos
que
el
voto
era
secreto
y
el
futuro
estaba
en
sus
manos.
Remember
that
the
ballot
is
secret,
and
the
future
of
your
country
is
in
your
hands.
Pinochet
perdió
ese
plebiscito,
y
en
1990
la
democracia
volvió
a
Chile.
Cinco
años
después,
en
1995,
Reeve
cayó
de
un
caballo
y
quedó
tetrapléjico.
Los
actores
chilenos
recibieron
la
noticia
con
dolor:
no
podían
aceptar
que
alguien
que
se
había
arriesgado
así
por
ellos
tuviera
ese
destino
trágico.
Con
los
años,
lo
homenajearon
en
varias
de
sus
obras
de
teatro
y
en
2004,
poco
antes
de
su
muerte,
el
Estado
de
Chile
le
entregó
en
Nueva
York
la
Orden
Bernardo
O’Higgins,
el
mayor
honor
para
un
extranjero.
Reeve
recibió
la
medalla
en
su
silla
de
ruedas,
muy
emocionado,
y
dijo
que
nunca
olvidaría
esos
días
en
Santiago.
Nicolás
Alonso
produjo
este
episodio.
Es
editor
en
Radio
Ambulante
y
vive
en
Santiago,
Chile.
Este
episodio
fue
editado
por
Camila
Segura
y
por
mí.
Desirée
Yépez
y
Bruno
Scelza
hicieron
el
fact-checking.
El
diseño
de
sonido
es
de
Andrés
Azpiri
y
Rémy
Lozano
con
música
original
de
Remy.
Nuestro
agradecimiento
a
Radio
Cooperativa,
al
Museo
de
la
Memoria
y
los
Derechos
Humanos
y
a
Yerko
Yankovic,
excamarógrafo
de
TeleAnálisis.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
Paola
Alean,
Lisette
Arévalo,
Aneris
Casassus,
Emilia
Erbetta,
Fernanda
Guzmán,
Camilo
Jiménez
Santofimio,
Juan
David
Naranjo,
Ana
Pais,
Laura
Rojas
Aponte,
Barbara
Sawhill,
David
Trujillo,
Ana
Tuirán,
Elsa
Liliana
Ulloa
y
Luis
Fernando
Vargas.
Natalia
Sánchez
Loayza
es
nuestra
pasante
editorial.
Selene
Mazón
es
nuestra
pasante
de
producción.
Zoila
Antonio
es
nuestra
practicante
de
audiencias.
Carolina
Guerrero
es
la
CEO.
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las
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de
América
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Soy
Daniel
Alarcón.
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Esto es Radio Ambulante desde NPR. Soy Daniel Alarcón. Esta historia comienza en un colegio, con un niño de seis años, al que su profesora le dice que su papá lo está esperando afuera. Estamos en Santiago de Chile, noviembre de 1987. El país lleva 14 años en dictadura y ese niño, Matías Celedón, ya sabe que existe el peligro: algunas veces, ha levantado el teléfono por la noche y ha oído amenazas. Recuerdo haber estado durmiendo y que mi mamá, a mí y a mi hermana, nos sacara cuando mi viejo estaba, de repente, en un programa de televisión, diciendo: nos llamaron que, amenazándonos, que hay una bomba… Su papá, Jaime Celedón, es un actor de teatro reconocido, aunque por esos años se dedicaba más a la radio y a la publicidad. Es miembro fundador del Teatro Ictus, una de las pocas compañías de teatro que siguen en pie, luego de muchos años siendo amedrentados. Junto a la mamá de Matías, se han esforzado por mantenerlos a él y sus hermanos ajenos a ese ambiente de terror. Pero el terror se filtra por todos lados: Matías ha oído retazos de conversaciones, ha prendido la televisión y ha escuchado las palabras atentado, protestas, muertos. Uno como niño percibe, probablemente no con el alcance de realidad de lo que realmente estaba pasando, pero sí con una sensación de estamos en una situación de miedo. A sus seis años, nada lo aterroriza más que el dictador Pinochet. Yo sabía que era una persona mala, que era un asesino ya en ese entonces, ya siendo un niño. O sea, ese era el gran antagonista. O sea, si había un malo que Superman tenía que derrotar era Pinochet. Superman. Es que Matías era fanático de Superman. Fanático en serio. Lo dibujaba por todos lados, se hacía disfraces, se ponía gel para hacerse el rulito sobre la frente. Tanto le gustaba, que una vez se hizo el enfermo para no ir al cumpleaños de un compañero, porque quería quedarse con el juguete de Superman que sus papás le habían comprado. Quizás hasta sea poco decir que era fanático… Superman era algo más. Era la persona después de mi padre, quizás, y mi madre, la persona más importante, si es que era una persona y no un superhéroe. En ese momento no hacía la distinción, pero… pero era Dios, básicamente. Veía las películas protagonizadas por Christopher Reeve una y otra vez. Su hermano mayor se las ponía, y él se fascinaba con ese hombre en el que rebotaban las balas, que hasta podía retroceder el tiempo, volando a toda velocidad en sentido contrario a la rotación de la Tierra. Que no le tenía miedo a nada. Veía cómo en la película Superman 2, de 1980, un niño caía a las Cataratas del Niágara y soñaba con ser él quien caía. Decía: qué suerte este niño, qué suerte que se cayó en las cataratas (se ríe) y ser recogido por el superhéroe. O sea, como… no veía el riesgo, sino más bien la posibilidad de ser rescatado. Matías pensaba que Superman era real, como él, solo que vivía lejos de Chile. En una ciudad que mencionaban en las películas y, a veces, en su casa: Nueva York. Siempre esa línea divisoria entre lo que se ve en la pantalla y lo que está ocurriendo nunca era muy marcada, o sea, la ficción y la realidad, cuando tienes un padre actor, tiende a ser difusa. Nunca sabes muy bien si está hablando en serio o te está hablando en broma. Y su papá, Jaime, le hacía bromas todo el tiempo. Era su manera de jugar con él. A veces, con cara de preocupación, se acercaba y le decía que tenía algo muy serio que contarle… ponía un tono dramático, esperaba un poco, y luego le decía que lo quería mucho. Y se reía. Chistes de papá actor. Como que te preparaba para una mala noticia, una cosa media… media oscura, pero tenía esa forma de ser teatral. Pero volvamos a la mañana en la que su profesora le dijo que su papá lo esperaba afuera. Todavía era muy temprano, estaba en medio de la clase, pero tenía que hablar con él algo que no podía esperar. Cuando se encontraron, le pidió que lo acompañara al auto. Tengo la imagen de estar adentro del auto, sentarme en el asiento de copiloto, mi papá muy serio, como hablándome, explicándome que iba a pasar algo importante en estos días. No mucho tiempo atrás sus padres se habían separado, y Matías esperaba otra noticia mala… de adultos. Aunque venir a buscarlo al colegio, de la nada, a decirle algo importante… bien podría ser otro de sus chistes… Y pensé que iba por ese lado y en ese momento, me dice bueno, Matías, esto te tengo que pedir que sepas… guardes un secreto, no le puedes comentar ni a tus compañeros ni a tus profesores, no lo puedes comentar a nadie, pero… va a estar Superman alojándose en la casa. Matías se quedó esperando que se riera. Y dije: es otra de las bromas de mi papá, pero me dijo: pero no, te estoy hablando en serio, esto tú no se lo puedes comentar a nadie… Su tono, esta vez, era distinto. Matías no supo qué responder. Qué.. qué.. cómo Superman, ¿Sup? ¿Estamos hablando del mismo Superman? Porque era cómo que… cómo va a estar Superman en la casa. Su padre insistió y le pidió que le creyera: Superman iba a estar en su casa, y él tenía que guardar el secreto. Matías se bajó del auto desconcertado, sin entender qué estaba pasando. Había sonado el timbre del recreo y cuando se unió a sus amigos no les dijo nada. ¿Superman en su casa? ¿El Hombre de Acero? Se iban a reír de él. O peor: iban a decir que era un mentiroso. Pero su papá no mentía. Superman iba volando hacia su casa. Una pausa y volvemos. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Nuestro editor Nicolás Alonso nos sigue contando. Ya vamos a volver con Matías y su padre, pero retrocedamos unas semanas primero, al martes 3 de noviembre de 1987. Exactamente al momento en que el teléfono rompió el silencio del departamento de María Elena Duvauchelle. Amiga de Jaime Celedón, la actriz era parte del Teatro Ictus y de la directiva del Sidarte, el sindicato de actores y actrices de Chile. Cuando contestó, escuchó a Lili, la secretaria. El miedo en su voz era evidente. Ella me dice: “Acabo de abrir el sindicato y por abajo pasaron una amenaza de muerte”. Habían pasado una carta por debajo de la puerta. María Elena le pidió que no se moviera de ahí, por nada del mundo, y marcó el teléfono de un abogado de un organismo de Derechos Humanos. Ya tenía experiencia recibiendo amenazas. Unos años antes, cuando estaba a punto de iniciar una función en la sala que tenía con Julio Jung, también actor y entonces su esposo, una llamada les había anunciado que había una bomba en el lugar. Ese día, parte de la recaudación era para un sector pobre de Santiago, y el público venía de allí, invitados por un sacerdote. Los policías encontraron un paquete debajo del escenario y lo desactivaron, o eso dijeron. Ella pensó que esa bomba, real o no, lo que buscaba era darles un mensaje. ClaroEn ese momento sentías un miedo atroz a que pasara eso, explotara esa historia. Pero después te daba una rabia enorme y te daba un valor enorme para enfrentarte a ellos, porque te dabas cuenta de cómo te trataban de asustar, cómo te manipulaban. Entonces estabas entre el miedo y la rabia. Desde el inicio de la dictadura, el teatro y el arte, en general, habían sido perseguidos. Se habían cerrado teatros universitarios, actores habían sido apresados y torturados. Algunos desaparecidos. Pero algunas compañías se habían decidido a resistir, y el Teatro Ictus era una de ellas. Al principio, reuniéndose de forma casi clandestina, y más tarde montando obras que no entendieran los militares pero sí el público, para esquivar las represalias. Muchas veces, los seguían autos sospechosos cuando salían de sus funciones. Al actor Nissim Sharim le habían lanzado dos veces artefactos explosivos hacia el patio de su casa. A María Elena y Julio Jung les habían enviado una corona mortuoria a su departamento. O a veces respondían el teléfono y escuchaban ráfagas de ametralladoras. A Jaime Vadell, exmiembro del grupo, le habían incendiado la carpa donde montaba sus obras. El régimen no reconocía que estuviera detrás de estos atentados. Y, por supuesto, nunca había culpables. Esta vez era una carta, con una sentencia de muerte y un plazo. Apenas llegó al sindicato de actores, María Elena la leyó en silencio. A contar de esta fecha: 30 de octubre de 1987, los siguientes testaferros del marxismo internacional tienen un mes de plazo para hacer abandono del país. Debajo, un listado de 25 nombres y seis compañías de teatro. 78 personas en total. Al final de la hoja, una consigna —“por un arte y una cultura libre de contaminaciones foráneas”—, y un dibujo… el rostro de un hombre, amordazado, con la mira de un arma apuntando justo entre sus ojos. María Elena entendió de inmediato lo que significaba. Se me dio vuelta el mundo porque no podía entender de que… de que si nosotros no dejábamos el país… es decir, éramos muertos. La carta añadía una última amenaza: cualquier aviso a la prensa sería duramente castigado. Iba firmada por el Comando 135 Acción Pacificadora Trizano, una organización de la que nunca antes habían oído hablar. De inmediato pensaron que podía ser una facción de la CNI, la Central Nacional de Inteligencia, el brutal organismo de inteligencia del régimen, una sospecha bastante lógica que, dadas las circunstancias, era muy difícil de comprobar. Ese año, además, varios “comandos” de origen incierto habían amenazado y secuestrado a dirigentes sociales y políticos de oposición. Lo que sí estaba claro era de dónde venía el nombre: era una referencia a Hernán Trizano, un exmilitar que a fines del siglo XIX había dirigido un temido grupo de gendarmes en el sur del país, dedicado a perseguir indígenas, bandidos y desertores de la guerra del Pacífico. Un tipo acusado de aplicar la “ley de fuga”: es decir, soltar a los prisioneros para luego ejecutarlos por la espalda. Yo dije: no nos vamos a ir. Entonces: hay que llamar gente, hay que llamar a un psicólogo… Alguien que los ayudara a procesar lo que estaba pasando. Por favor. O sea, porque, lógico, va a haber gente con mucho miedo, con ganas de pescar maleta e irse. Muchos, de hecho, ya habían vivido en el exilio antes, y recién regresaban. María Elena había estado diez años en Venezuela. En 1976, mientras estaba de gira por ese país, el régimen la había declarado a ella, a sus tres hermanos y a su esposo, todos actores, un peligro para la seguridad del Estado. Para 1984, cuando les permitieron regresar, los militares seguían asesinando opositores a plena luz del día. Los actores llevaban años organizándose, y en los momentos más complejos, en el Teatro Ictus tenían un sistema de cuidadores: si uno tenía una función, otros lo esperaban a la salida. Y si pasaba algo raro, avisaban al sindicato, que según María Elena ya reunía a unos 300 actores, actrices, dramaturgos y técnicos. Lo que pasa es que los militares le tenían miedo al teatro porque el teatro te despierta, te abre la mente, te hace pensar. En un intento por validarse ante la opinión local e internacional, Pinochet había anunciado que se realizaría un plebiscito en octubre de 1988, para definir si su dictadura se mantenía en el poder por ocho años más. Tenía un fuerte control sobre la información, el terror de la CNI y estaba seguro de obtener una victoria. Pero las protestas en las calles eran cada vez más grandes y también la presión de los organismos de derechos humanos. Y Estados Unidos, que a través de la CIA había apoyado su llegada al poder, ya había tomado distancia del régimen. Para entonces, los actores participaban en casi todas las grandes protestas y eventos culturales en contra de la dictadura y, por esos años, además, varios se habían vuelto muy famosos. No por sus obras, sino por algo más mundano: como era casi imposible vivir del teatro, habían empezado a salir en algunas telenovelas. Eran shows muy livianos, pero la gente los amaba. Se reía, lloraba con ellos… eran casi parte de su intimidad. Y luego veía a esos mismos actrices y actores en las noticias, en el tumulto de alguna protesta, gritando que Pinochet era un asesino. Poco después de que llegara la carta, los actores empezaron a reunirse en el sindicato. Entre las compañías amenazadas estaba el Riel, Grupo Q, El Telón. Sabían que con que el Comando Trizano matara a uno o dos actores o dramaturgos, ya bastaba para aterrorizar al país. Pero a pesar del miedo, decidieron resistir. Muchas personas estaban arriesgando su vida para recuperar la democracia, y les tocaba a ellos. Así que pusieron un recurso judicial de protección, aunque no significara mucho por ese entonces, y armaron grupos de vigilancia para los amenazados. Se empezaron a armar de cinco o seis que se turnaban cuidando a distintos actores que eran los que más estaban en peligro, entre comillas. Los más expuestos, por salir con nombre y apellido en la lista. Entre ellos, el presidente del sindicato en ese momento, Edgardo Bruna. El nombre de María Elena no aparecía, pero sí el de su esposo, Julio Jung. En esos días, decidieron que darían una conferencia para que la gente se enterara de las amenazas de muerte, y que empezarían a leer un mensaje en las obras de teatro de todo el país. Y más importante que eso: esperarían la hora señalada en un acto cultural público. Si iban a resistir, lo harían juntos, pasara lo que pasara. Cuando cayera la noche del 30 de noviembre, el día del ultimátum, estarían allí, esperándola. Pero algo era esencial: la mayor cantidad de ojos tenían que estar mirando hacia ese escenario. Todos los ojos del mundo. Así que empezaron a llamar a sindicatos de actores de otros países para contarles lo que estaba pasando en Chile. Y pronto empezaron