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Radio Ambulante - Un ateo milagroso

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Un niño que nunca quiso ser milagro.

De niño, Juan Diego se enfermó gravemente, y estaba a punto de morir. Cuando se salvó, muchos creyeron que fue un milagro. Sesenta años después, la iglesia católica lo buscó para que rindiera testimonio, y ahora él y su familia deben reconstruir ese episodio inexplicable.



Si lo necesitas, puedes leer la transcripción del episodio.

Or you can also check this English translation.



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El episodio de esta semana cuenta una historia inexplicable que se ha contado por décadas en la familia Pacheco, de Costa Rica. ¿En tu familia hay historias similares? Piensa en las que cuentan las abuelas, los tíos, las mamás: relatos que son difíciles de creer pero que son contados con tanta convicción que casi se pueden ver.

Envíanos a nuestro WhatsApp una versión corta de esa historia que circula en tu familia. Compartiremos una selección de ellas. Haz click en el siguiente enlace para mandarnos la historia en un audio de no más de 30 segundos: https://wa.me/message/XUS64TQLFWTUG1

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Bienvenidos
a
Radio
Ambulante,
desde
NPR.
Soy
Daniel
Alarcón.
La
historia
de
hoy
es…
mística.
De
coincidencias
increíbles
o
tal
vez
de
algo
menos
terrenal.
De
lo
inexplicable.
Y
comienza
con
María
Isabel
Acuña
Arias,
mejor
conocida
como
la
niña
Marisa.
Costarricense.
Murió
en
1954,
con
tan
solo
13
años.
Tuvo
un
tumor
justo
en
la
parte
de
atrás
de
la
cabeza
y
era
una
chiquita
que
la
conocían
por
ser
muy
católica,
muy
devota,
muy
religiosa.
Él
es
Inti
Pacheco.
Es
periodista,
también
costarricense.
Inti
ha
estado
investigando
a
la
niña
Marisa
por
unos
meses.
Más
adelante
sabrán
por
qué.
Por
ahora,
continuemos
con
ella.
Vivía
en
la
provincia
de
Heredia.
Y
antes
de
enfermarse
era
conocida
por
ser
muy
bondadosa.
Hay
cuentos
de
que
ella
rezaba
y
ayudaba
a
la
gente.
Que
cuando
caminaba
y
veía
a
alguien,
un
indigente,
le
daba
la
plata
que
le
daban
a
ella,
no
sé,
para
comer
o
para
comprarse
algo.
Y
que
siempre
ayudaba
a
la
gente
que…
que
no
tenía
recursos.
Pero
tenía
un
problema
en
su
casa.
Su
papá
no
era
católico,
era
evangélico.
Entonces
ella
lo
que
le
pedía
a
la
Virgen
y
a
Dios
era
que
convirtiera
a
su
papá.
Y
es
que
los
evangélicos
no
adoran
a
los
santos,
ni
a
la
Virgen
María,
símbolos
fundamentales
en
el
catolicismo.
Tampoco
creen
en
una
sola
iglesia
universal,
guiada
por
el
Papa.
Los
protestantes
no
tienen
una
iglesia
unificada,
sino
varias
denominaciones,
todas
igualmente
válidas.
Pensemos
en
el
contexto
por
un
momento:
años
cincuenta,
Heredia,
en
ese
entonces
una
provincia
prácticamente
rural
de
Costa
Rica.
Un
país
pequeñito,
conservador,
muy
católico.
Pues,
tiene
sentido
que
Marisa
sintiera
angustia.
Ser
evangélico
iba
en
contra
de
las
creencias
católicas.
Y
Dios
era
una
figura
temida
en
esos
tiempos.
Abandonar
el
catolicismo
era,
a
su
entender,
desobedecer
su
palabra,
condenarse
a
un
castigo
eterno.
Marisa
no
quería
eso
para
su
papá,
para
su
familia.
En
todo
esto,
Marisa
se
enfermó.
Un
tumor
cerebral.
Cáncer.
Pero,
según
cuentan,
una
monja
de
su
colegio
le
dice
que
su
mal
puede
tener
un
propósito.
Le
dice:
“¿Por
qué
no
le
ofrece
su
dolor
a
Dios
para
que
convierta
a
su
papá?”.
Mejor
dejar
esto
claro
desde
el
comienzo,
sin
ganas
de
ofender.
A
Inti
se
le
sale
una
risita
aquí,
pues,
porque
no
es
creyente.
Entonces
para
él
todo
esto
es
ajeno.
Para
eso
es
raro.
O
sea,
yo
no
me
imaginaba
que
era
algo
así.
Entonces
es
básicamente
ella:
“OK,
voy
a
sufrir
para
que
mi
papá
sea
católico”.
Pero
en
todo
caso,
eso
se
supone
que
es
muy
bondadoso,
muy
bueno.
Y
por
eso
la
consideran
que
era
como
demasiado
buena.
Y
una
niña
de
Dios.
Marisa
se
negó
a
tener
tratamiento
para
el
tumor
y
dicen
que
hasta
quedó
ciega.
Dedicó
su
sufrimiento
a
Dios
y,
a
su
manera,
funcionó.
Su
papá
se
convirtió
en
católico,
antes
de
que
ella
se
muriera.
Y
entonces
yo
creo
que
desde
ahí,
diay,
todo
el
mundo
decía
que…
que
era
una
niña
que
podía
hacer
milagros,
en
teoría.
Aunque
ella
lo
conversaba
con
su
papá,
le
pedía
que
se
convirtiera.
Pero
bueno,
cuando
lo
hizo
todo
el
mundo
lo
tomó
como
un
milagro.
Y
en
Heredia,
Marisa
es
una
especie
de
celebridad
católica.
La
gente
va
a
su
tumba
y
le
deja
cartas
para
pedirle
favores.
Milagritos
o
milagrotes.
Ya
qué
se
están
preguntando.
¿Qué
tiene
que
ver
todo
esto
de
milagros
y
la
niña
Marisa
con
Inti,
un
ateo?
¿Por
qué
le
terminó
interesando
la
vida
de
Marisa?
Bueno,
la
respuesta
está
en
una
historia
familiar
que
descubrió
hace
poco.
Aquí
Inti.
A
mediados
del
2019
mi
papá
envió
un
mensaje
al
grupo
de
WhatsApp
de
la
familia.
Decía,
como
en
broma:
“Soy
producto
del
milagro
de
Maritza,
la
niña
de
Heredia.
Me
han
llamado
del
tribunal
que
aprueba
santos.
Mañana
voy
como
prueba.
Espero
que
me
lleven
a
Roma”.
Lo
primero
que
pensé
fue:
“¿Cuál
Maritza?
¿Cuál
milagro?”.
Y
lo
segundo:
“Pero
si
mi
papá
es
ateo”.
Este
es
él:
se
llama
Juan
Diego.
No
me
acerco
a
nadie
con
los
conceptos
de
la
fe.
Ni
lo
incluyo,
ni
lo
manejo
de
ninguna
forma.
Y
esto
se
veía
en
nuestra
casa.
Nunca
nos
enseñaron
nada
de
Dios,
ni
siquiera
estamos
bautizados.
Todo
lo
que
se
refiere
a
los
rituales
católicos
es
un
poco
extraño
para
nosotros.
Y
de
Marisa
y
el
milagro,
menos.
No
recuerdo
escuchar
nada.
Ni
como
anécdota.
La
primera
vez
que
supe
de
Marisa
fue
con
ese
mensaje
de
Whatsapp.
Me
dio
mucha
curiosidad
todo
y
seguí
preguntando.
Resulta
que
iba
a
ir
a
la
Conferencia
Episcopal
a
testificar
por
un
milagro.
Un
milagro
que
le
ocurrió
a
él.
Es
que
en
el
2018,
la
iglesia
Católica
costarricense
pidió
al
Vaticano
iniciar
el
proceso
de
beatificación
y
canonización
de
la
niña
Marisa,
pasos
previos
para
convertirla
en
santa.
Sería
la
primera
santa
tica.
El
proceso
involucra
una
investigación
sobre
la
vida
de
Marisa,
sus
acciones
bondadosas
en
vida
y
los
milagros
que
ha
hecho
después
de
muerta.
Por
ahora
es
“sierva
de
Dios”,
que
es
el
primer
grado
para
llegar
a
ser
santa.
Se
obtiene
cuando
la
iglesia
presenta
un
informe
sobre
la
vida
de
la
persona
y
sus
virtudes.
Entonces,
el
milagro
de
mi
papá.
Era
1959,
cinco
años
después
de
la
muerte
de
Marisa.
Mi
papá
tenía
dos
años
solamente.
No
recuerda
nada,
solo
sabe
lo
que
le
han
contado.
Mi
abuela
ya
se
murió,
y
mi
familia
ya
no
le
habla
a
mi
abuelo
por
problemas
irreconciliables.
Y
yo
apenas
lo
he
visto
una
o
dos
veces
en
mi
vida.
Pero
conozco
a
dos
personas
que
recuerdan
lo
que
pasó.
Mi
tía
Rita…
Soy
una
mujer
muy
contenta
de
ser
mujer. Tiene
70
años,
para
ese
entonces
tenía
nueve.
Es
la
hermana
mayor
de
mi
papá.
La
mayor
de
11
hijos.
Y
este
es
mi
tío
Arturo,
tiene
69…
Muy
bien
vividos.
Él
tenía
ocho
en
ese
entonces.
Vivían
en
Alajuela,
una
provincia
vecina
de
Heredia,
de
donde
era
Marisa.
Alajuela
en
esa
época
podemos
decir
que
se
vivía
un
ambiente
rural.
Y
el
vecindario
era
un
territorio
fabuloso
para
explorar.
No
conocíamos
de
ningún
problema,
de
gente
que
nos
quisiera
hacer
daño,
ni
de
ladrones,
ni
de
asaltantes,
ni
de
nada.
Para
ella
y
para
todos
los
niños
del
barrio,
los
días
eran
estudiar
y
luego
jugar
en
la
calle.
Siempre
cerca
de
la
iglesia
de
la
Agonía.
Nuestras
diversiones
eran
muy
simples:
con
dos
tablas
y
una
silla
hacíamos
un
cohete
lunar
y
llegábamos
a
las
estrellas.
Venirnos
en
unos
cartones
desde
la…
las
las
gradas
de
la
agonía
hasta
el
zacate.
Era
muy
simple,
muy
rural,
muy
amena.
Una
vida
muy
agradable.
Una
vida
agradable,
pero
también
muy
simple.
Mi
tío
Arturo,
el
segundo
después
de
Rita,
siempre
es
irónico
cuando
describe
cómo
vivían.
Yo
vengo
de
una
de
las
familias
más
acomodadas
de
Alajuela,
porque
en
realidad
nosotros
éramos
once
hermanos
y
solo
habían
dos
cuartos,
si
no
nos
acomodamos
bien,
no
cabíamos
(risas).
No
tenían
plata.
Y
como
muchas
familias
en
ese
tiempo,
eran
muy
religiosos.
Los
abuelos,
eh,
paternos,
con
los
que
teníamos
mucha
relación,
nos
cuidaban
mucho,
nos
visitaban
mucho.
Y
siempre
estaban
metiéndonos
religión.
En
casa
de
mami
siempre
se
rezaba
el
rosario
por
las
noches
e
íbamos
a
la
iglesia.
Los
hermanos
fueron
monaguillos.
Siempre,
siempre
en
la
familia,
Dios
fue
el
proveedor,
el
sanador,
el
ayudador,
el
cuidador.
Para
ese
entonces,
como
ya
dijimos,
mi
papá
tenía
tan
solo
dos
años.
Pero
ya
era
conocido
en
el
barrio.
Lo
conocían
especialmente
porque
Juan
Diego
tenía
colochitos
medio
rubios
y
los
ojos
azules,
los
ojos
celestes.
El
único
de
los
hermanos
con
ojos
azules.
Por
una
razón
probablemente
racista,
todo
el
mundo
vivía
fascinado
con
eso.
Le
decían…
Querubín,
el
angelito,
el
niño
lindo.
Un
día
estaba
jugando
en
la
cama
y
se
cayó.
Se
golpeó
la
cabeza.
A
los
pocos
días
se
enfermó,
parecía
grave.
Vómitos,
fiebre,
dolores
de
cabeza.
Mandaron
a
llamar
a
un
médico
para
que
llegara
a
la
casa
a
examinarlo.