a recibir respuestas, de todas partes. Empezaron a llegar en esa época eran los fax, de actores de distintas partes del mundo. De Alemania, Italia, diciendo que estaban con nosotros… Muchos tenían algún amigo, en algún lugar, a quien llamar. Y el teléfono del sindicato no paraba de sonar de vuelta. Un día conversaban con Robert Redford, otro con Robert DeNiro o con Jane Fonda… María Elena recuerda lo extraño que era estar, de un día para el otro, con figuras de ese calibre del otro lado de la línea. Les decían que estaban con ellos y se comprometían a denunciar lo que estaba pasando… aunque en un país como Chile, donde se secuestraba y desaparecía gente, quizás no bastaba solo con eso. Necesitaban algo más contundente. Entonces María Elena pensó en el escritor Ariel Dorfman, uno de los dramaturgos más importantes del país. Vivía en Carolina del Norte, luego de ser expulsado por segunda vez de Chile. Escribía columnas en el New York Times y tenía algunos amigos más que famosos en Estados Unidos. Tal vez él podría ayudarlos a hacer un poco de ruido. El Chile del 87. Ese Chile era un hervidero de terror y de esperanza. La dictadura estaba dedicada a reprimir cuanto pudiera precisamente para poder controlar el plebiscito, que era una especie de trampa en que se habían metido. Este es Ariel Dorfman, quien fue exiliado por diez años luego del golpe de Estado. Regresó a Chile un tiempo en 1985, pero en el 87 fue expulsado otra vez, luego de denunciar en el extranjero el asesinato del fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, amigo suyo del exilio. Su homicidio fue uno de los crímenes más atroces de la dictadura: unos militares lo rociaron con gasolina, a él y a otra joven, y los prendieron fuego en pleno centro de Santiago, antes de dejarlos moribundos en un terreno baldío. Ariel se involucró en las gestiones para intentar salvarlo y para ayudar a su madre a volver del exilio a verlo, antes de que muriera. Luego denunció el crimen en medios como The Washington Post, y se enfrentó en televisión con el embajador chileno en Estados Unidos. Cuando intentó volver al país, un tiempo después, lo tomaron preso y lo expulsaron. Esa mañana de noviembre de 1987, estaba en su despacho trabajando en un libreto cuando entró la llamada desde el sindicato de actores. María Elena dijo que estaban muy asustados y muy determinados a no irse. Hay esa sensación de que sí, esto se va a hacer, van a matar a uno, van a matar a otro. Dijeron: No, vengan a matarnos a todos, vamos a estar acá… en el mismo lugar.María Elena le dijo que estaban decididos. Pero necesitaban que todos los reflectores del mundo estuvieran apuntando sobre ese escenario. Y para eso, ya tenían una idea en mente… Y me dijo: Ariel, nosotros vamos a hacer un gran acto el día 30 para decir que no nos vamos, si tú puedes conseguir alguna celebridad, alguna persona destacada, alguna estrella… sería muy muy bueno para nosotros. Estamos tratando de hacer lo mismo en España, en Argentina, en varias otras partes del mundo.Pero no que mandaran un saludo, nada más. Que se atrevieran a viajar, esa noche, a resistir junto a ellos. A Ariel le pareció una gran idea. Y Ariel automáticamente me dice, bueno, hay que hablar con alguien famoso. Entonces, claro… Yo te llamo, me dice. Tum. Ariel evaluó opciones. En esos años, había hecho muchos contactos entre actores y actrices estadounidenses. Pensó en Meryl Streep, por ejemplo, aunque estaba filmando en Australia. También en Jane Fonda… pero tampoco era tan sencillo. Tomar un avión, volar a un país peligrosísimo, esperar un ultimátum al lado de 78 condenados de muerte. Era una locura… pero tenía que intentarlo. Consiguió que el New York Times le reservara una columna de opinión para denunciar lo que estaba pasando, y llamó a muchos actores. Todos se comprometían a alzar la voz, a apoyar… pero claro, otra cosa era subirse a ese avión… Fue la poeta y activista Rose Styron la primera que lo mencionó: ¿y si fuera Superman el que viajara a resistir junto a ellos? ¿No sería perfecto? ¿Quién podía atraer más reflectores que el mismísimo Hombre de Acero? No sé si fue la primera conversación que tuve con ella o después la idea de que Superman iría. Es una cuestión… porque había que buscar a alguien de la cultura absolutamente más popular que pudiera existir, ¿no Superman. Es decir, Christopher Reeve, uno de los actores más famosos del mundo en ese momento. No es que la poeta fuera su amiga, pero sí lo era de Margot Kidder, la actriz que había actuado de Lois Lane en todas las películas de la saga. Si la idea de llevar a un actor de Hollywood a Chile en plena dictadura era difícil, que fuera Reeve, a solo cuatro meses del estreno de Superman 4, parecía un delirio. Pero valía la pena intentarlo. Además es imponente, grande, bonito, linda persona… que él fuera para allá y se pusiera al lado de ellos podía salvarles la vida, ¿no es cierto? A estos actores… Pasaron unos días, hasta que el teléfono volvió a sonar en el despacho de Ariel Dorfman. Era Margot Kidder. Y ya estaba enterada del plan. Yo voy a hablar con Chris, dijo. Yo creo que va a ir porque es valiente, porque le importan estas cosas, porque es audaz y porque es una aventura, ¿no? Porque ese es el tipo de persona que es él. Era sabido que Reeve, a sus 35 años, tenía un espíritu aventurero: piloteaba aviones, hacía equitación, hockey sobre hielo. Y estaba muy involucrado en el activismo social: apoyaba fundaciones, a veces daba charlas sobre problemas sociales o iba a hospitales a ver a niños cuyo último deseo era conocer a Superman. No había tenido un año sencillo, se había separado de su pareja y Superman 4 había tenido críticas muy negativas, pero tenía fama de buen tipo y era un miembro muy activo en la Asociación de Actores de Estados Unidos. Si aceptaba ir, su voz podría hablar en nombre de muchas más. La llamada sucedió la mañana del 22 de noviembre. Y suena al otro lado la… la voz de Superman, ¿no? Que yo reconocí de inmediato y me pidió que yo le explicara la situación. Reeve ya había leído el artículo de Ariel en el New York Times, dos días antes. Ariel le contó sobre la carta, el Comando Trizano, el ultimátum. Fue como una media hora de conversación. Y me preguntó: “Bueno, ¿cuán peligroso es Chile para mí, si yo voy. Y yo le dije: “Mira, yo no te puedo dar la menor garantía de que no te vayan a matar”. Eso era cierto: no tenían cómo saber qué podía suceder. A la dictadura no hay que suponerle ninguna racionalidad. Es una gente desquiciada, simplemente, ¿no? Por ahí un grupo de la policía secreta podría pensar que por su cuenta lo mejor es matarte y atribuirle esto a un comando de izquierda Reeve le hizo otra pregunta: ¿Y si voy, cómo ayudaría eso a mis colegas chilenos? Y yo dije: “si vas, puedes salvarles la vida”. Y mira, yo me acuerdo como si fuera ayer, realmente. Hubo como tres, cuatro segundos de pausa. Silencio. Y me dice: «Then, I’ll go». Iba a ir. Ariel temblaba de emoción. Apenas cortaron, empezó a buscar pasajes de avión, y a hacer las gestiones para que Amnistía Internacional apoyara el plan. Pero no pasó mucho rato antes de que el teléfono sonara otra vez. Reeve quería preguntarle algo que había dado por sentado: si él lo iba a acompañar. O sea… él lo había invitado. Pero Ariel acababa de ser expulsado del país, si intentaba ingresar con él, iba a politizar demasiado un viaje que debía verse como lo que era: un acto solidario de actor a actor. No podía acompañarlo… y Reeve no podía ir solo así que el plan se caía antes de comenzar. Pero su esposa, Angélica Malinarich, profesora y trabajadora social, había estado escuchando todas las conversaciones en el despacho… Yo le dije a Ariel: mira, este pobre, solo, no puede ir, alguien tiene que