Mi
tío
Arturo
se
acuerda
bien
de
ese
día.
Cuando
dijo:
“Hay
que
pasarlo
de
emergencia
al
hospital”,
ahí
tomé
conciencia
de
que
algo
no
andaba
bien.
Y
sí,
de
inmediato
se
lo
llevaron
al
hospital.
Él
iba
a
estar
en
el…
como
en
un
salón
general
con
los
niños
y
se
decidió
que
él
estaba
tan
grave
que
había
que
ponerlo
mínimo
en
pensión
media,
donde
la
ge….
hubiese
alguien
siempre
cuidándolo
a
él.
Una
pensión
media
era
una
habitación
amplia
dentro
del
hospital
donde
había
pocos
enfermos.
Y
la
familia
del
enfermo
tenía
todos
los
permisos
habidos
y
por
haber:
llevarles
comida,
llevarles
cobija,
llevarles
juguetes,
estar
presentes
todo
el
día.
Pero
para
tener
ese
espacio
había
que
pagar.
Rita
y
Arturo
no
tienen
idea
de
cómo
hicieron
mis
abuelos
para
conseguir
el
dinero.
De
alguna
manera
se
las
arreglaron.
Internaron
a
mi
papá
en
la
pensión
y
se
armó
todo
un
plan
familiar
para
atenderlo.
A
mí,
que
era
la
mayor,
y
a
Arturo,
nos
dijeron:
“Juan
Diego
está
grave,
hay
que
ayudar”.
Ayudar
significaba
mucho.
Ayudar
era:
cuidar
a
los
hermanillos
en
la
tarde,
ayudarle
a
la
abuela,
eh,
ayudarle
a
la
tía
que
venía
a
cocinar
y
atender
a
los
chiquillos,
ayudar
con
los
mismos
chiquillos
que
no
dieran
más
lata
de
lo
que
dan
siempre.
Rita
también
empezó
a
ir
todas
las
tardes
a
cuidar
a
mi
papá,
después
de
la
escuela.
Iba
dos
o
tres
horas.
Ya
sea
para
darle
el
chupón
o
para
hablarle,
contarle
cuentos.
Cualquier
cosa.
Por
las
noches
lo
cuidaban
o
mi
abuela,
o
alguna
tía
o
alguna
vecina.
Mi
papá
nunca
estuvo
solo
en
el
hospital.
Arturo
fue
unas
veces
a
visitarlo
también.
Para
fue
impactante
verlo
en
la
cuna
como
estaba.
Y
yo
presentía
que
algo
grave
iba
a
pasar
porque
era…
se
veía
muy,
muy
mal.
Y
las
enfermeras
comentaban
que
estaba
muy
delicado,
que
tal
vez
no
iba
a
sobrevivir.
Y
más
o
menos
una
semana
después
de
que
fue
internado…
Se
define
que
él
tiene
un
tumor.
Más
exactamente
una
meningitis
tumoral.
Parecía
grave.
Entonces,
por
ser
un
pequeño,
un
niño,
son
muchos
los
doctores
que
llegan
y
que
asisten
a
Juan
Diego.
Muchos
los
doctores
que
se
involucran.
El
pronóstico
era
que
mi
papá
se
iba
a
morir
si
no
se
hacía
algo.
Pero
mis
abuelos
fueron
tajantes
con
los
doctores:
a
ese
niño
no
lo
operan.
Creo
que
era
esta
sensación
de
que
si
lo
operan
se
muere
y
si
no
lo
operan
se
muere.
Que
no
tenga
que
sufrir
tanto
de
una
operación.
Me
imagino
yo
que
ellos
sabían
que
la
ciencia,
pues
sí,
pero
no.
O
sea,
que
en
ese
tiempo,
en
1959,
la
ciencia
tenía
limitaciones
grandes.
Porque
ahí
se
hablaba
de
abrirle
el
cráneo,
de
hacerle…
de
taladrarle.
Se
hablaban
con
estas
palabras
que
para…
para
un
lego
esas
palabras
son
muy
duras.
Un
lego,
un
niño.
Pero
mi
bisabuela
tenía
un
plan.
Por
unas
amistades
en
Heredia,
ella
se
había
enterado
de
la
niña
Marisa
y
de
sus
“milagros”
después
de
la
muerte.
Milagros
pequeños,
que
se
oían
en
las
calles:
que
había
arreglado
una
situación
familiar,
que
había
sacado
a
una
familia
de
un
apuro
económico.
También
se
hablaba
de
que
ayudaba
curando
enfermedades
nerviosas,
cerebrales,
óseas,
de
la
piel.
Tosferina,
varices,
tumores,
reumatismo.
También
en
ese
tiempo
se
hablaba
de
un
joven
de
17
años
que
sufrió
un
accidente
en
moto.
Tuvo
hemorragias
y
fracturas
múltiples,
pero
estas
desaparecieron
de
repente
gracias
a
Marisa,
según
sus
seguidores.
Y
bueno,
estos
seguidores
eran
católicos
de
Heredia,
gente
que
conocía
a
la
niña
Marisa
e
iban
regando
el
rumor
de
sus
milagros.
Entonces
mi
bisabuela
decidió
rezarle
a
la
niña
Marisa,
no
sola,
sino
con
todo
el
vecindario.
Se
rezó
mucho.
En
la
tarde
chiquillos
y
en
la
noche
adultos,
pero
llegaban
los
vecinos.
Todos
los
vecinos
estaban
dispuestos
a
poner
su
Ave
María
para
que
Juan
Diego
se
curara.
Y
es
que
eran
tiempos
en
los
que
todos
los
vecinos
del
barrio
se
conocían
y
compartían
entre
ellos.
Entonces,
todos
estaban
dispuestos
a
rezar
por
mi
papá.
Todos
los
días,
durante
semanas.
Durante
tres
semanas
hubo
reunioncitas
de
rezos
y
de
rezos
y
de
rezos.
Todos
creíamos
en
milagros,
todos
esperábamos
un
milagro.
Un
milagro
de
Dios
a
través
de
Marisa.
Pero
mi
papá
no
mejoraba.
Y
para
empeorar
todo,
enfermó
de
una
gripe
que
se
volvió
neumonía.
A
la
cuarta
semana
de
estar
internado
en
el
hospital,
el
doctor
le
dijo
a
mis
abuelos
que
mi
papá
no
iba
a
pasar
de
la
siguiente
noche.
Que
se
prepararan.
Yo
cierro
mis
ojos
y
yo
veo
a
mi
mamá
cosiendo
un
vestidito
azul
con
orilla
roja
y
recuerdo
el
ataúd
debajo
de
mi
cama,
porque
se
compró
un
ataudcito.
Hasta
ahí
llegaron.
No
le
puedo
preguntar
a
mis
abuelos
si
perdieron
la
fe
de
que
Marisa
haría
el
milagro,
porque,
pues
una
está
muerta
y
el
otro
salió
de
nuestras
vidas
hace
tiempo.
Pero
me
imagino
que
lo
que
les
decían
los
doctores
les
pesaba
porque
mi
papá
se
veía
en
muy
malas
condiciones.
Mis
abuelos
les
contaron
a
mis
tíos
que
probablemente
mi
papá
se
iba
a
morir,
para
prepararlos.
Aunque
la
mayoría
no
entendía
bien
qué
estaba
pasando.
Los
mayores
eran
Rita
y
Arturo
y,
recordemos,
solo
tenían
nueve
y
ocho
años.
Incluso,
el
concepto
de
muerte
no
lo
tenía
uno
como
muy…
como
muy
claro,
tampoco.
Lo
que
era
el
dolor
y
la
ausencia
y
estas
cosas.
Al
día
siguiente
mi
tía
Rita
fue
a
la
escuela,
como
siempre.
Después
llegó
a
la
casa
y
ayudó
con
el
almuerzo.
Y
de
ahí
salió
para
el
hospital.
Yo
entré
al
salón,
llegué
a
donde
estaba
Juan
Diego,
y
le
vi
la
cara
a
Juan
Diego
y
la
almohada
manchada.
La
almohada
manchada
de
sangre
y
pus.
Rita
empezó
a
pegar
gritos.
Hasta
ahí.
Hasta
ahí.
Ya
después
de
ahí
ya
no
hay
cordura.
Salió
corriendo
para
su
casa.
Ahí
estaba
mi
abuela.
Yo
nada
más
llegué
a
mi
casa
y
le
dije
a
mi
mamá:
“Lo
operaron
y
hay
sangre
en
la
almohada”.
Rita
entró
en
pánico
porque
mis
abuelos
habían
dicho
muy
claramente
que
no
operaran
a
mi
papá.
Mi
abuelo
no
estaba
en
ese
momento
en
la
casa,
andaba
en
un
viaje
de
trabajo.
Entonces
mi
abuela
se
fue
sola
para
el
hospital
y
regresó
hasta
la
noche.
Al
día
siguiente
fue
cuando
se
habló
y
se
dijo
que
a
Juan
Diego
se
le
había
hecho
un
agujero
y
que
por
ahí
se
estaba
vaciando
el
tumor.
Esas
fueron
las
palabras.
Los
doctores
dijeron:
“Es
un
milagro”.
Ninguno
puso
mano
en
la
cabeza
de
Juan
Diego.
Nadie
tenía
una
explicación
clara
de
cómo
se
había
hecho
ese
hueco
en
la
parte
de
atrás
de
la
cabeza
de
mi
papá.
Ahí
estaba
un
huequito
muy
redondo,
muy
redondo.
Como
si
le
hubieran
puesto
un…
un
troquel
y
le
hubieran
dado
con
un
martillo.
Por
ahí,
según
mi
tía
Rita,
salieron
gotas
de
sangre
y
pus
todos
los
días,
durante
un
montón
de
meses,
no
recuerdan
cuántos.
Mi
papá,
por
supuesto,
tampoco
lo
recuerda.
Para
ella
el
milagro
de
la
niña
Marisa
está
claro:
Ese
es
el
milagro.
Que
a
Juan
Diego
se
le
hiciera
ese
orificio
para
que
se
le
saliera
la
infección.
Sin
que
un
doctor
o
cualquier
persona
en
este
planeta
le
pusiera
un
dedo
encima.
Mi
papá
escuchó
toda
su
niñez
sobre
este
milagro.
Yo
tenía
sobre
todo
la
versión
de
mi
abuela,
que
me
la
contaba
todo
el
tiempo,
cómo
fue
que
sucedió
y
cómo
ella,
mi
mamá
y
Marisa
hicieron
como
un
frente
común
para
rescatarme
de
las
garras
de
la
muerte,
porque
ya
estaba
dado
por
muerto.
Y
como
que
todo
mundo
había
aceptado
que
era
normal
que
me
muriera,
menos
ellas
¿ya?
Ellas
dijeron:
“No,
no
tiene
por
qué
morirse.
No
se
va
a
morir
y
no
se
murió”.
Pero
para
él
las
cosas
son
menos
místicas,
menos
grandiosas.
Pero
no
fue
que
salió
el
tumor.
Fue
que
se
manchó
la
pus
y
sangre
y
no
qué.
Y
entonces
dijeron
que
era
el
tumor.
Pero
entonces
dijeron:
“No
se
murió
ahora
¿ya?
Pero
todavía
queda
ahí.
Nadie
sabe
si
le
salió,
o
si
no
le
salió”,
¿ya?
Si
le
salió
o
no
le
salió
el
tumor.
Y
es
que
no
le
hicieron
más
estudios
para
saber
si
todavía
estaba
ahí
o
no.
Y
los
doctores
que
lo
atendieron
ya
se
murieron.
Mi
tío
Arturo
trabajó
en
la
central
telefónica
del
Hospital
de
Alajuela
y
dice
que
buscó
el
expediente
de
mi
papá,
pero
no
lo
encontró.
Yo
también
pregunté
en
el
hospital
si
tenían
algún
registro
para
ver
si
hay
alguna
explicación,
pero
no,
nada.
Digamos
que
no
hay
forma
de
demostrar
que
fue
un
milagro
o
que
no
lo
haya
sido.
Solo
tenemos
la
palabra
de
mi
familia.
La
fe
de
mi
familia.
Yo,
por
como
fui
criado,
necesitaba
algo
más,
algo
más
racional.
Entonces
hablé
con
un
neurólogo
para
ver
si
tenía
alguna
teoría
de
lo
que
pudo
haber
pasado.
Yo
me
llamo
Alexander
Parajeles
Vindas.