acompañarlo. Le dijo que Reeve ni siquiera hablaba español… Que no tenía idea de lo que pasaba en Chile políticamente o las barbaridades… realmente. Sabía, pero no es lo mismo enfrentarla… enfrentar la realidad chilena, que era una locura. Necesitaba a alguien que conociera el país, los métodos del régimen y que lo protegiera de ser usado para cualquier otro fin. Yo no lo iba a defender, tú comprenderás que yo mido 1.50m y soy delgada (se ríe). Entonces yo le dije a Ariel: “Mira, yo no voy a ir a defender a Superman, físicamente, pero yo lo puedo guiar, porque yo sé las trampas que hay en Chile”. Angélica sabía mantener la calma cuando las cosas se ponían feas. En 1973, mientras Ariel vivía escondido por haber trabajado para el gobierno derrocado del socialista Salvador Allende, ella se había encargado de recuperar sus borradores literarios y de hacer desaparecer sus papeles políticos. Los había sacado de su estudio en un carrito de verduras. Una tarde, cuando salía de visitarlo de la casa donde estaba oculto, unos policías de civil la habían subido a un furgón para interrogarla, y ella los había convencido de que iba ahí a darles clases particulares a unos niños. Acompañar a Reeve era un riesgo, sí… pero no sería el primero. Compraron los pasajes para la noche del 29 de noviembre. Así llegarían a Chile la mañana del lunes 30, el día del ultimátum. María Elena aún recuerda bien el momento en que Ariel los llamó para darles la noticia. Una sensación maravillosa de… Como que decíamos ya, poco menos que Superman nos salva es, para reírnos un poco, ¿me entiende? Por que entremedio de todas estas tragedias, el humor es muy importante, te fijas, para poder pasar esta historia. Sin humor, estái jodido. En el sindicato todos festejaban. Hay gente que lloraba y gente que se reía y gritaba coño, maravilla, maravilla. Ya, para nosotros eso era un alivio tener a alguien para ese día que estuviera con nosotros. Y con Superman camino a Chile la noticia iba a salir en los medios de todo el mundo. Ariel le contó que sería su esposa Angélica quien lo acompañaría. Y él estaría pendiente al teléfono, por si había que dar la alarma a las organizaciones de Derechos Humanos o a la embajada. En los últimos días además se había puesto en contacto con varios congresistas estadounidenses. María Elena le contó que también vendrían los actores Germán Covos y Fernando Marín, de España; Michael Leye, de Alemania Federal; Raúl Rizzo, y Patricio Contreras, desde Argentina, entre otros. Y traerían cartas firmadas por miles. Iban a resistir con ellos, y esa solidaridad los emocionaba. Ya sentían que serían muchos más que 78 sobre ese escenario. Angélica tomó un vuelo desde Morrisville, en Carolina del Norte y Reeve volaría desde Nueva York. Iban a encontrarse en la sala VIP de la aerolínea chilena LAN, en el aeropuerto de Miami. Angélica estaba nerviosa. El viaje tenía que ser lo más discreto posible, pero era una idea absurda: cómo iba a ocultar a Superman en un avión. Ya tendría que lidiar con eso… ahora le preocupaba que se acercaba la hora de salida y Reeve no aparecía. Así que decidió subirse al avión. Iban en primera clase, claro. Porque tú no podías mandarlo a él en clase turista, donde yo no creo que las piernas le habrían cabido entre los asientos, además. Cuando llegó a su asiento, vio que el de al lado estaba vacío. Me siento… y en eso entra él. Reeve vio que era la única mujer sola en primera clase y le preguntó si era Angélica. Entonces se sentó a su lado, en la ventana. Ella no era fan de Superman, y estaba acostumbrada a compartir con actores y escritores famosos. Pero Reeve, con su metro 93, le pareció un tipo imponente. Me impresionó por lo grande que era, y esos ojos tan lindos, unos ojos claros, muy bonitos. No sé. Tenía algo muy impresionante su presencia. Al principio, dijo que estaba cansado y Angélica trató de no molestarlo. Pero Reeve era piloto y, por eso mismo, tenía la costumbre de no dormir en los vuelos. Él le dijo que tenía hambre y pidieron comida. Nos trajeron la comida y imagínate las asistentes estaban pero todas con los ojos inmensos, abiertos. Yo en realidad no podía comer mucho porque él empezó a preguntarme cosas de a poco. Qué pasaba en Chile, cómo lo veía yo, que quiénes eran estos actores. Reeve quería saber todo sobre los 78 amenazados: quiénes eran, qué tipo de teatro hacían, por qué los perseguían. Y también quería saber dónde se iba a alojar esa noche que pasaría en Santiago. Yo le dije: mira, lo único que me han dicho a mí es que es un lugar muy seguro, porque lo único que pedimos nosotros con Ariel era que tenía que ser un lugar con máxima seguridad. Pasaron buena parte del viaje conversando. A pesar de su fama planetaria y del efecto que causaba en todos los que pasaban ahí cerca, a Angélica le pareció un tipo de lo más normal, sin ningún aire de grandeza. Era una persona muy, como te dijera, muy como cualquier ser humano. Conversando con él, uno creía que era cualquier persona. No una estrella, ni una persona tan conocida ni nada. Aunque la tripulación estaba tan extasiada con su presencia, que le llevaron el desayuno solo a él y se olvidaron del de Angélica. Antes de aterrizar, las asistentes lo fueron a buscar y lo llevaron a la cabina. El capitán quería que viera el aterrizaje con él. Una vez en tierra, los hicieron entrar al aeropuerto por un acceso especial, para que la gente no se les viniera encima. Reeve llevaba solo un equipaje de mano: estaría ese día en Santiago y volaría al día siguiente. Pero Angélica se iba a quedar una semana y tenía que esperar su maleta. Era inevitable que, en ese lapso, todas las miradas cayeran sobre ellos. Estaban en eso, cuando Angélica vio entre la gente a dos policías vestidos de civil, caminando hacia ellos. Cuando llegaron, le hablaron directo a ella. Y me dicen: queremos hablar con el… caballero. Angélica se puso nerviosa. Yo le digo: ¿para qué? Bueno, son cosas que tenemos que preguntarle. Bueno, yo lo acompaño. Entonces me dice: No, no, usted no puede entrar. Él tiene que entrar solo. Ella los siguió por el aeropuerto hasta que entraron a una oficina y cerraron la puerta. Trataba de mirar lo que pasaba adentro, pero los vidrios opacos no dejaban ver nada. Tampoco servía acercar el oído a la puerta. Es fácil imaginar lo que pasaría por su cabeza en ese momento. Su misión era sacarlo lo más desapercibido posible y subirlo al auto en que lo esperaban los actores afuera. Pero no llevaban ni una hora en Chile y ahí estaba Christopher Reeve, encerrado con dos agentes de civil interrogándolo. Angélica no había logrado sortear la primera trampa: quizás el plan no iba a durar mucho, después de todo. Y pasó el tiempo. Yo no sé, mira, podrían haber sido cinco minutos, como puede haber sido media hora, pero se me hizo largo. En eso se abre la puerta y sale. Muchas gracias, perdone la molestia, perdone la demora. Siempre andan pidiendo perdón, después que hacen todo lo que hacen. Angélica esperó a que nadie los escuchara. Entonces, le digo: Chris, ¿qué pasó? Entonces me dice “naaada, querían conversar de mí, de mis pe-lí-cu-las”. ¿Te imaginas? ¿De mis películas? Querían sacarse fotos con él. Para eso lo habían llevado a una sala a interrogarlo. Mira la locura, mira la locura desde todo lo que estaba pasando al otro lado, a la salida del aeropuerto y en la ciudad, y mira, mira esta gente haciendo eso. Esa es la locura de Chile. La locura de Chile. Y recién estaban llegando. Una pausa y volvemos. Estamos de vuelta en Radio Ambulante, soy Daniel Alarcón. Antes de la pausa, escuchábamos como el actor Christopher Reeve, famoso en todo el mundo por interpretar a Superman, tomó un avión hacia el Chile de Pinochet. El plan era que acompañara a un grupo de 78 