Soy
un
médico
nacido
aquí
en
Costa
Rica.
Médico
neurólogo.
El
doctor
Parajeles
lleva
25
años
ejerciendo
su
especialidad.
Le
conté
sobre
el
diagnóstico
de
mi
papá:
meningitis
tumoral.
Hablamos
siempre
tomando
en
cuenta
que
no
hay
un
expediente
médico
y
que
todo
lo
que
diga
el
doctor
no
es
más
que
una
aproximación,
una
opinión
dada
con
poca
información.
No
es
una
verdad.
Me
dijo
que
ya
no
se
usa
el
término
meningitis
tumoral.
Nosotros
le
llamamos
una
meningitis
por
células
de
cáncer
o
meningitis
carcinomatosa.
Meningitis
carcinomatosa
es
cuando
células
cancerígenas
llegan
a
inflamar
las
meninges,
que
son
esas
membranas
que
cubren
el
sistema
nervioso
central.
Pero
una
meningitis
carcinomatosa
no
se
drena.
Por
la
caída
que
sufrió
mi
papá
antes
de
que
empezara
lo
del
tumor
y
por
la
salida
de
líquidos,
a
Parajeles
le
suena
más
a
un
hematoma
o
a
un
absceso.
Un
hematoma
es
un
coágulo
de
sangre
que
se
forma
por
un
trauma,
en
este
caso
sería
la
caída.
Y
un
absceso
cerebral
es
una
acumulación
de
bacterias
que
se
inflama
y
forma
una
hinchazón.
Los
hematomas
y
los
abscesos
pueden
drenarse,
esto
explicaría
lo
de
las
gotas
de
sangre
y
el
pus
en
el
caso
de
mi
papá.
Entonces,
para
el
doctor
Parajeles
estamos
frente
a
un
caso
de
diagnóstico
equivocado.
Y
es
que
en
esa
época
era
difícil
examinar
el
cerebro.
Los
dos
métodos
diagnósticos
actuales,
que
es
el
TAC
y
la
resonancia,
sabemos
que
en
los
años
sesentas
no
existía
eso,
por
un
lado.
Eso
hace
que
la
posibilidad
de
los
diagnósticos
que
se
confundan
con
un
tumor
maligno
son
muchos.
Probablemente
fue
un
hematoma.
Nada
de
cáncer.
Pero,
bueno,
en
el
Hospital
de
Alajuela
todos
estaban
convencidos
de
que
era
un
tumor
maligno,
un
tumor
que
iba
a
matar
a
mi
papá.
Además,
la
parte
del
milagro
que
no
se
explica
es
el
hueco
que
se
le
hizo
a
mi
papá
en
la
cabeza
sin
que
supuestamente
nadie
interviniera.
Eso
es
lo
que
el
médico
no
me
pudo
contestar.
En
fin,
como
dos
semanas
después
del
supuesto
milagro
le
dieron
de
alta
a
mi
papá
y
listo,
se
acabó
la
historia
del
tumor.
Y
todos
simplemente
asumieron
que
iba
a
estar
bien
después
de
que
salieron
las
gotas
de
sangre.
Ese
es
el
milagro.
Fue
un
milagro,
digamos,
de
Alajuela.
No
tembló.
No
se
apagó.
No…
no…
no
hubo
rayos.
No
cayó
fuego
del
cielo.
No
pasó
nada,
solo
que
no
me
morí,
¿ya?
O
sea,
no
fue
un
milagro
de
proporciones
bíblicas,
de
esos
espectaculares
como
separar
el
mar,
o
caminar
sobre
el
agua,
o
convertir
agua
en
vino.
Simplemente
mi
papá
no
se
murió
cuando
los
médicos
dijeron
que
se
iba
a
morir.
Después
de
la
pausa,
la
vida
de
Juan
Diego
como
un
niño
milagro.
Ya
volvemos.
Este
podcast
y
el
siguiente
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convicción
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que
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y
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instituciones,
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El
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Esta
temporada
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historias
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energética
y
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comunitaria
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medio
del
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la
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Podcasts
o
donde
sea
que
escuches
tus
podcasts.
Ya
sea
que
hablemos
de
las
protestas
de
atletas,
la
prohibición
de
que
los
musulmanes
ingresen
al
país,
la
violencia
con
armas
de
fuego,
la
reforma
educativa
o
la
música
que
te
está
dando
vida
en
este
momento,
la
raza
es
el
subtexto
de
gran
parte
de
la
historia
estadounidense.
Y
en
Code
Switch,
de
NPR,
ese
subtexto
se
vuelve
texto.
Suscríbete
y
escucha
todos
los
miércoles.
Estamos
de
vuelta
en
Radio
Ambulante.
Soy
Daniel
Alarcón.
Antes
de
la
pausa
contábamos
la
historia
del
supuesto
milagro
que
le
sucedió
a
Juan
Diego,
el
papá
de
Inti.
Un
tumor
maligno
en
la
cabeza
que
una
noche
se
drenó.
Aunque
Inti
habló
con
un
neurólogo
y
le
dijo
muy
certeramente
que
los
tumores
malignos
no
se
drenan,
que
debió
ser
otra
cosa,
un
hematoma,
un
absceso.
En
fin,
lo
que
nadie
puede
explicar
es
el
huequito
que
se
le
hizo
en
la
cabeza
a
Juan
Diego,
porque
los
doctores
que
lo
atendieron
en
ese
momento
juraron
que
no
lo
habían
tocado.
Ahora
seguía
la
vida
como
un
niño
que
se
había
salvado
de
la
muerte
gracias
a
un
milagro.
Pero
no
sería
una
vida
tan
fácil.
Inti
nos
sigue
contando.
El
milagro
tal
vez
salvó
a
mi
papá
de
la
muerte,
pero
no
de
la
enfermedad.
Después
de
que
salí
del
tumor,
vino
toda
la
consecuencia
de
la
polio,
de
la
meningitis
y
una
cosa
de
bronconeumonía.
A
mi
papá
lo
que
más
lo
marcó
fue
la
polio.
Tengo
monoparexia,
que
es
una
pérdida
de
fuerza
en
este
brazo.
Bueno,
tengo
la
pierna
más
corta,
tengo
la
cadera
cambiada.
Además
perdió
la
audición
en
un
oído.
Y
progresivamente
irá
perdiendo
fuerza
en
los
músculos
que
lo
sostienen
y
que
le
permiten
funcionar.
Y
por
los
cuidados
especiales
que
necesitaba,
decidieron
que
lo
mejor
era
que
se
quedara
con
mis
bisabuelos,
donde
había
más
espacio
y
podían
darle
una
atención
más
personalizada.
Además,
por
tener
los
ojos
azules,
era
el
preferido
de
mi
bisabuela.
No
había
discusión
en
eso.
Vivió
ahí
desde
los
dos
años
hasta
los
diez,
cuando
mi
bisabuela
se
murió.
En
el
hospital
las
terapias
eran
brutales.
Escuchen
bien,
que
esto
que
describe
quizá
sea
un
poco
difícil
de
visualizar.
Me
hicieron
unas
cosas
de
tela
que
me
ponían
en
el
cuello.
Me
subían,
me
sostenían
como
con
un
mecate,
como
que
estuviera
ahorcado.
Y
en
esa
posición
me
hacían…
me
untaban
yeso,
toda
la
vara,
y
hacían
un
molde.
Y
entonces
yo
después
tenía
que
andar
con
ese
molde
todo
el
tiempo
y
dormir
en
este
molde.
O
sea
con
ayuda
de
un
pañuelo
que
sostenía
su
cabeza
y
lo
mantenía
recto,
lo
iban
envolviendo
en
yeso
para
ayudar
a
enderezar
su
columna.
Imagínense
como
si
estuvieran
envolviendo
una
momia.
Rita
recuerda
otra
de
las
terapias.
Era
como
una
camiseta
sin
mangas
de
la
cual
salía
una
varilla
y
en
la
varilla
había
un
sombrero
que
se
le
amarraba
a
Juan
Diego…
una
gorra
que
se
le
amarraba
a
Juan
Diego
debajo
de
la
barbilla
con
unos
broches
especiales
para
que
él
anduviera
con
la
columna
erecta
y
la
cabeza
sostenida.
Esto
ya
suena
un
poco
menos
como
a
terapia
y
más
como
a
tortura
de
la
inquisición,
la
verdad.
Mi
papá
lo
cuenta
mejor
que
nadie:
A
me
armaban.
Me
ponían
a
dormir
en
una
cama
de
yeso.
Todo
era
una…
una
trifulca.
Una
trifulca.
Un
desmadre.
Un
enredo.
Pero
no
todo
era
negativo,
también
había
diversión.
Y
atención,
porque
mi
papá
era
un
niño
milagro
dentro
del
círculo
de
mi
bisabuela.
La
gente
llegaba
a
la
casa
a
ver
al
niño
que
se
había
curado.
Se
convirtió
en
una
especie
de
celebridad.
Todo
eso
vino
a
favorecer
mi
vida.
Realmente
toda
esa
cosa,
todo
ese
mito,
¿ya?
Fue
hasta
comercialmente
muy
bueno,
porque
yo
a
los
seis
años
iba
con
el
cartero
a
cantar…
a
cantar
rezos
de…
de
diciembre,
del
primero
al
24,
¿ya?
Imagínense,
un
niño
milagro
cantando
rezos
al
lado
del
cartero.
Pero
además
con
el
detalle
de
que,
por
la
polio,
le
ponían
unos
aparatos.
Claro
es
que
yo
me
imagino…
es
que
yo
creo
que
el
milagro
mío
fue
no
darme
cuenta
lo
que
me
pasaba,
porque
yo
no
me
imagino
cómo
me
veía
yo
con
aparatos
de
pies
a
cabeza,
ahí
con
corsé.
El
cartero
le
pagaba
unos
centavos.
Pero
no
solo
eran
los
rezos
de
diciembre.
Teníamos
en
enero
la
fiesta
del
Santo
Cristo
de
Esquipulas,
después
teníamos
Semana
Santa.
Todas
esas
agendas
llenas,
¿ya?
Entonces…
Y
yo
no
sabía,
pero
yo
era
una
atracción,
¿ya?,
en
ese
momento.
Una
atracción.
Mi
tío
Arturo,
por
otro
lado,
se
encargaba
de
vender
un
librito
que
escribió
un
sacerdote
que
conoció
el
caso
de
Marisa.
Es
una
especie
de
biografía.
La
familia
de
mi
papá
quería
que
todo
el
mundo
conociera
a
la
niña
Marisa
y
su
don.
Yo
decía:
“Mire,
es
que
que
yo
tuve
un
hermano
que
casi
se
muere
y
esta
santa
lo
salvó”.
Y
entonces
yo
sabía
algo
de
la
santa:
que
era
de
Heredia
y
que
ella
había
tenido
una
enfermedad
también,
y
que
ella
quería
que
el
papá
se
convirtiera.
Y
yo
hablaba,
pero
hablaba
sobre
todo
de
lo
de
Juan
Diego.
Entonces
la
gente
me
compraba
las
postalitas
y
me
compraba
el
librito.
Las
postalitas
eran
de
Marisa
y
también
las
vendían.
Todos
mis
tíos
las
cargaban
en
las
mochilas
para
venderlas
en
la
escuela
y
usaban
el
dinero
que
recogían
para
comprar
más
postalitas.
No
era
negocio:
la
misión
era
dar
a
conocer
a
Marisa.
Mi
papá
tenía
una
postal
especial
para
él,
con
la
que
según
mi
bisabuela,
se
podía
curar
de
las
migrañas
que
le
dieron
por
años
después
de
que
se
enfermó,
hasta
que
fue
un
adolescente.
Cuando
le
dolía
la
cabeza
él
mismo
iba
a
buscarla
para
ponérsela
en
la
frente.
Y
se
le
curaban.
O
por
lo
menos
eso
dice
él.
Mis
abuelos
hasta
hicieron
una
peregrinación
desde
Alajuela
hasta
la
tumba
de
Marisa.
Una
caminata
como
de
tres
horas.
Papi
y
mami
traen
a
Juan
Diego
de
Alajuela
alzado
a
pie
hasta
el
cementerio.
Y
contratan
un
bus
que
nos
traen
a
todos
los
chiquillos
que
habíamos
rezado,
a
las
abuelas,
a
los
tíos,
a
los
primos.
Como
25
personas,
30
personas
veníamos
en
el
bus
y
nos
traen
al
cementerio
de
Heredia.
Rita
recuerda
una
foto
de
mi
papá
lleno
de
aparatos
al
lado
de
la
tumba.
Entonces,
sí,
decir
que
Marisa
era
parte
importante
de
la
vida
de
toda
la
familia
es
quedarse
corto.
Se
volvieron
devotos
a
ella.
Como
si
fuese
una
santa.
Y
es
que
eran
tiempos
difíciles,
la
salud
de
mi
papá
estaba
muy
frágil.
Yo
siempre
fui
educado
que
me
iba
a
morir
en
cualquier
momento,
que
era
lo
normal.
¿Y…
y
te
acuerdas
de
qué
significaba
eso?
No,
nada
más
que
me
iba
a
morir.
Nada
más.
Pero
un
niño
que
le
digan:
“Se
va
a
morir”.
No,
no,
no,
sonaba,
digamos,
no
lo
tenía
asociado
con
nada
de
que
fuera
malo,
ni
nada.
Como
que
me
iban
a
desconectar
o
algo
así,
¿ya?
Como
ya
dijo
mi
tío
Arturo,
la
muerte
es
un
concepto
difícil
de
entender
cuando
uno
es
pequeño.
Pero
imagínense
lo
que
significa
para
la
familia:
vivir
con
esa
incertidumbre
de
que
un
hijo,
en
cualquier
momento,
se
puede
morir.
Hay
que
aferrarse
a
algo.
En
este
caso
fue
a
Dios,
y
a
la
niña
Marisa,
que
ya
lo
había
salvado
una
vez.
Para
mis
abuelos
y
bisabuelos
el
camino
lógico
para
mi
papá
era
convertirse
en
sacerdote.
Como
una
forma
de
agradecimiento
a
Marisa.
Mi
papá
recuerda
que
mi
bisabuelo
quitó
su
taller
de
carpintería
y
le
construyó
una
iglesia
para
que
jugara.
Con
altar
y
toda
la
cosa,
¿ya?
Con
unos
angelotes
que
habían
conseguido,
habían
pegado
un
papel
celeste,
y
entonces
jugábamos
de
misa.
Mi
papá,
obviamente,
era
el
cura.
Luego,
cuando
se
hizo
más
grande,
fue
monaguillo
de
la
iglesia
de
la
Agonía.
Y
todo
iba
encaminado:
la
religión
sería
su
vida.
Pero
un
fantasma
empezó
a
recorrer
Alajuela:
el
comunismo.
Como
ya
dijimos,
mi
bisabuela
se
murió
cuando
mi
papá
tenía
diez.
Entonces
él
volvió
a
casa
de
mis
abuelos.
Llegaron
los
años
setenta
y
mi
papá,
que
ya
era
todo
un
adolescente,
empezó
a
interesarse
cada
vez
más
por
la
lectura.
Específicamente
por
la
literatura
de
izquierda.
Y
sin
contar
con
la
teología
de
la
liberación,
en
las
corrientes
comunistas
Dios
no
existe,
es
un
invento
para
mantener
a
las
masas
sometidas,
para
que
no
se
involucren
en
la
lucha
de
clases.
Y
fue
ahí
que
mi
papá
rompió
con
la
idea
de
Dios.
Y
no
solo
fue
la
ideología,
fue
también
que
mi
papá
encontró,
en
la
comunidad
de
izquierda
del
país,
un
lugar
al
cual
pertenecía.
Encontró
un
grupo
muy
distinto
al
de
su
familia,
de
quienes
cada
día
se
distanciaba
más.
Yo
en
la
casa,
comía,
participaba,
pero
no…
no
interactuaba
socialmente.
No
me
integraba,
no…
nada,
no.
Vivía
afuera.
Y
me
imagino
el
por
qué
de
ese
distanciamiento.
Mi
papá
absorbía
todas
esas
ideas
de
izquierda
y
le
chocaba
la
devoción
a
Dios
tan
grande
de
su
familia.
Además,
había
otra
razón
por
la
que
mi
papá
nunca
estaba
en
su
casa:
las
constantes
agresiones
de
mi
abuelo,
un
hombre
machista
y
violento.
Logré
rescatar
un
armario
con
llave
donde
guardaban
mis
libros,
sobre
todo.
Y
entonces,
cuando
mi
papá
se
ponía
en
las
agresiones
y
todo
eso,
me
volaban
el
candado
del
armario,
sacaban
los
libros
y
ahí
era
la
condena
de
“comunista”»
de
lo
que
andaba
leyendo,
y
no
qué,
me
botaban
los
libros.
Esto
a
pesar
de
que
mi
papá
no
hablaba
nada
sobre
el
comunismo
en
la
casa
de
mis
abuelos.
No
entraba
en
discusiones,
ni
trataba
de
evangelizar
en
la
casa,
nada.
A
diferencia
de
mis
abuelos.
Pero
pasaba
que
cuando
criticaba
algo
de
la
iglesia
o
la
religión
católica,
siempre
salía
el
argumento
de
Marisa.
Pero
cómo
usted
Juan
Diego,
que
tiene
que
agradecerle
a
Marisa”.
Pero
para
mi
papá
Marisa
pasó
a
ser
un
invento,
como
un
mito.
Y
el
milagro,
fe.
El
problema
es
que
nadie
puede
decir
nada
con
certeza.
No
hay
hechos,
todo
está
demasiado
borroso
y
parece
que
la
historia
que
todos
cuentan
ahora
es
la
más
conveniente:
no
estaba
claro
cómo
fue
que
mi
papá
sobrevivió,
entonces
obviamente
tuvo
que
ser
un
milagro.
Mi
papá
no
tiene
ni
idea
de
cómo
sigue
vivo,
entonces
todo
fue
gracias
a
la
fe
inquebrantable
de
su
mamá
y
de
su
abuela.
Pero
algo
es
cierto:
desde
la
adolescencia,
la
niña
Marisa
desapareció
de
la
vida
de
mi
papá.
Todos
nos
acordamos
de…
de
saber
que
tenías
un
tumor,
de
la
polio,
de
todo
esto,
pero
nunca
habíamos
escuchado
de
Marisa.
Cierto.
Nunca,
nunca,
nunca.
¿Por
qué?
Di
no
sé.
No
sé.
No
sé…
Diay,
no
lo
tengo
como
un
recurso
en
mi
historia.
No
lo
tengo
como
un
recurso
narrativo.
Porque,
claro,
¿cómo
va
uno
a
proclamarse
ateo
con
un
milagro
a
cuestas?
Todos
lo
hacemos:
ocultar
partes,
etapas
de
nuestra
vida
que
van
en
contra
de
la
imagen
que
queremos
proyectar.
Entonces
en
mi
familia
corren
narrativas
paralelas.
Una,
la
de
mi
papá,
es
la
desaparición
inexplicable
de
su
tumor.
La
otra,
la
que
sostiene
principalmente
mi
tía
Rita,
es
la
del
milagro
de
la
niña
Marisa.
Rita
sabe
que
mi
papá
no
cree
que
fue
un
milagro
pero
no
le
afecta.
Tía,
yo,
una
de
las
cosas
que
para
es
como
importante
de
esto
es
como
que…
di,
en
mi
casa
nunca
fuimos
como
muy
religiosos,
¿verdad?,
mi
papá
no…
no
nos
llevaba
a
nosotros
a
la
iglesia
ni
nada.
Entonces
yo
quería
saber
como
¿cómo
percibió
usted
que
mi
papá…
lo…
lo
que
mi
papá
piensa
sobre
esto,
digamos,
sobre
el
milagro?
Eso
no
me
vale
a
nada,
ni
le
vale
a
Dios,
porque
Dios
tiene
una
manera
que
no
es
la
nuestra.
“Ni
mis
pensamientos
son
tus
pensamientos,
ni
mis
caminos
son
tus
caminos”,
lo
que
dice
Dios.
Entonces,
basado
en
eso,
yo
me
levanto
de
hombros
con
lo
que
digan
y
con
lo
que
hagan.
A
mi
tío
Arturo
sinceramente
le
da
un
poco
igual.
Y
es
que
el
ateísmo
de
mi
papá
nunca
ha
sido
causa
de
problemas
o
discusiones
en
la
casa.
Él
simplemente
ha
aprendido
a
evitar
todo
lo
que
tiene
que
ver
con
la
religión.
Con
mi
familia
tengo
una
relación
afectiva.
No
trato
ni
en
la
política,
ni
en
lo
religioso.
Pero
entonces
llegó
el
año
pasado.
Y
a
mi
papá
de
repente
lo
convoca
la
conferencia
episcopal.
Todo
empezó
un
día
que
mi
tía
Rita
fue
a
comprar
un
periódico
que
se
llama
el
Eco
Católico.
Me
fui
a
comprar
el
Eco
y
lo
leí
y
me
di
cuenta
que
en
la
Curia
Metropolitana
estaban
haciendo
indagaciones
de
personas
que
tuvieran
conocimiento
de
algún
milagro
hecho
por
Marisa.
Y
por
supuesto
mi
tía
Rita
vio
el
milagro
de
mi
papá
como
un
perfecto
ejemplo
de
los
poderes
de
Marisa.
El
anuncio
tenía
un
correo
electrónico
y
unos
números
de
contacto.
Rita
llamó
y
fue
varias
veces
a
dejar
sus
datos
hasta
que
un
día
la
llamaron
de
vuelta
y
le
dieron
una
cita
en
la
Conferencia
Episcopal.
Le
pidieron
los
nombres
y
los
teléfonos
de
las
personas
que
pudieran
dar
testimonio.
La
primera
persona
en
la
que
pensó
Rita
fue
Arturo.
Y
la
segunda,
pues,
¿por
qué
no
el
del
milagro
que
cree
que
no
fue
milagro?
Mi
papá.
Los
de
la
Conferencia
trataron
de
contactar
a
mi
papá,
pero
no
pudieron
porque
estaba
en
Panamá
en
un
viaje
de
trabajo.
Entonces
Rita
me
dijo:
“Necesitan
hablar
con
usted,
en
el…
es
que
no
me
dijo
“en
la
Conferencia”,
me
dijo:
“el
Tribunal
Eclesiástico”,
¿verdad?
¿Tribunal?
A
toda
esa
vara
de
la
ley
me
da
pavor.
¿Qué
habré
hecho,
ya?
Entonces,
ya
después
le
pregunté:
“¿Y
qué
será?
¿Vos
sabés
qué
es?”.
Me
dice:
“Sí,
tiene
que
ver
con
lo
de
Marisa,
con
lo
del
milagro
de
Marisa”.
Dijo
que
bueno,
que
lo
llamaran.
Y
yo
fui
como
un
compromiso
con
mi
hermana,
porque
ella
estaba
muy…
se
sentía
muy
comprometida
porque
a
ella
fue
a
la
que
le
dijeron
que
me
llevara,
¿no?
Entonces
yo…yo
con
eso…
la
parte
afectiva
con
mis
hermanos,
la
tengo
muy
clarita.
Yo
a
ellos
les
ayudo
en
todo
lo
que
pueda
y…
y
no
los
cuestiono
nada
de
Dios,
ni
nada
de
eso.
Yo
voy
a
todo.
Pero
ni
entendía
qué
era
lo
que
tenía
que
hacer.
Aunque
quería
ir,
también,
casi
por
pura
curiosidad,
por
puro
juego.
Cuando
me
llamaron
del
Tribunal
Eclesiástico,
yo
que
vacilaba.
Decía:
“Bueno,
¿pero
incluye
el
viaje
a
Roma?”.
Entonces,
pero
la
verdad
que
no
tenía
idea
de
lo
que
eso
puede
significar.
Aquí
tengo
que
aclarar
que
lo
que
van
a
escuchar
es
una
recreación
del
día
de
la
audiencia.
El
28
de
agosto
del
2019,
en
San
José.
Entonces
mi
papá
llegó
a
la
Conferencia
Episcopal
con
mi
tía
Rita,
mi
tío
Arturo
y
mi
hermano
Nico.
Los
recibieron
un
padre
y
una
mujer
que
iba
a
ayudar
a
tomar
la
declaración.
El
inicio
fue
un
poco
informal.
Mi
tía
Rita,
junto
a
Arturo
y
mi
papá,
contaron
la
historia
del
milagro,
la
que
ustedes
acaban
de
escuchar.
Eligieron
a
Rita
para
dar
la
declaración
y
de
inmediato
las
cosas
tomaron
un
tono
más
formal.