profesionales del teatro amenazados de muerte. Junto a él iba la chilena Angélica Malinarich, con la misión de que su estadía en el país fuera lo más segura posible. Ese mismo lunes 30 de noviembre se vencía el plazo que les había dado el Comando Trizano para irse, pero iban a resistir en un acto masivo. Nicolás Alonso nos sigue contando. Salir del aeropuerto no fue tan sencillo: algunos medios habían publicado sobre su venida, el diario La Época había titulado “Superman llega el lunes” y un tumulto de gente lo estaba esperando. Reeve dio una primera declaración en inglés ante la cámara de TVN, el canal del Estado, pero sus palabras no fueron traducidas en la señal que salió al aire. Se abrieron paso entre la gente hacia el auto en donde los esperaba María Elena Duvaucheulle, junto a su esposo, el actor Julio Jung. Llevaban un rato estacionados ahí, esperando, y otros actores aguardaban en otros autos. La idea era avanzar en comitiva, por si algo pasaba en el camino. María Elena esperaba ansiosa a que aparecieran. Y veo este tremendo gallo… lo hermoso que era, además, hermosísimo. Reeve sabía por Angélica y Ariel quién era ella, y le dio un abrazo fuerte. Le dijo que estar ahí, acompañándolos ese día, significaba mucho para él. Y que él estaba muy emocionado con esto, pero una cosa como: vamos a la pelea. ¿Te fijas? Fantástico. De momento, irían a la pelea en un pequeño Mazda en el que a Superman apenas le cabían las piernas, pero lo metieron como pudieron. Reeve no paraba de hacer preguntas. Quería saber más sobre las cosas que le habían contado: los actores perseguidos por la dictadura, las amenazas, el asesinato de Víctor Jara, que además de cantante había sido un gran director de teatro. Angélica hacía de traductora. Por esos días, ya habían empezado a manifestarse: habían hecho una protesta en frente al Teatro Municipal, y algunos actores se habían hecho camisetas con el dibujo de un blanco de tiro y la frase: “Dispárenme a mí primero”. Así llegaron al departamento de María Elena. Angélica quería saber cuál era el lugar de máxima seguridad donde, le habían dicho, iban a alojarse. Y María Elena le dijo que, bueno… que lo que tenían de momento era la casa del actor Jaime Celedón. Que iban a poder estar tranquilos ahí porque Jaime se había separado hace poco de su esposa, que se había mudado con los niños, así que estaba él nada más, con la casa vacía. ¡Hasta tenía piscina! Angélica la escuchaba, tratando de que no se le torciera la cara. Entonces yo le digo: Bueno, y qué garantía hay de que la casa de un actor, que además está amenazado (se ríe), pueda ser garantía. Me dice no, porque mira, nadie sabe, nadie casi ubica su casa. No sé, yo ya dije “bueno, caso perdido el mío”. Ok, como decimos nosotros: “vamos a arar con los bueyes que tenemos”. Además, tenían que ponerse en acción. Ya habían convocado a la prensa a una conferencia en la sala La Comedia, del Teatro Ictus, justo al frente del departamento de María Elena. La idea era que hablaran Reeve y los invitados internacionales. Tenían que empezar a hacer ruido porque esa misma noche se cumplía el plazo del ultimátum, y era clave que se supiera que Superman y los demás habían viajado porque estaban del lado de ellos. Ese mismo día, la revista Apsi, uno de los pocos medios que se atrevían a hacer periodismo independiente a pesar de la persecución del régimen, había publicado a página completa una pregunta: ¿A qué viene Superman, realmente? Del otro lado, una enorme caricatura mostraba al superhéroe de los cómics, vestido con su traje y capa, volando con Pinochet en brazos. A Reeve el chiste no le hizo mucha gracia. Esto no era ningún cómic, era la vida real… y todos estaban en peligro. Este es Ariel Dorfman. Que no le gustó mucho, digamos. Que dijo esto es muy serio, esto no, no, no un chiste ¿no? Pero es gracioso que… ¿para qué vino a Superman? Para llevarse al dictador. En la sala había por lo menos un centenar de personas y quizás más. El lugar estaba repleto. En una mesa con micrófonos sobre el escenario, se instalaron Reeve, los otros invitados internacionales, el presidente del sindicato, Edgardo Bruna, Angélica y María Elena, frente a los periodistas de varias agencias. Angélica recorría con la mirada todo el lugar. Si el teatro estaban funcionando las salidas de emergencia, todas esas cosas, porque ahí sí que podría haber habido peligro, pero yo no se lo iba a decir a él. A Christopher Reeve. María Elena observaba a la gente que estaba en el teatro. Había periodistas, actores, curiosos… y también un grupo de agentes de la CNI junto a la escalera, o por lo menos así lo sospechaban los del sindicato. Estábamos preocupados, preocupados de que no salieran con algún… dispararan a alguien, no creo que a él, porque habría sido terrible. O a algún actor o alguien que se saliera de madre y estaban los tipos ahí. Podía pasar. El ambiente era muy tenso cuando la conferencia empezó. Entre los medios locales estaba Cooperativa, una de las pocas radios de oposición que se mantenían al aire. Este es un registro de lo que dijo Reeve ese día. A su lado, se escucha cómo Angélica va traduciendo sus palabras. (SOUNDBITE DE ARCHIVO) [I think it’s important to add that I’m not here on a political basis at all. I’m here as actor to actor, worker to worker, friend to friend. All our concern, I think, in Spain, in Germany, in Argentina, in England is on the human rights issue that no actor, no performer should ever have to live under these kind of threats. (Aplausos) Lo tra… lo traduzco? Bueno. Él quiere dejar en claro que él no viene acá con una posición política, viene como actor a solidarizar con los actores, según él dice de actor a actor. De hermano a hermano. De hermano a hermano, ¿did you say that? from brother to brother? That’s right. Worker to worker. De trabajador a trabajador, de hermano a hermano. Y que ningún actor debería trabajar en estas circunstancias amenazantes. Reeve quiso dejar en claro su admiración por los actores chilenos. We all share admiration for the courage, the incredible courage that these 77 actors and these seven groups are showing under this kind of… this kind of threat. Que admiran la valentía de estos actores chilenos, que como dijo antes, siguen trabajando bajo estas circunstancias. [Reeve leyó una carta que llevaba de parte de los actores estadounidenses, y luego habló un invitado de Alemania y otro de España, que contó que su sindicato le había enviado un telegrama directo a la oficina del dictador Pinochet, haciéndolo responsable por cualquier cosa que pasara ese día. Y dijo que estaban ahí, acompañando a sus colegas chilenos, como ellos los habían apoyado antes, cuando el fascismo los perseguía en España. Chris era el único que nunca había tenido experiencia de… de, de dictadura o de lo que sea Los demás ya habían sobrevivido, ellos o sus padres, a algún tirano. Eran gente… claro, no era un…un… un ser inocente en ese sentido, como era Chris, que no podía creer que alguien le quitaran el derecho o algo. Cuando todo terminó, almorzaron en una pizzería y luego se fueron a la casa de Jaime Celedón. La habían elegido porque era amplia y quedaba en un sector acomodado, pero también porque estaba a tres cuadras de la embajada de Estados Unidos. Muchos años después, Jaime escribiría en sus memorias que hasta el embajador lo llamó para pedirle que lo alojara. Los actores habían montado su propio sistema de guardaespaldas: cuatro permanecían afuera de la casa, día y noche, para proteger a Reeve. Mientras él se acomodaba en la habitación de Jaime, que se mudó a otra pieza, los actores se juntaron en la sala. Eran casi las seis de la tarde: en pocas horas se cumpliría el ultimátum. El acto de resistencia, que habían bautizado “Arte y Vida” sería a las ocho en el Estadio Nataniel, una cancha de básquet en el centro de Santiago. Todo era bastante incierto, aunque ya habían pagado el arriendo. Muchas llamadas por teléfono, muchas noticias, llegaba alguien y decía: mira, por ahora no hay luz verde porque algo estaba pasando. Ahí ya se notaba que los actores estaban nerviosos, porque imagínate, de eso dependía todo. De que estuvieran todos juntos, en un mismo lugar, esa noche. Horas antes, una llamada anónima había dado aviso al sindicato de que una segunda carta estaba llegando. Entonces, un sobre había aparecido bajo la puerta. Decía: “El plazo para irse del país se cumplió, ahora tendrán que atenerse a las consecuencias”. Y avisaban que uno de la lista iba a pagar por no haber hecho caso a la orden de no divulgar las amenazas. La lista ahora incluía a tres actores más, y los nombres de cinco jóvenes desaparecidos por el régimen en esos meses, y estaba sellada con una mancha de sangre. Angélica estaba asustada, pero no quería que nadie lo notara. Era algo que había aprendido desde el golpe de Estado: había que controlar el susto, siempre. Que ningún militar pudiera olerlo. Aunque hacían bromas y se animaban entre ellos, no tenían idea de cómo terminaría esa noche. El plan era responder las amenazas de muerte con un acto de celebración de la vida: algunos invitados iban a leer poesía, otros a cantar o a bailar. Aún así, sabían que las cosas podían ponerse feas. La CNI que llegara todos los militares con metralleta o con lo que fuera, cualquier cosa, o que llegaran todos estos grupos locos que andaban sueltos también o nos matarán con bombas o nos llenarán de bombas lacrimógenas y ahí en todo eso, nadie sabe quién dispara a quién. Pero no había tiempo para echarse atrás. A Angélica le dijeron que un auto iba a venir a buscarlos a ella y a Reeve, y se preparó para lo que fuera. Angélica se sentó con Reeve en el asiento trasero. Adelante iban un chofer y un encargado de seguridad. Le habían explicado a Reeve que podrían haber disturbios, y que, si tiraban bombas lacrimógenas, tenía que morder un limón y cubrirse con un pañuelo. Así los efectos no serían tan fuertes. En los alrededores del estadio ya se notaba que el ambiente estaba agitado. Había mucha gente afuera, había muchos policías afuera… con metralletas… Y comenzaron a ponerse nerviosos. El chofer dijo: mmm-mmm. Vamos a parar. Entonces paramos casi frente al estadio. Justamente donde paramos había alguien que estaba haciéndonos señas. Era otro encargado de la seguridad de los actores. El hombre les dijo que el estadio estaba totalmente bloqueado por la policía. No iban a poder pasar. A último minuto, el Ministerio del Interior había cancelado el permiso para el evento, a pesar de que gran parte del público ya llevaba dos horas adentro. Así que el hombre les pidió que se alejaran unas cuadras del estadio, y esperaran allí en el auto, mientras los actores amenazados decidían qué hacer. Cuando el auto se detuvo, el encargado de seguridad que iba con ellos se bajó a conversar con otros tres que bajaron de otro auto que venía detrás. Llevaban walkie talkies para comunicarse con los demás invitados. Angélica trataba de escuchar, pero no quería que Reeve se bajara. Mientras tanto, afuera del estadio, María Elena y el presidente del sindicato, Edgardo Bruna, seguían presionando para que los dejaran entrar. Entonces comenzaron los disturbios. Y ahí empiezan las bombas lacrimógenas. Y todo el mundo gritaba al garaje, al garaje, al garaje Al Garaje Matucana. Un garaje de autos reconvertido en un espacio de contracultura, en el que tocaban bandas y a veces se hacían fiestas. Cabían, con suerte, unas mil personas, pero no había tiempo para pensar en otro lugar. Quedaba a unas 30 cuadras de donde estaban, y los actores y el público empezaron a marchar, entre los gases de las bombas lacrimógenas. Unas cuadras más allá, en el auto, Angélica miraba ansiosa a los hombres de seguridad. Entonces uno se acercó y le informó del cambio de planes. Yo le digo: ¿qué es el garaje Matucana? Me dice: bueno, es un garaje con una sola entrada, con una sola salida, sin ventanas. O sea, tú entras por la puerta, la única puerta que hay. La única abertura que hay. Y al fondo, allá, estaba el escenario. Angélica se asustó. Y entendió que tenía que ser sincera con Reeve, que miraba sin entender qué estaba pasando. Así que le dijo: Chris esta es una situación en la cual tú vas a tener que decidir qué hacer. Este lugar es muy riesgoso. Le explicó que no había ventanas ni salidas de emergencia. Nada. Aquí puede pasar cualquier cosa. Y yo no quiero tomar la decisión por ti. Esto es, tú el que tiene que decidir esto. Y te vuelvo a decir: es mucho el riesgo. Reeve lo pensó unos segundos y le dijo: ¿Qué pasa con los otros artistas participantes? ¿Van a ir? Y yo le digo sí. Entonces yo también voy, me dijo. Y yo le digo: ¿estás seguro? Sí, estoy seguro. Vamos. Así que el auto arrancó, entre los gases, la policía y el tumulto.La entrada al Garage Matucana era un caos. Una multitud de personas se amontonaba frente a la puerta, intentando entrar. Una cuadra más allá había otra protesta, y las bombas lacrimógenas volvían el aire irrespirable. Desde el auto, Angélica y Reeve oían el estallido seco de los disparos, entre los cantos de miles de personas, que coreaban una frase que se oía en todas las protestas contra Pinochet: “Y va a caer, y va a caer…”. Angélica y Reeve observaban la entrada del garage, que a él lo hizo pensar en una bodega para guardar avionetas, hecha pedazos. Angélica no sabía qué hacer. No había querido separarse de Reeve desde que se bajaron del avión, pero no iba a poder hacer nada por él adentro. Algunos actores estaban llorando. Reeve creía que si entraba, no iba a volver a salir de allí, pero el presidente del sindicato lo trataba de tranquilizar. Le decía que estaría a salvo con ellos… Angélica trataba de pensar con claridad, entender su papel en ese momento límite. Había una estación de gasolina, frente al garage. Tenía un teléfono público. Si algo pasaba, quizás podía llamar cobro revertido a Estados Unidos. Entonces yo dije ya aquí, por lo menos yo llamo inmediatamente a Ariel y él se encarga inmediatamente de dar la voz de alarma o yo puedo llamar a la embajada para que hagan algo un poco más inmediato, ¿no? Le explicó su idea a Reeve. No sacaba nada entrando con él, había actores que lo iban a proteger mucho mejor que ella. Él le preguntó si no era muy peligroso que se quedara allí afuera sola, esperando, pero ella le dijo que no se preocupara. Además, estaría con el chofer. Así que se acercó a los otros actores y les entregó a Superman. “Compañeros, por favor…”, les dijo, y no hizo falta que dijera nada más. Seis guardaespaldas agarraron a Reeve y, abriéndose paso entre la gente, lo metieron en el garage. Cuando entró, la explosión del público lo dejó sin palabras. Nunca antes lo habían recibido con esa intensidad: entre ovaciones, gritos, euforia y lágrimas. María Elena lo recuerda asustado en ese momento. Muy asustado, porque entró a un galpón sabiendo que afuera estaba la policía y disparos y qué sé yo. O sea, no llegó a un teatro, no, llegó a un galpón. Una vaina semi oscura, además, terrible, que había que poner luces y vainas… porque… olvídate lo que era eso. Angélica no encontró monedas para el teléfono público, pero convenció al hombre que atendía la estación de prestarle uno. Solicitó una llamada de cobro revertido y llamó a su esposo, Ariel Dorfman, a Estados Unidos. Me dijo: él está adentro y yo estoy aquí esperando, porque si algo llega a pasarle a él, yo tengo que avisarte para que tú puedas avisar al mundo, ¿no? Le contó de las bombas lacrimógenas, de la policía afuera. Yo