Doña
Rita,
le
voy
a
pedir
muy
amablemente
que
ponga
la
mano
derecha
sobre
la
sagrada
Virgen
y
que
diga
su
nombre,
porque
es
una
declaración
bajo
juramento.
Todo
esto
después
tenemos
que
mandarlo
a
Roma.
Todo
toma
un
aire
de
solemnidad.
Yo,
Rita
María
Pacheco
Murillo
juro
por
Dios
y
estos
Santos
Evangelios
decir
la
verdad
y
solo
la
verdad.
Sobre
los
artículos
y
cualquier
otra
cosa
que
me
fuere
preguntada
referente
al
asunto…
Luego
empiezan
las
preguntas.
Primera
pregunta:
¿conoció
usted
a
la
joven
María
Isabel
Acuña
Arias?
No
la
conocí.
¿Qué
sabe
de
su
historia
familiar?
Lo
que
dice
el
pequeño
libro.
Se
refiere
al
librito
que
mi
tío
Arturo
salía
a
vender.
¿Sabe
usted
cómo
y
cuándo
se
entera
María
Isabel
de
la
enfermedad
que
le
empezó
a
aquejar?
Lo
que
dice
el
librito.
Según
mi
papá,
el
padre
descuartizó
a
Rita
y
a
Arturo.
Porque
eran
22
preguntas,
todas
eran
relacionadas
con
la
vida
de
Marisa,
que
nadie
había
visto
a
Marisa
viva.
Y,
claro,
la
respuesta
era
una
y
otra
vez:
“No
sé,
lo
que
dice
el
librito”.
El
padre
que
estaba
oyéndonos
no…
no
lo
estaba
tomando
en
serio,
¿ya?
¿Sabe
usted
cómo
vivió
María
Isabel
la
convalecencia
de
dicha
enfermedad?
No,
solo
lo
que
dice
el
libro.
Un
librito.
Personalmente
no
estoy
segura
de
que
ellos
prestaran
atención,
ni
el
sacerdote
ni
la
secretaria,
porque
ellos
hacían
las
preguntas
y
las
contestaban
ellos
mismos.
Solo
la
última
era:
“¿Y
qué
hizo
Marisa
para
que
te…”
y
ya
contaron
la
historia
del
milagro.
Pero
entonces
yo
veía
al
padre
siguiendo
todo
ese…
ese
protocolo
romano
y…
y
la
insensibilidad
con
la
gente.
Con
Rita,
por
ejemplo,
y
con
Arturo.
Mi
papá
se
refiere
al
tono
general
del
padre
durante
la
declaración:
solemne,
frío,
lleno
de
escepticismo
ante
el
milagro
que
Rita
y
Arturo
presentaban.
Supongo
que
tenía
algo
de
sentido.
Total,
es
una
investigación
y
para
la
iglesia
hay
una
diferencia
entre
un
santo
popular
y
un
santo
católico.
Tiene
que
haber
evidencia.
Él
quería
unas
evidencias
de
verdad,
hollywoodenses
del
milagro.
“¿Qué
pasó?
¿Cómo
supo
la
gente
que
era
un
milagro?”
La…la
gente
está
ahí,
caso
que
se
dan
cuenta
que
es
un
milagro.
La
gente
ve
que
hubo
sangre,
que
no
me
morí
y
están
contentos.
Alguien
dijo:
“Esto
fue
un
milagro”.
Pero
nadie
dijo:
“Vamos
a
documentar
esto,
que
no
qué”.
Al
final
leyeron
el
acta
que
quedó
escrita.
Eran
puros
“no
sé”,
“lo
que
decía
el
librito”
y
una
versión
muy
resumida
del
milagro.
Entonces
yo
dije:
“Yo
sigo
creyendo”,
se
lo
dije
a
ellos,
“yo
sigo
creyendo
en
la
intervención
milagrosa
de
Marisa
en
el
asunto
de
Juan
Diego.
Lo
que
ustedes
hayan
escrito
ahí,
queda
escrito.
Pero
no
es
la…
lo
que
yo
llevo
en
mi
corazón
de
la
certeza,
de
la
fe,
de
la
seguridad,
de
que
Marisa
intervino
para
que
Juan
Diego
saliera
adelante
en
forma
milagrosa”.
Y
es
que
esto
de
la
beatificación
significa
mucho
para
mi
tía.
A
me
gustaría
que
el
Espíritu
Santo
se
moviera
y
viera
que
en
realidad
Marisa
actúa
en
favor
de
la
gente,
estando
cerca
de
Dios.
Para
mí.
Entonces,
si
está
desocupada,
pongámosla
a
trabajar,
que
siga
actuando
a
favor
de
los
enfermos.
Pero
para
que
la
gente
pueda
acudir
a
ella
tiene
que
ser
conocida.
Ahí
entra
en
juego
la
beatificación.
Entonces
a
lo
que
me
gustaría
es
eso:
que
en
Roma
se
pusieran
vivos
y
se
dieran
cuenta
en
realidad
que
esta
chiquita
sirve,
que
esta
chiquita
funciona
y
que
nosotros
necesitamos
a
esta
chiquita.
Esa
acta,
en
teoría,
ya
se
fue
a
Roma.
Y
quién
sabe
qué
pasará
con
el
proceso
de
canonización
de
Marisa.
No
cuántas
personas
más
han
ido
a
presentar
sus
milagros
a
la
Conferencia
Episcopal.
Pero
si
Marisa
llega
a
ser
la
primera
santa
de
Costa
Rica,
es
posible
que
mi
papá,
ateo,
contribuyó
a
esto.
Me
pregunto
cómo
se
sentirá
el
papa
con
esa
información.
Le
escribí
por
Twitter,
pero
ni
me
respondió.
Y
especialmente,
¿cómo
se
sentirá
Dios?
Lo
del
testimonio
no
salió
muy
bien,
pero
esta
reintroducción
de
Marisa
en
la
vida
de
mi
papá
después
de
casi
50
años
lo
puso
a
pensar
no
tanto
en
qué
significa
Marisa
para
él,
sino
en
qué
significa
él
para
la
memoria
de
Marisa
y
para
aquellos
que
creen
en
su
santidad.
Ahora
pienso
que
si
yo
puedo
hacer
algo,
voy
tratar
de
hacer
algo.
Si
eso
le
puedo
dar
fe
a
alguna
gente
o
esperanza
de
algo,
¿ya?
Pudiera
ser,
¿ya?
O
sea,
si
es
necesario
convertirse
en
una
especie
de
símbolo
de
los
poderes
de
Marisa,
él
está
dispuesto
hacerlo.
¿Cree
él
que
lo
que
le
pasó
fue
un
milagro?
Si
significa
que
puede
dar
esperanza
a
las
personas
que
la
necesitan,
sí,
es
un
milagro.
¿Y
qué
creo
yo?
Bueno,
esa
ya
es
otra
historia.
Inti
Pacheco
es
periodista
y
vive
en
Nueva
York.
Esta
historia
fue
producida
por
Luis
Fernando
Vargas.
Luis
Fernando
vive
en
San
José,
Costa
Rica.
Muchas
gracias
a
Jorge
Vargas
y
a
Ana
Vega
por
prestarnos
sus
voces
para
este
episodio.
Este
episodio
fue
editado
por
Camila
Segura
y
por
mí.
La
música
y
el
diseño
de
sonido
son
de
Andrés
Azpiri.
Andrea
López
Cruzado
hizo
el
fact-checking.
El
resto
del
equipo
de
Radio
Ambulante
incluye
a
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Arévalo,
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Elsa
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Ulloa
y
Desirée
Yépez.
Fernanda
Guzmán
es
nuestra
pasante
editorial.
Carolina
Guerrero
es
la
CEO. Radio
Ambulante
es
un
podcast
de
Radio
Ambulante
Estudios,
se
produce
y
se
mezcla
en
el
programa
Hindenburg
PRO.
Radio
Ambulante
cuenta
las
historias
de
América
Latina.
Soy
Daniel
Alarcón.
Gracias
por
escuchar.
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► Lupa es nuestra app para estudiantes intermedios de español que quieren aprender con las historias de Radio Ambulante. Pruébala y encuentra más información en lupa.app. Hola, soy Jorge Caraballo, editor de crecimiento. En realidad no importa desde hace cuánto tiempo escuchas Radio Ambulante, si desde la primera temporada o desde hace ocho días, solo por el hecho de escuchar ya eres Deambulante. Pero, hay una manera de hacerlo oficial. Súmate hoy a Deambulantes, el nuevo nombre de nuestro programa de membresías. Tu contribución, no importa el monto, va a ayudarnos a mantener Radio Ambulante gratuito y de libre acceso para cualquier persona en el mundo. Y además vas a tener un año completo de beneficios. Súmate hoy en radioambulante.org/deambulantes. Y en nombre de todo el equipo ¡muchas, muchas gracias! Bienvenidos a Radio Ambulante, desde NPR. Soy Daniel Alarcón. La historia de hoy es… mística. De coincidencias increíbles o tal vez de algo menos terrenal. De lo inexplicable. Y comienza con María Isabel Acuña Arias, mejor conocida como la niña Marisa. Costarricense. Murió en 1954, con tan solo 13 años. Tuvo un tumor justo en la parte de atrás de la cabeza y era una chiquita que la conocían por ser muy católica, muy devota, muy religiosa. Él es Inti Pacheco. Es periodista, también costarricense. Inti ha estado investigando a la niña Marisa por unos meses. Más adelante sabrán por qué. Por ahora, continuemos con ella. Vivía en la provincia de Heredia. Y antes de enfermarse era conocida por ser muy bondadosa. Hay cuentos de que ella rezaba y ayudaba a la gente. Que cuando caminaba y veía a alguien, un indigente, le daba la plata que le daban a ella, no sé, para comer o para comprarse algo. Y que siempre ayudaba a la gente que… que no tenía recursos. Pero tenía un problema en su casa. Su papá no era católico, era evangélico. Entonces ella lo que le pedía a la Virgen y a Dios era que convirtiera a su papá. Y es que los evangélicos no adoran a los santos, ni a la Virgen María, símbolos fundamentales en el catolicismo. Tampoco creen en una sola iglesia universal, guiada por el Papa. Los protestantes no tienen una iglesia unificada, sino varias denominaciones, todas igualmente válidas. Pensemos en el contexto por un momento: años cincuenta, Heredia, en ese entonces una provincia prácticamente rural de Costa Rica. Un país pequeñito, conservador, muy católico. Pues, tiene sentido que Marisa sintiera angustia. Ser evangélico iba en contra de las creencias católicas. Y Dios era una figura temida en esos tiempos. Abandonar el catolicismo era, a su entender, desobedecer su palabra, condenarse a un castigo eterno. Marisa no quería eso para su papá, para su familia. En todo esto, Marisa se enfermó. Un tumor cerebral. Cáncer. Pero, según cuentan, una monja de su colegio le dice que su mal puede tener un propósito. Le dice: “¿Por qué no le ofrece su dolor a Dios para que convierta a su papá?”. Mejor dejar esto claro desde el comienzo, sin ganas de ofender. A Inti se le sale una risita aquí, pues, porque no es creyente. Entonces para él todo esto es ajeno. Para mí eso es raro. O sea, yo no me imaginaba que era algo así. Entonces es básicamente ella: “OK, voy a sufrir para que mi papá sea católico”. Pero en todo caso, eso se supone que es muy bondadoso, muy bueno. Y por eso la consideran que era como demasiado buena. Y una niña de Dios. Marisa se negó a tener tratamiento para el tumor y dicen que hasta quedó ciega. Dedicó su sufrimiento a Dios y, a su manera, funcionó. Su papá se convirtió en católico, antes de que ella se muriera. Y entonces yo creo que desde ahí, diay, todo el mundo decía que… que era una niña que podía hacer milagros, en teoría. Aunque ella lo conversaba con su papá, le pedía que se convirtiera. Pero bueno, cuando lo hizo todo el mundo lo tomó como un milagro. Y en Heredia, Marisa es una especie de celebridad católica. La gente va a su tumba y le deja cartas para pedirle favores. Milagritos o milagrotes. Ya sé qué se están preguntando. ¿Qué tiene que ver todo esto de milagros y la niña Marisa con Inti, un ateo? ¿Por qué le terminó interesando la vida de Marisa? Bueno, la respuesta está en una historia familiar que descubrió hace poco. Aquí Inti. A mediados del 2019 mi papá envió un mensaje al grupo de WhatsApp de la familia. Decía, como en broma: “Soy producto del milagro de Maritza, la niña de Heredia. Me han llamado del tribunal que aprueba santos. Mañana voy como prueba. Espero que me lleven a Roma”. Lo primero que pensé fue: “¿Cuál Maritza? ¿Cuál milagro?”. Y lo segundo: “Pero si mi papá es ateo”. Este es él: se llama Juan Diego. No me acerco a nadie con los conceptos de la fe. Ni lo incluyo, ni lo manejo de ninguna forma. Y esto se veía en nuestra casa. Nunca nos enseñaron nada de Dios, ni siquiera estamos bautizados. Todo lo que se refiere a los rituales católicos es un poco extraño para nosotros. Y de Marisa y el milagro, menos. No recuerdo escuchar nada. Ni como anécdota. La primera vez que supe de Marisa fue con ese mensaje de Whatsapp. Me dio mucha curiosidad todo y seguí preguntando. Resulta que iba a ir a la Conferencia Episcopal a testificar por un milagro. Un milagro que le ocurrió a él. Es que en el 2018, la iglesia Católica costarricense pidió al Vaticano iniciar el proceso de beatificación y canonización de la niña Marisa, pasos previos para convertirla en santa. Sería la primera santa tica. El proceso involucra una investigación sobre la vida de Marisa, sus acciones bondadosas en vida y los milagros que ha hecho después de muerta. Por ahora es “sierva de Dios”, que es el primer grado para llegar a ser santa. Se obtiene cuando la iglesia presenta un informe sobre la vida de la persona y sus virtudes. Entonces, el milagro de mi papá. Era 1959, cinco años después de la muerte de Marisa. Mi papá tenía dos años solamente. No recuerda nada, solo sabe lo que le han contado. Mi abuela ya se murió, y mi familia ya no le habla a mi abuelo por problemas irreconciliables. Y yo apenas lo he visto una o dos veces en mi vida. Pero conozco a dos personas que sí recuerdan lo que pasó. Mi tía Rita… Soy una mujer muy contenta de ser mujer. Tiene 70 años, para ese entonces tenía nueve. Es la hermana mayor de mi papá. La mayor de 11 hijos. Y este es mi tío Arturo, tiene 69… Muy bien vividos. Él tenía ocho en ese entonces. Vivían en Alajuela, una provincia vecina de Heredia, de donde era Marisa. Alajuela en esa época podemos decir que se vivía un ambiente rural. Y el vecindario era un territorio fabuloso para explorar. No conocíamos de ningún problema, de gente que nos quisiera hacer daño, ni de ladrones, ni de asaltantes, ni de nada. Para ella y para todos los niños del barrio, los días eran estudiar y luego jugar en la calle. Siempre cerca de la iglesia de la Agonía. Nuestras diversiones eran muy simples: con dos tablas y una silla hacíamos un cohete lunar y llegábamos a las estrellas. Venirnos en unos cartones desde la… las las gradas de la agonía hasta el zacate. Era muy simple, muy rural, muy amena. Una vida muy agradable. Una vida agradable, pero también muy simple. Mi tío Arturo, el segundo después de Rita, siempre es irónico cuando describe cómo vivían. Yo vengo de una de las familias más acomodadas de Alajuela, porque en realidad nosotros éramos once hermanos y solo habían dos cuartos, si no nos acomodamos bien, no cabíamos (risas). No tenían plata. Y como muchas familias en ese tiempo, eran muy religiosos. Los abuelos, eh, paternos, con los que teníamos mucha relación, nos cuidaban mucho, nos visitaban mucho. Y siempre estaban metiéndonos religión. En casa de mami siempre se rezaba el rosario por las noches e íbamos a la iglesia. Los hermanos fueron monaguillos. Siempre, siempre en la familia, Dios fue el proveedor, el sanador, el ayudador, el cuidador. Para ese entonces, como ya dijimos, mi papá tenía tan solo dos años. Pero ya era conocido en el barrio. Lo conocían especialmente porque Juan Diego tenía colochitos medio rubios y los ojos azules, los ojos celestes. El único de los hermanos con ojos azules. Por una razón probablemente racista, todo el mundo vivía fascinado con eso. Le decían… Querubín, el angelito, el niño lindo. Un día estaba jugando en la cama y se cayó. Se golpeó la cabeza. A los pocos días se enfermó, parecía grave. Vómitos, fiebre, dolores de cabeza. Mandaron a llamar a un médico para que llegara a la casa a examinarlo. Mi tío Arturo se acuerda bien de ese día. Cuando dijo: “Hay que pasarlo de emergencia al hospital”, ahí tomé conciencia de que algo no andaba bien. Y sí, de inmediato se lo llevaron al hospital. Él iba a estar en el… como en un salón general con los niños y se decidió que él estaba tan grave que había que ponerlo mínimo en pensión media, donde la ge…. hubiese alguien siempre cuidándolo a él. Una pensión media era una habitación amplia dentro del hospital donde había pocos enfermos. Y la familia del enfermo tenía todos los permisos habidos y por haber: llevarles comida, llevarles cobija, llevarles juguetes, estar presentes todo el día. Pero para tener ese espacio había que pagar. Rita y Arturo no tienen idea de cómo hicieron mis abuelos para conseguir el dinero. De alguna manera se las arreglaron. Internaron a mi papá en la pensión y se armó todo un plan familiar para atenderlo. A mí, que era la mayor, y a Arturo, nos dijeron: “Juan Diego está grave, hay que ayudar”. Ayudar significaba mucho. Ayudar era: cuidar a los hermanillos en la tarde, ayudarle a la abuela, eh, ayudarle a la tía que venía a cocinar y atender a los chiquillos, ayudar con los mismos chiquillos que no dieran más lata de lo que dan siempre. Rita también empezó a ir todas las tardes a cuidar a mi papá, después de la escuela. Iba dos o tres horas. Ya sea para darle el chupón o para hablarle, contarle cuentos. Cualquier cosa. Por las noches lo cuidaban o mi abuela, o alguna tía o alguna vecina. Mi papá nunca estuvo solo en el hospital. Arturo fue unas veces a visitarlo también. Para mí fue impactante verlo en la cuna como estaba. Y yo presentía que algo grave iba a pasar porque era… se veía muy, muy mal. Y las enfermeras comentaban que estaba muy delicado, que tal vez no iba a sobrevivir. Y más o menos una semana después de que fue internado… Se define que él tiene un tumor. Más exactamente una meningitis tumoral. Parecía grave. Entonces, por ser un pequeño, un niño, son muchos los doctores que llegan y que asisten a Juan Diego. Muchos los doctores que se involucran. El pronóstico era que mi papá se iba a morir si no se hacía algo. Pero mis abuelos fueron tajantes con los doctores: a ese niño no lo operan. Creo que era esta sensación de que si lo operan se muere y si no lo operan se muere. Que no tenga que sufrir tanto de una operación. Me imagino yo que ellos sabían que la ciencia, pues sí, pero no. O sea, que en ese tiempo, en 1959, la ciencia tenía limitaciones grandes. Porque ahí se hablaba de abrirle el cráneo, de hacerle… de taladrarle. Se hablaban con estas palabras que para… para un lego esas palabras son muy duras. Un lego, un niño. Pero mi bisabuela tenía un plan. Por unas amistades en Heredia, ella se había enterado de la niña Marisa y de sus “milagros” después de la muerte. Milagros pequeños, que se oían en las calles: que había arreglado una situación familiar, que había sacado a una familia de un apuro económico. También se hablaba de que ayudaba curando enfermedades nerviosas, cerebrales, óseas, de la piel. Tosferina, varices, tumores, reumatismo. También en ese tiempo se hablaba de un joven de 17 años que sufrió un accidente en moto. Tuvo hemorragias y fracturas múltiples, pero estas desaparecieron de repente gracias a Marisa, según sus seguidores. Y bueno, estos seguidores eran católicos de Heredia, gente que conocía a la niña Marisa e iban regando el rumor de sus milagros. Entonces mi bisabuela decidió rezarle a la niña Marisa, no sola, sino con todo el vecindario. Se rezó mucho. En la tarde chiquillos y en la noche adultos, pero llegaban los vecinos. Todos los vecinos estaban dispuestos a poner su Ave María para que Juan Diego se curara. Y es que eran tiempos en los que todos los vecinos del barrio se conocían y compartían entre ellos. Entonces, todos estaban dispuestos a rezar por mi papá. Todos los días, durante semanas. Durante tres semanas hubo reunioncitas de rezos y de rezos y de rezos. Todos creíamos en milagros, todos esperábamos un milagro. Un milagro de Dios a través de Marisa. Pero mi papá no mejoraba. Y para empeorar todo, enfermó de una gripe que se volvió neumonía. A la cuarta semana de estar internado en el hospital, el doctor le dijo a mis abuelos que mi papá no iba a pasar de la siguiente noche. Que se prepararan. Yo cierro mis ojos y yo veo a mi mamá cosiendo un vestidito azul con orilla roja y recuerdo el ataúd debajo de mi cama, porque se compró un ataudcito. Hasta ahí llegaron. No le puedo preguntar a mis abuelos si perdieron la fe de que Marisa haría el milagro, porque, pues una está muerta y el otro salió de nuestras vidas hace tiempo. Pero me imagino que lo que les decían los doctores les pesaba porque mi papá se veía en muy malas condiciones. Mis abuelos les contaron a mis tíos que probablemente mi papá se iba a morir, para prepararlos. Aunque la mayoría no entendía bien qué estaba pasando. Los mayores eran Rita y Arturo y, recordemos, solo tenían nueve y ocho años. Incluso, el concepto de muerte no lo tenía uno como muy… como muy claro, tampoco. Lo que era el dolor y la ausencia y estas cosas. Al día siguiente mi tía Rita fue a la escuela, como siempre. Después llegó a la casa y ayudó con el almuerzo. Y de ahí salió para el hospital. Yo entré al salón, llegué a donde estaba Juan Diego, y le vi la cara a Juan Diego y la almohada manchada. La almohada manchada de sangre y pus. Rita empezó a pegar gritos. Hasta ahí. Hasta ahí. Ya después de ahí ya no hay cordura. Salió corriendo para su casa. Ahí estaba mi abuela. Yo nada más llegué a mi casa y le dije a mi mamá: “Lo operaron y hay sangre en la almohada”. Rita entró en pánico porque mis abuelos habían dicho muy claramente que no operaran a mi papá. Mi abuelo no estaba en ese momento en la casa, andaba en un viaje de trabajo. Entonces mi abuela se fue sola para el hospital y regresó hasta la noche. Al día siguiente fue cuando se habló y se dijo que a Juan Diego se le había hecho un agujero y que por ahí se estaba vaciando el tumor. Esas fueron las palabras. Los doctores dijeron: “Es un milagro”. Ninguno puso mano en la cabeza de Juan Diego. Nadie tenía una explicación clara de cómo se había hecho ese hueco en la parte de atrás de la cabeza de mi papá. Ahí estaba un huequito muy redondo, muy redondo. Como si le hubieran puesto un… un troquel y le hubieran dado con un martillo. Por ahí, según mi tía Rita, salieron gotas de sangre y pus todos los días, durante un montón de meses, no recuerdan cuántos. Mi papá, por supuesto, tampoco lo recuerda. Para ella el milagro de la niña Marisa está claro: Ese es el milagro. Que a Juan Diego se le hiciera ese orificio para que se le saliera la infección. Sin que un doctor o cualquier persona en este planeta le pusiera un dedo encima. Mi papá escuchó toda su niñez sobre este milagro. Yo tenía sobre todo la versión de mi abuela, que me la contaba todo el tiempo, cómo fue que sucedió y cómo ella, mi mamá y Marisa hicieron como un frente común para rescatarme de las garras de la muerte, porque ya estaba dado por muerto. Y como que todo mundo había aceptado que era normal que me muriera, menos ellas ¿ya? Ellas dijeron: “No, no tiene por qué morirse. No se va a morir y no se murió”. Pero para él las cosas son menos místicas, menos grandiosas. Pero no fue que salió el tumor. Fue que se manchó la pus y sangre y no sé qué. Y entonces dijeron que era el tumor. Pero entonces dijeron: “No se murió ahora ¿ya? Pero todavía queda ahí. Nadie sabe si le salió, o si no le salió”, ¿ya? Si le salió o no le salió el tumor. Y es que no le hicieron más estudios para saber si todavía estaba ahí o no. Y los doctores que lo atendieron ya se murieron. Mi tío Arturo trabajó en la central telefónica del Hospital de Alajuela y dice que buscó el expediente de mi papá, pero no lo encontró. Yo también pregunté en el hospital si tenían algún registro para ver si hay alguna explicación, pero no, nada. Digamos que no hay forma de demostrar que fue un milagro o que no lo haya sido. Solo tenemos la palabra de mi familia. La fe de mi familia. Yo, por como fui criado, necesitaba algo más, algo más racional. Entonces hablé con un neurólogo para ver si tenía alguna teoría de lo que pudo haber pasado. Yo me llamo Alexander Parajeles Vindas. Soy un médico nacido aquí en Costa Rica. Médico neurólogo. El doctor Parajeles lleva 25 años ejerciendo su especialidad. Le conté sobre el diagnóstico de mi papá: meningitis tumoral. Hablamos siempre tomando en cuenta que no hay un expediente médico y que todo lo que diga el doctor no es más que una aproximación, una opinión dada con poca información. No es una verdad. Me dijo que ya no se usa el término meningitis tumoral. Nosotros le llamamos una meningitis por células de cáncer o meningitis carcinomatosa. Meningitis carcinomatosa es cuando células cancerígenas llegan a inflamar las meninges, que son esas membranas que cubren