no sabía si además ella iba a terminar entrando allá para hablar con él. No sabía si mi mujer se moría, si mi nuevo amigo se moría. Si se morían además todos mis amigos de… de teatro. Ansioso, Ariel se quedó pegado al teléfono de su despacho. No podía hacer otra cosa. Angélica le pidió al chofer que dejara el auto en la estación de gasolina, y se sentó en él a esperar. Tampoco podía hacer otra cosa. Así que para mí fue una espera, pero eterna ahí en ese auto. Ahí sé que fue largo. Fue largo. Empezaba a oscurecer. En el garage, unas dos mil personas se apretaban en el piso y se trepaban a los pilares que sostenían el techo. El calor era tremendo y había poco aire, pero nadie se movía. Después de lo que había pasado con el estadio, los actores estaban enojados. La policía estaba fuera, habían desobedecido sus órdenes, y la gente seguía cantando en contra del régimen. De adolescente, Reeve había acompañado a su padre profesor a algunas protestas en Estados Unidos, pero esto era algo distinto. Ya lo habían sentado en la tarima, con los otros invitados y varios actores amenazados, cuando la luz se cortó. O alguien la cortó. Entonces la gente se quedó en silencio por una media hora, mientras trataban de arreglarla. Recién cuando volvió, entre la ovación del público, empezaron los actos. Iban subiendo al escenario, uno a uno, los invitados. Uno cantaba una canción de Víctor Jara, otro recitaba un poema, otro daba un discurso. Había grupos de rock, performances artísticas. Los actores respondían preguntas sobre las amenazas y el sentido de estar ahí esa noche, y los invitados leían mensajes de actores y directores de todo el mundo. El noticiero clandestino TeleAnálisis, que se distribuía de mano en mano en VHS, fue el único medio que registró parte del acto. En las imágenes se ve a Reeve serio, ya de noche. Un actor lo traduce frente a la cámara: I’m here to show support to the threatened actors of this country. Él viene a hacer solidaridad con los actores que están amenazados. Entonces el actor lee una carta que Reeve trae de Estados Unidos. Cuenten con nuestro respaldo en este tiempo tan difícil que vive el pueblo chileno y reciban nuestra admiración por el trabajo creativo que siguen haciendo bajo condiciones de amenaza y presión. Y aquí la firma, una gran cantidad… And it is on behalf of 38 thousand american actors. Y esto está respaldado por 38 mil actores norteamericanos. Reeve sonríe y le hace una pequeña reverencia al periodista, antes de volver al escenario con sus compañeros. María Elena lo recuerda sofocado por el calor extremo, pero conmovido por lo que estaba viviendo. Muy pendiente de conversar con los actores y gente del público que se subía al escenario. Yo creo que no se ha olvidado nunca Christopher de ese momento, solo en películas podría haberlo vivido. Esta gente que de repente uno cantaba, el otro le decía que estaba orgulloso de que estuviera acá en este país. Los actores le traducían y él opinaba, hacía una pregunta, pero tampoco era el centro de atención. Mientras la hora del ultimátum se acercaba, la gente seguía conversando y cantando, y el miedo iba cediendo: estaban juntos y eso, de alguna forma, los hacía sentir seguros. Tanto como podían sentirse en ese Chile. Unos aplaudían, otros reían. No era terror lo que se respiraba. En un momento de la noche, Reeve leyó su carta y dijo unas palabras, pero lo que dijo no quedó registrado más que en la memoria de los presentes. Que para él esto era realmente importante en su vida. El hecho de viajar de un país tan lejano, tantas horas de viaje para llegar a solidarizar con los actores, con los dramaturgos y para él esto era como un honor, a pesar de las circunstancias, de lo que pasamos. También les agradeció por ese día impresionante, y dijo que iba a contar, en su regreso a Estados Unidos, lo valientes y hermosos que eran todos allí. Eran cerca de las once de la noche y nadie había entrado a matarlos. Tal vez porque estaban en ese garage los 78 juntos, con artistas de afuera y miles de personas, apoyándolos. O tal vez porque el propósito de la carta nunca fue otro que infundir terror. No había cómo saberlo, pero algo había quedado claro: habían sobrevivido, el miedo no había podido con ellos. Angélica, que se había ido un rato antes al departamento de María Elena, allí esperaba. Reeve había mandado a decirle que quería quedarse hasta el final, para que no estuviera toda la noche afuera. Quería seguir conversando con los otros artistas, conocer más sobre sus vidas. Pero ya era casi la medianoche, habían regresado María Elena y varios de los invitados, y Reeve no llegaba. Seguía pasando el tiempo, seguían llegando actores, y nada. Angélica estaba cada vez más intranquila. Y yo dije: “No, esto no es normal, María Elena. ¿Qué está pasando? Algo le tiene que haber pasado”. “No”, me dice la María Elena, “cálmate, no pasa nada, Seguramente se quedó conversando con alguien”. Pero imagínate, seguramente se quedó conversando con alguien. Eso lo dices tú después de una sobremesa, en una comida normal y en tiempos normales. Cuando por fin llegó, cerca de las 12, Angélica suspiró aliviada. Se había quedado conversando hasta casi el final, cuando quedaban dos o tres actos. Estaba cansado, pero no quería que terminara esa noche. Y, en efecto, no terminó: apenas iba entrando y ya le estaban sirviendo pisco, empanaditas, sangría. Si algo no les faltaba a esos actores era entusiasmo. Y acababan de sobrevivir al ultimátum: si no celebraban ahora, entonces cuándo. La noche terminó tarde. Angélica y Reeve se fueron con Jaime Celedón a su casa, y ella casi no pudo dormir. Se levantó temprano, a buscar algo para desayunar. Le llevó el desayuno a la pieza a Reeve, y hablaron de lo que habían vivido el día anterior, que ninguno olvidaría. Estaba muy contento, muy contento de haber tenido contacto con la gente. Eso es lo más que le importaba. Esa mañana pasearon en auto por el barrio alto y a Reeve le impresionó la desigualdad respecto al Chile que había conocido el día anterior. De vuelta en la casa, Angélica quería dejarlo descansar, pero eso, no iba a ser posible. Pronto empezó a sonar el timbre. Y llegan los niños, llegan los hijos de Jaime y un primo. Llega la esposa de Jaime, que no vivía ahí, una hermana de la esposa. Y yo le digo: Oye, ¿pero qué es esto? Aquí nadie iba a venir nadie, ¿ya?. Bueno, esto es Chile, ya. Qué le vamos a hacer. Uno de los niños que esperaba era Matías Celedón, el hijo de 6 años de Jaime. Había aguantado, todo lo que había podido, el secreto que le había dicho su papá en el estacionamiento del colegio: que Superman, su ídolo, iba a estar en su casa, aunque al final le había contado a su mejor amigo. Estaba nerviosísimo. Esa mañana, su mamá lo había retirado del colegio y él se había enterado de que era hora: iban a ir a conocer al Hombre de Acero. Matías atravesó el pasillo de la casa al lado de su mamá, hasta la puerta que daba al patio. Y cuando dio un paso afuera, lo vio. Era imposible pero era verdad: estaba ahí, sentado en una mesita, charlando con su papá, hasta parecían amigos. Y era Superman tomando desayuno, sin capa y sin traje, pero aparte que medía dos metros, no sé, cuerpo tonificado. O sea, era Superman de frente, claro. Mi papá mide 1,65, 1,70. Éramos como los hobbits frente a Viggo Mortensen. Era realmente un superhéroe. Además, hablaba en inglés, el idioma de Superman. [Y tenía una impronta y un aura especial. Al principio quedó en shock. Matías dice que todavía puede recordar lo que sintió en ese momento: una mezcla de terror y admiración, que lo dejó mudo. Como si, de pronto, se apareciera en medio de tu living… no sé… un dios egipcio. Pero lo sacó del shock el mismo Superman, que le preguntó cómo se