el sistema nervioso central. Pero una meningitis carcinomatosa no se drena. Por la caída que sufrió mi papá antes de que empezara lo del tumor y por la salida de líquidos, a Parajeles le suena más a un hematoma o a un absceso. Un hematoma es un coágulo de sangre que se forma por un trauma, en este caso sería la caída. Y un absceso cerebral es una acumulación de bacterias que se inflama y forma una hinchazón. Los hematomas y los abscesos sí pueden drenarse, esto explicaría lo de las gotas de sangre y el pus en el caso de mi papá. Entonces, para el doctor Parajeles estamos frente a un caso de diagnóstico equivocado. Y es que en esa época era difícil examinar el cerebro. Los dos métodos diagnósticos actuales, que es el TAC y la resonancia, sabemos que en los años sesentas no existía eso, por un lado. Eso hace que la posibilidad de los diagnósticos que se confundan con un tumor maligno son muchos. Probablemente fue un hematoma. Nada de cáncer. Pero, bueno, en el Hospital de Alajuela todos estaban convencidos de que era un tumor maligno, un tumor que iba a matar a mi papá. Además, la parte del milagro que no se explica es el hueco que se le hizo a mi papá en la cabeza sin que supuestamente nadie interviniera. Eso es lo que el médico no me pudo contestar. En fin, como dos semanas después del supuesto milagro le dieron de alta a mi papá y listo, se acabó la historia del tumor. Y todos simplemente asumieron que iba a estar bien después de que salieron las gotas de sangre. Ese es el milagro. Fue un milagro, digamos, de Alajuela. No tembló. No se apagó. No… no… no hubo rayos. No cayó fuego del cielo. No pasó nada, solo que no me morí, ¿ya? O sea, no fue un milagro de proporciones bíblicas, de esos espectaculares como separar el mar, o caminar sobre el agua, o convertir agua en vino. Simplemente mi papá no se murió cuando los médicos dijeron que se iba a morir. Después de la pausa, la vida de Juan Diego como un niño milagro. Ya volvemos. Este podcast y el siguiente mensaje son patrocinados por la Fundación Marguerite Casey, construyendo una mayor libertad para que los agentes de cambio puedan construir una economía verdaderamente representativa. La Fundación Marguerite Casey tiene la convicción de que los trabajadores y sus familias deben poder moldear nuestras instituciones, nuestra democracia y nuestra economía. Conoce más sobre la Fundación en www.caseygrants.org, y conéctate con la Fundación en Facebook y Twitter en @caseygrants. Cambiando el poder, empoderando la libertad. El mundo es un lugar complejo, pero conocer el pasado nos puede ayudar a entenderlo mucho mejor. Throughline es el nuevo podcast de historia de NPR. Cada semana se adentran en las historias y momentos olvidados que han dado forma a nuestro mundo. Throughline. La historia como nunca la has escuchado. Este podcast y el siguiente mensaje son patrocinados por ‘The Land I Trust,’ un podcast de Sierra Club que presenta a personas compartiendo sus experiencias en torno a temas ambientales y de justicia. Esta temporada nos trae historias únicas sobre transición energética y transformación comunitaria en medio del creciente movimiento por la justicia ambiental, racial y climática. Escucha la cuarta temporada de ‘The Land I Trust’ en el sitio sc.org, en Apple Podcasts o donde sea que escuches tus podcasts. Ya sea que hablemos de las protestas de atletas, la prohibición de que los musulmanes ingresen al país, la violencia con armas de fuego, la reforma educativa o la música que te está dando vida en este momento, la raza es el subtexto de gran parte de la historia estadounidense. Y en Code Switch, de NPR, ese subtexto se vuelve texto. Suscríbete y escucha todos los miércoles. Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón. Antes de la pausa contábamos la historia del supuesto milagro que le sucedió a Juan Diego, el papá de Inti. Un tumor maligno en la cabeza que una noche se drenó. Aunque Inti habló con un neurólogo y le dijo muy certeramente que los tumores malignos no se drenan, que debió ser otra cosa, un hematoma, un absceso. En fin, lo que nadie puede explicar es el huequito que se le hizo en la cabeza a Juan Diego, porque los doctores que lo atendieron en ese momento juraron que no lo habían tocado. Ahora seguía la vida como un niño que se había salvado de la muerte gracias a un milagro. Pero no sería una vida tan fácil. Inti nos sigue contando. El milagro tal vez salvó a mi papá de la muerte, pero no de la enfermedad. Después de que salí del tumor, vino toda la consecuencia de la polio, de la meningitis y una cosa de bronconeumonía. A mi papá lo que más lo marcó fue la polio. Tengo monoparexia, que es una pérdida de fuerza en este brazo. Bueno, tengo la pierna más corta, tengo la cadera cambiada. Además perdió la audición en un oído. Y progresivamente irá perdiendo fuerza en los músculos que lo sostienen y que le permiten funcionar. Y por los cuidados especiales que necesitaba, decidieron que lo mejor era que se quedara con mis bisabuelos, donde había más espacio y podían darle una atención más personalizada. Además, por tener los ojos azules, era el preferido de mi bisabuela. No había discusión en eso. Vivió ahí desde los dos años hasta los diez, cuando mi bisabuela se murió. En el hospital las terapias eran brutales. Escuchen bien, que esto que describe quizá sea un poco difícil de visualizar. Me hicieron unas cosas de tela que me ponían en el cuello. Me subían, me sostenían como con un mecate, como que estuviera ahorcado. Y en esa posición me hacían… me untaban yeso, toda la vara, y hacían un molde. Y entonces yo después tenía que andar con ese molde todo el tiempo y dormir en este molde. O sea con ayuda de un pañuelo que sostenía su cabeza y lo mantenía recto, lo iban envolviendo en yeso para ayudar a enderezar su columna. Imagínense como si estuvieran envolviendo una momia. Rita recuerda otra de las terapias. Era como una camiseta sin mangas de la cual salía una varilla y en la varilla había un sombrero que se le amarraba a Juan Diego… una gorra que se le amarraba a Juan Diego debajo de la barbilla con unos broches especiales para que él anduviera con la columna erecta y la cabeza sostenida. Esto ya suena un poco menos como a terapia y más como a tortura de la inquisición, la verdad. Mi papá lo cuenta mejor que nadie: A mí me armaban. Me ponían a dormir en una cama de yeso. Todo era una… una trifulca. Una trifulca. Un desmadre. Un enredo. Pero no todo era negativo, también había diversión. Y atención, porque mi papá era un niño milagro dentro del círculo de mi bisabuela. La gente llegaba a la casa a ver al niño que se había curado. Se convirtió en una especie de celebridad. Todo eso vino a favorecer mi vida. Realmente toda esa cosa, todo ese mito, ¿ya? Fue hasta comercialmente muy bueno, porque yo a los seis años iba con el cartero a cantar… a cantar rezos de… de diciembre, del primero al 24, ¿ya? Imagínense, un niño milagro cantando rezos al lado del cartero. Pero además con el detalle de que, por la polio, le ponían unos aparatos. Claro es que yo me imagino… es que yo creo que el milagro mío fue no darme cuenta lo que me pasaba, porque yo no me imagino cómo me veía yo con aparatos de pies a cabeza, ahí con corsé. El cartero le pagaba unos centavos. Pero no solo eran los rezos de diciembre. Teníamos en enero la fiesta del Santo Cristo de Esquipulas, después teníamos Semana Santa. Todas esas agendas llenas, ¿ya? Entonces… Y yo no sabía, pero yo era una atracción, ¿ya?, en ese momento. Una atracción. Mi tío Arturo, por otro lado, se encargaba de vender un librito que escribió un sacerdote que conoció el caso de Marisa. Es una especie de biografía. La familia de mi papá quería que todo el mundo conociera a la niña Marisa y su don. Yo decía: “Mire, es que que yo tuve un hermano que casi se muere y esta santa lo salvó”. Y entonces yo sabía algo de la santa: que era de Heredia y que ella había tenido una enfermedad también, y que ella quería que el papá se convirtiera. Y yo hablaba, pero hablaba sobre todo de lo de Juan Diego. Entonces la gente me compraba las postalitas y me compraba el librito. Las postalitas eran de Marisa y también las vendían. Todos mis tíos las cargaban en las mochilas para venderlas en la escuela y usaban el dinero que recogían para comprar más postalitas. No era negocio: la misión era dar a conocer a Marisa. Mi papá tenía una postal especial para él, con la que según mi bisabuela, se podía curar de las migrañas que le dieron por años después de que se enfermó, hasta que fue un adolescente. Cuando le dolía la cabeza él mismo iba a buscarla para ponérsela en la frente. Y se le curaban. O por lo menos eso dice él. Mis abuelos hasta hicieron una peregrinación desde Alajuela hasta la tumba de Marisa. Una caminata como de tres horas. Papi y mami traen a Juan Diego de Alajuela alzado a pie hasta el cementerio. Y contratan un bus que nos traen a todos los chiquillos que habíamos rezado, a las abuelas, a los tíos, a los primos. Como 25 personas, 30 personas veníamos en el bus y nos traen al cementerio de Heredia. Rita recuerda una foto de mi papá lleno de aparatos al lado de la tumba. Entonces, sí, decir que Marisa era parte importante de la vida de toda la familia es quedarse corto. Se volvieron devotos a ella. Como si fuese una santa. Y es que eran tiempos difíciles, la salud de mi papá estaba muy frágil. Yo siempre fui educado que me iba a morir en cualquier momento, que era lo normal. ¿Y… y te acuerdas de qué significaba eso? No, nada más que me iba a morir. Nada más. Pero un niño que le digan: “Se va a morir”. No, no, no, sonaba, digamos, no lo tenía asociado con nada de que fuera malo, ni nada. Como que me iban a desconectar o algo así, ¿ya? Como ya dijo mi tío Arturo, la muerte es un concepto difícil de entender cuando uno es pequeño. Pero imagínense lo que significa para la familia: vivir con esa incertidumbre de que un hijo, en cualquier momento, se puede morir. Hay que aferrarse a algo. En este caso fue a Dios, y a la niña Marisa, que ya lo había salvado una vez. Para mis abuelos y bisabuelos el camino lógico para mi papá era convertirse en sacerdote. Como una forma de agradecimiento a Marisa. Mi papá recuerda que mi bisabuelo quitó su taller de carpintería y le construyó una iglesia para que jugara. Con altar y toda la cosa, ¿ya? Con unos angelotes que habían conseguido, habían pegado un papel celeste, y entonces jugábamos de misa. Mi papá, obviamente, era el cura. Luego, cuando se hizo más grande, fue monaguillo de la iglesia de la Agonía. Y todo iba encaminado: la religión sería su vida. Pero un fantasma empezó a recorrer Alajuela: el comunismo. Como ya dijimos, mi bisabuela se murió cuando mi papá tenía diez. Entonces él volvió a casa de mis abuelos. Llegaron los años setenta y mi papá, que ya era todo un adolescente, empezó a interesarse cada vez más por la lectura. Específicamente por la literatura de izquierda. Y sin contar con la teología de la liberación, en las corrientes comunistas Dios no existe, es un invento para mantener a las masas sometidas, para que no se involucren en la lucha de clases. Y fue ahí que mi papá rompió con la idea de Dios. Y no solo fue la ideología, fue también que mi papá encontró, en la comunidad de izquierda del país, un lugar al cual pertenecía. Encontró un grupo muy distinto al de su familia, de quienes cada día se distanciaba más. Yo