llamaba. Él, que sabía un poco de inglés por el colegio, balbuceó: “Hi, my name is Matías, ¿how are you? Y él: “Fine, thank you”. En fin, una micro conversación en inglés, que fue pa mí como alucinante, y en esa conversación me dijo que él tenía un hijo que se llamaba Matías. Matthew, apenas más grande que él. Matías sentía que Superman le estaba contando un secreto muy personal: algo que no salía en los cómics. También eso me lo humanizaba, el decir: ah, bueno, Superman tiene un hijo. Que eso se salía del cómic, del canon. O sea, que yo sepa, con Luisa Lane no llegaron a tanto, al menos en la películas. Lo miraba hipnotizado, mientras Superman hablaba con su papá y con Angélica, la misteriosa mujer que lo había acompañado desde Estados Unidos. Y se preguntaba por qué estaba vestido así… como ellos. O sea, no está el traje. Aquí, si es Superman vino como Clark Kent, era como un poco más la lógica. Era como y por qué está sin anteojos, si Clark Kent es con anteojos, pero era como más bien diciendo: bueno aquí vino el Superman de civil. Algo debe haber preguntado Matías, porque se quedó convencido de esa idea: que Superman tenía que camuflarse así, como uno más entre ellos, para cumplir la misión a la que había venido. Una que, seguramente, tenía que ver con derrotar a Pinochet. Tenía sentido, después de todo. Mientras tanto, otros niños ya iban llegando al patio y cayendo en el mismo shock que él. Eran los hijos del grupo de actores más cercano a su papá. Tampoco era que llegaran muchos, muchos niños, porque tampoco es que digamos que había un aparato de seguridad muy, muy seguro, eran actores. O sea, probablemente eran muy buenos fingiendo su posibilidad de ser grandes guardaespaldas, pero a la hora de los quí hubo, cómo se dice, hay que ver a qué llegaban. Matías recuerda el impacto que le causó que Superman fuera tan sencillo, tan cariñoso. Jugaba con ellos, les contaba cosas de su país, de su vida. Y también recuerda, cómo no, uno de los momentos más lindos de su infancia: cuando se metieron a la piscina y él los levantaba, con sus dos metros de altura, y los lanzaba por los aires. Matías volaba, y mientras lo hacía, sentía que estaba viviendo la película que tantas veces había visto: que él era el niño que Superman rescataba de las Cataratas del Niágara. Fue como se cumplió un sueño. O sea, estoy en la piscina y es Superman el que me está como jugando a tirarme lejos para caer al agua. Eso sí lo recuerdo como diciendo ¡guau! O sea, realmente las cosas imposibles pueden llegar a ocurrir, que yo creo que eso sí me trajo consecuencias hasta grande. Difuminó, un poco más, la línea que separa lo real de lo inalcanzable. Hoy Matías es novelista, lo real y lo ficticio son su material de trabajo. Cuando llegó el momento de llevar a Reeve al aeropuerto, estaban todos muy emocionados: en solo dos días, habían pasado de la extrañeza inicial de conocer a una estrella de Hollywood, a algo mucho más profundo: habían encontrado un compañero. Ahora se iba y tal vez nunca volverían a verlo. Booh.. yo me emocioné mucho, le dí miles de gracias que mi vida iba a quedar siempre un recuerdo maravilloso. Era un tipo extraordinario. Un abrazo, por supuesto, tuvo que doblarse en dos más o menos y muchas gracias de nuevo. Yo le dije “que tengas un safe trip”. Y se fue muy contento. Antes de irse, les dijo una cosa más: que iba a contarle a todo el mundo, en Estados Unidos o donde fuera, lo que había vivido en ese viaje. Y efectivamente fue así. Ya me había ido del departamento de María Elena, luego de entrevistarla, cuando me llamó para que volviera. Cuando me abrió la puerta, tenía en la mano un cassette muy viejo. En sus etiquetas, mohosas y despegadas, estaba escrito Conversations in Exile. A. Dorfman–Cris Reeve. Se lo había enviado Ariel en 1989. Apenas me fui, se puso a buscarlo, entre cajas que seguramente no se abrían hace mucho tiempo. “Con devuelta” me dijo y me lo entregó. Cuando lo digitalicé y lo escuché, entendí que era la pieza que le faltaba a esta historia. Allí estaba Cristopher Reeve, allí estaba Superman, un año después, contando en una charla pública todo sobre el viaje: lo que pensaba, lo que había sentido. El público, asistentes de un Festival de Teatro en la ciudad de Williamston en Michigan, lo escuchaba muy atento, mientras conversaba con Ariel Dorfman. There was a mob of people outside the entrance to this garage… At this point now there was no way I was going to go home. And the people are screaming and chanting… Reeve les contaba todo lo que había pasado ese día: el garage, la multitud, las ametralladoras, los cantos contra el régimen, los disturbios. And also the military could just crack down on the whole thing Les decía que era muy importante sensibilizarse, como estadounidenses, por la responsabilidad de su país en el ascenso de Pinochet al poder. We created this monster… Pero, sobre todo, les hablaba de lo mucho que había impactado en su vida conocer a esos actores, viviendo cada día bajo la espada de Damocles, arriesgando sus vidas… Sword of damocles… De la intensidad con que actuaban, cantaban, recitaban… The sense of solidarity that came to me was something I’ve never experienced before De la solidaridad que había entre ellos, algo que él nunca había visto antes. Y de cómo resistían cada momento de tensión, cada golpe. But these actors… these actors always rebound. They laugh. They enjoy themselves. Esos actores, les decía, siempre se recuperaban y se reían. Era su forma de estar de pie. De no dejar que el terror nunca, jamás, pudiera con ellos. Reeve dijo que su visita a Chile cambió su forma de entender el arte y su relación con la política. Al año siguiente, participó en la Franja del NO, la campaña para sacar a Pinochet en el Plebiscito. En su mensaje, le recordó a los chilenos que el voto era secreto y el futuro estaba en sus manos. Remember that the ballot is secret, and the future of your country is in your hands. Pinochet perdió ese plebiscito, y en 1990 la democracia volvió a Chile. Cinco años después, en 1995, Reeve cayó de un caballo y quedó tetrapléjico. Los actores chilenos recibieron la noticia con dolor: no podían aceptar que alguien que se había arriesgado así por ellos tuviera ese destino trágico. Con los años, lo homenajearon en varias de sus obras de teatro y en 2004, poco antes de su muerte, el Estado de Chile le entregó en Nueva York la Orden Bernardo O’Higgins, el mayor honor para un extranjero. Reeve recibió la medalla en su silla de ruedas, muy emocionado, y dijo que nunca olvidaría esos días en Santiago. Nicolás Alonso produjo este episodio. Es editor en Radio Ambulante y vive en Santiago, Chile. Este episodio fue editado por Camila Segura y por mí. Desirée Yépez y Bruno Scelza hicieron el fact-checking. El diseño de sonido es de Andrés Azpiri y Rémy Lozano con música original de Remy. Nuestro agradecimiento a Radio Cooperativa, al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y a Yerko Yankovic, excamarógrafo de TeleAnálisis. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Aneris Casassus, Emilia Erbetta, Fernanda Guzmán, Camilo Jiménez Santofimio, Juan David Naranjo, Ana Pais, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, David Trujillo, Ana Tuirán, Elsa Liliana Ulloa y Luis Fernando Vargas. Natalia Sánchez Loayza es nuestra pasante editorial. Selene Mazón es nuestra pasante de producción. Zoila Antonio es nuestra practicante de audiencias. Carolina Guerrero es la CEO. Radio Ambulante se edita en Hindenburg Pro. Si eres creador de podcast y te interesa este programa entra a Hindenburg.com/radioambulante y haz una prueba gratuita de 90 días. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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