en la casa, comía, participaba, pero no… no interactuaba socialmente. No me integraba, no… nada, no. Vivía afuera. Y me imagino el por qué de ese distanciamiento. Mi papá absorbía todas esas ideas de izquierda y le chocaba la devoción a Dios tan grande de su familia. Además, había otra razón por la que mi papá nunca estaba en su casa: las constantes agresiones de mi abuelo, un hombre machista y violento. Logré rescatar un armario con llave donde guardaban mis libros, sobre todo. Y entonces, cuando mi papá se ponía en las agresiones y todo eso, me volaban el candado del armario, sacaban los libros y ahí era la condena de “comunista”» de lo que andaba leyendo, y no sé qué, me botaban los libros. Esto a pesar de que mi papá no hablaba nada sobre el comunismo en la casa de mis abuelos. No entraba en discusiones, ni trataba de evangelizar en la casa, nada. A diferencia de mis abuelos. Pero sí pasaba que cuando criticaba algo de la iglesia o la religión católica, siempre salía el argumento de Marisa. Pero cómo usted Juan Diego, que tiene que agradecerle a Marisa”. Pero para mi papá Marisa pasó a ser un invento, como un mito. Y el milagro, fe. El problema es que nadie puede decir nada con certeza. No hay hechos, todo está demasiado borroso y parece que la historia que todos cuentan ahora es la más conveniente: no estaba claro cómo fue que mi papá sobrevivió, entonces obviamente tuvo que ser un milagro. Mi papá no tiene ni idea de cómo sigue vivo, entonces todo fue gracias a la fe inquebrantable de su mamá y de su abuela. Pero algo es cierto: desde la adolescencia, la niña Marisa desapareció de la vida de mi papá. Todos nos acordamos de… de saber que tenías un tumor, de la polio, de todo esto, pero nunca habíamos escuchado de Marisa. Cierto. Nunca, nunca, nunca. ¿Por qué? Di no sé. No sé. No sé… Diay, no lo tengo como un recurso en mi historia. No lo tengo como un recurso narrativo. Porque, claro, ¿cómo va uno a proclamarse ateo con un milagro a cuestas? Todos lo hacemos: ocultar partes, etapas de nuestra vida que van en contra de la imagen que queremos proyectar. Entonces en mi familia corren narrativas paralelas. Una, la de mi papá, es la desaparición inexplicable de su tumor. La otra, la que sostiene principalmente mi tía Rita, es la del milagro de la niña Marisa. Rita sabe que mi papá no cree que fue un milagro pero no le afecta. Tía, yo, una de las cosas que para mí es como importante de esto es como que… di, en mi casa nunca fuimos como muy religiosos, ¿verdad?, mi papá no… no nos llevaba a nosotros a la iglesia ni nada. Entonces yo quería saber como ¿cómo percibió usted que mi papá… lo… lo que mi papá piensa sobre esto, digamos, sobre el milagro? Eso no me vale a mí nada, ni le vale a Dios, porque Dios tiene una manera que no es la nuestra. “Ni mis pensamientos son tus pensamientos, ni mis caminos son tus caminos”, lo que dice Dios. Entonces, basado en eso, yo me levanto de hombros con lo que digan y con lo que hagan. A mi tío Arturo sinceramente le da un poco igual. Y es que el ateísmo de mi papá nunca ha sido causa de problemas o discusiones en la casa. Él simplemente ha aprendido a evitar todo lo que tiene que ver con la religión. Con mi familia tengo una relación afectiva. No trato ni en la política, ni en lo religioso. Pero entonces llegó el año pasado. Y a mi papá de repente lo convoca la conferencia episcopal. Todo empezó un día que mi tía Rita fue a comprar un periódico que se llama el Eco Católico. Me fui a comprar el Eco y lo leí y me di cuenta que en la Curia Metropolitana estaban haciendo indagaciones de personas que tuvieran conocimiento de algún milagro hecho por Marisa. Y por supuesto mi tía Rita vio el milagro de mi papá como un perfecto ejemplo de los poderes de Marisa. El anuncio tenía un correo electrónico y unos números de contacto. Rita llamó y fue varias veces a dejar sus datos hasta que un día la llamaron de vuelta y le dieron una cita en la Conferencia Episcopal. Le pidieron los nombres y los teléfonos de las personas que pudieran dar testimonio. La primera persona en la que pensó Rita fue Arturo. Y la segunda, pues, ¿por qué no el del milagro que cree que no fue milagro? Mi papá. Los de la Conferencia trataron de contactar a mi papá, pero no pudieron porque estaba en Panamá en un viaje de trabajo. Entonces Rita me dijo: “Necesitan hablar con usted, en el… es que no me dijo “en la Conferencia”, me dijo: “el Tribunal Eclesiástico”, ¿verdad? ¿Tribunal? A mí toda esa vara de la ley me da pavor. ¿Qué habré hecho, ya? Entonces, ya después le pregunté: “¿Y qué será? ¿Vos sabés qué es?”. Me dice: “Sí, tiene que ver con lo de Marisa, con lo del milagro de Marisa”. Dijo que bueno, que lo llamaran. Y yo fui como un compromiso con mi hermana, porque ella sí estaba muy… se sentía muy comprometida porque a ella fue a la que le dijeron que me llevara, ¿no? Entonces yo…yo con eso… la parte afectiva con mis hermanos, la tengo muy clarita. Yo a ellos les ayudo en todo lo que pueda y… y no los cuestiono nada de Dios, ni nada de eso. Yo voy a todo. Pero ni entendía qué era lo que tenía que hacer. Aunque quería ir, también, casi por pura curiosidad, por puro juego. Cuando me llamaron del Tribunal Eclesiástico, yo que vacilaba. Decía: “Bueno, ¿pero incluye el viaje a Roma?”. Entonces, pero la verdad que no tenía idea de lo que eso puede significar. Aquí tengo que aclarar que lo que van a escuchar es una recreación del día de la audiencia. El 28 de agosto del 2019, en San José. Entonces mi papá llegó a la Conferencia Episcopal con mi tía Rita, mi tío Arturo y mi hermano Nico. Los recibieron un padre y una mujer que iba a ayudar a tomar la declaración. El inicio fue un poco informal. Mi tía Rita, junto a Arturo y mi papá, contaron la historia del milagro, la que ustedes acaban de escuchar. Eligieron a Rita para dar la declaración y de inmediato las cosas tomaron un tono más formal. Doña Rita, le voy a pedir muy amablemente que ponga la mano derecha sobre la sagrada Virgen y que diga su nombre, porque es una declaración bajo juramento. Todo esto después tenemos que mandarlo a Roma. Todo toma un aire de solemnidad. Yo, Rita María Pacheco Murillo juro por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y solo la verdad. Sobre los artículos y cualquier otra cosa que me fuere preguntada referente al asunto… Luego empiezan las preguntas. Primera pregunta: ¿conoció usted a la joven María Isabel Acuña Arias? No la conocí. ¿Qué sabe de su historia familiar? Lo que dice el pequeño libro. Se refiere al librito que mi tío Arturo salía a vender. ¿Sabe usted cómo y cuándo se entera María Isabel de la enfermedad que le empezó a aquejar? Lo que dice el librito. Según mi papá, el padre descuartizó a Rita y a Arturo. Porque eran 22 preguntas, todas eran relacionadas con la vida de Marisa, que nadie había visto a Marisa viva. Y, claro, la respuesta era una y otra vez: “No sé, lo que dice el librito”. El padre que estaba oyéndonos no… no lo estaba tomando en serio, ¿ya? ¿Sabe usted cómo vivió María Isabel la convalecencia de dicha enfermedad? No, solo lo que dice el libro. Un librito. Personalmente no estoy segura de que ellos prestaran atención, ni el sacerdote ni la secretaria, porque ellos hacían las preguntas y las contestaban ellos mismos. Solo la última era: “¿Y qué hizo Marisa para que te…” y ya contaron la historia del milagro. Pero entonces yo veía al padre siguiendo todo ese… ese protocolo romano y… y la insensibilidad con la gente. Con Rita, por ejemplo, y con Arturo. Mi papá se refiere al tono general del padre durante la declaración: solemne, frío, lleno de escepticismo ante el milagro que Rita y Arturo presentaban. Supongo que tenía algo de sentido. Total, es una investigación y para la iglesia hay una diferencia entre un santo popular y un santo católico. Tiene que haber evidencia. Él quería unas evidencias de verdad, hollywoodenses del milagro. “¿Qué pasó? ¿Cómo supo la gente que era un milagro?” La…la gente está ahí, caso que se dan cuenta que es un milagro. La gente ve que hubo sangre, que no me morí y están contentos. Alguien dijo: “Esto fue un milagro”. Pero nadie dijo: “Vamos a documentar esto, que no sé qué”. Al final leyeron el acta que quedó escrita. Eran puros “no sé”, “lo que decía el librito” y una versión muy resumida del milagro. Entonces yo dije: “Yo sigo creyendo”, se lo dije a ellos, “yo sigo creyendo en la intervención milagrosa de Marisa en el asunto de Juan Diego. Lo que ustedes hayan escrito ahí, queda escrito. Pero no es la… lo que yo llevo en mi corazón de la certeza, de la fe, de la seguridad, de que Marisa intervino para que Juan Diego saliera adelante en forma milagrosa”. Y es que esto de la beatificación significa mucho para mi tía. A mí me gustaría que el Espíritu Santo se moviera y viera que en realidad Marisa actúa en favor de la gente, estando cerca de Dios. Para mí. Entonces, si está desocupada, pongámosla a trabajar, que siga actuando a favor de los enfermos. Pero para que la gente pueda acudir a ella tiene que ser conocida. Ahí entra en juego la beatificación. Entonces a mí lo que me gustaría es eso: que en Roma se pusieran vivos y se dieran cuenta en realidad que esta chiquita sirve, que esta chiquita funciona y que nosotros necesitamos a esta chiquita. Esa acta, en teoría, ya se fue a Roma. Y quién sabe qué pasará con el proceso de canonización de Marisa. No sé cuántas personas más han ido a presentar sus milagros a la Conferencia Episcopal. Pero si Marisa llega a ser la primera santa de Costa Rica, es posible que mi papá, ateo, contribuyó a esto. Me pregunto cómo se sentirá el papa con esa información. Le escribí por Twitter, pero ni me respondió. Y especialmente, ¿cómo se sentirá Dios? Lo del testimonio no salió muy bien, pero esta reintroducción de Marisa en la vida de mi papá después de casi 50 años lo puso a pensar no tanto en qué significa Marisa para él, sino en qué significa él para la memoria de Marisa y para aquellos que creen en su santidad. Ahora pienso que si yo puedo hacer algo, voy tratar de hacer algo. Si eso le puedo dar fe a alguna gente o esperanza de algo, ¿ya? Pudiera ser, ¿ya? O sea, si es necesario convertirse en una especie de símbolo de los poderes de Marisa, él está dispuesto hacerlo. ¿Cree él que lo que le pasó fue un milagro? Si significa que puede dar esperanza a las personas que la necesitan, sí, sí es un milagro. ¿Y qué creo yo? Bueno, esa ya es otra historia. Inti Pacheco es periodista y vive en Nueva York. Esta historia fue producida por Luis Fernando Vargas. Luis Fernando vive en San José, Costa Rica. Muchas gracias a Jorge Vargas y a Ana Vega por prestarnos sus voces para este episodio. Este episodio fue editado por Camila Segura y por mí. La música y el diseño de sonido son de Andrés Azpiri. Andrea López Cruzado hizo el fact-checking. El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Jorge Caraballo, Aneris Casassus, Victoria Estrada, Xochitl Fabián, Rémy Lozano, Miranda Mazariegos, Patrick Moseley, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, David Trujillo, Elsa Liliana Ulloa y Desirée Yépez. Fernanda Guzmán es nuestra pasante editorial. Carolina Guerrero es la CEO. Radio Ambulante es un podcast de Radio Ambulante Estudios, se produce y se mezcla en el programa Hindenburg PRO. Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

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